Capítulo 187. Olvido y recuerdo
A través de infiernos, estrellas malditas y galaxias regidas por un desconcertante caos, Shizuma de Piscis llegó al más insólito de los destinos. Un vacío helado, sin nada que ver salvo quien la había acompañado en todo ese trayecto y unas luces lejanas, difíciles de mirar. Otra estaría desorientada, ella seguía siendo consciente de quién era, pues contaba con la confianza de Atenea y no necesitaba de más para resistir cualquier adversidad. El lugar en que se hallaban el dios y la mortal carecía de importancia para ellos, era solo desde el punto de vista del que lo viera desde muchos, muchísimos años luz, que semejante rincón del Hades empezaba a cobrar relevancia.
Sí, al igual que las estrellas en el cielo de la Tierra formaban las constelaciones, también los soles del Hades dibujaban un homenaje a los grandes héroes de antaño. Leteo la había llevado hasta el reflejo de la constelación de Piscis.
—Un lugar apropiado para morir —recitó Shizuma, mirando al dios.
—¿Sabes dónde estamos? —alabó, sorprendido, Leteo.
—Aquí fue donde la voluntad de Hades forjó el manto mortuorio que llevó mi predecesor, Afrodita, a la superficie.
—¡Exacto! Las constelaciones son tan maravillosas como aterradoras, recogen lo olvidado y lo mantienen en el recuerdo de las generaciones venideras. El maestro Hefesto quiso elevarlas al reino de los dioses para honrar a su esposa, creando doce autómatas sin parangón; el rey Hades dispuso hacerlas descender al inframundo para castigar la arrogancia de los hombres. Ambos se equivocaron, solo Atenea supo extraer de ellas la máxima fuerza. ¿Y por qué no? Es hija de su padre y las constelaciones fueron idea de Zeus en primer lugar. ¿Conoces la historia de esta en concreto, Aoi?
—Representa a Eros y Afrodita —contestó Shizuma—. Los dioses del amor, aterrados por el último hijo de Gea, Tifón, escaparon muy lejos convertidos en peces.
—Atenea fue testigo de ese acontecimiento, por eso el templo de Piscis es el último de su Santuario. La más grande de las doce leyendas tenía que ser el último obstáculo a superar, mas ni siquiera el más fuerte de los guardianes del duodécimo templo estuvo a la altura —señaló Leteo, mientras un hombre muy viejo se adivinaba en su cuerpo hecho de las aguas del olvido, como borbotones—. Tú tampoco lo estás, Aoi.
Ella no pudo menos que asentir.
—Lo sé. Soy débil.
Gracias a la habilidad que poseía pudo ser útil al Santuario, a pesar de lo cual este se había hecho pedazos lejos de su alcance. Era improbable que en la Tierra se enteraran del resultado de la expedición de paz, improbable, no imposible. Ya se estaban haciendo los preparativos en ambos rincones del universo para el reencuentro que pondría fin a todo. Ella era consciente de eso, de lo que implicaba y de lo poco que podría hacer al respecto. No era una luchadora, tampoco una buena diplomática, solo observaba.
—Es por eso que te pido esta ofrenda, Aoi.
El dios del olvido le tendía la mano. Todo el cuerpo de aquel era de la misma sustancia de oscuro azul, sin rasgos, aunque del tamaño de Shizuma ahora que se daba cuenta.
—Me pides demasiado —acusó Shizuma.
—Una de las leyendas del Zodiaco que protegieron a la humanidad por diez mil años, una de doce —apuntilló Leteo, como si eso lo cambiara todo—. A cambio tendrás todo mi poder. No dormiré como mis hermanos. Yo seré tú y tú serás yo.
Shizuma comprendía que hablaba en serio, que a Leteo le interesaba tanto esa joya del cielo que Hefesto, Hades y Atenea tanto apreciaron como para ceder sin lucha.
«Aun así —pensó la santa de Piscis—. Taifu Aranshi no Hansha.»
Ella era débil, dependiente en exceso de una habilidad que era fruto de las bendiciones que recibió en la niñez, y del esfuerzo realizado según le explicaba el maestro Shun con insistencia. Pero había querido ser fuerte. Más que orar a su constelación guardiana, dedicó buena parte de su juventud a contemplar el espacio entre las estrellas que la conformaban, creyendo que así descubriría algún secreto inesperado. Tal cosa no ocurrió, por supuesto, con el tiempo comprendió que eran necesarios dos componentes para que la fuerza de las constelaciones naciera: la divinidad del cielo y la mortalidad de la tierra, de quienes observaban las estrellas desde su minúsculo planeta. Si Zeus había diseñado tal realidad al detalle, con ello había construido un auténtico milagro.
Miró al dios del olvido. En el cuerpo de aquel burbujeaban imágenes de todos los que la precedieron. Un hombre que creía en la justicia como fuerza, otro que buscó alejarse de amigos y enemigos para no herir a nadie, otro que temía a la muerte más que nada en el mundo, otro que dio la espalda a los dioses por su única hermana…, así hasta el soldado definitivo y su creador, el primer legatario de la leyenda de Eros y Afrodita. Todos esos nombres y vidas le vinieron a la cabeza de golpe, llenándola de sentimientos encontrados. ¿Estaba bien que todas esas vidas fueran arrojadas para siempre al olvido? ¿Estaba mal sacrificarlas si con ello el mundo era salvado? Al fin y al cabo, los santos de Atenea desde la Antigüedad habían luchado al borde del olvido y el recuerdo.
«Taifu Aranshi no Hansha —pensó Shizuma una vez más, empleando para ello el idioma de su tierra y de sus padres. Era curioso el efecto que eso causaba en ella, como un amuleto contra los malos espíritus. También le servía para entender a Leteo: con esas simples palabras evocaba la constelación que aprendió a adorar y con esa maravillosa figura celeste logró al menos soñar con la fuerza que no tenía. Un poder vasto, secreto e ilimitado, escondido tras tantos campeones, valerosos y viles, admirables y trágicos. Un tesoro enterrado no en las profundidades de la tierra, ni los confines del cielo, sino en el punto que los unía a ambos. No podía renunciar a algo así, no le pertenecía. Shizuma prefería entregarse a sí misma como ofrenda, para que otros mejores que ella pudieran heredar la leyenda de Eros y Afrodita.»
Tomada la decisión, hizo entrega al dios del olvido del más valioso tesoro que sí era suyo. Su propia máscara, carente de rasgo alguno, acabó en manos de Leteo.
—Yo, Shizuma de Piscis, soy la ofrenda para el sacrificio.
—Aoi —dijo Leteo con voz entrecortada. Por encima de las imágenes de antiguos santos de Piscis, surgió una única, a medio camino entre la alegría, la meditación, la apacibilidad y la sensualidad. De facciones afiladas que no desmerecían una expresión suave, pacífica y relajada, dos ojos escarlata destellaban entre los flequillos de su largo cabello, resaltando contra su blanca piel. Ante aquellas joyas quedó enmudecido el dios del olvido, pues poseían un brillo sobrenatural—. En verdad eres hermosa.
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La noticia golpeó a Seiya como un mazazo. Tanto como la posibilidad de que Shaina estuviera viva le alegró el corazón, así lo destrozaba saber que Shun, el más amable de todos ellos, había muerto tratando de lograr lo que más quería en el mundo. Paz.
—No puede ser. ¡No puede ser! —Fuera de sí, el santo de Pegaso se abalanzó sobre Narciso y lo agarró por aquellas ropas delicadas—. ¡Estás mintiendo!
¿Quién podría matar a Shun? A despecho de su amabilidad, era más fuerte que cualquiera en el mundo. Ni siquiera Arthur podía compararse con el cosmos del santo de Andrómeda. Y eso que Arthur era un monstruo que equilibraba como nadie poder y conocimiento, pero Shun era Shun. Si la Muerte no se lo había llevado en los Campos Elíseos, ¿por qué habría de hacerlo ahora? Era imposible. Tenía que ser mentira.
—Ío de Júpiter —explicó Narciso, deshaciendo la presa de Seiya con odiosa facilidad. Era un adulto deshaciéndose de un niño berrinchudo—. Él lo mato.
—¿Uno de esos malditos Astra Planeta? —exclamó Seiya, apretando los dientes. Había sido sincero al decir que podría perdonar incluso a Caronte de Plutón, pero aquello ya sobrepasaba todo límite. ¡Shun solo quería hacer la paz! ¿Por qué querrían matarlo? A no ser…—. Si ese Ío de Júpiter quiere guerra se las va a tener que ver conmigo.
A medio camino de dar la vuelta, Saori le dijo con tranquilidad:
—Así que esta es tu respuesta, Seiya.
—¿Eh? —El santo de Pegaso giró, extrañado—. ¿No lo has oído? ¡Shun…!
—Murió en combate singular contra Ío de Júpiter, nuestro comandante, el mejor de todos nosotros —aclaró Narciso, observando a Saori, quien inclinó en gesto de aquiescencia—. Esa batalla, así como vuestro despertar, ocurrió como parte de un plan del Hijo que aun los Astra Planeta apenas intuimos. Solo sé que el dios sin nombre necesita librarse de Caronte de Plutón tanto como necesitaba a uno de los suyos rigiendo sobre la Esfera de la Ley y los Héroes.
—¡Nosotros no somos de los de ese Hijo! —exclamó Seiya, también mirando a Saori. ¿Qué pintaba aquel sujeto ahora, de todos modos?
Ella se limitó a preguntar:
—¿Qué fue de Hashmal, es decir, Ío de Júpiter?
—También murió —lamentó Narciso—. Que no te extrañe la serenidad de la diosa de la guerra, santo de Pegaso. Ella se encuentra más allá del dolor de diez mil años de reencarnaciones. Si está aquí es para guiarte, no para llorar contigo.
Apretando los puños y los dientes con fuerza, Seiya logró refrenarse. ¿Saori, trascendiendo el dolor? ¡Eso debía ser una broma! Había visto las manos de esa mujer temblar por quien había traicionado su confianza. Sufría, como siempre, solo que lo escondía bien. E incluso si diez mil años conviviendo con la humanidad era demasiado tiempo como para que la muerte de un solo hombre le pesara, Saori seguía siendo Saori. Había sido más para ellos que la diosa por la que debían morir, y ellos habían sido más que sus campeones, podía comprenderlo ahora que veía en retrospectiva cómo quiso alejarlos del peligro cuando la Guerra Santa contra Hades estaba próxima.
Él, Shun y los demás no eran los soldados de Atenea, sino los amigos de Saori. Así lo sentía Seiya. Por tanto, volvió a acercarse a Narciso, listo para golpearlo.
—Todos vosotros, Astra Planeta, siempre estáis causando problemas. ¿De parte de quién estás tú, si se puede saber? ¿Eres otro que habla de paz mientras hace la guerra?
La forma con la que apareció Narciso de Venus en un principio, un caballo de luz, no dejaba lugar a dudas. Era la montura de Daphnel, la misma criatura mística que se encargó de la sanación de Shiryu. El mismo ser en que decidieron confiar todos, porque no tenían más remedio. Ahora, ese hecho le parecía la broma de un ser caprichoso que había jugado a gusto con los cuatro, así como con los ángeles que ahora dormían. ¡Se suponía que estaban en sus dominios, por tanto, él podía liberarlos!
—La Esfera de Venus son mis dominios, la Esfera de Mercurio no. Si Astrea no hubiese dormido a los ángeles, el corazón de este lugar los habría sopesado como potenciales regentes de Mercurio. —Se refería a la fuente de luz rosada, a la cual miraba con gran devoción. Más de la que dirigía a Saori—. Todos habrían fallado. Todos habrían muerto. Astrea les ha salvado la vida a todos ellos. Deberías darle las gracias.
Más que agradecimiento, lo que Seiya tenía para aquel sujeto eran cuestionamientos. ¿Qué se suponía que había sido de Shiryu? ¿Y de Hyoga e Ikki?
Narciso de Venus dio a su pregunta sin formular una respuesta que carecía de palabras. Imágenes de las batallas sin cuartel entre Hyoga y los autómatas Ex, así como entre Ikki e Ipsen, quien exhibía los mismos poderes congelantes que el santo de Cisne, lo hicieron trastabillar. Contemplar la forma en que Shiryu se levantaba una y otra vez contra los ataques de Astrea, por el contrario, le hizo sonreír. ¡Su amigo estaba recuperado del todo y luchaba con una tenacidad que no le iba muy a la zaga! La sexta virtud zodiacal se había puesto de pie, reconociendo al santo de Dragón como un enemigo y no un simple entretenimiento, aunque era evidente la superioridad del ángel, de cuyo espaldar surgían ahora dos pares de alas metálicas. Las visiones se extinguieron igual que empezaron, sin previo aviso.
—Quedan menos de tres minutos allá fuera —advirtió Narciso—. Incluso si tus amigos resisten a mis autómatas, acabarán en el estómago de Astrea de todos modos.
—¿Y tú no quieres eso? —preguntó Seiya, extrañado.
Tanto habría dado que preguntase si Narciso quería derrocar a Zeus. Asombrado de que insinuase algo semejante, lo miró con los ojos muy abiertos.
—Si Astrea tiene vuestros cosmos, se volvería un peligro potencial para nosotros. Algo debe tener la constelación de Virgo para darnos tantos dolores de cabeza —lamentó Narciso en voz baja, como hablando para sí, antes de continuar—: ¿Sigues dudando de mí? Salvé a tu amigo, tu hermano por línea paterna, de la muerte. A estas alturas debes comprender por qué os puse tantas pruebas para llegar aquí.
Seiya hizo una mueca. ¿Pensaba decirle que quería que crecieran como guerreros? Para eso, la clase exprés de Caronte de Plutón bastaba, jamás habían combatido con un guerrero tan poderoso. Las batallas subsiguientes contra autómatas clase Ex y Machina los habían curtido, sí, pero Seiya podría jurar que el único y verdadero propósito de Narciso de Venus era que llegaran a ese lugar en el momento que él quería.
—No confío en ti —advirtió Seiya—. Ni una pizca, ¿¡me oyes!?
—Alto y claro —respondió Narciso, palpándose la oreja. Por supuesto, el grito no pudo haberle dolido, era todo un teatro.
—Aun así… —Miró a Saori, tan callada. Incluso si no rompía a llorar, se había abstraído así de todo desde que recibió la noticia de Shun. Debía dolerle. Sin duda le dolía—. El tiempo apremia y no quisiera que esa Esfera de Mercurio quiera emplearme… ¿Dónde…?
Calló de forma súbita, al ver la sonrisa del regente de Venus. Demasiado elegante como para estallar en carcajadas, el astral sacudió la cabeza, divertido.
—Mercurio jamás aceptaría un alma tan podrida como la tuya, santo de Pegaso —dijo Narciso sin parar de reír. Solo un intercambio de miradas con Saori le hizo detenerse un tiempo después—. Incluso guerreros celestiales con ascendencia divina son rechazados. Gusta de almas puras, como la de mi señora Galatea y la niña Ethel. No, incluso esa aspirante al manto de Hércules habría sido descartada, por eso debí recurrir a la figura idealizada de una niña que solo la mente de una madre posee. Una madre que hizo el sacrificio máximo a Leteo para tratar de reparar las cosas allá abajo. El vestido perfecto para que mi señora reencarnase, porque en tanto conservaba sus memorias, no veía necesario que otro ser consciente ocupara su lugar. ¡Y aquí estamos! ¡Qué afortunado es que los ideales correspondan a la Esfera de Venus! ¿Cómo, sin el Templo de Hefesto, habría podido completar esta obra maestra? —cuestionó el regente de Venus, girando hacia la fuente de la luz rosada que veneraba sin el menor pudor.
—Hay algo que no me cuadra —observó Seiya—, aunque no sé bien qué.
Viendo allá donde Narciso dirigía la mirada, estaba seguro de que el alma de Ethel no se encontraba en ninguna parte de la Esfera de Mercurio, por lo que no tenía nada que exigirle en ese aspecto. El astral, además, hablaba de un desastre, de una madre haciendo el máximo sacrificio y demás cosas sin sentido, entre las cuales la que más le hacía ruido era que la Esfera de Mercurio hubiese sido modificada desde dentro de la Esfera de Venus. Si ambas eran aspectos de un universo anterior al actual, algo así debía tener consecuencias. Saori debió pensar lo mismo, porque preguntó:
—Me sorprende que la Esfera de Mercurio no te hubiese rechazado. Incluso conservando las memorias de la anterior regente, esta es solo una parte de un mecanismo mayor, que involucra el dunamis de Hermes y el de los titanes. Y no te has limitado a envolverla con la Esfera de Venus, sino que la has modificado para tus propios propósitos. ¿Es la mano de mi hermano la que está detrás de este milagro?
De nuevo la expresión de Narciso fue de asombro. Ni se le había ocurrido tal cosa, o eso quería aparentar, porque esta vez a Seiya le costó creerlo.
—Es cierto que las Esferas de Crono imponen sus propias leyes e impiden que otras las impongan, obligándonos a usar nuestras albas para entrar en ellas. Para lograr esto he necesitado recurrir a toda la sabiduría y el poder de la Raza de Oro, a la cual pertenezco, como bien sabéis —indicó Narciso mostrando abiertas las límpidas manos—. Además, me favorecen dos cosas, que no hubiese un regente y que Hermes y Afrodita… bueno, por decirlo con suavidad, se entienden y no ven ningún problema con que cree una vida nueva. —En los ojos de Saori había una crítica honesta que el astral no podía descartar, por lo que, girándose hacia Seiya, cambió de tema con brusquedad—: Incluso si ya lo intuyes, te lo explicaré. Buscas comunicarte con unos dioses que ya no están en este universo, por razones que ya te ha explicado la diosa de la guerra. —Seiya asintió a modo de confirmación—. Bien, una vez nazca la nueva regente de Mercurio, podrás acceder a algo mejor que un mensaje establecido hace veinte años, podrás pedir consejo a quienes mis hermanos y yo mismo tanto extrañamos. ¿Lo comprendes, santo de Pegaso? Estaba predestinado que hablaras con la diosa de la guerra, mas lo que ocurrirá ahora pasará solo porque yo he retrasado el momento en que ello ocurra.
El santo de Pegaso hizo una mueca. Que hubiese acertado no fue ningún consuelo.
—La única razón por la que no parto la cara es porque insistes en que eso —dijo Seiya, señalando la luz rosada, cada vez más brillante—, no es el alma de una compañera.
—Te equivocas, santo de Pegaso. No lo haces porque no puedes.
—Si lo dices porque no soy como tú, jugando con cosas que no comprendo…
—Al revés —dijo Narciso con una sonrisa de satisfacción—. Te comportas igual que yo ahora, aunque no es tu naturaleza. Respetas el orden de las cosas y trabajas según lo que dicta el destino. Eres un santo de Atenea protegiendo a la humanidad, así que no lucharías con todo tu corazón contra Caronte sabiendo que eso la podría poner en peligro. ¿Y qué crees? Tienes razón. Que tú, Dragón, Cisne y Fénix enfrenten a Caronte de Plutón es tan parte del plan del Hijo como el combate entre Ío y Andrómeda.
—¿Qué hay de malo en querer la paz? —cuestionó Seiya, pensando justo en Shun de Andrómeda, quien tanto la deseaba—. ¡Contesta!
—No hay nada malo en que se quiera la paz —dijo Narciso—, a menos que no se quiera en realidad. Si ese es el caso, pienso que lo bueno es que sigas a tu corazón.
—¿Incluso si eso provocara el fin de todo? —dijo Seiya.
—Oh, es lo más probable que lo provoque, sobre todo ahora que no hay un regente de Júpiter para equilibrar la balanza. Con la fuerza que mostrasteis en los Campos Elíseos, podríais ser todo un dolor de cabeza para nosotros. Sin ella, no sois nada.
—¿Y tú, qué piensas que debo hacer? Saori.
Se dirigía a ella, porque entendía que Narciso solo daba vueltas en círculos. No le decía de forma explícita que quería el peor de los destinos para el universo, tampoco lo negaba, y eso lo estaba poniendo de los nervios. Necesitaba una respuesta.
Necesitaba que alguien le cortara las alas y ese alguien solo podía ser Saori.
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El dios del olvido tomó a la mortal por las mejillas. Él era ahora un reflejo perfecto de ella, como si se estuviera viendo en un espejo.
—¿Estás segura de esto, Aoi?
—Para acabar con todas las Guerras Santas, necesitamos doblegar el Hades.
Los ríos del inframundo delimitaban el reino de los muertos. En ellos sufrían millones y millones de almas que para entonces sus hermanos de armas ya habían liberado. Ahora solo quedaba Leteo por dominar, lo que en cierto sentido pasaba por recibir. El cuerpo de Nimrod fue consumido por el dolor, el de Lucile fue incinerado por la ira y el de Sneyder fue cristalizado en un sinfín de lamentos ajenos. Entonces tenía sentido que la existencia conocida como Shizuma Aoi se extinguiera a cambio de todos los recuerdos olvidados por el universo, aunque el riesgo de no poder cumplir con su parte era grande.
—Vas a desaparecer, Aoi. Nadie recordará que alguna vez exististe.
—Está bien, siempre cuando la promesa de Atenea se cumpla al fin.
La promesa del Elíseo. Por un sueño así, incluso Sneyder se había abandonado a sí mismo. Esa era la justicia inalcanzable que tantos hombres quisieron comprender como fuerza o compasión, quedándose todos cortos. Esa era Atenea, una diosa hecha mortal.
—Si es lo que quieres…
—Es lo que quiero.
—Sea. Cierra los ojos.
—¿Será doloroso?
El rostro de Shizuma enrojeció como no le pasaba desde que era una chiquilla. No entendía por qué había preguntado eso en voz alta.
Haber cerrado los ojos la ayudó un poco, nada más. Fue consciente de cómo Leteo descendía sobre ella como un amante, aunque en realidad él era ella misma, consumiéndose. Aquella unión pondría fin a su ego y ya no podría auto-percibirse. Incluso si el siguiente paso no fuera ser devorada por un dios, aun en ese caso ideal, pasaría a dispersarse por todo el universo en un estado similar al que llevó al ángel de la Violencia. De eso, Atenea podía salvarla; de lo que de verdad estaba por ocurrir no. Aunque, ¿qué significado podía tener un sacrificio que no era tal?
El contacto con Leteo, semejante a un beso, fue de un frío por el que el mismo Cocito tiritaría. El dios del olvido estaba lleno de recuerdos, y a la vez, estaba vacío, porque ninguno de esos recuerdos merecía tal nombre, al no ser recordados por nadie.
A no tardar, Shizuma fue desvaneciéndose. No hubo dolor, ni un poco. Solo esa sensación permanente de frío que la llenaba de tristeza por aquel dios solitario.
Al final, no quedó un solo rastro de Shizuma.
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—Correríais un riesgo muy grande enfrentando a Caronte de Plutón —aseguró Saori—. En eso, Narciso de Venus no miente. Puedo ver que mi hermano os ayudó a romper la maldición de Hipnos con ese objetivo.
—Tu hermano, el Hijo —entendió Seiya—. ¡Entonces…!
—Hubo una vez un mundo lleno de malas personas —le interrumpió Saori—, solo un alma buena se escondía entre todas ellas y era posible para los dioses salvarla sola a ella para que conviviese con la nueva raza humana, el Pueblo del Mar. El mundo habría sido un lugar mucho más tranquilo si yo no hubiese salvado a los demás, es posible que la era de las Guerras Santas no hubiese empezado jamás si en lugar de competir con Poseidón le hubiese ayudado desde un principio. Eso lo sé ahora como lo sabía entonces, e incluso si el riesgo del pasado es una certeza en el presente, no cambiaría mi decisión. Incluso si la maldad humana ha pervivido a través de diez mil años, no pensaría en erradicarla de raíz. Porque enfrentando ese lado del alma humana, el otro se ha fortalecido, ha crecido. Esa es la respuesta de Saori Kido, aquella que luchó junto a vosotros —aclaró, resuelta, antes de sonreír. Era la sonrisa más fría que Seiya hubo visto en aquella mujer, incluso cuando era una niña viéndolos desde arriba como los huérfanos desamparados que eran—. Atenea lo hizo porque el universo, arrasado por un cataclismo sin precedentes, estaba condenado a unos patrones demasiado previsibles. Nacer, crecer, morir; el mismo proceso en todos los componentes del universo material aplica al mismo universo material. Quería un cambio, algo que fuera imprevisible y desafiase al destino. Por eso alentó a los hombres para luchar hacia el final, por eso guió los pasos de un hombre santo para que pusiera a prueba el juicio de Poseidón. ¿El dios del océano estaría bien con destruir una sola vida inocente, si con ello destruía a todos los malvados? Incluso si la respuesta era afirmativa, para entonces los atlantes ya se habían manchado con los pecados humanos en la guerra que ella había forzado, dándole a la condenada humanidad los medios para combatir contra las fuerzas de la naturaleza. La retirada de Poseidón fue algo que Atenea previó desde antes de hacer la apuesta de encontrar a alguien que no mereciera morir bajo el castigo divino. No en vano, Poseidón se enfrentaba a Atenea, la diosa de la guerra y la favorita de Zeus.
—Como dices, esa decisión la tomó Atenea. —Apenas en ese momento se daba cuenta de que veía a la mujer y a la diosa como dos personas diferentes—. Criada en el Olimpo, rodeada de inmortales, viendo el universo con los ojos de un ser eterno. Tú naciste en un cuerpo mortal y sangraste a nuestro lado, no habrías obrado igual.
Ella rio. Una risa cálida, que derretía la gélida sonrisa de antes.
—Seiya, yo soy Atenea.
—Aun así… ¡Tú misma lo has dicho! Como diosa, actuaste por aburrimiento. Como humana te movió la compasión hacia los seres humanos. ¿Quién tiene derecho a decidir que toda una especie merece desaparecer, de todos modos? ¿Cómo podría yo decidir por todo el universo, solo para resolver un asunto personal?
Porque era eso, un asunto de ellos, no de la gente que poblaba el mundo. Incluso si decía odiar a Caronte de Plutón, incluso si aquel merecía ser destruido por todo cuanto hizo, al final el verdadero problema estaba en el propio Seiya. Ni siquiera Saori podría eximirlo de la culpa que sentía. La Noche de la Podredumbre y todas las tragedias que sucedieron después, como la rebelión de aquella niña cuyo recuerdo emplearía Narciso de Venus, ocurrieron porque ellos fueron salvados de su propio y complaciente infierno. De hecho, estaba convencido de que habían sido salvados para que todo cuanto ocurrió, ocurriera, y aun así, puestos a repartir responsabilidades no podía acusar al Hijo sin más, no era ningún crío. Él debió haber sido mejor, él deseaba haberlo sido, por eso deseaba reparar el daño y sentía que solo venciendo aquel mal tendría paz su alma.
Apretó los dientes con rabia, haciendo no obstante una mueca que aparentaba una risa congelada. Era un desastre, contradicciones dentro de contradicciones.
—Yo soy Atenea —insistió Saori, llevándole la mano al hombro—. Todo lo que he hecho y pensado, es parte de mí. Mis logros y mis fracasos por igual. Dices que temes poner en riesgo el universo, tomando una mala decisión, podría disculparme por haberos puesto en esa situación, por haberos guiado a despertar ese universo interior que mi padre concedió a la raza humana en los albores del tiempo, mas tú no buscas eso. —Seiya negó con la cabeza, sabiendo que no le dejaría interrumpir—. Yo misma he puesto en riesgo el universo por salvar una de las razas que habitaban en un planeta que ni siquiera tenía entonces la importancia que hoy tiene. Saori Kido lo haría por una fe inquebrantable en el potencial de los hombres para hacer el bien, incluso si en el proceso han de tropezar mil veces a través de diez mil reencarnaciones. Atenea lo hizo porque el universo era demasiado predecible sin ellos, e incluso con ellos lo sigue siendo en realidad, la probabilidad de que deje de serlo es tan minúscula que solo un loco o un dios habría buscado ese futuro. Y yo soy ella y ella es yo.
—Si de algo estoy seguro —dijo Seiya, tentándose por ese camino y por tanto resistiendo con más empeño que antes—, es que no eres ninguna loca.
—¿Sabes en qué punto se unen nuestros motivos, Seiya?
—En que valía la pena.
No tuvo que pensarlo mucho. Era todo lo que entendía del discurso de Saori. Para ella…
—Así es, valía la pena salvar a la humanidad. Es mi convicción, y me mantendría en ella hasta el final, incluso si otros dioses y hasta mi padre, Zeus, me demostraran que estuve mal todo el tiempo. Aun en el peor de los casos, actuaría como he actuado siempre por ese simple momento. Correría el riesgo porque vale la pena, sin más.
Si Seiya no podía decidirse entre hacer justicia con Caronte y salvar a la humanidad, Atenea había antepuesto a la humanidad a todo el universo. ¡Saori lo hacía!
—¿De verdad lo vale? —se atrevió a preguntar Seiya, evocando viejas discusiones con Hyoga en ese último viaje por el cielo, que solo era una versión más lúgubre de las charlas que tuvieron según crecía el nuevo Santuario—. Somos tan egoístas.
Él lo era, sin duda, por estar feliz de que Saori lo entendiera. Todo ese tiempo había deseado que aquella mujer lo refrenara, que le dijera que estaba mal, que no debía seguir los pasos que el Hijo escribió para él en el guion de la obra de teatro llamada universo. Él, que alguna vez hablo de convivir con el destino, rehuía de él por miedo a causar más daño del que había causado por enfrentarlo, allá en los Campos Elíseos.
—Sí —respondió Saori—, pocos seres hemos creado más egoístas que los seres humanos. Muy pocos, aunque los hay.
—Aun así…
—Sí, aun así vale la pena.
—¿Y si estás equivocada? ¿Y si solo te arrastramos en nuestra condena eterna?
—Ya es tarde para eso. Además, ¿no acabo de decírtelo? No admitiría mi error incluso si lo tuviera delante. Verás, Seiya, así como los hombres son egoístas, los dioses somos… —Saori hizo una pausa para sonreír de esa forma que no era propia de ella, y al tiempo, según entendió Seiya, lo era—. Caprichosos.
En ese momento de absoluto silencio, Narciso, que había permanecido al margen todo ese tiempo, dijo con aire de urgencia:
—A tus amigos les queda un minuto allá fuera.
Al mismo tiempo, la luz rosada empezó a contraerse en un solo punto.
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La imagen de Shizuma se había extinguido en el momento en que ella y Leteo se unieron. Solo quedaba el propio dios del olvido y el manto dorado de Piscis frente a él, que lo reflejaba no como una figura sin rasgos, sino como una doncella delgada, de piel pálida, sedosos cabellos blancos y brillantes ojos escarlata.
—¿Por qué? —preguntó la voz de una muchacha a través del dios.
—Tal vez es amor —respondió Leteo, lejano como el rumor del viento.
El manto de Piscis, que envolvía la nada en la que alguna vez existió Shizuma, se desensambló para vestir a Leteo, cuyo cuerpo ahora femenino se cubrió primero de finas prendas. No era saludable que el metal y la piel descubierta hicieran contacto en según qué zonas. En menos de lo que dura un parpadeo, del olvido de Shizuma de Piscis surgió el recuerdo de Shizuma de Leteo, cuyas doradas vestiduras se oscurecieron, como una joya de ébano llena de una vida extraña, difícil de mirar.
—Estaba dispuesta a hacer el sacrificio —aseguró Shizuma con aquella nueva voz, palpándose el rostro ya cubierto por la máscara que había entregado. El recuerdo de que no debería existir la paralizaba, sentía que ya no se pertenecía a sí misma.
—Se hará un gran sacrificio —explicó Leteo—. Lo presiento. Todos lo presentimos.
—Caronte de Plutón.
—Sellarnos ha vuelto posible lo imposible, podéis ganar. Todos juntos.
—¿Los cuatro…?
—Todo el ejército de un dios, con las bendiciones de un dios.
Shizuma sintió el peso de tal proeza. Ahora mismo ella, Sneyder, Lucile, Nimrod y Azrael eran parte del Hades, no podían ir sin más a donde estaba Caronte y unirse con los que fuera que hubiesen sobrevivido a tanta tragedia.
Pensar en eso le hizo ser consciente de todo. Una reunión de grandes personalidades que marcaría el ritmo del mundo de ahora en adelante, los argonautas naufragando por los mares olvidados. Los susurros en el Hades sobre la reina, los intentos del ángel Cratos por salvar a su compañera Bía del Torrente Cósmico al que ella la había condenado, Makoto poniendo a prueba a más de una docena de santos, el antiguo Sumo Sacerdote persiguiendo una forma de alcanzar el Jardín de las Hespérides, el nuevo y último líder del Santuario abrazando la salvaje justicia que inculcó a los caballeros negros, Arthur y Shaula teniendo una idea similar en el otro extremo del universo. Legendarios santos de bronce luchando en el cielo y el más grande de los héroes de la pasada generación hablando con nadie más que Atenea, la anterior reencarnación, gracias a la Esfera de Mercurio. Ella seguía siendo el reflejo de la luna en el agua, solo que el río en que se reflejaba su auténtico ser eran todos los recuerdos olvidados y por olvidar, los esfuerzos de los marinos y guerreros azules por defender el mundo, los remordimientos de los caballeros negros, los temores de la gente común y el honesto deseo de los santos de Atenea que quedaban en tierra por dispersarlos. Todo lo percibía, pasado y presente, porque estaba en todas partes, o estuvo, viendo a amigos, enemigos y extraños. El mal que dormía más allá de las estrellas y los hombres que lo custodiaban, con sus destellantes glorias y torturadas voluntades. El universo era muy grande, y a la vez muy pequeño; estuvo a punto de perderse en él, hasta que recordó dónde estaba.
Ella era Shizuma de Leteo, y se hallaba dentro de sí misma, en la Súper Dimensión.
—Gracias —dijo Shizuma, llevándose las manos al pecho—. Por darnos esta oportunidad. En verdad, gracias.
—¿Sabes, Aoi? —dijo Leteo, sin dar muestras de haberla escuchado. Somnoliento, se rendía a la misma forma de existencia que sus hermanos menores. Él, Cocito, Flegetonte y Aqueronte, pasarían a ser fuerzas divinas con una consciencia mortal—. Me he dado cuenta de que la mejor forma de honrarme no es olvidando algo, sino recordando. Incluso en el viejo universo, todo lo que esperaba de la victoria de Zeus era lo mismo que esperaban mi padre y mi madre. Que pudiéramos volver a existir.
El latir del corazón de Shizuma agitó sus manos.
—Taifu Aranshi no Hansha —recitó Shizuma, en el centro de la oscura constelación de Piscis—. Reflejo de Tifón y Tempestad.
—No eres débil, Aoi. Nunca lo fuiste —aseguró Leteo—. Solo debes recordar.
Así lo hizo Shizuma. Mientras el dios del olvido, entregado a ella por simple voluntariedad, dormía en el Hades del mismo modo que fue apartado de la superficie, Shizuma evocó la historia que latía a través de todos los portadores del manto de Piscis. Buscó dentro de sí el miedo primordial que dio nacimiento a la constelación de los Peces y que la muchacha que fue deseó emplear como molde para la fuerza que no tenía. Por largo rato permaneció así, observando su propio cosmos en busca de respuestas. Al final, sin dirigirse a nadie en concreto, desapareció.
Cuando Atenea vio a Shizuma frente a ella, en la barca que ya navegaba el descongelado río de las lamentaciones, dirigió unas simples palabras:
—¿Lo ves, Barquero? Todo va según lo planeado.
Y siguieron navegando. El Barquero, la diosa, la mortal y el callado Azrael.
Notas del autor:
Aprovecho que es 25 de diciembre para desearos a todos, lectores de esta larga historia, que paséis una Feliz Navidad, tengáis una alegre Nochevieja y que el 2024 sea próspero para todos vosotros. ¡No habrá más publicaciones este año!
Shadir. ¡Exacto! Algo así ocurriría.
He procurado en esta historia hallar el equilibrio entre el Seiya que todos conocemos y el que podría ser luego de tantas experiencias. Ni un Aioros impoluto, ni un irreflexivo incorregible. Pero es ahora, más que nunca, cuando todo eso se pondrá a prueba.
Es sabio temer a Ikki, aunque las circunstancias de la muerte de Shun (duelo a muerte en el que el vencedor terminó muriendo) hacen todo más complicado.
Sin nada más que decir, reitero mis felicitaciones. ¡Felices fiestas!
