La mejor forma de que te rompan el corazón…

…es fingir que no tienes uno


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Capitulo 1

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Nueva York-Manhattan

6 Febrero 2003 – 8 p.m.

La figura se deslizaba con paso moderado bajo el fulgor lunar, arropado por el murmullo de la Gran Manzana. Caminaba con cierta parsimonia a través de la Quinta Avenida justo en el lugar donde se localizaba su intersección con la calle Cuarenta y cuatro. A su alrededor, la ciudad bullía entre el humeante vapor que brotaba de las alcantarillas, la luminosidad de los carteles publicitarios y la mezcla de olores de comida rápida. Los transeúntes marchaban en un ir y volver por el eje del consumo, de las compras y los negocios; negocios que aquella figura foránea había ido a cerrar a Nueva York. Sólo serían tres días más en el occidente y volvería a Japón. Tres días intensos de reuniones, de danza de cifras desorbitadas, de humo profano de cigarrillos, de trago tras trago de alcohol y, ¿después? horas transitando aeropuertos, volando, atravesando continentes y mares antes volver a su rutina habitual en Tokio.

Paró su caminata un momento y volteó las solapas del cuello reparando en la nieve que se desprendía del cielo nublado. Los copos descendían desde las nubes fundiéndose con el contacto de su piel; donde trazaban meandros sobre ese rostro tan áspero como la textura de una manzana. El hombre deslizó su mirada del cielo hasta la escena que lo rodeaba. La nieve cuajaba paulatinamente en las esquinas de los edificios y el hielo se aglomeraba sobre las aceras. Algunos hombres de servicio picaban este hielo que impedía el tránsito de coches y peatones mientras mujeres y hombres caminaban apresurados cargando bolsas o distraídos con aparatos electrónicos, inmersos en la tecnología. Al fin y al cabo, en todo aquello Nueva York era muy similar a Tokio. La ciudad hervía en un puro placer de vida, de color, de sonidos que no le emocionaban lo más mínimo, que quizás hasta le causaban desagrado. Y es que aquel hombre con el tiempo no podía haber evitado caer aún más en la introversión y la excentricidad y aquella atmósfera tan bullente como ruidosa era demasiado para él… demasiado agotadora.

Con los brazos junto a los costados vestía un elegante traje plateado, camisa lechosa y corbata negra. Un abrigo negro de diseño, cuyo valor probablemente superara las tres cifras, le protegía del frío y envolvía su silueta, que rozaba casi el metro noventa de altura. Sus impecables zapatos negros italianos pisaban a cada paso la capa esponjosa de nieve que se extendía sobre la acera formando una pátina blanca. Un maletín de ejecutivo era llevado con porte de tal; la espalda recta, la mandíbula cuadrada y dirigida hacia el cielo. Sus rasgos asiáticos eran ineludibles y, sin embargo, una mirada azul se diluía en un agrio gris como se diluyen los colores en el lienzo del pintor; del mismo modo que el azul celeste se diluye y sucumbe a la oscuridad a la muerte del día.

Así continuó caminando hasta parar ante un edificio cercano a la Estación Central. Allí supuestamente se encontraba el mejor restaurante japonés de toda la ciudad de Nueva York y que, gracias a los dioses, no le había costado encontrar. Llegaba con quince minutos de antelación a la cita que tenía planificada con uno de los principales accionistas de la compañía occidental susceptible a la fusión. Una importante y arriesgada apuesta por parte de sus jefes le había conducido hasta allí. Al menos la posición del señor Tagawa facilitaba los trámites. Sus raíces niponas hacían que todo fuese más confortable para él.

El hombre se detuvo frente a la entrada del restaurante mientras que el viento arreciaba en su espalda. Empujó una pesada puerta y penetró en una antesala donde se sacudió el abrigo de motas de nieve. La puerta dio un golpe seco y grave y el bullicio dio paso al silencio, lo único que se escuchaba ahora era el viento intentando penetrar por los resquicios del edificio. El hombre se limpió la suela de sus zapatos en la alfombrilla.

—Buenas noches, caballero. ¿Le puedo ayudar?—Escuchó de pronto en inglés con dicción inconfundible. A su lado hablaba y sonreía una elegante señora de unos cuarenta años.

—Gracias—Contestó cambiando el idioma a un perfecto japonés nativo—.Tengo reservada una mesa para las ocho y media. A nombre de Saotome, Saotome Ranma.

—Por supuesto, señor Saotome—La mujer sustituyó el inglés por japonés formal—. Acompáñeme si no es molestia.

La mujer le condujo a través de unas angostas escaleras hasta llegar a una dilatación del espacio. Después de esta antesala se encontraban una sucesión de salas más espaciadas colocadas en serie comunicadas por un pasillo. Aquello parecía un oasis del Kioto durante el Japón Feudal en medio del profundo occidente decorado con arte y música al más puro estilo tradicional. Ranma Saotome siguió a la mujer a través del pasillo con cuatro mesas a los lados separados por biombos de un solo panel. En una de ellas se encontraba una pareja de turistas ancianos hablando en un idioma desconocido. En la mesa situada inmediatamente detrás, un hombre japonés tomaba té matcha y escribía sobre una vieja libreta. En el aire bailaban palabras sin forma, restos de conversaciones que morían en ese clima dominado por la serenidad.

Finalmente llegaron a una sala más privada que se encontraba al final del pasillo. Era un sitio algo más extenso que el resto de las salas. Se encontraba sitiado por biombos que exhibían en sus paneles dibujos florales y aves de colores; una mesa rodeada de zaisus permanecía en el centro y un cartel que indicaba reservado descansaba sobre ella. Ranma Saotome se descalzó en la entrada, caminó por el tatami hasta llegar al centro y se sentó con las piernas cruzadas sobre la silla del tatami. La mujer le ofreció una reverencia de respeto junto con la carta del restaurante y se retiró en silencio.

El bagaje de los años pareció adquirir todo su peso cuando se relajó en posición de descanso sobre su asiento. Cruzó las piernas y exhaló un pequeño resoplido por lo bajo. En su mente bailaba la secuencia de números, cifras y gráficas que había estado discutiendo durante todo el día una y otra vez reunión tras reunión hasta el agotamiento. Sin embargo, pensar mantenía la mente despierta, concentrada en lo verdaderamente real y ayudaba a evadir lo que debía evadir.

—¿Le puedo ofrecer algo de beber, señor?—Una inocente voz le extrajo súbitamente de sus pensamientos. De nuevo le hablaban en inglés. Aquello le produjo cierto desagrado, ¿acaso no era evidente su nacionalidad? No observó a la mujer que lo atendía, sino que simplemente asintió observando la carta que le habían ofrecido.

—Té mugicha por favor—Replicó en japonés sin devolver la mirada hacia dónde provenía aquella voz.

Un golpe de aire fresco como consecuencia de una reverencia a su espalda sacudió sus sentidos hasta que la presencia se desvaneció de la estancia. Aturdido sacudió la cabeza y con un raudo giro de la muñeca descubrió su reloj: uno seiko de edición limitada con manecillas, coronas, duales horarios y demás elementos de platino, y una correa ancha de cuero negro que rodeaba su gruesa muñeca. Faltaban cinco minutos para su cita. El paso del tiempo le había instruido a ser paciente y ya poco quedaba del joven impulsivo que solía ser. A sus veintisiete años y con más de cinco de experiencia en el sector de las finanzas había aprendido varias cosas. Pero quizás la más importante era manejar el estado de su espíritu para siempre mantener el control. Mantener el control de sí mismo le llevaba a mantener el control de la situación y a partir de aquella premisa todos los supuestos se daban con mayor facilidad. Por ello, en aquel momento, respiró tranquilo. Las cosas fluían tal y como había planeado desde un principio; el acuerdo, sin lugar a duda, se cerraría con éxito y volvería a su país con un nuevo triunfo para su empresa. Probablemente le ofrecerían un ascenso.

—Su té, señor—La mujer que lo atendía depósito el vaso con unas manos de dedos delgados, largos y blancos. En esta ocasión murmuró suavemente en japonés nativo.

Aquellas manos inmaculadas lo perturbaron por un instante. No llevaba esas uñas infinitas en tamaño y detalles que acostumbraba a ver en las mujeres con las que se acostaba, pero eran de corte cuadrado, limpias y decoradas de una forma tan modesta como elegante. Solo fue por un segundo, pero, tras depositar el recipiente, la mujer le ofreció la muñeca con aquel gesto típico de cortesía que exhibía su nívea piel casi transparente. Con suma delicadeza arqueó los largos dedos sobre la palma y retiró la mano junto a su propia presencia. Él permaneció por un segundo estático y después se volteó para observarla, pero solo obtuvo un efímero atisbo de su espalda. Vestía un komon sencillo de color azul y llevaba las mangas recogidas en un grueso cordel que se ataba a la espalda. Advirtió los talones blancos sobre los zōri y un cuello tan pálido como la piel de su mano. Ese aroma dominante, a perfume de flores de jazmín lo volvió a noquear con la fuerza de un tifón y hasta pudo oír un sonido quebrando en el interior de su pecho. El olor que irradiaba la figura femenina se esfumó inmediatamente después de que ella saliera de la estancia.

Es inevitable. El tiempo transcurre, nada es lo que otrora fue y la mejor forma de evitar que te rompan el corazón es fingir que no tienes uno. Por ello, y por mucho más, ese aroma floral arrastró consigo algunos recuerdos que había conseguido casi enterrar, y que de repente caían uno sobre otro en tropel sobre él, con una naturaleza imperturbable…

Akane…

Cuántos sueños y cuántas mentiras. Cuánta estupidez podía soportar el alma humana. Y cuánto dolor. Pero sin embargo… si el corazón desaparece… el dolor también.

—Saotome—La imponente silueta de aquel hombre se dibujó de pronto frente a Ranma trasladándole al mundo real desde las ensoñaciones.

—Señor Tagawa.

En medio de su distracción se incorporó rápidamente, sacudió la cabeza ligeramente hacia los lados, y entonces tuvo lugar una secuencia de reverencias desde la más larga hasta la más exigua en el final. El señor Tagawa era un hombre fornido, bien parecido, alto, de facciones endurecidas y pelo oscuro. Al igual que Ranma, vestía elegantemente trajeado, corbata incluida, y observaba a su interlocutor con una pasmosa seriedad. De pronto le ofreció una media sonrisa.

—Es un placer tenerle por aquí joven Saotome.

—No puedo más que decir lo mismo, señor Tagawa.

Ambos hombres tomaron asiento uno frente al otro. Inicialmente comenzaron a comentar cosas de trabajo, detallando las particularidades de las reuniones del día. Posteriormente el señor Tagawa se interesó por si aquel lugar en el que se encontraban era del gusto de Ranma.

—Es curioso cómo, a pesar de ser hombres de mundo, buscamos nuestro oasis particular—Confesó Tagawa.

De repente, y antes de que Ranma pudiese contestar, de nuevo ese aroma a flores de jazmín con toques de almizcle irrumpió en la sala saturando sus pensamientos. Ella se situó al lado del señor Tagawa ofreciéndole algo de beber al recién llegado y, para la total suerte de Saotome, quedando íntegramente expuesta a su contemplación.

El cabello moreno estaba recogido en lo alto de su coronilla dejando la vista un largo cuello y unas marcadas clavículas. Unas pestañas rizadas encuadraban pesados párpados que, como muescas de una celosía, permanecían ligeramente entrecerrados permitiendo destellos de una mirada castaña. Sumisa, miraba hacia el suelo. Servicial, evitaba por todos los medios mirar directamente al rostro de cualquiera de aquellos dos hombres. Reverenciaba al retirarse siempre mirando al piso.

Y por el infierno que esa mujer era Ella.

Ella era Akane Tendo. Por todos los demonios que aquellos labios apretados debían de ser de Akane Tendo. Ella era, ¿esa adolescente indomable? ¿Una niña rebelde? ¿Ahora una sumisa mujer?

Por todos los demonios que…

¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces?

Ranma Saotome a sus veintisiete años, asesor financiero en una de las más importantes compañías de Japón - ahora con extensión al occidente - se sintió como un crío, como un maldito idiota. Sin embargo, durante aquel instante, no pudo quitarle la vista de encima: a las finas manos, al cuello de cisne, ojos entornados, a sus labios pálidos, a la piel amelocotonada sin rastro alguno de maquillaje. Sintió el estúpido impulso de tirar aferrar y hacia sí esa muñeca, cosa que se le antojó imposible. Aquel pensamiento le llevó a pegar la barbilla a su pecho, a volverse a sentir como un ser cobarde y detestable. El rebelde flequillo quedó ocultando su rostro entre las sombras. Intentó por los medios evitar que ella lo descubriera, aunque no quería ser descubierto. No en aquel momento. No podía. No podría. Un dolor que creyó olvidado golpeó sin tregua su pecho. El impacto fue tan fuerte que se sintió mareado, con ganas de vomitar.

–Como le iba comentando—Prosiguió hablando el señor Tagawa—, durante la reunión de hoy…

De pronto el parloteo de aquel directivo se le antojó anodino, vacuo, insustancial. Quedó relegado como un murmullo de fondo al que asentía como un maniquí estúpido sin prestar atención. Su concentración se dirigía a ella, a cada vez que ella entraba para dejar el ramen, el arroz o el pescado. Evitaba por todos los medios que lo reconociera; rezaba a todos los dioses que lo reconociera. Se concentraba en cómo movía los dedos, en las oleadas de aroma que la acompañaban a sus pasos, en los cortos pasos y la sutilidad con la que se deslizaba.

¿De verdad eres tú Akane? Por favor…no quiero que me reconozcas bajo ningún concepto

Akane…

Akane…

Tanto tiempo huyendo tanto de ti como de tu recuerdo. Y cuando te he considerado un recuerdo enterrado, te conviertes en la expresión viva de mi oculto deseo…

Y de pronto el restaurante, Nueva York y el señor Tagawa se fundieron en una espiral de sueños. Como una vorágine, las imágenes rodeaban un agujero negro enorme que arrastraba a Ranma. Tiraban con fuerza de él remolcándolo hacia el vacío; desde la disonante desesperación hasta el vasto silencio. Y entonces lo sintió: el repiqueteo constante en su sien a través de los años y del tiempo. El dolor brotó desde su corazón enquistado y lo sintió más real que nunca.


NA: Gracias por leer