—Si el Conde de Girodelle no es de tu agrado, hija, estoy seguro que habrá muchos más candidatos de noble cuna para ti.

—No es que Girodelle no me agrade, padre. Pero me has criado como a un varón y creo que es el lugar que me corresponde ahora.

Las palabras que su padre emitió como respuesta comenzaron a ser cada vez menos claras a medida que Oscar se adentraba en su propia cabeza. ¿Cómo podía pedirle que contrajera nupcias?, ¿después de tantos años de reprimir su naturaleza femenina? Es una locura, se dijo. Y no se percató de que comenzaba a pensar en voz alta cuando dijo:

—Por favor. ¿Qué hombre podría verdaderamente soportar un matrimonio con una mujer como yo?

— ¿Cómo dices eso, Oscar? ¡Averigüémoslo, pues! Me habían sugerido organizar un baile, pero tienes razón, voy a redactar una convocatoria.

— ¿Qué? —Profirió la rubia, desconcertada.

— ¡Por supuesto! Ya verás. Estoy seguro que más de un caballero ha sido cautivado por tu belleza, después de todo en la Corte de Su Majestad siempre han hablado de ti. Seguramente encontrarás al indicado y quizás la próxima Navidad tengamos a tu heredero.

¿En qué momento se le había ocurrido…? La Comandante se puso de pie en un brinco, con la faz enrojecida. Antes de que pudiera protestar más, el General pronunció "está hecho" con una ligera sonrisa antes de incorporarse y salir de su estudio con tranquilidad.

Maldita boca mía, maldita convocatoria, se reprimió ella por los siguientes días, hasta que llegó la desdeñable fecha.

Ataviada con su uniforme y lista para, según ella, asustar a los candidatos, se prometió pasar el trago amargo de forma breve e intrascendente.

Como si se tratara de una tragicomedia en escena, Regnier de Jarjayes había citado a los pretendientes interesados en los jardines de la mansión. A su hija menor le parecía ridícula la forma en la que los interrogaba, cuestionándoles sobre sus familias, las razones por las que serían el mejor candidato para desposar a su hija y, por supuesto, si en algún escenario considerarían que el primer varón llevara el apellido de su madre. Esta última pregunta pareció rebasar el deseo de algunos nobles por desposar a la bella militar. Ella apenas les miraba, avergonzada, y varios habían pasado ya cuando la voz de su progenitor reclamó su atención nuevamente.

— ¿Conde Von Fersen? Qué sorpresa verlo por aquí —su expresión denotaba intriga genuina.

Oscar no daba crédito a lo que veía. Hans estaba ahí, presentándose como todos los demás. En su padre notaba que no se trataría de su candidato predilecto, pues ya eran más que conocidas sus andanzas no solamente con la Reina de Francia, sino con otras damas en el palacio. Aunque esto último se tratara más de rumores que de hechos comprobados.

—Oscar François es una amiga muy querida para mí, Monsieur de Jarjayes, y muchos dirían que ésa es una excelente base para un matrimonio feliz.

—No le discutiré eso, Fersen —anotó el hombre mayor.

Parecía que su opinión sobre el sueco tomaba un rumbo más favorable, cuando de repente notó en la desordenada fila una figura por demás familiar. Entrecerró los ojos para mejorar su vista e hizo una mueca de fastidio.

— ¿André? ¿Qué haces ahí, muchacho? Eh —rezongó al hombre que, con treinta y tantos años, evidentemente ya no era un jovencito, pero la costumbre era la costumbre—, ahí sólo deben estar los pretendientes para mi hija.

El interpelado salió mejor a la vista de su patrón, con paso vacilante y la respiración alterada. Sin duda su vista está empeorando mucho, pensó la Comandante, atribuyendo la posición de su valet a un error. Sintió una punzada de culpa.

—Señor, estoy aquí porque también deseo postularme.

— ¡Por Dios bendito! ¿Cómo se te ocurre que yo permitiría algo así?

André se armó de valor antes de volver a abrir la boca, pero fue interrumpido por la negativa de Regnier. Sus ojos, de un azul profundo como los de su heredera, recorrieron al resto de los aspirantes, antes de recibir una sorpresa incluso más grande. Oscar no asimilaba del todo aún lo grave que era el asunto con su mejor amigo, en su lugar escapando al seguir la mirada de su padre, sólo para encontrar el motivo del sudor en su frente.

—Su Alteza… —Casi susurró ella, adelantándose al anfitrión.

Louis-Joseph, Delfín de Francia, caminó hacia el General con vasta determinación. Sus rizos dorados destellaban aún sin que fuera un día soleado. Su voz era solemne, pero definitivamente infantil aún.

—Oscar de Jarjayes debe ser mi esposa. Prometo cuidarla como a un tesoro y procurar que todos en mi Corte le tengan respeto.

La cara de susto de Regnier fue tal que más de uno de los presentes pensaron que se desvanecería. Parecía fuera de sí cuando se acercó lentamente a la "princesa prometida" e, intentando recobrar la compostura, le habló en voz baja.

—Esto me rebasa, Oscar. ¡Vaya pésima idea! Tienes que arreglar esto.

Ante la mirada conmocionada de ella, hizo una reverencia ante el Príncipe y con un ademán elegante lo invitó a retirarse con él.

—Éste es un asunto que sin duda debemos tratar, Su Alteza. Por favor, venga conmigo —solicitó, en busca de una manera de alejar de tan caótica situación al heredero de la Corona.

La mujer soldado quedó petrificada en su sitio. Buscando evitar los ojos de André, sólo sacudió ambas manos y negó con la cabeza antes de hablar con voz autoritaria.

—Muy bien, esta puesta en escena termina ahora. Retírense, por favor, esto ha sido un error. No hay nada que ver.

Con esta orden la mayoría de los presentes terminó por irse. Otros habían desistido antes, ante la retirada del General. Oscar casi sentía el rubor disiparse de sus mejillas cuando uno de ellos se detuvo en frente de ella.

—No sea descortés, Comandante. ¡Algunos pedimos el día para venir! —Una risa ligera acompañó al tono estridente.

La rubia se cubrió los ojos con la mano derecha. Esto no podía estar pasando. Alain de Soissons. ¡Soissons! ¿Qué podría ser peor? ¿En qué había pensado su padre? ¿Hasta dónde había llegado esa convocatoria? Encima le había reprochado como si hubiese sido idea suya. La presencia de su sargento no solamente la desconcertaba, genuinamente comenzaba a pensar que el empeño de él por fastidiarla había llegado muy lejos: era una burla, una falta de respeto. Ni por asomo creería que el interés fuese auténtico.

—No voy a escuchar a nadie más, Soissons. Agradezca que no voy a descontarle el día.

—Oscar, entiendo que no desees tomar la propuesta de un subordinado tuyo —intervino Fersen—, pero al menos podrías atender nuestras propuestas. Si éste es el momento de casarnos, tú y yo bien podríamos hacernos buena compañía.

—De ninguna manera —espetó de pronto un habla sedosa, aunque con cierta frustración de fondo.

Claro, pensó la Comandante, cómo podía faltar el primer hombre en haberse anotado en la lista. Al parecer, había aguardado con paciencia por su turno, pero la propuesta del amante de María Antonieta no lo dejó indiferente.

—Oscar no merece un matrimonio de pretensiones, Von Fersen —continuó Victor Clément de Girodelle, la mirada más severa de lo usual.

— ¿Usted qué sabe, Girodelle, acerca de lo que puedo ofrecerle a alguien tan querida para mí?

El escenario era completamente irreal para la única mujer en el lugar. Atónita, se propuso interrumpirlos diciendo algo, cualquier cosa, pero se había quedado muda. Creyó ver, de pronto, una expresión bizarra y divertida en la cara de Alain. ¿Qué estaba ocurriendo?

—Ya ha sufrido mucho por usted —se atrevió a decir su valet—. Sé que la estima, Fersen, pero…

—Bueno, André, tú mejor que nadie deberías entender que desposar a tu señora es imposible —respondió Hans Axel—. Es una Condesa, sin duda sería desheredada.

—Ah, bueno. Entonces los pobretones nos vamos quitando, como si la Comandante no fuese una mujer con los pantalones bien puestos para tener un ojo en la revolución y quedarse con quien se le pegue la gana —no pudo resistir a hablar el sargento, habiéndose tomado a pecho las palabras del noble extranjero, tanto por sí mismo como por su amigo del regimiento.

— ¿Soissons, verdad? Qué poco sabe usted también. Su Comandante es amiga de la mismísima Reina, cómo es que piensa…

—Bueno, digamos que soy un ignorante, pero lo que se nota hasta acá es que usted la quiere de pantalla.

—Qué atrevimiento —Fersen comenzaba a lucir frustrado—. ¿Y qué ofrece usted? Cuénteme, ¿en dónde será la boda de mi más querida amiga?

—Pues como si fuera en las barracas, señor. Qué le importa. Estaría con su gente y en tremendo fiestón.

Al otro Conde, el de ondas cenizas, se le escapó una mueca de terror. Había visto a tales soldados en las barracas un par de veces, no podía imaginar tal escándalo en las nupcias de su sílfide. Casi emitió una risa irónica para contrastar a tal imagen.

— ¿Y usted, rizos perfectos, qué le causa esa mueca tan extraña? —Alain no pudo sino notarlo y estaba perdiendo los estribos.

—Lleve esa boca tan imprudente a otro sitio, sargento. No pretendo emplear sus "modos" para discutir.

—Que la oferta quede entre nobles ¿no? El galán de Suecia le parecerá un digno contrincante.

—No es lo que pienso, tampoco. Von Fersen no podrá mantener la mirada solamente para su esposa.

— ¡Qué cansinos sois con el tema! No sé si tu refinada lengua no te permita hablar de ciertos asuntos, Conde de Girodelle, pero por supuesto que le responderé adecuadamente a Oscar como…

La mencionada rubia, centro de todo caos, estaba tan ruborizada como enfadada que, aunque fuera ésa la causa de su mudez, se puso en marcha para detener el espectáculo (que, claro, incluso había atraído a más de un curioso en la mansión Jarjayes) de una vez por todas, cuando sintió que su sirviente le sujetaba el brazo.

—Oscar, no. Déjalos que peleen, retirémonos mejor —casi susurró él.

— ¿Y a dónde, André? Ésta es la casa de mi padre.

—A Arras. Esto nunca va a parar, Monsieur de Jarjayes está empeñado en que te cases, creo que sólo podemos escapar y dejarlo todo…

La militar se zafó del agarre, con los ojos como platos. Cómo le dolía la cabeza.

— ¡No! ¿Cómo se te ocurre? Yo… No puedo irme solamente y dejar…

Su carrera, su familia, su lucha… Tantas cosas. Para empezar, ninguna de las rutas posibles las había pensado ella. ¿Sería su destino que los hombres de su vida decidieran siempre por ella? Las voces elevándose no le permitían pensar con claridad, el suelo parecía perder firmeza…

— … no. ¡Lo imagino! Menudo crimen tocar a una diosa pensando en otra mujer… —Escuchaba a Victor reprochar a lo lejos.

Oscar miró a los hombres que continuaban en la discusión que no se detenía. Los argumentos siguieron sin control. Los rostros se distorsionaron ante su vista. De pronto parecía no distinguir quién era quién. Se tocó la cabeza.

— ¡Espero que no esté llamándome sucio porque, entonces, de aquí no saldría sin una buena paliza!

Su sargento. ¿A quién se dirigía?

La Comandante se volvió consciente del ritmo acelerado de su corazón. Sintió que el mundo le daba vueltas antes de que todo se volviera oscuro.

Con una repentina sensación de alivio, percibió una suavidad sedosa que la envolvía. Estaba cálida. Sus sábanas. Oscar abrió los ojos rápidamente, pensando que habría sufrido algún desmayo, pero no, su pieza se encontraba vacía y tranquila. Llevaba su ropa de dormir. Cuando miró por la ventana, comprobó que la mañana apenas comenzaba.

Suspiró, recobrando la calma, y se vistió para bajar por las escaleras, no sin antes mirar al espejo y negar con la cabeza, concediéndose a sí misma una ligera risa por el sueño más extraño que había tenido jamás. Cuánto le alegraba que nada de eso fuese verdad.

Más tarde, al retirarse de la mesa, se encontró con su padre, quien le solicitó unos minutos para hablar.

—No esta vez, padre. Perdona —se oyó hablar a sí misma, atónita ante su propio atrevimiento.

Antes de que Regnier de Jarjayes pudiera protestar, la rubia apresuró el paso para encontrar algo en lo que ocuparse durante su día libre que, decidió, pasaría sola y en paz. Eso sí, reflexionando sobre cosas que no había considerado antes.

En otros sitios no muy lejanos, cuatro hombres y un niño abrían los ojos también, desconcertados en lo sumo por el sueño más extraño que habían tenido. Ninguno habló de ello con nadie.

Fersen admitió para sí que, si bien alguna vez había pensado en desposar a su querida amiga, quizás su propia cabeza le había dado a entender que estaba lejos de ser una idea buena o justa.

Louis-Joseph permaneció callado durante el desayuno, deseando ser capaz de crecer rápidamente.

Alain sacudió los hombros al comenzar el día. Pronto volvería al regimiento y debía enfrentar a su Comandante sin develar sus sentimientos.

Girodelle sintió una punzada en el pecho que le hizo perder todo atisbo de miedo y extremo cuidado al expresarse sobre asuntos de tal magnitud para su corazón. Solicitó que enlistaran a su caballo y se prometió visitar la mansión Jarjayes una vez más.

André no vio sino oscuridad por varios minutos al recobrar la conciencia. Aunque sabía que una rosa jamás podría ser una lila, ahora también podía aceptar que Oscar era una rosa diferente, a la que tal vez nunca terminaría de entender. De todos modos, eso nunca había sido obstáculo para estar a su lado.