Capítulo 35
Robin's Pov
—¡Deja de quejarte tanto! Pareces un niño malcriado.
—¿Qué quieres que haga cuando me habéis obligado a participar en esto?
—En primer lugar, tú eres el padrino y tío de la criatura por la que celebramos. Estás obligado igualmente.
—Nosotros solo te hemos azuzado, de lo contrario no habrías salido del castillo hasta el día del bautizo. ¡De nada por hacerte quedar bien!
—No es que no quiera hacerlo…
—Ya, lo que temes tiene pelo rojizo, ojos marrones oscuros y un muy mal humor hacia tu persona por comportarte como un idiota a su alrededor —enumeró con los dedos el castaño, bastante divertido con la situación. Parecía ser yo el único al que no le hacía ni un poco de gracia. Supongo que tenía vergüenza después de todo.
Habían pasado días desde que vi a Maria por última vez. Estaba evitando a toda costa la mansión y a todos los que tenían que ver con ella hasta que el bautizo tuviera lugar, pero no tuve esa suerte gracias a lo tercos que eran mis amigos y a su repentino sentido del "deber y agradecimiento" hacia Loveday, que tanto los había aguantado cuando eran unos mocosos insoportables.
No podía ni siquiera pensar en volver a ver a Maria después de lo que pasó en la sala de piano. Si la miraba a los ojos se me caería el mundo encima.
Estuve a nada de besarla hasta que mi hermana hizo su aparición triunfal en el lugar.
Cuando vi su mirada, como si quisiera decirme mil cosas a la vez pero no le salieran las palabras. O simplemente no tenía necesidad de hacerlo. Me sentí abrumado por la intensidad con la que se clavaron en mí esos ojos marrones que brillaban como la luz que desprende la luna, tan bella y tenue que te cautiva sin darte cuenta.
No sabía si odiar a Loveday o agradecerle por haber evitado que cometiera una locura. Tal vez sentía un poco de ambas.
Tenía que pensar con la cabeza fría, no dejarme llevar por mis sentimientos e impulsos. No después de haber trabajado en ello por mucho tiempo. Pero siempre que estaba a su alrededor la fachada que construía, la que mostraba una falsa imagen de mí, la del chico que no le importaba nada que tuviera que ver con ella, se iba al garete en un pestañeo.
Lo mejor era mantenerme al margen. Estaba claro que perdía los estribos si la tenía cerca. Por eso me marché lo antes que pude sin siquiera dejar que Loveday objetara y mantuve mi mente en otros asuntos por el bien de los dos.
«Es lo mejor, para ella, para su seguridad y futuro» —ese era mi mantra cada vez que pensaba en lo miserable que me hacía todo aquello.
—¡Oh, mira, hablando de la reina de Roma! ¡Hey, Maria! —David saludó efusivamente cuando entramos en los jardines de la mansión. Maldije al sentir mi corazón dar un salto cuando la vi de rodillas frente a los rosales, recogiendo algunas flores.
«No es justo» —no lo era que con solo una mirada hiciera que todo mi mundo hecho un lío se estabilizara y al mismo tiempo se volatilizara.
—Hey —dijo sin mucho ánimo, agitando una mano hacia atrás. Fruncí el ceño ante la recepción.
—Al menos finge que te alegra vernos —bromeó Henry cuando llegamos a su lado. Se incorporó con varias flores en la mano. Noté algo que me hizo torcer el gesto neutro que había usado desde que cruzamos la linde. Su rostro era pálido, más de lo normal. Tenía ojeras oscuras bajo sus ojos que remarcaban cansancio.
—Pues claro que me alegro, lo sabéis —sonrió tenuemente, haciendo aún más obvio para mí que algo no estaba bien—. ¿Habéis venido a ayudar con los preparativos para el baile?
—¡Y tanto! Loveday no nos perdonaría si nos escaqueáramos —rió David.
—¿Qué hay que hacer? ¡Vosotras mandáis, nosotros hacemos!
—Yo me encargo de los arreglos florales —señaló las cestas que había en el suelo—. Loveday está en el comedor. Preguntadle si necesita ayuda para colocar las cortinas del salón, creo que quería cambiarlas para la ocasión —se quejaron ante el encargo—. Ya sé que las cambiasteis hace un par de semanas, pero no soy yo la que está al mando —se encogió de hombros inocentemente.
—¡Está bien! —dijeron con derrota.
—Toma —le dio a Henry una de las cestas—. Necesito que le eche un vistazo, a ver si le gusta como va quedando.
—¡Nos vemos!
Vi cómo volvía al trabajo, agachándose de nuevo ante el rosal, ignorando por completo mi presencia en todo momento. No diré que no me dolió su frialdad, pero era normal. Me lo merecía. Debería estar satisfecho porque todo estuviera saliendo como lo había pensado. Obviamente mi mente y corazón no trabajaban en el mismo bando.
No había cosa que me entristeciera más que estar así con ella.
Seguí a los chicos que se habían alejado y me obligué a no volver la vista atrás, haciendo acopio de toda mi fortaleza mental.
—Está rara, ¿no? —se giraron para mirarme con caras perplejas.
—Si lo dices por el hecho de que no ha dedicado ni un solo segundo en fijarse en tu presencia, puede ser.
—Hablo en serio —mi tono les llamó la atención, haciendo que aminoraran el paso por el pasillo.
—Ahora que lo dices… estaba un poco apagada.
—Puede que esté enferma, no tenía buena cara —me quedé en silencio, sopesando la posibilidad.
Fuimos recibidos por Loveday en el comedor, quien estaba acompañada por Marmaduke, discutiendo sobre la comida que servirían para el banquete.
—¡Qué alegría ver esas caras que ya temía olvidar! —nos dio un abrazo a cada uno, no menos efusivo que al otro y nos miró con emoción—. Supongo que puedo acaparar vuestro tiempo y dedicarlo de pleno en la organización.
—¡Por y para servirla! —hicimos una reverencia exagerada que la hizo reír.
—Oh, eso debe ser de Maria, ¿verdad? —señaló la cesta. Henry se la dio y ella la examinó detenidamente—. Está muy bien, aunque me gustaría que añadiera geranios, a poder ser de color blanco —se llevó una mano al mentón, y luego dirigió su peligrosa mirada hacia mí. Rogué en mi interior a todo en lo que creía que no me involucrara en nada que se le pasara por la mente. Nadie me escuchó—. Robin, ¿podrías devolverle la cesta y transmitirle mis deseos? Anda, sé un buen hermano y haz eso por mí, ¿sí? —fingió una sonrisa inocente que causó risas a mis espaldas. Los miré de reojo, censurándolos al instante. Tomé aire y suspiré pesadamente, sabiendo que no podría escapar de esa.
¿Por qué nada de lo que planeaba salía como debía?
Volví al jardín con la cesta en mano, preparándome mentalmente para otra conversación angustiosamente incómoda con la chica, hasta que la vi tirada en el suelo, con las flores desparramadas a su alrededor. Me quedé congelado por unos escasos segundos, sin asimilar lo que estaba ocurriendo. No lo pensé cuando dejé caer lo que llevaba en las manos y corrí hacia ella.
—¡Maria! —me arrodillé a su lado, levantándola para inclinarla contra mí. Le aparté el pelo de la cara, estaba muy pálida. Toqué su mejilla y la sentí tan fría que envió escalofríos por todo mi cuerpo, alarmándome más de lo que ya estaba. Le di varios toques, pero no despertaba—. Maria, ¿me oyes? ¡Despierta! —se removió en mis brazos, arrugando la frente con angustia, pero no abrió los ojos. La alcé, acunándola en mis brazos, llevándola lo más deprisa que pude al interior de la vivienda—. ¡Loveday! —grité, esperando que alguien apareciese para ayudar. Pasé un dedo por su frente, retirando un mechón rebelde—. Tranquila, vas a estar bien —le susurré con angustia evidente en mi voz.
—¡Maria! —la mujer apareció junto a los demás, llevándose las manos a la boca por la sorpresa—. ¡¿Qué le ha pasado?!
—Creo que se ha desmayado.
—¡Dios mío! Ven, vamos a llevarla a su habitación —pasó una mano por mi espalda para indicarme que la siguiera. Se giró hacia los muchachos que observaban la escena con evidente malestar—. Id al pueblo y traed al médico, por favor —asintieron y corrieron por el pasillo que llevaba a la salida.
Subimos las escaleras del primer piso y las que llevaban a la torre donde estaba la habitación de Maria. Tuve algunos problemas para entrar con ella en brazos por esa puerta tan pequeña, pero una vez dentro la dejé con cuidado en la cama. Loveday la arropó y la examinó con gesto preocupado. La chica se movió al sentir las cobijas sobre ella.
—Maria, querida, ¿puedes oírme? —sus cejas se juntaron, pero asintió, aún sin abrir los ojos—. ¿Qué ha ocurrido? —su respiración era irregular cuando levantó la mano y señaló su frente. Loveday posó una mano sobre el lugar marcado—. No pareces tener fiebre —negó rápidamente, atrapando su brazo con una mano temblorosa.
—Me duele —dijo en un susurro apenas audible, palpando su cabeza ligeramente antes de volver a dejar caer la mano.
—¿La cabeza de nuevo?
Miré a Loveday sin entender qué estaba ocurriendo allí. Maria volvió a caer rendida con un quejido de dolor. Verla tan mal hizo que se me encogiera el corazón. Loveday se levantó y me apartó un poco de la cama, a regañadientes dejé que lo hiciera, ya que su expresión de indudable preocupación me dijo que se trataba de algo importante.
—¿Qué demonios está pasando? —pregunté finalmente. Señalé a la joven en el lecho—. Maria nunca, jamás, se ha enfermado tanto hasta el punto de desmayarse.
—Lo sé, lleva días quejándose de que le duele la cabeza. Le sugerí que fuera a visitar un médico, pero me dijo que no hacía falta, que podía ser por el estrés de los preparativos —se mordió una uña mientras alternaba la vista entre ella y yo. Si hasta mi hermana, que siempre le veía el lado optimista a las cosas, no sabía qué hacer en una situación así… Miedo me daba pensarlo—. La señorita Heliotrope me dijo que últimamente no sale de la biblioteca para nada que no sea comer o dormir. Está… ansiosa, diría que apenas duerme por las ojeras que trae.
¿Qué sería tan importante como para pasar días dentro de la biblioteca? ¿Qué buscaba allí?
—Ya ha llegado el médico —Marmaduke se asomó por la diminuta puerta, anunciando la entrada del señor Michaels. Dejamos que examinara a Maria, retirándonos de la habitación para que pudiese trabajar. Cuando terminó no tenía mejores noticias.
—Fráncamente, en todos mis años de experiencia, nunca había visto que un dolor de cabeza fuera tan intenso como para provocar un desmayo. Por lo demás, tiene signos de fatiga bastante notables, necesita reposo absoluto durante unos días.
—Y, ¿sabe la causa de ese dolor de cabeza? —aventuré, sintiendo la tensión por todos los que estábamos allí esperando una respuesta.
—Es fácil que las pocas horas de sueño sean una de las causas.
—Con todo respeto, doctor, pero creo que eso no lo hace la falta de sueño. Nosotros mismos no dormimos demasiado y nunca nos ha dado por desmayarnos de la nada —comentó Henry, algo dudoso por el diagnóstico del hombre.
—Pueden ser muchas cosas, joven. La ciencia no ha avanzado tanto como para conocer lo que ocurre en realidad muchas veces. Se hace lo que se puede. Ojalá fuera adivino —esbozó una mueca de disculpa.
—Gracias por su trabajo, doctor —mi hermana le sonrió—. Acompáñeme para darle lo que le debemos por la visita —él asintió, pero antes de irse se paró junto a mí.
—Aún no está despierta, pero la he oído llamar por ti. Creo que tu compañía puede hacerle mucho bien. Tener a los nuestros en tiempos difíciles es un gran bálsamo, la mejor medicina —dio dos palmaditas en mi hombro y se marchó, dejándome descolocado de pie frente a la puerta. ¿Maria me llamaba en sueños?
—Ve —el cocinero me animó, dando un asentimiento de cabeza hacia la habitación—. Yo te aviso cuando haya llegado Ser Benjamin y así evitaremos pleitos no deseados, ¿de acuerdo? —le agradecí con una media sonrisa antes de despedirme de los chicos, quienes decidieron marcharse pero prometieron quedarse cerca por si ocurría algo y necesitábamos su ayuda de nuevo.
Entré de nuevo en la habitación y mis ojos fueron directos hacia ella, quien aún dormía. Una presencia entró en la habitación justo antes de que cerrara la puerta tras de mí. Wrolf caminó para tumbarse a los pies de la cama, colocando la cabeza entre sus patas. Su gesto era triste. Me detuve a acariciar al fiel animal antes de tomar el taburete del tocador y sentarme cerca de ella.
Inspeccioné su rasgos con tranquilidad ahora que podía hacerlo sin temor a que me descubriera. No había cambiado mucho desde la última vez que la vi antes de que se marchara, aunque su rostro se había definido en finas líneas que perfilaban sus pómulos y su barbilla. Era más alta, pero no mucho más. Definitivamente, hacía tiempo que había dejado la niñez atrás.
Si ya la recordaba hermosa, cuando me sorprendió en el claro, creí que se me había aparecido un ángel. En realidad, el título de Princesa de la Luna le quedaba que ni pintado. Porque era etérea como su belleza, misteriosa y única. Con su presencia iluminaba hasta la penumbra más oscura, espantando la negrura para traer paz y luz a la vida de los demás.
Ella era mi Luna. No importaba lo que ocurriese, siempre lo sería.
Se revolvió una vez más, su cara una mueca de dolor repentino. Me incorporé en mi asiento, acercándome más, intentando averiguar qué hacer y cómo podía quitarle ese sufrimiento a como diera lugar. Tomé su mano para calmarla, transmitiendo de alguna manera que estaba con ella, que todo estaría bien. Acaricié el dorso mientras miraba a mi alrededor en busca de algo que le pudiese aliviar.
Para mi sorpresa, dejó de moverse y soltó un suspiro parecido al alivio. Respiré tranquilo ante la visión más calmada de ella. Dejó caer su cabeza en la almohada hacia mí.
—Robin —murmuró en medio de su sueño, mi pulso se aceleró al pensar que podía estar soñando conmigo. Me calentó el pecho verla cómo sonreía sutilmente. Me quedaría allí hasta que tuviese que marcharme. Seguramente a Ser Benjamin no le haría ni pizca de gracia que estuviese solo con su sobrina en su habitación. Atesoraría ese tiempo junto a ella, aunque no supiera que yo estuve allí en todo momento. Tan solo quería que estuviese bien.
Por una vez, quería permitirme el lujo de ser egoísta.
