¡ESTA HISTORIA NO ES MÍA! PERTENECE A AMIE KNIGHT.

Parte 1

—No puedo. No puedo hacerlo —susurré en mi teléfono celular desde el minúsculo cubículo en mi trabajo en el call center del infierno.

—Tienes que hacerlo —dijo tía Esme—. Si no vienes, parecerás una mocosa malcriada. Y aunque las dos sabemos que no es verdad, todos los demás asumirán que lo eres.

Me quedé mirando la pantalla negra de la computadora que tenía frente a mí. Se esperaba que fuera a la boda de mi hermana. Mi malvada, confabuladora y ladrona de novios hermana. ¿Mencioné que el novio sería el novio que ella robó?

Se esperaba que fuera a su boda. ¿En Navidad, por el amor de Dios? Bueno, el día antes de Nochebuena, para ser exactos. Pero yo no merecía esa mierda. Y Wilbur tampoco. Queríamos una Navidad tranquila en casa, exactamente lo que habíamos planeado. Y Wilbur y yo no nos desviábamos de los planes. Nos apegábamos a ellos.

—No, no iré. Me niego. Además, nadie notará que no estoy, especialmente Kate y Garrett. Al igual que no me notaron mientras tenían sexo a mis espaldas durante seis meses.

Tía Esme dejó escapar un largo suspiro.

—Tu madre se dará cuenta, Bella. Ella cree que ya superaste todo esto. Ha pasado casi un año. Es hora de decir que se jodan y dejarlo todo atrás.

Había pasado un año. ¿Pero quién diablos superaba ese tipo de traición? Kate siempre había sido una perra egoísta, pero casi siempre había conseguido pasarlo por alto. Era la más joven de la familia con cinco años de diferencia y, sinceramente, su egoísmo me parecía simpático.

Pero ya no lo era. Ni siquiera un poquito. Garrett había sido mío durante dos años antes de que ella decidiera que lo quería. Y Kate siempre conseguía lo que quería. Al final, también había conseguido a Garrett.

¿Ves? Perra egoísta.

¿Ya había superado lo de Garrett? Sí. Pero no había superado la mierda de Kate y ahora también estaban tratando de arruinar mi maldita Navidad. Que se jodan.

—Puedo decir que se jodan y dejarlo todo atrás desde aquí, tía Esme. No necesito hacer un viaje a Forks para verlos casarse —susurré en el teléfono mientras miraba por la puerta de mi cubículo para asegurarme de que nadie me estaba escuchando.

Parecía que casi todos estaban almorzando, así que estaba a salvo.

—Sé que puedes, cariño. Pero te extraño. No has estado en casa desde que eso sucedió. Y puedes quedarte en una de las cabañas del complejo. Tengo una esperándote. Ven a casa, pequeña calabaza. Te extrañamos.

Maldición, la tía Esme era buena con la culpa. La extrañaba. Y extrañaba la montaña. Había dejado Forks, Washington, y me mudé tres horas al sur, a Seattle, poco después de que todo se hubiera ido a la mierda con Garrett y Kate.

Dejé un empleo que me encantaba, trabajando en el complejo turístico para mi tía, dejando atrás toda mi vida y mi familia. En retrospectiva, puede haber sido precipitada y un poco inmadura, pero me gustaba la zona de Seattle, hice amigos aquí y tenía una vida real que no giraba completamente en torno a mi familia.

Y aunque extrañaba a tía Esme, no creía estar preparada para regresar a casa. Especialmente si eso significaba ver a mi hermana casarse con el único hombre que había amado. Aunque ya no lo amara.

Sin embargo, todavía amaba a Kate, y ese era el maldito problema. Me había roto el corazón irreparablemente. Los hombres iban y venían. A veces incluso los que amabas. Pero se suponía que las hermanas eran para siempre.

¿Por qué mi hermana tenía que ser tan idiota?

—No sé si puedo verla casarse con él —dije, mordiendo suavemente mi labio inferior—. Sé que ha pasado un año, pero a veces parece que fue ayer.

Mi estómago se revolvió al pensarlo.

—Estaré aquí, cariño. Y el tío Carlisle también. Te extrañamos. Extrañamos a Wilbur. Ven a casa, por favor —dijo en voz baja a través de la línea.

Mierda. ¿Cómo iba a decirle que no cuando estaba siendo tan dulce? Casi nunca era dulce. Ella realmente debe haberme extrañado mucho.

—Lo pensaré —dije en voz baja. Porque lo haría, aunque no quisiera.

Tal vez era hora de enfrentar la situación. Tal vez era hora de ponerme las bragas de niña grande y volver a casa, aunque solo fuera para ver a mi familia. Y Dios, extrañaba la montaña. Muchísimo. Había nacido y crecido allí, y siempre había pensado que moriría allí. Seguía siendo mi lugar favorito en el mundo.

—Bien —dijo, exhalando un profundo suspiro que solo pude suponer que era de alivio—. Llámame este fin de semana y avísame. Dale besos a Wilbur de mi parte. —Y luego ella simplemente cortó, nunca le gustaron las despedidas.

Dejé el celular sobre el escritorio y también apoyé la frente en él, pensando en darle unos cuantos golpes.

Que me jodan. Realmente estaba haciendo esto. Iría a casa. Me iba para Navidad. No tenía que pensarlo. Mi tía quería que volviera a casa y por eso iría. Era lo correcto.

—Podría ir a casa contigo. —Escuché por encima de mi cabeza.

Me moví rápidamente hacia atrás en mi silla, casi volcando la maldita cosa, mi mano aferrada a mi pecho porque sentía que mi corazón podría estallar y salir corriendo por la calle.

—¿Qué diablos te pasa? —prácticamente le grité al gigante de dos metros que se asomaba por el lado derecho de mi cubículo desde el suyo.

El gigante, también conocido como Edward Cullen, arrugó su respingada nariz y puso en blanco sus ojos verde avellana ante mis payasadas.

—Lo siento —dijo con voz ronca.

No parecía arrepentido en lo más mínimo. Como de costumbre, parecía completamente desanimado por estar hablando conmigo.

Me acomodé en la silla y respiré profundamente, intentando calmar mi acelerado corazón. Y no era porque estuviera mirando a uno de los hombres más guapos que jamás había visto.

Porque Edward seguro que lo era. Tenía cabello grueso y oscuro, largo por encima y corto por los lados y atrás, y unos ojos enigmáticos que siempre me atraían porque cambiaban de marrón a verde según el color de su camisa abotonada. Y yo notaba ese cambio incluso detrás de sus gruesas gafas de montura negra. Tenía una mandíbula fuerte y bien afeitada y unos labios deliciosos. No es que me hubiera fijado demasiado en ellos. Siempre iba pulcro y bien arreglado con sus camisas almidonadas y sus pantalones de vestir.

Sí, Edward no se quedaba atrás. Pero estaba dispuesta a apostar que el diablo también se veía bien. Y yo no jodía con el diablo. Y definitivamente no jodía con Edward Cullen.

—Me has dado un susto de muerte —acusé, con la mano todavía sobre mi corazón. Él estaba intentando matarme. Desde que empecé a trabajar aquí sospechaba que Edward quería matarme, y este último truco no hacía más que demostrar que esa teoría era cierta.

Se había propuesto evitarme a toda costa. Y cuando tenía que hablar conmigo, parecía aburridísimo, como si quisiera huir lejos, muy lejos, lo más rápido posible.

Habíamos sido vecinos de cubículo desde que empecé a trabajar en el call center, y ni una sola vez se había asomado para hablar conmigo. Por lo general se sentaba en la cueva de su cubículo, con los auriculares puestos, con una expresión inaccesible, ignorando a todo el mundo y siendo increíblemente eficiente en su trabajo.

Frunció esos deliciosos labios y carraspeó torpemente antes de mirar algo detrás de mí y murmurar nuevamente:

—Lo siento.

—Está bien —le dije, haciéndole un gesto con la mano restándole importancia. No estaba de humor para lo que fuera. Todavía estaba procesando la idea de regresar a casa.

Volví a acercar la silla al escritorio y agité el mouse para despertar mi computadora, pero el gigante sexy todavía estaba allí.

—¿Hay algo más? —pregunté, alisando el cuello de mi blusa de franela antes de pasar las manos por mis jeans ajustados.

Edward siempre me hacía sentir mal vestida. Trabajábamos suscribiendo préstamos hipotecarios en un call center. Y casi todos vestían informal. Yo solía llevar mis Docs y jeans.

Pero Edward no, con su trasero de Clark Kent.

Observé cómo se movía su nuez de Adán mientras tragaba saliva. No sabía por qué me hacía sonreír el hecho que pareciera incómodo hablando conmigo, pero lo hacía.

Quizás porque quería que se sintiera tan incómodo conmigo como él me hacía sentir con él. Bastardo.

—Dije que podría ir a casa contigo.

Y aún así, mi cerebro no lograba entender de qué diablos estaba hablando el loco.

—¿Eh? —murmuré, mirándolo como si hubiera perdido la maldita cabeza. Porque estaba bastante segura de que así era—. ¿Podrías ir a dónde con quién?

Tal vez Edward estaba teniendo un derrame cerebral. Tal vez pensó que estaba en el cubículo de Charlotte dos filas detrás de nosotros. Le gustaba Charlotte. Hablaba con ella a veces. Estaba bastante segura de que incluso lo había visto sonreírle una vez.

—Podría. Ir. A casa. Contigo —dijo despacio, sucintamente, como si yo fuera la lenta cuando obviamente era él quien tenía algún tipo de problema médico.

—¿Por qué irías a casa conmigo? —susurré en voz alta, poniéndome de pie para estar más cerca de él.

Él me miró con esos ojos de gato como si yo fuera la loca.

—Para que no tengas que ir sola. Podría ser tu acompañante. Retrocedí, de repente muy consciente de lo que estaba pasando.

—¿Escuchaste mi conversación? ¡Me espiaste! —acusé, lanzando mi dedo índice frente a su rostro.

Enarcó una ceja oscura y empujó también su dedo, apartando el mío de su rostro.

—Si no querías que la gente te escuchara, no deberías tener conversaciones privadas en tu lugar de trabajo.

¡Qué atrevimiento!

—¡Pensé que estaba sola!

Inclinó la cabeza hacia un lado y dijo tan fresco como un pepino:

—Ves, ese es tu problema a veces, Bella. Piensas demasiado.

Me estaba enfureciendo mientras mi boca se abrió en estado de shock. ¡Él no acababa de decir eso!

No me conocía lo suficiente como para decir nada sobre lo que hacía o dejaba de hacer.

—No voy a hacer esto contigo —gruñí, apartándome de la pared que compartíamos y sentándome en mi silla. Abrí de un tirón el cajón de mi escritorio buscando los auriculares.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero me negué en rotundamente a llorar frente a este idiota. Ya estaba lo suficientemente avergonzada. Además, no debería importarme lo que él pensara. No era un amigo. Ni siquiera era un conocido.

—Solo era una oferta. Podría ir a casa contigo. Para que no estés sola. Podrías decirles a todos que soy tu novio. Para que piensen que lo has superado —dijo suavemente, incluso amablemente, por encima de mi cabeza.

Sentí calor subiendo por mi cuello y golpeando mi rostro. Quería morir. Lo había escuchado todo. Toda la conversación. Sabía que mi ex se iba a casar con mi hermana. Sabía que no quería regresar a casa. Y ahora se estaba apiadando de mí. Estaba siendo jodidamente amable. Quería meterme debajo de una piedra, pero por desgracia, estaba en el trabajo, y no había nada de naturaleza en la granja de cubículos.

Estaba más que avergonzada.

—¿Por qué te ofrecerías a hacer eso? Ni siquiera te agrado. —Ni siquiera podía mirarlo. En lugar de eso, fingí rebuscar un poco más en el cajón de mi escritorio, aunque ya había encontrado mis malditos auriculares.

—Me agradas —dijo, sonando ofendido.

Giré mi cabeza. Parecía francamente insultado por mi acusación.

—¿Te agrado? —pregunté, genuinamente sorprendida. Volvió a poner los ojos en blanco.

—Claro que sí. ¿Por qué no ibas a agradarme?

—Uh —murmuré, desviando mi mirada de nuevo. Esto se estaba volviendo cada vez más incómodo.

¿No me odiaba?

Pero tenía que hacerlo.

Se me vinieron a la mente las muchísimas veces que se había excusado de una conversación porque yo me había acercado. Las miradas asesinas que había recibido en una sala de reuniones.

No, a este no le caía bien. Él sentía lastima por mí.

—Piénsalo —dijo antes de pasar una mano por aquella hermosa melena y abandonar la parte superior de mi cubículo para volver al trabajo.

Cuando escuché que tecleaba, exhalé un fuerte suspiro de alivio.

—Que me jodan —dije en voz baja antes de volver a apoyar la cabeza en mi escritorio, esta vez con ganas de golpearla un poco más fuerte, pero aterrorizada de que me escuchara.

Otra vez.

Eso fue mortificante. Todo el maldito asunto. La conversación con mi tía y la de Edward.

Quería ir a casa, quitar el hedor de la humillación de mi cuerpo y meterme en la cama con Wilbur. Necesitaba acurrucarme. Y tal vez un Little Debbie o dos.

Pero mientras permanecía aquí compadeciéndome de mí misma, pensaba cada vez más en lo que Edward había dicho. Él tenía razón. Si llevara a alguien a casa, parecería menos perdedora. Y si llevara a alguien a casa conmigo, que además era mi novio, parecería que lo había superado.

Lo había superado. Y no necesitaba un hombre para hacerlo. Pero si tuviera uno, sería una confirmación para mi familia.

Definitivamente debería tratar de encontrar un hombre para llevar a casa. Podría haberle preguntado a Miguel, el del sector de tramitación de préstamos. Era bastante guapo, pero tenía la sensación de que estaba enamorado de mí, y no me interesaba en ese sentido. No quería que se hiciera una idea equivocada.

Mike, el de las colecciones, siempre fue bastante amable conmigo, pero estaba bastante segura de que a su novia no le gustaría la idea de que me llevara a su hombre por Navidad, aunque fuera de mentira.

Me senté y empujé mi cabello castaño y rizado detrás de mis orejas. Me quedé mirando la pared que me separaba de trasero sexy.

Estaba empezando a parecer no solo mi única opción, sino la mejor.

Edward era hermoso, aunque su personalidad dejaba mucho que desear. Mi familia pensaría que me había ido con un chico de ciudad muy sexy.

Mi corazón se aceleró en mi pecho incluso cuando imaginé en presentárselo a mi madre y a mi hermana. Sí, esto podría funcionar.

Podría soportar su mierda solo por esos segundos de victoria durante unos días.

—¿No tienes planes para el fin de semana antes de Navidad? —le pregunté a la pared que nos separaba.

—No —respondió rápidamente—. Y sinceramente, me vendrían bien unas pequeñas vacaciones.

Mi estómago dio un vuelco de emoción incluso cuando mi cerebro gritaba que era una idea terrible.

Iba a pasar unas falsas vacaciones con Edward, mi archienemigo en mi lugar de trabajo.

Mordí mi labio y negué con la cabeza.

Su trasero con aspecto de Clark Kent vendría a casa conmigo.

.

.

.

Mordí nerviosamente el interior de mi mejilla mientras estacionaba frente a la adorable casa adosada de Edward en la pequeña ciudad de Port Angeles, a las afueras de Seattle.

Nunca había estado en Port Angeles y, por supuesto, nunca había estado en casa de Edward, así que, mientras estacionaba, miré a mi alrededor todo lo que pude.

Era nueva y bonita, aunque pequeña, el jardín estaba cuidado y era grande. Tal vez Wilbur y yo deberíamos estudiar esta zona y mudarnos de Seattle para tener más espacio y un jardín. Él se lo merecía y a mí me encantaría tener un jardín.

Cuando terminé de estacionar, Edward salió por la puerta principal con una mochila sobre los hombros y una bolsa de ropa que, estaba segura, solo contenía su traje para la boda.

Negué con la cabeza y observé mientras cerraba la puerta con llave y se dirigía hacia mi Subaru Forester, preguntándome dónde demonios estaría el resto de sus pertenencias.

Saliendo a su encuentro, el aire era frío, pero el día era brillante y hermoso, y el sol calentaba mi rostro.

Rodeé la parte trasera de mi todoterreno y abrí la puerta mientras él se paraba a mi lado.

—Buenos días, Bella —saludó, tan cerca de mí que podía olerlo. Menta y café, con tonos subyacentes de sándalo, asaltaron mis sentidos.

Me había acostumbrado a ese aroma durante el último año en el trabajo, pero hoy era como si volviera a olerlo por primera vez. Olía diferente y más fresco al aire libre, fuera de los confines de una oficina.

Y no estaba segura de que me gustara lo encantador que me parecía. Me alejé de Edward y forcé una sonrisa.

—¿Eso es todo lo que llevarás? —pregunté mientras metía su pequeña mochila y su portatrajes en el maletero con mis dos maletas grandes.

—Sí, soy práctico. Solo vamos un par de días. No necesito mucho.

Me encogí de hombros y cerré el maletero.

—Famosas últimas palabras —murmuré en voz baja. Puede que aquí, en el centro de Washington, hicieran unos magníficos ocho grados soleados. Pero las montañas iban a ser una historia diferente.

En la cima de Forks iba a hacer por lo menos veinte grados bajo cero y lo más probable era que nevara.

Le había dicho que llevara ropa de abrigo cuando aceptó esta farsa, pero como de costumbre, Edward estaba demostrando ser un terco. Ahora su trasero iba a ser testarudo y frío.

Se senté al volante mientras Edward se deslizaba en el asiento delantero, y no pasó mucho tiempo antes de que empezáramos nuestro viaje de casi cuatro horas a Forks.

—¿Estás nerviosa? —preguntó, mirándome mientras nos adentrábamos en la interestatal casi cinco minutos después.

Era la primera vez que hablaba. Casi esperaba que no me hablara en absoluto, como hacía casi todos los días en el trabajo.

—¿Nerviosa? ¿Por qué iba a estar nerviosa? —pregunté, sabiendo que me estaba delatando con mis ojos de loca, pero no pude evitarlo.

Estaba muy nerviosa. La última vez que había visto a Garrett, le había dicho que esperaba que se cayera por la ladera de la montaña.

Por supuesto que estaba nerviosa. No había hablado con mi hermana en todo un año. No desde que la había atrapado a ella y a Garrett juntos en la cama.

Edward negó lentamente con la cabeza y esbozó una leve sonrisa antes de girarse y mirar por el parabrisas delantero.

—No tienes que estar nerviosa. Estaré contigo —dijo suavemente.

Lo miré, luego me centré en la carretera y volví a mirarlo. Porque, ¿qué diablos?

¿Quién era este hombre? ¿Por qué estaba siendo tan amable? Fruncí los labios. Sabía por qué. Seguía con su mierda de la compasión, y estaba a punto de decirle que dejara de hacer esa mierda cuando escuché un chillido de Edward que casi me saca de la carretera.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Edward, agitándose mientras mi pequeño y gordo cerdo intentaba besar su precioso rostro.

—Oh —dije, riéndome. Me había olvidado por completo de Wilbur acurrucado en el asiento trasero con una manta—. Es solo Wilbur tratando de darte unos besitos.

Edward se presionó contra la ventanilla del copiloto y me miró como si de verdad me hubiera vuelto loca.

—¿Wilbur es un maldito cerdo? —preguntó con una expresión de espanto.

Sonriendo tanto que me dolían las mejillas, me incliné hacia él, acaricié su cabeza y le di un empujoncito para que volviera a su asiento, donde se acostó resoplando.

—Claro que es un cerdo. ¿Qué demonios creías que era?

Miré a mi bebé por el retrovisor y vislumbré mis brillantes ojos cafés y mi cabello encrespado, pero me centré en mi cerdo. Ocupaba todo el asiento trasero de mi todoterreno. Era casi todo rosa y blanco, pero tenía algunas manchas grises oscuras, sobre todo alrededor de su dulce carita, que en ese momento mostraba el peor de los pucheros. Pobre cerdito. Edward había herido sus sentimientos. No podía culpar a Wilbur. Cuando Edward había empezado a trabajar a mi lado, había pensado más de una vez en besar sus labios regordetes.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que su excelente personalidad pusiera fin a eso. El viejo Wilbur aprendería lo mismo que yo. Por las malas.

—No lo sé. ¿Tal vez una mascota normal? —dijo Edward, limpiando su rostro con un pañuelo que había sacado de su bolsillo como si fuera una especie de terrateniente.

Estaba dispuesta a apostar mi vida a que el trozo de tela que estaba limpiando la baba de cerdo tenía un monograma. La idea casi me hizo reír.

—Quizá un perro. O posiblemente un gato. Definitivamente no un cerdo, por el amor de Dios. —Negó con la cabeza y volvió a meter el pañuelo en el bolsillo de sus pantalones recién planchados.

—Oh, vamos, Edward. Se llama Wilbur. ¿Te suena? Como solo el cerdo literario más famoso de la historia. Él es un "cerdo especial". ¿Nunca has leído La telaraña de Charlotte?

Volvió a mirar a mi dulce cerdo antes de girarse de nuevo hacia mí y asentir.

—Lo hice, pero ¿cómo es posible que puedas tener un cerdo gigante como ese en un apartamento en la ciudad? —Hizo una pausa antes de continuar—. Y hablando de Charlotte, ¿hay alguna otra sorpresa en este vehículo que deba conocer?

Me encogí de hombros.

—Es fácil. Está educado en casa y vivimos en la planta baja, así que no hay escaleras para subir y bajar, aunque no me importaría tener más espacio para nosotros. Quiero un patio más grande para él y un jardín. —Le sonreí antes de volver a mirar por la ventana—. Y no. Se acabaron las sorpresas. Dejamos a Charlotte en casa. —Le lancé una mirada, enarcando una ceja malvada—. Con todos sus bebés.

Se estremeció y me reí como una loca. Pobre Edward. Puede que no sobreviviera en las montañas. Tenía la sensación de que a este chico de ciudad le iba a costar. Tal vez este fin de semana iba a ser divertido después de todo.

Me pareció curioso que mencionara mi apartamento.

—¿Y cómo diablos sabes que vivo en un apartamento, de todos modos? — pregunté, muy curiosa. El hombre que casi nunca me hablaba seguramente suponía muchas cosas sobre mí, como qué tipo de animal tenía y dónde vivía. Me preguntaba si lo del apartamento había sido una suposición, igual que lo de la mascota. Me preguntaba cuántas llamadas telefónicas había escuchado exactamente el bastardo entrometido.

Edward se giró hacia mí, con los ojos más verdes hoy debido a su camisa de vestir verde azulado claro.

—Sé muchas cosas sobre ti, Bella —dijo, subiendo las gafas por su rostro, serio, con una mirada demasiado intensa.

Me sonrojé al ver cómo sus labios se perfilaban alrededor de mi nombre, delicados y firmes a la vez.

Ignoré las pequeñas mariposas que revoloteaban en mi vientre y en su lugar me pregunté qué más sabía Edward Cullen sobre mí.