Advertencia: diré que esto es herejía tras herejía y que, si les ofenden las herejías, se vayan, porque estoy a punto de usar la religión católica para escribir erótica.

Empieza con un Cloud basado en el Cloud de CC, aún no ha ocurrido nada en Nibelheim.

Imagen de YukarietD.


Proverbios 6:25-29

No codicies su hermosura en tu corazón, ni dejes que te cautive con sus párpados. Porque por causa de una ramera uno es reducido a un pedazo de pan, pero la adúltera anda a la caza de la vida preciosa. ¿Puede un hombre poner fuego en su seno sin que arda su ropa?


Después de la guerra, los sacerdotes se convirtieron en héroes. Cuando faltaron los refugios, ofrecieron los monasterios para los soldados, abrieron las puertas de los seminarios a las familias necesitadas, y, cuando fue necesario, emplearon la espada y el rifle. Entre ellos, se destacó una figura que Cloud Strife no pudo quitarse de la mente por mucho tiempo: Sephiroth.

Lo condecoraron héroe de guerra, lo volvieron una figura mítica. Cuando terminó todo, la población estaba deseosa de saber quién era el sacerdote que había empuñado la Masamume, una mítica arma de guerra. Sin embargo, nunca obtuvieron respuesta. Sephiroth volvió al seminario del que había salido, recién ordenado y la Diócesis de Midgar sólo reveló que se desempeñaba como el confesor de su seminario.

La gente inundó la misa de la Iglesia de Santa Jenova, a un lado del monasterio que había prestado sus instalaciones para que seminario destruido en la guerra pudiera seguir existiendo. Se arrodillaban ante el confesionario con una devoción nunca vista, esperando que al decir «Bendígame, padre, porque he pecado», les respondiera la voz profunda del que antaño fue un héroe de guerra. Unos pocos tuvieron la suerte de verlo de cerca: «Es tan joven…», «… y tan guapo…», «¡Qué lástima!»

De repente, las jóvenes volvían a los conventos, los jóvenes a los monasterios, el seminario volvió a llenarse. Hubo sangre nueva.

Poco a poco, el mundo después de la guerra contra Wutai siguió su curso. Midgar se alzó en calma en el horizonte y la iglesia siguió curso.

Unos años después, Cloud Strife pisó el seminario por primera vez. Recordaba las imágenes de los refugios, a los sacerdotes con los rifles, las espadas, los recordaba héroes. Quería convertirse en uno. Buscaba oír a Dios; cada vez, lo imaginaba con la voz de Sephiroth.

El año espiritual fue, quizá, el más difícil de todos. El frío de las celdas, el dolor en las rodillas, la exigencia del rezo. Cloud lo soportó mirando a Sephiroth, buscando a Dios, sin encontrarlo. Aguantó con la sensación de que mirar a Sephiroth como un mesías era un gran pecado y rezó de rodillas pidiendo perdón por la herejía. Soportó las dudas y las calló, puesto que todos sus compañeros parecían haber encontrado la espiritualidad necesaria.

Cloud Strife se volvió suspiros y espera, miradas robadas al confesor del seminario, dudas sin respuesta, ojos profundos que miraban la cruz preguntándose por qué no podían encontrar aquello que buscaban.

Al confesor, sin embargo, no se le escaparon las miradas. Al principio, creyó que imaginaba la intensidad con las que eran dirigidas. Cloud Strife no era ni el primer ni el último seminarista que acudía emulando a Sephiroth, no era el único que lo admiraba. La Diócesis se lo había advertido, una y otra vez: «eres un héroe de guerra, pero los jóvenes te ven como un mesías; debes alejarlos de los caminos de los falsos dioses».

Sephiroth no hizo nada por disminuirlo, pero tampoco lo alentó. Hasta que los ojos de Cloud Strife se posaron sobre los suyos, insistentes, en su segundo año en el seminario.


Tras el rosario, Sephiroth esperó hasta que la capilla se hubo prácticamente vaciado y carraspeó.

—Strife, has faltado a confesión las últimas tres semanas.

—Lo siento, Padre. No he tenido nada que…

—Todos somos pecadores, Strife. La penitencia sólo aumentará si dejas de hacerlo. La culpa. El recinto está vacío. Si te arrodillas, te escucharé.

Lo vio ruborizarse y agachar la cabeza. Cuando Sephiroth le hablaba directamente, nunca era tan valiente como cuando le robaba sus miradas profundas, como dos cuchillos clavándose en su alma. Observó también un suspiro, entre cansado y desesperanzado, antes de dirigirse hasta la silla de la confesión y arrodillarse a un lado, esperando que Sephiroth se sentara y corriera la cortina.

Sephiroth escuchó otro suspiro. Cloud Strife parecía estar hecho de ellos.

—Bendígame, padre, porque he pecado.

—Te escucho.

—No sé por dónde empezar —lo escuchó decir, con la voz más baja e insegura—. Nunca sé, en realidad. Pero dice que todos somos pecadores.

—En efecto.

Quería que confesara cómo lo mirada, la insistencia de su mirada. Quería sacárselo a la fuerza, allí, arrodillado, los pecados que escondía su alma, esos que se le asomaban en los ojos.

—Me he esforzado, padre, pero a veces, todavía tengo dudas —dijo Cloud, después de una pausa larga—. Pienso que, quizá, seguí este camino por los motivos equivocados. A veces creo que no fue Dios quien me llamó, sino yo quien me planté aquí, terco e inadecuado y… Creo que he pecado de pensamiento, padre. Creo que dudo de Dios, y eso me hace un poco más infiel que el resto.

—Todos dudamos, en algún momento. ¿En qué más piensas?

—En quién me llamó a esta vida, padre. ¿Es pecado si no me lo puedo sacar de la cabeza?

Otro suspiro más; quizá fuera posible analizar a Cloud Strife a través de aquel gesto cansado y perdido.

—Quizá fuiste llamado por un buen motivo.

—Quizá —admitió Cloud Strife y luego hizo una pausa reflexiva. Pareció que las palabras se le atoraron en la garganta y Sephiroth esperó—. Creí que sería suficiente compartir su vida, padre. Pero no puedo dejar de mirarlo. Todos los días pienso en lo patético que es lo que hago. —Habló lento, con las palabras justas; Cloud Strife nunca había sido dado a las reflexiones más complejas ni a participar en las diatribas más extenuantes. Oratoria era, sin duda, su peor materia dentro del seminario—. Pienso en que me gustaría disculparme, porque mis miradas son inadecuadas.

Luego, el silencio, a pesar de que Sephiroth pudo imaginarse a Cloud ruborizado al otro lado de la reja.

—¿Por qué son inadecuadas tus miradas, Strife?

—No creo que Dios se alegre de saber eso, padre.

—Dios perdonará tus pecados, Strife. Confiesa.

—Me gustaría que me mirara, padre, como yo lo miró a él. Es vergonzoso. Dios lo condenaría. Me imagino, padre, que me sostiene entre sus brazos.

—¿Qué más?

—Imagino que alza mi barbilla y busca mis ojos como yo busco los suyos.

—¿Algo más?

—Sueño con aquello a lo que saben sus labios.

—¿A qué saben, Strife?

—A pecado, padre —y Cloud Strife suelta un suspiro—. Saben al más dulce pecado, la más terrible tentación.

—¿Qué más imaginas, Strife?

—No sé si Dios quiera saberlo.

—Dios desea escuchar todos nuestros pecados, así como nuestro arrepentimiento. Confiesa, Strife

Cuando dijo «Dios», pensó en él mismo. Strife se estaba confesando ante dos divinidades diferentes. Lo vio dudando en su mente, con sus labios temblorosos, tan perfectos, en puchero hermoso. Ruborizado y tímido, como es siempre que no se envalentona para clavarlo en sus pupilas, grabarlo en sus ojos.

—Imagino su cuerpo, padre. Pienso… —otro suspiro—, como se sentirá yacer bajo él. No puedo evitar el pecado, pensarlo, tan solo…

—Strife —interrumpió Sephiroth—, ¿quisieras saber si te mira de regreso?

—Lo deseo con fervor, pero eso sería avaricia; sólo volvería mis pecados más insoportables.

Hubo una pausa en la que Sephiroth sopesó sus opciones con cuidado. Cloud Strife era, sin duda, uno de sus seminaristas más fascinantes.

—¿Qué desearías que hiciera, Strife?

—Dejar que me arrodillara ante él, padre —confesó—, como un devoto. Ah, es pecado, pensar en el hombre que me puso en el camino de Dios como un falso ídolo.

—¿Algo más, Strife?

—Me gustaría probar sus labios, dejar de imaginarlos. Perderme en sus ojos. Entregarle mi penitencia. Sólo a él, padre.

Ah, qué fascinante. Volverse Dios ante los ojos de un seminarista, esconder en sus labios un pecado dulce, secreto, prohibido, como la manzana que Eva cortó del árbol y le ofreció a Adán. En ese momento, al otro lado de la reja, Cloud Strife tenía la manzana del pecado en sus labios y estaba desesperado por probar el sabor de la tentación.

—Ponte de pie, Cloud —y esa fue la primera vez que se dirigió a él por su nombre de pila—, ven, corre la cortina. Arrodíllate frente a ese hombre. Comprueba si te mira.

Sephiroth esperó, en el más profundo silencio hasta que, momentos después, escuchó movimiento y vio a Cloud Strife correr la cortina y mirarlo. Lentamente, lo vio ponerse de rodillas, como una aparición milagrosa ante él. No lo miró directamente, lleno de vergüenza, hasta que Sephiroth levantó con una de sus manos su barbilla, obligándolo a posar sobre él su mirada.

—Y bien, Cloud, ¿te miro?

Vio la manzana de Adán de Cloud bajar cuando tragó saliva.

—Sí, padre.

—¿Me entregarás tu penitencia, Cloud?

—Sí, padre.

Sephiroth sonrió; vio al seminarista tragarse la vergüenza, lo vio entender cuando dirigió la mirada hacia su entrepierna, vio el horror y el placer, vio el pecado personificarse en sus ojos, la lujuria temblorosa en sus manos. Lo vio ahogarse, lleno de inexperiencia y acabó por enterrar una de sus manos en su cabeza, entre su rebelde cabello rubio, para guiarlo mejor.

—Ya que no puedes Cloud, rezaré tu penitencia por ti. —Y lo vio alzar los ojos, llenos de lágrimas por intentar forzar la garganta—. Lo haremos hasta que sea suficiente.

La capilla estaba sola. Un sacerdote estaba sentado en la silla de confesión y, frente a él, un seminarista se arrepentía, de rodillas, de todos sus pecados. La voz profunda de un héroe de guerra dijo:

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo.

El seminarista aprendió rápido, con la mano jalando su cabello, guiándolo más rápido de lo que podía soportar.

—Bendita tu eres, entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

El seminarista alzó sus ojos claros y se encontró con un Dios devenido confesor devolviéndole la mirada.

—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

Una y otra vez se repitió el Ave María en aquel confesionario. No se escuchó otra cosa en la capilla hasta que Cloud tosió, libre al fin, con la garganta ardiendo y los ojos poblados con las lágrimas de un éxtasis que no le pertenecía.

Dijo, con la voz rasposa, ahogada:

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida —respondió el sacerdote.

Y Dios perdonó todos sus pecados.

El confesor, sin embargo, se inclinó ante su oído, jalándole el cabello:

—Te espero en la sacristía para el rezo de la tarde, Cloud Strife. Sin duda, la penitencia y el arrepentimiento son necesarios.

Cloud Strife tragó saliva de nuevo y agachó la cabeza cuando se vio libre del agarre.

—Sí, padre.

Soltó un suspiro, deshaciéndose en ellos. Sephiroth lo dejó sólo, arrodillado en el confesionario y no escuchó el sollozo confundido al salir de la capilla. ¿Por qué sus sueños dolían tanto, si aquel que había amado en silencio tanto tiempo lo había mirado a los ojos, con el alma desnuda y expuesta ante él?


Cloud tardó en volver a la habitación que compartía aquella noche. Lo hizo sin cenar, con el estómago vacío y la vergüenza todavía en la garganta. Esperó demasiado tiempo solo, sentado en la capilla, en la oscuridad. Volteó hacia la cruz y no pudo sostenerle la mirada al Jesucristo que se la devolvió. El miedo se apropió de su cuerpo, el terror de los deseos cumplidos paseó por sus venas.

Y aún así, no pudo sacarse la euforia del placer de entre las costillas.

Cuando entró, intentando no hacer ruido, poco antes de que las luces se apagaran, Zack apartó el libro que tenía en sus manos y le bastó sólo una mirada para reconocer las tribulaciones que se escondían en él.

—¿Estás bien? Lloraste.

No lo acusó, Zack Fair se veía genuinamente preocupado. Es dos años mayor y, desde que Cloud había llegado al seminario, compartía cuarto con él. Era agradable, sonreía demasiado, corría todas las mañanas justo después de la oración y se apuntaba a cualquier trabajo voluntario que hubiera que hacer en los barrios de Midgar. A Cloud le gustaba; Zack era mucho más hacendoso que él y no suspiraba cuando el pedían las cosas. Aspiraba a ser de aquella manera, aunque le costaba trabajo y se encontraba continuamente regañándose a sí mismo por ser más egoísta, por no tener ni la entrega, ni la disposición, ni la sonrisa.

—Estoy bien.

—Lloraste —repitió Zack—, ¿estás seguro? Oí que el padre Sephiroth dijo que habías faltado a confesión.

—Lo arreglé.

Cloud siempre había sido de muy pocas palabras.

—¿Lloraste?

—No…, no quiero hablar de eso.

—No hay nada malo en llorar. Es catártico. No es débil, si es lo que crees, hay fuerza en ello, en admitir que hay algo tan poderoso de nosotros que nos mueve tanto como para hacernos llorar.

Cloud sonrió de lado; Zack realmente no tenía idea ante qué situación estaba.

—Estoy bien, lo juro. Fue… catártico.

Oh, lo fue. Lo fue. Sus rodillas aun sentían la madera allí donde se encontraba la silla de confesión, sus labios aún podían probar lo prohibido, su cabello aún sentía, si cerraba los ojos, la mano de Sephiroth obligándolo a mover la cabeza. Fue catártico en el sentido pecaminoso y hereje, pero lo fue.

Zack sonrió.

—¿Estarás bien?

—Estaré bien. Ya casi es hora de dormir —agregó, como excusa para poder quedarse en silencio, sabiendo que confesaría si Zack seguía preguntando.

Sephiroth lo estaba mirando. Era tan emocionante como aterrador.

Cuando se tumbó sobre la cama y se dio la vuelta, mirando a la pared, no pudo evitar buscar con sus manos el rosario que siempre llevaba al cuello. Le costaba quedarse dormido desde que había llegado al seminario y, como también todo el primer año le había costado aprenderse las oraciones, ocupaba el tiempo muerto en la oscuridad para pasar sus dedos entre las cuentas del rosario, repitiendo en su mente. Todavía lo hacía ante el miedo o la duda, recordando por qué había ido allí, sintiéndose culpable por pensar en el padre Sephiroth y no en Dios llamándolo al servicio.

«Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo». La mano en su cabello, el olor del cuerpo y del sudor, el sabor en la boca. «Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Las rodillas contra la dura madera del confesionario. «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores…»

… el éxtasis en la boca, el nombre de Sephiroth ahogado en su garganta…

«… ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Cuando terminó, tenía los ojos llenos de lágrimas otra vez. Se hizo un ovillo, con el rosario apretado en las manos y se fue quedando dormido, sin poder olvidar aquella voz.

Ave María Purísima.

Sin pecado concebida.

Por un momento, al alzar la vista, le había parecido ver al padre Sephiroth como una deidad temible. Apretó el rosario hasta que las cuentas se le marcaron en la piel.


Los días en el seminario eran en su mayoría monótonos, silenciosos. Empezaban demasiado temprano, cuando el sol apenas se asomaba en el horizonte. Cloud casi nunca lograba despertar antes que Zack, a quien encontraba hincado a un lado de la cama todas las mañanas.

Al rezar, siempre tenía el rostro en paz, como si hubiera encontrado lo que necesitara.

«Llegué al seminario buscando ayudar. Hay una vieja iglesia abandonada, en los barrios del quinto distrito de Midgar. Quiero convertirla en un refugio, un lugar al que todos puedan acudir cuando lo necesiten», le dijo, cuando Cloud preguntó qué lo había llevado allí, cuál había sido su llamada al servicio. «¿Y tú?».

Siempre mentía. Le avergonzaba admitir no haber sentido la llamada directa de Dios y haberse sólo sentido impulsado por la imagen de Sephiroth como héroe de guerra. Camisa negra, el alzacuellos y la Masamune en las manos, con el cabello plateado suelto. Cloud quería convertirse en esa imagen para el mundo. Un héroe.

«Vengo de un pueblo pequeño», solía decir.

Nibelheim todavía estaba lleno de paganos y católicos que coexistían en una tensa armonía, donde aún se escuchaba la voz del Espíritu Lobo por las noches; los católicos se persignaban, creyéndolo el diablo; los paganos le dejaban ofrendas al pie del Monte Nibel, y la vida seguía. «Quiero predicar», musitó, la primera vez, como respuesta a Zack. «Después de la guerra, todos merecen experimentar un poco de paz».

Zack había asentido, sin cuestionar su versión.

«¿Vienes del interior?»

«Nibelheim».

«Yo de Gongaga». Otro pequeño pueblo perdido en la nada. Muchachos del interior en el seminario de la Diócesis más grande y poderosa a la redonda. Midgar era demasiado grande para todos sus sueños y, de todos modos, apenas si podía contenerlos.

Cloud usualmente lograba hincarse para el rezo matutino, personal, cuando Zack terminaba de ponerse los pants y la playera negra con la que usualmente salía a correr por las mañanas, antes de ir a las duchas comunales y al comedor, para el desayuno. Al juntar las manos, suspiraba. Otro día, más dudas. Más de ese sentimiento de estar perdido y ser inadecuado a la vida que había elegido. Su madre siempre creyó que se enlistaría en el ejército y así sería como perdería a un hijo que soñaba con hazañas heroicas; en vez de eso, agradecía haberlo perdido ante la fe, pero Cloud se preguntaba todos los días si no había tomado la decisión equivocada.

¿No se había profanado la noche anterior, presa de la curiosidad del pecado y la lujuria?

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo —murmuró, apenas audible, con las manos juntas y las rodillas en el piso de madera, como el piso del confesionario. Se llenó de saliva su boca, cuando lo invadió algo parecido al terror—. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. —Todavía sabía a Sephiroth; al pasar su lengua por los labios podía encontrar allí su presencia, su herejía. Y sus rodillas, contra el piso, y una mano fantasma en su cabello—. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores… —tuvo que detenerse, incapaz de seguir o encontrar el sosiego, pensando aún en el olor del cuerpo del padre Sephiroth; respiró hondo, inhaló y exhaló, soltando otro suspiro antes de ser capaz de seguir—: ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Se quedó de rodillas otro rato y miró al techo, en silencio. Intentó no pensar en el confesor, Sephiroth, pero el sabor del pecado en su boca fue lo único que pudo conjurar.


Por las tardes, después del estudio, los seminaristas podían dedicar un rato a la oración personal antes de la misa del rosario. Algunos usaban el tiempo para buscar al confesor, si estaba libre o para acudir en busca del director espiritual en busca de guía. Otros acudían a alguna de las capillas para hincarse a rezar en silencio y otros preferían la soledad de las habitaciones del seminario. Zack Fair salía a correr de nuevo, dispuesto tentar la paciencia del director espiritual, Angeal Hewley; decía que podía rezar al mirar al cielo abierto y que así podía encontrar a Dios. Las discusiones al respecto iban y venían, pero Zack no dejaba de correr ni un solo día.

Cloud se dirigió con pasos lentos hasta la capilla principal del seminario, la que usaban para las misas del rosario y llamó a la puerta de la sacristía.

Cuando la puerta se abrió, sólo pudo enfocar sus ojos en el pecho del padre Sephiroth. Si alzaba un poco los ojos, podía ver el alzacuellos y, si los alzaba un poco más, encontraba sus ojos. Le sacaba poco más de una cabeza a Zack.

—Llegas tarde, Strife.

—Lo siento, padre —respondió, soltando un suspiró.

—Entra.

Y justo al entrar a la eucaristía sintió el miedo, como un niño perdido en el bosque. Qué estaba haciendo.

—Le pregunté al padre Angeal por ti —dice Sephiroth, cerrando la puerta—. Dice que tienes dudas.

Cloud negó con la cabeza.

—Ya no, padre.

—Mentir es un pecado, Strife.

Eso lo dejó en silencio, ruborizado. Sus mejillas, del color de los pétalos de las amapolas, lo delató.

—Angeal dice que aseguras que ya no las tienes —continuó Sephiroth—, pero que aun puede verlas en tus ojos. Dice que serás un buen sacerdote, llegado el momento, si es que este es el camino para ti.

Cloud no respondió; no podía agregar nada.

—¿Sabes lo que yo creo, Strife?

—No, padre.

—Creo que en tus labios guardas el pecado, que lo escondes en los ojos devotos. Creo que está en tu piel, en tus manos. Creo, Strife, que no has confesado tus pecados de ayer, ni le has ofrecido al señor tu arrepentimiento.

Cloud tragó saliva.

—La penitencia es necesaria, Cloud. —El tono de la voz de Sephiroth fue casi gentil al decir su nombre de pila—. ¿Me la entregarás?

Pregunta el hombre que lo había traído a Dios. A los ojos de Cloud, una deidad en sí misma, aunque fuese un falso ídolo. No existía ninguna respuesta posible que no fuera la que le dio:

—Sí, padre.

—Ponte de rodillas.

Cloud había aprendido lo extenuante de aquella postura en la iglesia de Nibelheim, en las clases dominicales. Durante la misa, al menos, podían arrodillarse superficies acolchadas, de manera que el cuerpo soportara mejor lo riguroso que era. En las clases dominicales, todo aquel que se portara mal era castigado a permanecer de rodillas para buscar el arrepentimiento sobre el piso frío de piedra. Cloud solía ser un buen chico, pero fue castigado un par de veces, hasta que sus rodillas ardieron.

Ahora, en el seminario, se arrodilla con una devoción inusitada, buscando todavía aquel dolor, creyéndolo prueba de su fe.

Lo hizo frente al padre Sephiroth, con las rodillas en el frío piso de la eucaristía y alzó la vista, buscando sus ojos, como quien buscaba la aprobación de Dios.

—Confiesa, Cloud. —Otra vez, aquel tono casi gentil al pronunciar su nombre se hizo presente.

—Bendígame, padre, porque he pecado. —Cloud hizo lentamente la señal de la cruz, sin dejar de mirar al padre Sephiroth. Sus dedos sobre la frente y el corazón, un hombre y el otro, así como lo hacía frente al Cristo crucificado de la capilla—. He pecado con el cuerpo. Probé a otro hombre.

Fijó su mirada en el suelo, incapaz de sostenérsela más tiempo al padre Sephiroth.

—¿Lo disfrutaste?

—Sí, padre.

—¿Te regocijaste en el pecado?

—Sí, padre. Pequé en la confesión.

—¿Pensaste e aquel hombre?

—Su sabor sigue en mis labios, padre. —Cerró los ojos, incapaz de seguir mirando el mundo con lo siguiente que diría—: Lo pienso en el rezo, pienso en la lujuria, en mis manos, en el placer, padre. Lo pienso al cerrar los ojos y buscar a dios y, padre —abrió los ojos de nuevo y alzó la vista; ruborizado y avergonzado se enfrentó a los ojos verdes del confesor—, sólo puedo encontrarlo a usted.

Sephiroth le devolvió la mirada hasta que Cloud fue incapaz de sostenérsela.

—De pie, Strife. Tus manos contra el escritorio, quédate agachado.

Cuando Cloud le hizo caso y soltó un suspiro allí. Recordaba a tantos maestros obligar a los jóvenes a adoptar esa posición, con la vara en sus manos. No tenía ni idea de lo que haría Sephiroth, pero, con terror, descubrió que estaba dispuesto a aceptarlo.

—El señor quiere escucharte decir Aves Marías hasta que tu corazón se arrepienta, Cloud —dijo Sephiroth, a sus espaldas y una mano se posó en uno de sus muslos—. ¿Me entregarás la penitencia?

Sus dedos rozaban la tela y la tela rozaba la piel.

—Sí, padre.

La ropa de Cloud cayó demasiado fácilmente. Los dedos de Sephiroth le recorrieron la piel clara y Cloud reprimió un escalofrío que llegó de lo más hondo de su cuerpo. Mordió sus labios y mordió su lengua para ocultar el gemido que llegó desde su garganta, como si ahogándolo pudiese ahogar el pecado también.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo.

En los dedos de Sephiroth se escondía el pecado y el placer. Se disimulaba el dolor, el ardor de la piel, el deseo.

—Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Cloud ahogó todos los gemidos en la oración, como si el rezo le pudiese entregar el sosiego que buscaba desesperadamente en los largos dedos del padre Sephiroth.

—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores… —pero los gemidos salieron, de todos modos, interrumpiendo la oración y lo sagrado; el placer se interpuso en la fe y, con la voz ahogada, repitió—: ruega por nosotros los pecadores…

¿Rogaría, Santa María, madre de Dios, si lo viera con los labios temblorosos del pecado y en su aliento sintiese el placer?

—… ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

—Otra vez —ordenó Sephiroth.

Siguió, sin detenerse, ni siquiera por un momento, hasta que Cloud ya no pudo formar oraciones completas y en su garganta se ahogaron las palabras; cuando sus ojos se llenaron de lágrimas, fruto de la pura desesperación del placer y ya no pudo esconder ningún gemido, ningún ruego. Sólo sus dedos, siempre sus dedos, recorriendo su piel. Siguió hasta que Cloud suplicó piedad, hasta que las únicas palabras que pudo decir fueron «Se lo ruego, por favor, se lo ruego, padre, se lo ruego…».

Aun así, Sephiroth se inclinó buscando su oído y ordenó:

—Otra vez.

Y los labios temblorosos de Cloud reprimieron un chillido y sólo fueron capaces de proferir:

—… ruega por nosotros… los pecadores…, ahora y en la hora de nuestra… muerte… —Cerró los ojos cuando ya no pudo más—: Amén.

—Otra vez.

Pero dentro de Cloud ya sólo quedaron súplicas. «Se lo ruego, por favor, por piedad…». El placer, le enseñó Sephiroth, con sus dedos, podía convertirse en tortura y penitencia. El pecado, le demostró, era ya un castigo delicioso en sí mismo. Cloud sólo pudo dejar caer la cabeza y rendirse, mientras, en su cabeza, se repetía la misma oración, una y otra vez:

«Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén»

Amén, el éxtasis. Amén, Santa María, Madre de Dios, ¿acaso rogarás piedad por mí?


No volvió a las habitaciones hasta mucho más tarde de lo habitual, esperando encontrar a Zack ya acostado. Aquel era uno de los problemas del seminario: la sensación de no estar nunca solo, de ser siempre observado. «Solemos olvidar que somos una comunidad; estos lugares son unos de los pocos en los que podemos, aún, recordarlo», decía Angeal, cuando alguien lo cuestionaba al respecto. Tenía buenas intenciones, y Cloud no dudaba que dieran frutos, pero a veces deseaba no sentirse tan vulnerable frente a tanta gente.

Había sido callado desde que había comenzado el seminario y, por eso, muchos no habían cuestionado su llamada.

Escondía sus dudas bajo la faceta callada, casi siempre retraída, en la que se refugiada.

Zack Fair siempre podía ver a través de ella; hacía las preguntas exactas, desarmada a Cloud en tan sólo unos segundos. Al entrar al cuarto, se dio cuenta de que, de nuevo, no podía evadirlo. Estaba despierto, aún, acostado sobre la cama, leyendo un libro con expresión concentrada. Temas de filosofía, observó Cloud; probablemente le estaba yendo mal en las clases y Angeal había vuelto a regañarlo. Dejó el libro en cuanto escuchó la puerta abrirse y la expresión de felicidad que había puesto al creer que podría distraerse de sus deberes con Cloud se convirtió en preocupación al observarlo.

—¿Quieres hablar de ello? —preguntó, frunciendo el ceño.

Cloud se supo descubierto; soltó un suspiro, negando con la cabeza.

—Fue un día largo.

Tan largo. Tan torturante. Tan terrible. Ave María Purísima, te lo ruego, ruega por mí ante las puertas del cielo.

Zack se puso muy serio de repente; se incorporó y posó el libro sobre el buró de su cama. Lo miró muy directamente como si fuese capaz de atravesar su alma y ver todo lo que en ella se escondía. Cloud deseaba ser capaz de mirar con la honestidad de Zack, ser un poco más cómo él, con muchas menos dudas, capaz de mirar y asomarse al alma con una sonrisa.

—No te reportaré con nadie, Cloud. Digas lo que digas, pase por tu cabeza lo que pase. Has tenido días largos.

—Los tenemos todos.

—No tú, no tantos. Parece que quieres huir. No te juzgaré si abres la boca y me dices eso. Te ayudaré a huir de todo, si eso quieres. Sé que Genesis dice que no puedes huir de la llamada; pero creo que, si quieres, debes poder apartarte del camino de Dios. Nos dio libre albedrío.

A costa de muchas cosas, Zack.

Cloud no respondió, por un momento. Siempre se las había arreglado para verlo claro. Le costó encontrar las palabras, a pesar de que eran simples.

—No quiero irme.

«Pero no me llamó él, Zack. No puedo olvidar los dedos de Sephiroth, su sabor, su voz, su rezo, su mirada, su tortura y su placer».

Zack no le quitó los ojos de encima hasta que pareció convencerse de que decía la verdad.

—Lo digo en serio, no te reportaré con nadie. Angeal podría entenderlo.

Angeal, quizá. ¿Pero sus superiores? ¿Qué pensaría el Cardenal de la diócesis de Midgar, Rufus Shinra? Decía, que, desde las sombras, era su padre quien gobernaba con mano de hierro la diócesis, para evitar la deserción y llevar a la gente frente a Dios.

—No quiero irme —repitió Cloud.

La voz de Sephiroth dentro de él. «Otra vez». No quiero irme.

—Sólo son días malos —agregó—. Lo sortearé. Sephiroth… él… —Cloud suspiró y en su suspiro dijo todo lo que no le salió con palabras, todo lo que no podía decir con ellas—. Ayuda. Creo.

Zack, bendito sea, le creyó. En ese momento quizá sólo pensó que Sephiroth estaba dispuesto a guiar a Cloud como Angeal lo había hecho con él desde que había llegado al seminario. No se imaginó lo que había ocurrido en el confesionario o en la sacristía, ni la clase de ayuda a la que se refería a Cloud. Vio sólo las dudas y éstas fueron tan fuertes que lo ayudaron a ocultar la culpa del pecado.

Le creyó.

Quizá debió de haber preguntado otra vez, diría más adelante. Pero Cloud hubiera respondido lo mismo, «no quiero irme», porque esa no era otra cosa que la verdad y, eventualmente, le hubiera creído.

Cuando se arrodilló frente a su cama y juntó las manos para colocar sobre ellos su frente, no pensó en Dios, ni en su llamada, ni en sus milagros, ni en su deber sagrado. Pensó en la voz de Sephiroth.

«Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén»

Pensó en unas manos jalando su cabello, en el dolor de sus rodillas, en la penitencia que se cobraba el placer. Le dio culpa pensar en Sephiroth antes que en Jesucristo, y la culpa le dio placer.


La tarde siguiente acudió a la sacristía antes del rosario de nuevo. Sephiroth atendió la puerta y, cuando lo vio, lo dejó pasar. No dijo nada. No lo había citado. Cloud Strife se había presentado allí por voluntad propia y libre albedrío; Dios no se lo había pedido y, sin duda, no lo esperaba.

Sephiroth lo vio dejarse caer de rodillas y morderse los labios ante el dolor punzante de aquel acto. Lo vio respirar hondo, soltar un suspiro. Aquel seminarista era hermoso en su vulnerabilidad tan abierta, en su inocencia tan pura, en la culpa de sus ojos, en el pecado de sus labios. Era hermoso y probablemente no lo sabía. Allí, ante esa imagen, de rodillas por voluntad propia, Sephiroth fue capaz de apreciar a la belleza, entregarle un rostro; desde entonces, consideraría a Cloud Strife la criatura más bella del mundo.

—Padre, bendígame, porque he pecado.

Sephiroth se aproximó hasta él, enterró una mano en su cabello y lo jaló, obligando a Cloud a alzar la vista para mirarlo.

—Confiesa.

Aquella no era la palabra de un párroco, sino la orden de un Dios. Cloud escuchó la llamada y confesó.