9:30 del Dragón. Nuboso, Cuarto mes.
Ferelden. Castillo de Pináculo.
Anna
No podía dormir. Por más que cerraba los parpados, el reino de los sueños no la invadía. Miró la vela que estaba encima de la mesita de noche: ya habían pasado más de dos horas desde que el cielo oscureció y se fue a la cama. Necesitaba dormir ahora, de lo contrario por la mañana estaría muy cansada, y se quedaría dormida a mitad de las audiencias en el gran salón. De por sí esas audiencias eran aburridísimas y si iba adormilada…
Suspiró y miró el techo pistacho de su habitación. Le gustaba ese color, la hacía sentir viva al recordarle los campos y los bosques frondosos de Ferelden durante el verano. Giró el cuerpo, pegando la oreja derecha a la almohada, buscando una posición más cómoda; volteó la almohada para sentir el lado frío y giró al otro lado. Suspiró otra vez. Esta iba a ser una noche larga.
En ese momento, Olaf comenzó a ladrar.
"Genial, lo que me faltaba. ¡Los orlesianos te lleven, Olaf!".
Antes de que Anna pudiese callar al perro, una estruendosa explosión la hizo saltar. Se levantó de inmediato, se asomó por la ventana y vio con horror que había fuego en la entrada principal del castillo.
Se apresuró a buscar sus botas y sus pantalones de montar. Mientras se abrochaba el cinturón, Olaf ladró y emitió un gruñido de advertencia hacia la puerta.
—¿Qué pasa, chico? ¿Hay alguien ahí afuera? —preguntó mientras se ponía una chaqueta verde sobre el corsé de cuero y su camisón blanco. Tomó su espada y escudo y meditó por un instante en salir e investigar o esperar ayuda. Al diablo, pensó. Ella era la ayuda, su padre la había dejado a cargo por una razón.
Abrió la puerta y el rostro del miedo la recibió. Era un criado que respiraba agitado y tenía sangre en las manos.
—¡Mi señora! ¡Están atacando…! —Su voz murió cuando una flecha le perforó la yugular, cayendo con un ruido sordo.
Anna vio al agresor: un hombre vestido con una armadura de cuero curtido manchada con sangre, arco en mano y un carcaj de flechas en la espalda.
—¡Chicos, encontré a la hija del Teyrn! —anunció el hombre mientras ponía una flecha sobre la cuerda de su arco.
Sin perder tiempo, la joven se abalanzó sobre él, derribándolo con el hombro. Antes de que Ann pudiera noquearlo, un escudo le golpeó la cabeza, haciéndola caer de espaldas. Gimoteó, apenas esquivando una estocada que casi le atraviesa el abdomen. Giró y se reincorporó.
Dos hombres más habían emergido de las habitaciones contiguas.
Olaf ladró y se abalanzó sobre uno de ellos, derribándolo con su musculoso cuerpo.
El tercer sujeto desenfundó dos dagas largas, dispuesto a atacar al mabari. Pero Anna fue más rápida y, con dos zancadas, lo golpeó de lleno con su escudo. Estaba por desarmarlo, cuando sintió un dolor punzante y ascendente en su pierna izquierda. Bajó la mirada y se horrorizó al ver una flecha incrustada en su muslo. Sollozó y tropezó, cayendo sobre su rodilla. Hizo una mueca e intentó sacar el proyectil.
El soldado de las dagas embistió a Anna y ambos se desplomaron. La joven gruñó al sentir que la flecha se partía en dos.
—¡Vas a pagar, pequeña hollix! —siseó el invasor mientras ponía el filo de una daga en su garganta y la punta de otra en sus costillas.
Los ojos de Anna se abrieron al reconocer su voz. Era el capitán tevinterano que Hans arrestó hace un mes. ¿Qué hacía aquí?
—¡QUITA TUS SUCIAS MANOS DE MI HIJA!
Anna parpadeó confundida. Algo caliente manchó su rostro y un peso muerto cayó sobre ella. Estaba aturdida y desorientada, pero pudo distinguir la silueta de una flecha sobresaliendo de la cabeza del tevinterano. Movió el cuerpo, aliviada y asqueada.
Volvió a parpadear, intentando comprender lo que sus ojos veían. Olaf había mutilado la yugular del desafortunado hombre y ahora yacía en un charco de su propia sangre. El tercer tevinterano ahora tenía tres flechas en el pecho.
—¡Anna! —Idun corrió hasta apretar a su hija entre sus brazos.
—¿M-mamá? —Aturdida, vio el rostro de su madre impregnado en preocupación—. ¿Q-qué está pasando?
—Están atacando el castillo. Creo que son bandidos.
—Pero… —Masculló y se sobó el muslo: la flecha estaba partida y pequeño trozo sobresalía de la herida.
—Déjame ver… —Idun revisó con delicadeza la pierna de su hija—. Necesito sacarla.
—T-tengo una cataplasma en mi habitación. —Su cabeza daba vueltas, no podía pensar con claridad.
—Ya vuelvo. —Idun se levantó y corrió hacia el otro lado.
Olaf se acercó a Anna, emitiendo pequeños chillidos. Ella le acarició la cabeza; su hocico estaba empapado de sangre. Olaf nunca había matado a nadie, tan sólo algunos conejos y ratas. Ella no sabía qué pensar; los mabaris eran perros entrenados para la guerra, pero jamás había pensado en el tierno y juguetón Olaf como un arma mortal. Claro, sabía de lo que era capaz, pero ¿usarlo para matar a un hombre?
—Está bien, chico… No hiciste nada malo. —Abrazó a su perro con fuerza; debía estar asustado, pensó, era su primera muerte. Sus padres siempre le dijeron que matar a una persona era horrible, y no había peor sensación que la primera vez.
Su madre regresó con el bálsamo rojo y pinzas. Sólo en ese momento, la pelirroja cayó en cuenta de que su madre iba vestida con una armadura de cuero, y de su espalda colgaba un carcaj lleno de flechas, como toda la vida los hubiese tenido adheridos.
—Esto va a doler cariño.
Anna asintió y mordió la tela verde de su chaqueta. Lloriqueó al sentir la presión en su pierna, apretando los puños y los dientes mientras sus ojos lagrimeaban al maldecir.
—¡Ya está! Ya pasó, mi niña —le tranquilizó su madre al tiempo en que aplicaba la cataplasma curativa.
Anna respiró hondo y se negó a mirar la herida. El bálsamo rojo disminuyó el dolor, y también cerró la herida casi por arte de magia. La joven agradeció el que existiesen las cataplasmas curativas. Aún le sorprendía la eficacia de esos ungüentos para sanar casi cualquier herida física; estaba segura de que sólo la magia podría hacer un mejor trabajo al sanar heridas en un instante. Eso sí, no eran baratas ni fáciles de conseguir; sin mencionar que sólo los expertos en herbolaría eran capaces de fabricarlas. Un producto de sumo valor en todo Thedas.
—¿Puedes caminar? —preguntó Idun con visible preocupación.
Anna asintió. Miró el cuerpo inerte del hombre con la garganta destrozada.
—Estos son los esclavistas de Tevinter —murmuró Anna—. ¿Qué hacen aquí?
—¿Esclavistas? —preguntó Idun—. ¿Los conoces?
—Hans los arrestó el mes pasado en los muelles…
—¿Hans, tu prometido? —la Teyrna frunció el ceño—. ¿Qué hacía el hijo menor del Arl Howe aquí?
—Vino desde Amaranthine siguiendo el rastro de estos esclavistas —explicó Anna—. Después de arrestarlos los llevó al Alcázar de la Vigilia para ser juzgados… —sus ojos se abrieron—. ¡Por el Hacedor! ¿Crees que hayan logrado escapas? ¡¿Hans estará bien?!
Su madre la miró con ojos interrogativos.
—Hija. ¿Segura que los Howe arrestaron a estos esclavistas?
—¡Te digo que sí! Incluso informé a papá y dijo que no había problema y que lord Rendon se encargaría.
—Esto es muy sospechoso —gruñó Idun—. Unos simples esclavistas no atacarían un castillo, así como así. Además, ¿cómo supieron que las fuerzas de Pináculo no estarían aquí?
—¿Qué quieres decir mamá?
—Piensa Anna: los Howe arrestaron a estos hombres hace un mes. Ahora aparecen aquí y atacan el castillo. Y, por si fuera poco, las tropas de Howe se retrasaron misteriosamente.
—¿Qué? —Anna la miró incrédula— ¿Dices que los Howe nos traicionaron? Imposible ¡Hans jamás haría eso! ¡Y lord Rendon es amigo de papá!
—No lo sé —Idun negó con la cabeza—. Pero todo encaja…
—Tal vez solo sean los esclavitas tratando de vengarse —sugirió Anna—. No creo que los Howe tengan algo que ver. Es más, ¡seguro que en cuanto sus tropas lleguen nos ayudarán!
—Recemos al Hacedor para que sea así —suspiró la Teyrna.
—En cualquier caso ¡debemos avisar a papá! ¿Crees que podamos enviar un cuervo para que lo intercepte en el camino?
La Teyrna negó con la cabeza.
—Ya deben de estar más allá de Colina Occidental, aunque llegara el mensaje, no estaría aquí a tiempo. Y, de seguro, los bandidos pusieron arqueros alrededor del castillo para evitar que pidamos ayuda.
El sonido de algo rascando madera las alertó: era Olaf, que intentaba tirar la gruesa puerta de caoba de la habitación al otro lado del pasillo.
Los rostros de Idun y de Anna se contrajeron en una mueca de terror.
—¡Ofelia y Oren! —gritó la Teyrna—. Andraste misericordiosa… ¡por favor, que estén bien!
Anna cogió su espada de acero y su escudo de madera de olmo, reforzado con acero. Se levantó sin pensar en su herida y corrió hasta la habitación. Dudó por un momento, su vientre se agitó al imaginar lo que podría hallar al otro lado. Inhaló hondo y giró la manija.
—No… no puede ser…
Sintió que le quitaban el aire con un golpe violento, mientras un frío sobrenatural la abrazaba.
Allí, en un charco de sangre el cuerpo de Ofelia yacía sin vida a los pies de la cama. El pequeño Oren estaba tumbado en la cama bocabajo, las telas antivana cubiertas por el carmesí.
Un grito desgarrador tronó en las paredes de la habitación.
—¡Oren, mi pequeño Oren! —gritó Idun quien ya estaba sentada en la cama, abrazando el cuerpo sin vida del niño—. ¡¿Qué clase de monstruo mataría a un niño?!
Olaf se aproximó a Ofelia y lamió su rostro, intentando reanimarla.
Anna seguía inmóvil. El agua corría a cantaros por sus ojos y una garra retorcida estrujó su corazón, intentando sacárselo del pecho.
—N-no están tomando rehenes —mustió—. Están matando a todos…
—¡Esos bastardos! —clamó Idun—. ¡Yo misma los mataré!
No tenía sentido. Si los hombres que atacaban el castillo en verdad eran esclavistas, ¿entonces por qué matar a todos en lugar de llevárselos como esclavos?
Anna se acercó a la cama con pasos temblorosos, sentía que en cualquier momento sus rodillas fallarían y caería al suelo. Abrazó a su madre y ambas lloraron desconsoladas.
—N-no hay tiempo para llorar. —Idun se limpió los ojos y la nariz—. Vamos, tenemos que escapar.
La Teyrna se dirigió hacia el muro de la derecha, tocó una piedra sobresaliente y el muro se abrió con un crujido. Un olor pútrido y picante salió del túnel, Idun tosió y se tapó nariz con el antebrazo. Anna nunca había captado ese aroma cuando recorría los pasajes secretos del castillo.
—Bendito Hacedor… —murmuró cerrando la entrada—, ¿qué es lo que hicieron? ¡Se supone que estos pasajes sólo los conocemos nosotros!
Anna sintió que un escalofrío le helaba los huesos. Los Cousland no era los únicos que sabían de estos túneles, había alguien más…
No. Era imposible.
Sacudió la cabeza con fuerza. Se negaba a creerlo, no podía ser él. De seguro los esclavistas encontraron una entrada y se encargaron de que no pudieran huir por ahí. ¡Sí! Eso tenía que ser.
Cualquier teoría y pensamiento de Anna se vieron cortados cuando Idun la jaló para sacarla de la habitación. La joven Cousland siguió con pasos arrastrados a su madre y la mente hecha un desastre.
—Anna —llamó su madre—. ¡Anna! ¿Estás bien?
Asintió sin llegar a procesar todo lo que había pasado.
—Escucha, cariño. —Idun puso una mano en el mentón de su hija—. Por ahora debemos seguir moviéndonos, ¿de acuerdo? Ya tendremos tiempo para asimilar todo esto; pero necesito que hagas lo que mejor sabes hacer y centrarte en una sola tarea: escapar del castillo. ¿Puedes hacer eso?
Volvió a asentir, intentando bloquear la ola de sentimientos y pensamientos que amenazaban con quebrar su cordura. Fijó en su mente el objetivo de escapar y logró mantener la mente despejada.
Madre e hija, seguidas por el mabari, se dirigieron al corredor descendente que las conduciría hasta la planta baja. Debían llegar hasta la despensa, pues ahí había un pasaje que las llevaría a los establos.
Antes de que pudieran llegar al primer piso, Olaf gruñó y Anna escuchó voces que venían del otro lado el corredor.
—¿Creen que los tevinters ya hayan acabado allá arriba? —preguntó uno.
—Y yo que mierda sé —bufó otro.
—Yo digo que vayamos a ver —sugirió un tercero—. A lo mejor hasta nos dejaron a esa bonita pelirroja y a la Teyrna para que nos divirtamos. Les digo que Rashford y su grupo encontraron a esa tal lady Oswin del otro lado y seguro se la están pasando de maravilla.
Anna apretó los puños, sintiendo la furia crecer en su interior. Estaba a punto de salir y encararlos, pero la mano de su madre se lo impido:
—No te precipites, Anna —susurró—. Atráelos, yo estaré esperando.
La joven Cousland asintió sin protestar.
—Olaf, quédate con mamá, ¿de acuerdo? No me mires así, necesito que la protejas. Volveré en seguida.
El perro gimió, pero se mantuvo junto a la Teyrna.
Anna se movió con cuidado, tratando de perderse entre las sombras que las antorchas y candelabros formaban; nunca había sido conocida por sus habilidades de sigilo, pero al menos lo intentaba. Respiró hondo y, de un salto, se puso frente a los soldados.
—¡Oigan, idiotas!
Los tres hombres la vieron y de inmediato sacaron sus armas.
Los ojos aguamarina de la Cousland se abrieron al ver la heráldica que adornaba el pecho de los invasores: un oso pardo en cuarteado de oro y blanco. Pero no había tiempo de pensar.
Anna retrocedió y giró a la derecha, justo del lado contrario en donde estaba su madre. Escuchó pasos detrás de ella y dio media vuelta, con una postura defensiva.
Dos soldados armados con espadas y escudos entraron en el pasillo, pero una flecha silbante acabó con el primero, mientras que el segundo se retorció al haber sido herido en el hombro izquierdo. El tercero se dirigió hacia donde estaba Idun, pero el mabari se abalanzó sobre él.
La imagen de Oren y Ofelia sangrantes pinchaba su mente como lanzas afiladas, así que Anna no perdió tiempo y atacó con un salto al soldado herido, quería golpearlo hasta saciar su ira. Las espadas chocaron con un chirrido y comenzaron un duelo de estocadas. El hombre barrió su espada y Anna se cubrió con su escudo, sabía que una sola herida del arma podría ser mortal. El soldado intentó golpearla, pero una flecha se incrustó en su brazo izquierdo, haciéndolo retorcerse de dolor.
Sin perder tiempo, Anna lo desarmó y lo golpeó con el pomo de la espada, derribándolo al instante; procedió a poner la punta del arma en su garganta y una bota en su pecho.
—Ríndete —exigió. Quería oír sus suplicas, verlo llorar como lloró el pequeño Oren.
—M-me rindo.
Su madre llegó momentos después seguida por Olaf.
—¡¿Sois hombres de Howe?! —gruñó Idun amenazando al hombre con una flecha—. ¡No intentes negarlo! ¡Ese escudo en tu pecho te delata!
—L-lo somos —musitó el hombre—. E-el Arl Howe… dio la orden de atacar el castillo y matar a todos.
El rostro de Anna abandonó su color.
—¡Malditos traidores! —bufó la Teryna, tensando más su arco—. ¡¿Dónde está Leandra Oswin?!
—N-no lo sé —respondió con dificultad—. T-enía la orden de… ¡argh!
Anna puso más fuerza en su pierna, haciendo que el hombre se retorciera de dolor.
—M-mis colegas y yo debíamos atacar el otro lado del castillo. Fui enviado aquí para reportar y alguien de este grupo fue allá. S-solo sé que encontramos a lady Oswin en una de las habitaciones. No sé si sigan allí o si la hayan matado.
—Es todo lo que necesitaba saber. —Idun soltó la cuerda y la flecha atravesó el cráneo del hombre, matándolo al instante.
Anna estuvo a punto de protestar. El hombre estaba indefenso y se había rendido, pero también había sido cómplice de los asesinos de Ofelia y Oren, si no es que él mismo los mató. Ella creía en el honor de un duelo justo, pero ¿acaso importaba algo el honor de la batalla cuando sus enemigos no tenían ninguno?
—Me gustaría ir por Leandra —murmuró la Teyrna—. Pero no sabemos si sigue viva o cuántos hombres de Howe hay. No tenemos opción. Sigamos adelante.
—Lo siento —dijo Anna—. Ojalá pudiéramos hacer algo por ella y por Edrick.
—Una dama debe saber qué peleas puede ganar. Leandra es mi amiga, pero… —cerró los ojos y apretó los puños—. Vamos. No hay tiempo que perder, aún tenemos que ir por el tesoro familiar. Está al fondo del siguiente corredor.
Anna frunció el ceño. ¿No salvarían a lady Oswin, pero sí a una vieja reliquia?
—¿En serio es tan importante?
Idun asintió.
—Es una espada que ha estado en el linaje Cousland por generaciones. Es la espada con la que lucharon tu padre, tu tío y tu abuelo durante la Rebelión. Además, es un arma encantada. No podemos permitir que caiga en manos de Howe.
Anna hizo una mueca. Aún no podía creer que Howe en verdad los hubiera traicionado. Pero incluso ahora se negaba a pensar que Hans estuviera involucrado en esto. Todo debía tener una explicación…
Anna siguió a su madre hacia la sala del tesoro. En otras circunstancias, se habría sentido seducida por la idea de ver con sus propios ojos una espada encantada. Los encantamientos eran muy costosos y solo se hacían en el Círculo de los Hechiceros o en Orzammar. Pero en este momento todo lo que quería era salir cuanto antes del castillo e ir a Mar del Despertar, junto a su tía Alftanna; ella sabría qué hacer.
Por supuesto, Anna había pasado muchas veces por esta parte del castillo, pero nunca llegó a entrar en la cámara del tesoro. Su padre le dijo una vez que entraría cuando estuviera preparada para ser Teyrna.
Idun abrió la puerta de hierro con una llave dorada que sacó debajo de su cinturón; dentro no había nada, solo una cámara vacía con otra puerta al fondo, pero esta era de acero. Idun abrió la segunda puerta y esperó afuera junto a Olaf.
La pelirroja quedó maravillada por lo que vio. Los muros brillaban como oro y estaban decorados con retratos de hombres y mujeres, casi todos eran rubios y sostenían una espada roja. Anna se centró en la imagen de un hombre que se parecía mucho a Agdar, pero su cabello era más oscuro y no tenía bigote, además sus ojos transmitían una calidez que rara vez veía en su padre.
Al fondo de la habitación, yacía un cofre de hierro gris que contrastaba con el destello dorado de los muros. Al abrirlo, su respiración se detuvo por un instante y sus ojos marinos brillaron hechizados ante lo que veía: una espada larga que bajo el oro relucía en carmesí.
"Acero rojo" pensófascinada. Sólo había visto espadas de ese material en el torneo de Denerim, y los únicos que lo usaban eran los caballeros del rey, pues su fabricación requería de un costo elevado además de herreros habilidosos.
La espada era más larga que su brazo por al menos un codo y, pese a ello, era más ligera que cualquier espada de hierro o acero que hubiese sostenido antes. El pomo y la empuñadura tenían los colores verde, blanco y azul de los Cousland, y el filo parecía dibujar sombras de laureles bajo la luz de las antorchas. La blandió en el aire y se maravilló ante su velocidad y destreza. Era como si estuviese hecha a su medida.
—La espada familiar —dijo Idun una vez que Anna salió de la recamara—. Así solía llamarla tu padre durante la Rebelión.
—¿No tiene nombre? —Anna arrugó la nariz. Una espada tan impresionante como ésta sin nombre era como un mabari sin dueño o un barco sin vela.
—Nunca escuché que Agdar la nombrara. Pero ya sabes cómo es tu padre.
Sin duda, su padre sería el último en darle nombre a un arma. A Anna le costó al menos dos años convencerlo de que nombrara a su caballo, "Caballo".
Regresaron al pasillo y se dirigieron hacia el Gran Salón. Gritos rebotaban entre las paredes, y los ecos de una batalla rugían desde detrás de los ventanales. Al llegar, los soldados de Pináculo, liderados por ser Gilmore y ser Kai, atrancaban la puerta principal. Anna supo al instante que del otro lado había un ariete intentando penetrar las defensas moribundas.
—¡Mis señoras! —exclamó ser Gilmore—. Qué alegría veros a salvo. Hemos intentado contener a los invasores para daros tiempo a escapar. ¿Dónde están lady Ofelia y Oren?
Anna bajó la mirada y contrajo la mandíbula.
—Los hombres de Howe encontraron los pasajes secretos del casillo y llegaron hasta nuestras alcobas —explicó Idun—. Mataron a Oren y a Ofelia. Temo que Leandra y su hijo también hayan sido asesinados.
—¡Esos bastardos! —profirió Gilmore furioso—. Os ruego nos perdonen por no haber protegido mejor el castillo.
—Tonterías —dijo Idun—, no hay nada que perdonar. Si en alguien debe caer mi ira es en la rata traidora de Howe.
—En cuanto nos reunamos con papá marcharemos a Amaranthine para hacerlo pagar —gruñó Anna golpeando su puño.
—Mis Teyrna —ser Kai intervino y se hincó sobre una rodilla—. Me alivia saber que estáis bien. El Teyrn me ordenó cuidar de vos y de lady Anna. Permitidme escoltarlas.
La joven Cousland miró al viejo caballero. El poco cabello que le quedaba a su edad era gris como la roca, y se arremolinaba detrás de sus orejas hasta la nuca. Incluso de rodillas, parecía un hombre alto, más alto que la mayoría. Era el caballero juramentado de Pináculo más respetado y experimentado: había luchado en la guerra contra Orlais codo a codo con el Teyrn, y había ganado infinidad de torneos. Anna lo admiraba desde niña, quería ser tan habilidosa como él y su meta era llegar a derrotarlo en combate singular.
—Ser Kai os cuidará, no hay mejor caballero que él —señaló Gilmore—. Pero debéis apresuraros. Los hombres de Howe están justo detrás de esa puerta, y no sé cuánto tiempo más podamos resistir.
Anna sintió que su corazón se encogía al comprender las palabras de su amigo. Había crecido junto a Gilmore, fue su compañero de juegos, y ahora él se quedaba atrás para permitirles vivir. No podía permitirlo. Howe ya le había arrebatado a su sobrino, no podía permitir que también le quitara a Gilmore.
—Tu vienes con nosotros, Gilmore —ordenó la pelirroja—. Juntos acabaremos con…
—Me temo que tendré que decepcionaros esta vez, mi dama. Mi lugar está aquí, en Pináculo, junto a mis hombres.
—¡Maldita sea, no seas estúpido! —explotó la pelirroja—. Si te quedas morirás.
—No hay de qué preocuparse, querida lady Anna. Siempre habrá un mañana.
El ariete golpeó la puerta, haciendo retumbar el Gran Salón.
—Debéis iros ya —dijo ser Gilmore—. Nosotros resistiremos lo mejor que podamos.
Idun asintió y miró al caballero más joven.
—Ser Gilmore, fue un honor ser vuestra Teyrna.
—Vuestras palabras estarán conmigo hasta el final, mi señora.
—Gilmore… —Anna articuló con la tráquea hastiada—. Ten cuidado.
—Cuidado es mi segundo nombre, mi dama. Ya lo sabéis. —Gilmore le regaló una sonrisa que casi hace llorar a Anna
Con una última mirada a su amigo, la joven Cousland fue arrastrada por su madre.
Salieron por la puerta paralela a la que llegaron. Anna quería regresar y pedirle a ser Gilmore que también las acompañara, pero no pudo encontrar el valor suficiente para hacerlo, no soportaría ver el cuerpo decapitado del mago otra vez; y lo más seguro era que Gilmore se negaría a escapar otra vez, su tonto y estúpido orgullo de caballero no se lo permitiría.
Por fin, llegaron a la cocina. La puerta estaba entreabierta y Olaf comenzó a gruñir, pero la Cousland caminó sin pensar en nada más que alcanzar el túnel que la llevaría a la luz. Ni siquiera escuchó a su madre y a ser Kai quienes le susurraban a sus espaldas.
Abrió la puerta y quedó paralizada. Los dos criados yacían tirados con las gargantas tajadas, la sangre les cubría hasta las orejas puntiagudas. Cinco hombres con armaduras oscuras que reflejaban su rango de caballeros rodeaban a Gerda.
—¡Anna! —exclamó un sexto hombre.
Ella sintió que su estómago se encogía hasta dejarla sin aire.
—¡Tú, maldito traidor! —Idun se puso frente a Anna, con Olaf y ser Kai a cada lado—. ¿No basta con la rata de tu padre? Nunca debí dejar que te comprometieras con mi hija.
—Teyrna Idun —dijo Hans, al menos tuvo la decencia de parecer apenado—, esto no es lo que parece. Por favor, permitidme explicarme…
—No hay nada que explicar —gruñó Idun—. El ataque de vuestro padre ya lo ha dejado claro.
—Os equivocáis. —Hans elevó ambas manos, intentando dar una apariencia pacifica—. No estoy con mi padre. Yo no sabía nada hasta esta noche; me alojé en una posada en el pueblo, y cuando vi el alboroto en el castillo vine corriendo.
—H-Hans —murmuró Anna—. Por favor, dime que no me traicionaste. ¡Por favor, dímelo! —Su cara expresaba la angustia de una niña pequeña.
—Sabes que no, amor mío. —Hans le sonrió con esos labios que ella tanto amaba.
Anna no lo sabía, ya ni siquiera sabía si esto era real o una horrible pesadilla.
—¿Y entonces qué significa esto? —Idun señaló hacia los elfos muertos y la mujer apresada—. A mí no me engañas, Howe. Esos caballeros son de Amaranthine.
—Los criados intentaron atacarme —explicó el pelirrojo—. Y estos caballeros son files a mí, no a mi padre.
—No veo la diferencia —bufó la Teyrna.
—Os ruego me crea, mi señora. La cocinera puede dar veracidad a mis palabras.
Anna miró a su nana; su rostro siempre alegre y actitud dominante habían sido reemplazados por el pánico. La pelirroja sintió que la ira regresaba a ella.
—Entonces deja que se vaya —espetó Anna, su voz más grave que antes—. Ordena a tus hombres que la suelten.
Hans hizo un asentimiento a los caballeros y soltaron a la mujer. Gerda corrió hasta ponerse detrás de Anna y su grupo.
—Gerda —dijo Idun—, dinos qué pasó.
—Y-yo estaba h-haciendo el ch-chequeo nocturno de la despensa cu-cuando… e-esos hombres entraron y… —Su voz se quebró—. M-mataron a… Amarïe y a E'lnor…
—Anna. —Hans la miró sin titubear—. Sabes muy bien que yo no haría eso.
—Dime una sola cosa. —Anna le devolvió la mirada—. ¿Cómo es que los esclavistas de Tevinter que apresaste están aquí y además sabían en dónde estaban los pasajes secretos del castillo?
La sonrisa de Hans titubeó por un instante.
—Todo tiene una explicación. Si me dejas…
—¡MATARON A OREN Y A OFELIA! —Anna maldijo lo débil que sonó su voz.
—Lamento escuchar eso. —Parecía sincero, pero Anna se negó a creerle—. Pero se nos acaba el tiempo, por favor, venid conmigo. Prometo que mi padre no…
—Púdrete —espetó Anna—. Por la culpa del bastardo de tu padre mihogar está siendo invadido. ¡Por tu maldita culpa mi sobrino está muerto!
—Llego la hora de pagar tus crímenes, Howe. —Idun tensó la cuerda de su arco.
Los cinco caballeros se pusieron delante de su señor; uno portaba espada y escudo, otro sostenía dos espadas curvas, y los últimos dos tenían un espadón y un martillo de guerra, respectivamente. Sus yelmos figuraban rostros inexpresivos, como estatuas vivientes.
—Maldición —musitó Hans, retrocediendo hasta la despensa—. Capturad con vida a la Teyrna y a Anna.
Algo dentro de Anna se rompió, ¿fue su corazón? No tuvo tiempo para reflexionar o llorar, la batalla comenzó y ella dejó que la ira fuese su guía.
Corrió y subió sobre la mesa que la separaba de sus oponentes, cayendo sobre ellos con un salto. Su espada cochó con un escudo y su brazo vibró, pero el arma siguió moviéndose como si tuviera mente propia. Sus ojos enviaban imágenes dispersas a su cerebro, tan claras para saber cómo moverse. Una estocada, un barrido, dos golpes de escudo, todo lo hizo en cuestión de segundos.
Era como un baile hermoso y mortal. Giró hacia su izquierda, evitando un martillazo, retrocedió y volvió a atacar. Uno de los caballeros desvió su estocada, mientras otro la golpeaba con el mago de un martillo. Anna alzó su escudo y se encogió ante el golpe.
Las armaduras de los caballeros, oscuras como el verde de los pinos, no dejaban huecos a simple vista; no obstante, ella sabía que todas las armaduras tenían un punto débil, sólo tenía que saber dónde buscar.
Cuando el caballero alzó su martillo, Anna le clavó la punta de su espada en la axila. El hombre gimoteó, sin tener la oportunidad de defenderse del ataque de ser Kai, que enfrentó a dos caballeros al mismo tiempo.
Anna retrajo el brazo y cargó con el escudo contra el tercer hombre, que chocó con una estantería, vidrio cayendo sobre él.
Retrocedió tres pasos, evitando el impacto del poderoso martillo de guerra; el caballero aturdido no fue tan afortunado y recibió el golpe de lleno en el pecho.
"Uno menos", pensó al tiempo en que golpeaba con su escudo al caballero del martillo. El hombre tambaleó e intentó alzar el arma, pero su brazo cayó mientras gruñía de dolor y se apoyaba en una rodilla. Ella le golpeó el yelmo y el caballero cayó hacia atrás, mientras una flecha le atravesaba el costado.
Anna se detuvo, con la respiración agitada y la adrenalina corriendo por sus venas. Pero antes de que pudiese reaccionar, un alarido tronó en la cocina, intensificado por los trastes y utensilios metálicos.
Dio media vuelta y el mundo se detuvo, dejó de respirar y antes de que se diera cuenta ya estaba corriendo. Su vista se centró en su madre, una espada atravesándole el abdomen.
Se movió más rápido que nunca, pero a ella le pareció que sus piernas eran demasiado lentas. Una sombra blanca atacó al caballero por la espalda, impidiéndole asestar el golpe mortal; sin embargo, las mandíbulas del mabari eran inútiles contra la armadura de veridio. La Cousland apartó a su perro y, sin un atisbo de vacilación, pasó su espada a través del visor del yelmo. Sus oídos captaron un aullido tortuoso, pero su mente tan sólo oía la canción de la batalla. Sacó la espada, el acero rojo similar a las hojas de otoño se tiñó de carmesí.
Anna nunca había matado a alguien, pero aquí, frente a este caballero moribundo, todo lo que percibió fue el aroma de la venganza, incitándola a acabar con su vida.
Un gemido de dolor la hizo reaccionar: Idun yacía en el piso, con Gerda a su lado.
—¡Mamá! —Estuvo a su lado en un instante.
Idun se retorció de dolor; el sable le atravesaba el costado derecho. y era lo único que evitaba que se desangrara A sus espaldas, Anna todavía podía escuchar el sonido del acero chocando entre sí, pero no podía importarle menos.
—A-A…Anna —susurró su madre, su voz apenas audible—. T-tienes que… ¡Argh!
—¡No hables, ma'! ¡Gerda, rápido, necesito una cataplasma!
Su madre negó con lentitud la cabeza, juntó sus manos con las de ella y la miró a los ojos. Anna podía sentir que su cuerpo tiritaba, pero su madre parecía la misma mujer fuerte e impasible de siempre.
—E-escúchame, cariño. —Incluso aquí, con una herida mortal le hablaba con calidez y tranquilidad—. Tienes que escapar…
—¡NO! —Su voz fue débil, chillona, como el llanto de un bebé—. Tiene que haber una forma…
Idun la interrumpió con suavidad:
—Cariño, no hay tiempo. Y… yo sólo los retrasaré. No creo que sea capaz de poder moverme.
Las lágrimas empañaron sus ojos y el aire en sus pulmones se escapaba; ni siquiera sintió el dolor de sus entrañas. ¡Tenía que haber algo que pudiera hacer! No podía rendirse, no podía abandonarla…
Un fuerte estallido retumbó en las paredes, el sonido de la madera astillándose mezclado con gritos de guerra y acero chirriante.
—Han derribado la puerta —dijo Idun, sus ojos casi parecían relajados—. A-Anna, escúchame con atención. Debes… debes buscar a tu padre, cuéntale lo que ha pasado… Gerda, Kai… cuiden a mi niña, se los imploro.
Una mano muy pesada tocó el hombro de Anna.
—La defenderé hasta mi último aliento, mi Teyrna —juró el viejo caballero con solemnidad, la tristeza impregnada en su hosca voz.
—M-mi señora. —Gerda tenía tantas lágrimas como Anna—. Os lo prometo.
—¡Por favor, mamá! No puedo dejarte… ¡No me obligues a hacerlo!
—S-se acaba el tiempo —masculló Idun y agarró con más fuerza los dedos de su hija—. Debes hacerlo, cariño. Prométeme que serás la feroz guerrera de la que me siento tan orgullosa.
No podía hacerlo, ¡no podía abandonarla! ¿Cómo le pedía que la dejara atrás para morir?
Anna nunca se había sentido tan indefensa como ahora, tan pequeña.
—Mamá…
—H-hay una última cosa. Dile a tu padre que te hable de ella, que te diga la verdad. Quiero saber… que sepas lo que pasó. Dile que… q-que es mi última voluntad, él entenderá. —Giró la cabeza y miró al mabari—. Olaf, protégela por mí, te la encargo. —El perro gimió con tristeza y le lamió el rostro.
La pesada mano sobre su hombro la incitó a levantarse. Sus rodillas apenas respondieron.
—¡Te amo mamá!
—Y yo te amo a ti, cariño. Incluso si no estoy a tu lado, siempre estaré ahí para consolarte. Cuando te sientas sola… mira al cielo y busca nuestra estrella.
Ser Kai la jaló y sus piernas se movieron a rastras. Antes de cruzar la puerta de la alacena, miró por última vez a su madre y un nudo en su garganta sofocó el llanto que amenazaba con romperla.
Debía moverse, debía ir a Ostagar.
