La sesión con Ágatha fue intensa. Fue muy intensa. Justo cuando Lis escuchó el portazo de la consulta, dos lágrimas se le desprendieron de los ojos. Entre ahogada, se desvaneció y apareció en la puerta de su casa. Metió la llave y entró rápidamente, dejando sacar el oleaje que la ahogaba desde hacía años. A Lis le gustaba mucho caminar, ver los expositores de las tiendas, disfrutar de los colores. Pero hoy no era el día.

El apartamento de Lis era pequeño y coqueto. Era una pequeña casa dos plantas en una calle pintoresca. Al entrar, a mano derecha te encontrabas con una cocina abierta, con una isla y taburetes, muy parecida a la cocina de la pastelería, pero de tamaño más minúsculo. Un acogedor salón se abría ante la mirada de quién entrase. Dos sofás de color avellana, una manta azulada doblada en un lateral, una chimenea central. El fuego daba un color acogedor a la vivienda. Colgaba de la pared algún cuadro que otro, alguna estantería con alguna planta colgante, pero la habitación tenía un aire minimalista. No había ninguna foto. A la izquierda había una pequeña mesa con cuatro sillas, ocupada por unas pequeñas velas decorativas. El acceso a la pequeña buhardilla se contraba al fondo de la estancia y se subía por una pequeña escalera de caracol.

Justo al lado de la mesa, se abría camino un pequeño pasadizo que daba píe a un gran baño con doble puerta y justo al final, la habitación de Lis. En ella se hallaba una gran cama, demasiado grande para una chica tan menuda. En la pared, Lis se había montado un vestidor de pared y un biombo semitransparente color vainilla daba intimidad para vestirse. Las luminosas ventanas daban a un tranquilo parque, que se llenaba de críos corriendo y ancianos paseando por las tardes, cuando el sol caía.

Sin pensarlo, Lis se dejó desplomar en su cama y se hizo un ovillo. Dejó llover.

Era un viernes soleado, pero el frío de Gran Bretaña se empezaba a acentuar. Jane estuvo inquieta durante toda la tarde.

George llevaba una camisa azul marina y unos tejanos de pana negros. Se miraba en el espejo y se repasaba el cuello de la camisa una y otra vez.

- ¿En serio vas a salir con una chica que no ríe? Eres George Weasley, eres el hombre de la risa- le replicó Ron desde la puerta.

- Sí que ríe - la defendió George, aunque tuvo que corregirse - Reirá. Que no ría no significa que sea antipática. Es divertida, tiene… elegancia- dijo, recordando las bromas que había empezado a hacerle.

- Sí, pero es extraño - volvió a reforzar Ron.

George cogió el abrigo del perchero y se lo puso. Se volvió a poner perfume y cogió a su hermano por los hombros.

- Es ella, Ron.

Su hermano no pudo más que asentir y darle ánimos. George cogió un pequeño ramo de flores y se mentalizó para aparecerse en la puerta de Lis. Conocía la calle, así que solo tenía que materializarla en su cabeza. Ron lo miraba apoyado desde el marco de la habitación.

- Espero de corazón que vaya bien. Nunca te he visto tan… predispuesto. - confesó el hermano menor.

George sabía a lo que se refería. Él también se lo notaba. Las ganas, la ilusión por verla.

- No sé cómo explicarlo, pero sé que es ella, es lo que hablan todos esos cuentos románticos que nos leía mamá de pequeños.

Ron volvió asentir y concluyó:

- Es lo que siento yo por Hermione.

Ambos hermanos se dedicaron una sonrisa y George se apareció en la calle de Lis. Era una calle llamativa. La calle era de piedra, como todo el distrito, pero la distancia entre las aceras, el poco tráfico y los colores llamativos de las casas la hacía una calle peculiar. No era una calle donde dirías que vivía alguien como Lis. George caminó buscando el número 36. Llegó y se detuvo delante de la puerta color azul. Era el mismo azul que decoraba la pastelería. George no pudo más que ladear una sonrisa. Miró el reloj de bolsillo que llevaba. Llegaba con diez minutos de anticipación, pero no quería esperar más. No podía esperar a verla y decidió picar tres veces.

Por otro lado, Jane estuvo inquieta durante toda la tarde. El hecho de que Lis, la mujer más reservada que conocía tuviera una cita con un chico guapo y extrovertido, hizo que su día pasase mucho más rápido, imaginando felicidad, una boda e incluso hijos. Pero eso Jane no lo podía verbalizar, porque sabía que Lis le tiraría el libro mordedor a la cara.

- Tranquila, todo estará bien - tranquilizó Jane a su jefa. No se refería a la tienda, sino que le estaba deseando ánimos de manera encubierta.

- Puedes cerrar antes si ves que no hay gente.

- Tranquila, ve y disfruta. Yo me encargo de todo.

A Lis no le resultaba difícil dejar la tienda a cargo de Jane. Confiaba en ella, era una adulta responsable. Lo que le provocaba ansiedad era su cita. Salió de la tienda y se desvaneció directamente hasta su casa.

Al llegar se duchó, se desenredó su media melena ondulada y como de costumbre, se lo dejó secar al aire libre. Con la toalla envuelta, empezó a elegir ropa. No sabía dónde iban o qué iban a cenar. En realidad, sabía poco del muchacho con el que se había citado. Pero se aferraba al único pensamiento que sabía que era real y no una miedo provocado por la ansiedad: ese chico era bueno.

Antes de vestirse, Lis se quitó la toalla y en total desnudez se miró al espejo. Era una mujer voluptuosa. Tenía grandes pechos y unas caderas voluminosas herencia de la genética. Se pasó los dedos por la cintura. Tenía cuerpo de reloj de arena, el cual le proporcionaba cierta atracción. Lis no tenía problemas para mirar su cuerpo en el espejo, lo que era incapaz de mirarse era a la cara. Tal y como le recomendó Ágatha, se dijo palabras de afirmación y comenzó a vestirse, no sin antes tener que callar ciertas voces de la cabeza. Curarse implicaba constancia y, sobre todo, confianza ciega en ella. El tiempo apremiaba, así que decidió vestirse. Se puso un vestido básico de tela negra ceñido, con las mangas tres cuartos. El vestido le llegaba por encima de las rodillas. Se puso unas medias negras poco tupidas y apartó los zapatos que quería ponerse: unos mocasines con tacón. Ella iría cómoda, y además le proporciona un extra de estilización. El maquillaje consistió en un pequeño eyeliner, algo de rimel y los labios color mate oscuro. Se pintó las uñas con un granate oscuro. Por el trabajo no podía adecentarse mucho, pero le gustó sentirse bella. Estaba ya casi lista cuando escuchó tres golpes secos y tímidos en la puerta de su casa.

Con un suspiro y sigilosa como un gato, Lis abrió la puerta encontrándose con los ojos marrones increíblemente relucientes y la gran sonrisa que la estaban esperando.

- Hola - dijo él, sin poder ocultar su ilusión.

- Hola - contestó ella, algo más tímida - Pase.

George se adentró al apartamento, con recelo, ilusión, como un niño al que le dejan descubrir un secreto. Toda la estancia olía a tarta y se le hizo la boca agua.

- Esto es para usted.

Lis miró las flores y volvió a ladear su mueca con los labios.

- Gracias, son preciosas- dijo mientras las recogía.

Se miraron, él con una tímida sonrisa y ella con su mueca, que cada vez parecía más una sonrisa. Se dispuso a colocarlas en un alargado vaso de agua y las dejó en el centro de la mesa, al lado de las velas.

- Me pongo los zapatos y estaré lista. ¿Quiere tomar algo? Coja lo que necesite de la cocina - dijo Lis mientras se perdía pasillo adentro.

George se desabrochó el abrigo y miró el apartamento. Era tal y como se lo había imaginado, aunque para ser sinceros, él se había imaginado las cosas más pasionales que podrían ocurrir en la estancia. Lis volvió a aparecer, ya con los zapatos puestos y mientras cogía su abrigo negro estilo gabardina, el pelirrojó la admiró. Se metió un pequeño monedero y su varita en los bolsillos del abrigo.

- Está preciosa esta noche, señorita Graham.

- La ocasión lo requería. Y la compañía, por supuesto - bromeó Lis. George no pudo hacer nada más que sonreír mientras le miraba a los ojos avellana que lo estaban enloqueciendo. Lis prosiguió.

Salieron a la puerta y George le ofreció el brazo. Lis lo miró y con entusiasmo - que su cara no acababa de reflejar, pero sí sus ojos - se enlazó a él y desaparecieron.

El restaurante era un lugar oscuro, con las paredes y el suelo de terciopelo rojizo, en el que desde fuera destacaban la manta de luces amarillas que decoraban el techo y parte de las paredes.

- Espero que le guste - confesó nervioso mientras le abría la puerta.

Se colaron al interior del restaurante, siguiendo a la maitre que les acompañó. Les presentó la mesa para dos, en un rinconcito cerca de la pared. Depositó la carta de vinos encima de la mesa y se marchó. George ayudó a Lis a quitarse el abrigo en silencio. Tenerla tan cerca provocaba en George impulsos que hacía tiempo que no sentía, oler el perfume que desprendía su cabello solo podía imaginarse acariciándolo después de…

- Gracias - musitó Lis, sacando a George de sus pensamientos.

Se sentaron uno delante del otro y miraron la carta de vinos. Al tenerse el uno delante del otro, los nervios florecieron.

- Le dejo a usted la elección del vino - rompió el silencio Lis.

George asintió y pidió a la camarera un buen vino tinto. No tardó mucho en traerlo y servirles dos copas. Los dos dieron un buen trago de vino. Eran conscientes de que ambos estaban nerviosos y un trago de vino siempre viene bien. Empezaron a hablar del trabajo, de los pasteles de Lis y George la escuchaba fascinado de cada detalle pastelero que ella le brindaba. Pidieron la comida casi sin mirar la carta. No sabían si era la intimidad que el espacio les ofrecía, el vino o la ilusión que obsequiaba la ilusión de un nuevo amor, pero Lis y George hablaron y hablaron. Incluso Lis sonrió un par de veces gracias a anécdotas que el pelirrojo le contaba. La primera vez que sonrió sin ocultarle la cara, a George se le fueron los ojos a sus labios. Servidos los postres y con dos botellas de vino tinto vacías, Weasley se atrevió a preguntar.

- ¿Por qué no sonríe? Tiene una sonrisa preciosa.

Lis saboreó el vino que le quedaba en la copa y dejó la copa para coger la cuchara.

- Yo no dije que no sonriera. Solo que…- Lis trató de elegir bien las palabras. Sincerarse con un pasado traumático y una tratada depresión no entraba en sus planes - Me cuesta reír como lo hace la gente normal.

- Es de risa selecta - sonrió George.

- Algo así - volvió a sonreír Lis. George bebió, cerrando el tema, pero Lis consideró que ese muchacho merecía una mínima explicación - Mi infancia no fue normativa, y trato de entender ciertas cosas de mi pasado. Y eso a veces, hace que tenga la cabeza en ciertos lugares donde la risa no tiene cabida.

George la miró sorprendido y, sobre todo, agradecido.

- ¿Cómo fue su infancia? - quiso indagar, pero Lis cerró el tema con sutileza.

- Eso lo tendremos que dejar para otra cita.

George asintió, mientras acababa su postre.

El pelirrojo insistió en invitar. Al salir, el frío de la noche les golpeó la cara. Ambos cerraron sus abrigos.

- ¿Le apetece caminar? - él preguntó cortés.

- Me encantaría - dijo ella.

Al compás se pusieron a caminar. La humedad de la noche había mojado la piedra y algunas calles brillaban bajo la luz de las farolas. La casa de Lis estaba a unos diez minutos, pero ambos caminaban despacio, queriendo alargar el paseo. Caminaban uno al lado del otro, y sus manos se iban rozando. Cada vez que Lis sentía el calor de George, sus mejillas se sonrojaron e intentaba disimularlo. George, en cambio, la miraba embelesado. En silencio, siguiendo lo que le dictaba el instinto, George entrelazó su mano con la de Lis. Esta miro sus manos y luego le miró a él, que miraba con una sonrisa al cielo, como si no hubiera pasado nada. Siguieron caminando con las manos entrelazadas, en silencio. Sobraban las palabras.

Quince minutos más tarde, llegaron a la puerta azul de Lis.

- Ha sido una velada muy agradable, le agradezco la cena- dijo ella, sacando la llave del bolsillo.

- Me gustaría poder repetirlo, si a usted le parece bien - pidió George.

- Será todo un placer- respondió hechizada por la mirada de George.

George la miró. Estaba totalmente enamorado de sus ojos avellanas, de su mueca, del mechón de pelo que le caía en el rostro y de su nariz rojiza por el frío que comenzaba. El pelirrojo le puso le acarició con las yemas de los dedos las mejillas sonrosadas por el vino, y ella aceptó la caricia. George quería besarla. Quería hacer mucho más que besarla. Pero pensó que Lis no era una mujer casual, ella era la definitiva, lo sentía en el alma. No quiso asustarla. Le dió un cauto besó en la mejilla. Lis, sin embargo, aguantó la respiración, nerviosa y cohibida por la presencia del hombre.

- Buenas noches, Lis.

- Buenas noches, George - se despidió ella, alejándose de él y abriendo la puerta de su casa. Con una mirada silenciosa, esperanzadora y apasionada, se dijeron adiós por esa noche.