La sonrisa fresca de una mujer, de dientes blancos y perfectos, siempre había sido el real anzuelo por el que Armando acababa cediendo a la tentación de acostarse con una nueva mujer. Lo era más que las formas de su cuerpo, que su fragancia o el brillo de su pelo. Eran embriagantes esas sonrisas, plenas de promesas de diversión, de placer inmediato. Sin embargo, luego de tantos años, esos rostros sonrientes acababan siendo como fotocopias a color. Y a cada copia, su tinta se desteñía.
—Nadie sospecharía, Doctor Mendoza —La inspectora le envolvía la mano con un nuevo pañuelo. Sus pómulos perfectos, se redondeaban cuando ella curvaba sus labios rojos en una sonrisa juguetona, sugerente—, que el presidente quién sostiene con tanta delicadeza la cintura de sus modelos, en todas esas revistas, puede romper un vaso de esa manera.
Como toda respuesta, Armando apenas exhaló una sonrisa nerviosa, y sacudió la cabeza. Aún no lograba espabilarse: la mano izquierda le dolía por los cortes, pero la mano derecha, aún temblaba, frustrada, por los puñetazos que no había podido dar. Mario solía ser exasperante, lo hacía enojar con facilidad, pero jamás, había sentido reales deseos de convertir su cara burlona, en una masa de pómulos hundidos y narices rotas.
—Condenado Calderón —siseó, olvidando el hecho de que tenía los oídos de la inspectora, muy cerca de él. Miró a un lado y al otro de la acera. La cantidad de transeúntes desplazándose como hormigas, de izquierda a derecha, atropellándolos en busca de diversión, y la música estruendosa que salía de los bares y rumbeaderos, no le permitía ni concentrarse, ni desplegar su galantería—. No sabes la dicha que es verte, Karina, pero mira mi estado —Armando levantó las dos manos—. Creo que lo mejor es que me vuelva a casa. Discúlpame.
—¿Marcharte a tu casa? ¿así? Estás loco —Para sorpresa de Armando, la mujer lo tomó por un brazo y comenzó a arrastrarlo hacia la esquina. De pronto, recordó que en esa dirección era donde había aparcado su auto—. Ven, vamos a un hospital.
—No, mira… —empezó, pero ella tiraba de él con más fuerza de la que se podía sospechar.
—Por aquí está tu carro, puedes manejar, ¿no?
—¿Cómo sabes dónde aparqué mi carro? —preguntó apresurado, sin poder disimular la preocupación de, nuevamente, haber seducido a una de esas "viejas locas", aquellas que, en apenas unas horas, averiguaban todo acerca de su vida, hasta la marca de interiores que usaba. Karina, como si leyera los subtítulos de esa pregunta, hizo una carcajada que iba acorde a toda su elegancia. Conjugaba con el glamour de sus stilettos repiqueteando sobre la acera.
—Ay Armando, ¡no te persigas! ¿quién más podría aparcar un Toyota Celica, sexta generación, en este barrio? Lo vi al bajar del taxi. Mira, ahí está —señaló.
Armando se apuró a sacar la llave de su bolsillo, presionando el mando para abrir las puertas. A pesar del dolor en sus dos manos, no podía dejar atrás la galantería, y se apuró a abrir la puerta del acompañante. Ella agradeció con esa sonrisa perfecta, y a pesar de la situación, Armando no pudo evitar que sus ojos viajaran hacia sus piernas torneadas, bronceadas. De aquellas que resultan perfectas para acariciar, al conducir.
«Y yo apenas pudiendo manejar ¡qué oportunidad desperdiciada, hermano!», lamentó, cerrando la puerta. Rodeó el auto para entrar, pero Karina, más rápida y lista de lo que su aspecto físico sugeriría, había abierto su puerta desde dentro y, dando palmadas sobre el asiento del conductor, lo invitaba a entrar a su lado, a sus piernas cruzadas, que su vestido apenas cubría, a su mirada chispeante y deseosa, a sus labios rojos. Armando se quedó de pie por unos segundos. Había algo ajeno en eso de ver a esa mujer sentada allí. Algo incómodo, un extraño anacronismo. Pero más extraño aún, era no poder precisar la razón.
—Doctor Mendoza, este no es el barrio más seguro para quedarse allí parado, —apuró, riéndose—, ¡suba!
—Sí, ya —contestó, entrando y acomodándose en su asiento. Afortunadamente, el volante de su amado carro era tan suave, que no suponía demasiado problema para manejar, aún con esas manos deshechas.
—Aquí hay algo… —murmuró ella, hurgando entre los pies. Cuando levantó el brazo, lo hizo con un paraguas morado en su mano, que Armando reconoció de inmediato.
—¡Es de Betty! —prorrumpió, quitándoselo de las manos, tan urgido, que Karina quedó con la mano abierta y un rostro de confusión evidente, de no entender qué había hecho mal. Armando se sintió tan avergonzado, que casi tartamudea al intentar excusarse. Torpe, con el paraguas en la mano, se rio nervioso y lo arrojó en la guantera—. Be… Beatriz, mi asistente, sí… —completó, dando una información que nadie le había pedido, y en lugar de detenerse allí, su lengua comenzó a enredarse en una espiral de explicaciones inútiles y estériles—. Por trabajo, vivimos arriba de este carro, ya sabes, ella a veces se olvida algunos objetos personales, es supremamente inteligente, pero también desordenada y…
«¡Qué carajo estás diciendo, Armando!».
—¿Quieres que te indique la dirección o te voy diciendo el camino a tomar? —Karina, salió en su auxilio.
—El camino a tomar —casi escupió, girando la llave para arrancar el motor. Quitó el freno de mano, y el carro, finalmente, comenzó a andar. Encendió la radio y una suave melodía de jazz los envolvió.
Armando le echó una mirada breve, mientras ella revisaba los mensajes en su beeper, y volvió rápido la vista al frente. Había hallado, la razón de su incomodidad. Identificado, finalmente, el elemento extraño en todo aquello: esa mujer sentada en ese asiento.
—Dobla en la próxima a la izquierda —Su voz exquisita, le indicó, y Armando cabeceó. Tan solo ayer, alguien había estado allí mismo, sorteando el tráfico del mediodía, junto a él:
—Don Armando, será más rápido si toma esta calle.
Tan solo ayer, alguien había evitado que quedaran atrapados en un embotellamiento, y llegaran tarde a una reunión.
—¿Quién le enseñó esto, Betty? —Había preguntado, mirándola brevemente. Ella estaba atenta al mapa de Bogotá desplegado sobre las piernas.
—Mi papá, doctor —Al levantar la mirada, lo hizo con ese sonido de ganso atragantado, que en realidad era su risa—. ¡Y los viajes en buseta!
«No, no es Karina», Armando reflexionó. Era el contexto: Beatriz era quien, casi a diario, ocupaba aquel asiento en los últimos meses. Ni siquiera Marcela viajaba últimamente con él, y si acaso podía tener tiempo para una aventura ocasional, las elegía con movilidad propia.
—En la próxima rotonda, tomas la primera salida.
La voluptuosidad de sus caderas, sus hermosas piernas cruzadas, su cabello rubio natural, imprimían con más ahínco el elemento invasor en ese asiento: ¿dónde quedaban las faldas pasadas de moda, los cabellos electrificados, las conversaciones que fluían naturales? Dónde las carcajadas desgarbadas, torpes, a boca abierta.
El semáforo se puso en rojo, y el auto se detuvo. Giró la cabeza, y le sonrió a su acompañante; ella le devolvió con el mismo gesto, esperando, Armando lo sabía, a por el inicio de una conversación. Quiso decirle que su sonrisa, que su cuerpo todo, lo estaba volviendo loco, pero no pudo. El semáforo volvió a ponerse en verde, y el auto arrancó.
«Beatriz…», sus pensamientos, susurraron.
Porque en esos labios rojos, en esos dientes blancos y perfectos, el mundo no refulgía. No lo hacía de la misma manera que lo hacía su sonrisa platinada, la de los dientes de hojalata. En el carril contiguo, a la misma velocidad, una buseta repleta hasta la puerta de trabajadores cansados, se desplazaba ruidosa. Armando se mordió un labio.
«¡Por qué diablos no fui yo quien la llevó a su casa!».
La inspectora giró la cabeza al escuchar una exhalación, casi, rabiosa. Su acompañante no parecía ni ser consciente de haberlo hecho. Revoleando los ojos, Karina se limitó a indicarle el camino a seguir.
«Y yo que pensaba que sería una noche emocionante», pensó, sintiéndose estafada.
—¡Pero Betty, no me haga esto! Me pasé una hora entera en la fila del cine, ¡y conseguí las mejores ubicaciones!
Beatriz jugueteaba con el botón de su pijama, sintiéndose culpable ante el tono casi suplicante de su amigo.
—Lo sé Nicolás, lo sé —suspiró, apesadumbraba, al tubo del teléfono. Su mamá le echó una mirada condescendiente, y encogiéndose de hombros, se retiró a levantar los platos sucios de la mesa—. Hoy tuve un día fatal Nicolás, y realmente, solo quiero ir a la cama.
Del otro lado del teléfono, hubo silencio, y cuando Beatriz pensó que la llamada se había cortado, Nicolás volvió a hablar. Ya no en tono de reclamo, sino, preocupado.
—Ay Betty. A usted le pasó algo hoy, y no me lo está queriendo contar.
Beatriz frunció los labios, y aunque intentó articular una mentira, no pudo. Nicolás era su hermano, la conocía casi tanto como su mamá. Se sentó en el sillón, justo al lado del teléfono, y bajó el nivel de su voz:
—Nicolás —masculló, mirando hacia el comedor, asegurándose que su mamá no estaba cerca—, no puedo hablar de eso ahora…
—¡Vio, vio! —acusó, y aunque no podía verlo, Beatriz sabía que su amigo estaba gastando la suela de sus ya desgastados zapatos, caminando enfurecido de un lado a otro—. La última vez que no quiso ir a ver una película de terror, fue cuando le escondieron los libros en los tachos del baño de la escuela, se acuerda, ¿no?
—Claro que me acuerdo, Nicolás —protestó, irritada—, ¡fue inolvidable!
Pero a pesar de conocerle el tono sarcástico, Nicolás continuaba arremetiendo.
—¡Entonces ahí tiene, Betty! A pesar de la canallada que le hicieron, esa tarde fuimos a ver Cementerio de animales, y a usted se le olvidó todo, ¡todito todo!
—Esto es distinto —insistió, jugueteando con el botón casi descocido de la camisa—. Por favor entiéndame Nicolás, yo le prometo que mañana le cuento todo, ¿por qué no va al cine usted solo?
—¿Yo solo? ¡qué plan más deprimente!
—¿Y si invita a su mamá?
—¿Ir a ver Hannibal con mi mamá, Betty? Qué quiere, que le dé un sincope en el medio de la película y, ¡puf!, ahora sí, ¡huérfano total!
Beatriz lanzó la primera carcajada en todo el día.
—Ay Nicolás, tan exagerado.
—Mamita —La voz de Julia sonó desde el comedor—. Venga que le hago el peinado antes de acostarse.
—Nicolás tengo que dejarlo —Beatriz volvió al teléfono, hablando con urgencia, y sintió otro pinchazo de culpa, ante el quejido decepcionado que hizo su amigo—. Le prometo que la semana que viene sí iremos. Ambos boletos los compraré yo, y, además, las crispetas serán saladas, justo como a usted le gustan, ¿sí?
—Bueno Betty —acordó, con su tono monocorde de estar más rendido, que convencido—. Pero mañana me cuenta todo, eh.
—Que sí. Hasta mañana Nicolás.
—Que descanse, Betty.
Beatriz colgó y se apresuró a sentarse en el comedor, donde su mamá ya la esperaba con los objetos que formaban parte de su vida, casi tanto, como esos pesados lentes: el peine, un pote de gel ultra fijación, y unas horquillas. Aunque ella sabía hacerse el capul con rapidez, su madre sabía hacerlo mejor: ningún mechón rebelde se escapaba de su control, la cantidad de gel que utilizaba siempre era la justa y necesaria, y el capul le quedaba, casi milimétricamente, por encima de sus cejas. Además, las manos de su mamá eran suaves y regordetas, lo que le producía un agradable cosquilleo cuando la peinaba.
—Mamita, ¿por qué no quiso ir al cine con Nicolás, ah? Ustedes lo habían planeado hace harto tiempo…
—Estoy agotada, hoy fue un día muy difícil —explicó. Julia solía poner un pequeño espejo redondo en la mesa, para que ella pudiera verse mientras la peinaba, pero Beatriz lo utilizaba para conversar con su mamá, a través del reflejo. Por eso, pudo ver la mueca no convencida que ella hizo—. Es que está por bajarme la regla, mamá.
Con eso, Beatriz esperaba convencerla para que no continuara preguntando. Y no estaba mintiendo: tenía hinchados los pechos, y sentía dolor en los pezones, tanto, que a pesar de que su padre lo reprobara, le urgía quitarse el sostén, y andar por la casa sin él. Para el cabeza de familia, las mujeres que no usaban sostén eran vulgares e inmorales.
—Quítese el brasier, mamita, que su papá no llega hasta pasada la medianoche —animó Julia. Beatriz dudó, pero al final se llevó las manos a la espalda, desabrochó la prenda, y se la quitó metiendo los brazos por las mangas amplias de la camisa. Los elásticos dejaron de aprisionarle los pechos, y la suavidad del satén acariciaba con delicadeza, sus pezones sensibles y adoloridos. Exhaló, sintiéndose aliviada—, ¿mejor Betty?
Beatriz le sonrió a través del espejo. Julia ya había terminado de peinarle el capul.
—Muchísimo mejor mamá, gracias.
—A ver, deme esa camisa que le coso ese botón, está a nada de caerse —Cuando ella iba a quitarse la parte superior del pijama (estar desnuda frente a su madre, era tan natural como respirar), el claxon de un camión de porte, les llegó desde la calle—. ¡Ay, el camión de la basura, Betty! ¡y yo que no hice tiempo a sacar las bolsas!
—Deje que voy yo mamá.
Beatriz se apresuró a calzarse unas chanclas, y su madre la cubrió con su propio chal bordado. Agarró las bolsas que estaban en la puerta y bajó rápido por la entrada de su casa, doblando por la esquina hacia la izquierda, corriendo hasta donde estaba el cesto de basura. Arrojó las bolsas dentro, segundos antes, que el camión de la basura se detuviera.
—Casi que no llega a tiempo, ¿ah? —comentó el recolector, levantando las bolsas y arrojándolas al camión. El hombre llevaba más de una década pasando a la misma hora, y todo el barrio ya lo conocía y lo saludaba.
—Sí… —Beatriz estaba agitada por la carrera, pero, aun así, se rio—. Sepa disculpar, Don Lucio.
—No se preocupe china, pero métase a la casa rápido ¿ah?, que aún hay barrios sin luz, y es cuando los malandras más trabajan.
El camión dijo adiós con un bocinazo, y Beatriz sacudió la mano para despedirse. Iba a volverse a su casa, pero en el escalón de la entrada de un vecino, dos pequeñas esferas brillaban en la oscuridad: un gato, se refugiaba atemorizado en ese rincón. Poniéndose en cuclillas, Beatriz le rascó las orejas, y este le cabeceó, amistoso, su mano.
—Creo que a usted lo conozco —habló, olvidando el consejo que el recolector le había dado.
La oscuridad, los envolvía en su silencio.
El área de Emergencias de la Clínica Palermo, estaba colapsada de pacientes en espera, malhumorados, sudados, y resoplando descontento. Parecían hacerlo, casi, por turnos. Armando apuraba sus pasos por un pasillo estrecho, con bancos de espera completamente ocupados, tanto, que algunas personas habían decidido echarse a esperar en el suelo, obligándolo a elevar las piernas para no pisarlos. Iba con su mano izquierda elevada, aun envuelta por el pañuelo con bordado de flores, que su acompañante le había dado. El entintado de su propia sangre, le agregaba un toque artístico.
La inspectora se detuvo frente a una puerta, y tocó brevemente con sus nudillos. Armando vio como todos los pacientes que estaban allí, esperando su turno mucho antes que él, levantaron la cabeza y fruncieron el ceño, mirándolos con hostilidad. Armando bajó la mirada y se arrimó a su acompañante, susurrando:
—Karina, yo agradezco tu gentileza, pero esto es una tontería —insistió—. Mira, es solo cuestión de llegar a casa, desinfectarme la mano y…
La puerta se abrió en ese momento, y las excusas de Armando se disolvieron, quedando patitieso: La médica que tenía enfrente, era una mujer que bordearía las cinco décadas, sin embargo, su cabello de corte carré, y un rostro tan perfectamente simétrico, le insinuaban que, en su juventud, ella habría sido toda una bomba sensual. Aunque no eran su categoría predilecta, las mujeres de belleza madura tenían un lugar preferencial en su corazón, ya que, con una de ellas, se había iniciado en las artes sexuales durante la adolescencia.
Cerró la boca, cuando escuchó la ligera risa de Karina.
—Mamá, te traje un paciente.
Armando tardó unos segundos en reaccionar, pero levantó la mano derecha para estrechar un saludo, dándose cuenta que, con el paso de las horas, esta se había convertido en algo así como un pez muerto en el agua, hinchado y grisáceo. Por reflejo, quiso ofrecer la mano izquierda, pero la condición más reciente de esta, no ofrecía una mejor perspectiva.
—Buenas noches, Doctora —dijo, simplemente, riendo y encogiéndose de hombros, resignándose a no poder dar un saludo decente. La médica rio con él, y con un gesto de la mano, lo invitó a sentarse en la camilla.
—¿Noche ruda, señor…?
—Mendoza. Armando Mendoza —respondió—. Tuve un accidente laboral esta mañana con la mano derecha, y hace un rato, uno doméstico con la izquierda.
—Apoyó con mucha fuerza el vaso en la mesa —agregó su acompañante. Armando corrió la cabeza para verla. Sabía que Karina había presenciado la escena, pero no sabía cuánto de ella había alcanzado a ver. Esta le guiño un ojo, cómplice—. Ya sabe cómo son algunos bares mamá, no desechan los vasos, aunque tengan una rajadura.
—Bueno —comentó la señora, lavándose las manos, para luego calzarse unos guantes de látex—. Al menos ahora tiene las manos parejas.
Los tres prorrumpieron en carcajadas, espontáneamente. Armando se sintió repentinamente bien. La última hora, había estado forzándose a festejar las bromas espantosas de Mario. Se sentía "bien rico", reírse al natural.
La doctora puso manos a la obra sin demora, empezó por limpiar las heridas, quitándole astillas de vidrio que, ni él mismo había sentido incrustarse. En realidad, no había sido consciente de lo sucedido, hasta que el mismo Mario le rogó que mire su mano ensangrentada. Lo único que recordaba era el latido de la sangre, fúrica, bombeando en el oído. Contener el deseo de un desquite violento, había sido agónico. Le devoraba la cordura, la misma que había perdido esa tarde, en el subsuelo. El rostro de Méndez y el de Mario, se fusionaban con igual monstruosidad lasciva y siniestra. Daba lo mismo quién fuera.
«Quería matarlos», reflexionó, aturdido de sus propios impulsos: hundirles el puño en esas caras sonrientes, que buscaban el placer y el entretenimiento inmediato, a instancias de Beatriz. «¡De Beatriz, carajo! ¡Justo ella, que es como un angelito!».
—¿Y dónde está Rodolfo? —Ambas mujeres habían estado charlando entre sí, y Armando salió de su mente y volvió al presente, mirándolas a ambas. La mujer había utilizado un tono suspicaz al hacer esa pregunta: simulando naturalidad, pero inquiriendo en los planes reales de su hija. Armando no necesitó de aclaraciones, para saber que la señora estaba preguntando por su yerno.
—Mamá, ya te dije, que esta semana le tocaba Medellín —protestó, y Armando notó como ella jugaba con su anillo de casada cuando lo decía.
«¿Así estaré en unos años?», se preguntó. Tenía la leve esperanza, que un espíritu de la fidelidad descendiera hacia él cuando Marcela le pusiera el anillo condenatorio, pero algo le decía que las cosas no funcionaban así.
La doctora le quitó las astillas, volvió a desinfectarle la herida, y con mucha maestría, vendó la mano comenzando desde la muñeca. Al terminar, le hizo probar la movilidad, y Armando agradeció francamente: con una venda tan bien colocada, ya no tendría problemas para manejar su carro.
—Espéreme aquí. Iré a traerle unos antiinflamatorios y luego ya puede retirarse.
La doctora se marchó cerrando la puerta tras ella. Karina abandonó la silla en la que estaba, y se sentó a su lado en la camilla. Armando no pudo evitar recorrer su cuerpo curvilíneo: había dejado su traje de inspectora sensual con la que la había conocido esa tarde, y ahora traía un vestido negro a las rodillas, que dejaba sus hombros desnudos.
La furia se había aplacado, y Armando cayó en la cuenta que, tener una mujer tan despampanante a su lado, y no haberla colmado aun de halagos, era poco menos que un pecado. A pesar del olor a antiséptico del consultorio, Armando podía sentir un aroma floral en ella, uno conocido. Era el perfume favorito de Marcela.
—Hueles delicioso, déjame adivinar —Acercó su nariz al cuello de ella, y olió. Se separó, y se mesó la barbilla, como si pensara—. Organza de Givenchy.
—Original, por supuesto —respondió ella, y lanzó una risa que era más sugestiva, que natural. Armando sabía que esas mujeres usaban su risa como lo harían con un vestido, o un collar: casi nunca sin premeditación, siempre como un accesorio más de seducción.
—Créame Karina, que, si los inspectores fueran tan despampanantes como usted, feliz estaría de atender al ministerio, yo mismo, todos los días.
No exageraba. Armando mordió sus labios, al admirar el cuerpo de esa mujer, de arriba hacia abajo, desde sus finos tobillos, hasta el inicio de sus senos.
—¿Y por qué esperar? Empieza a atenderme, ahora mismo.
Armando alzó una ceja, gustosamente sorprendido. Las mujeres solteras solían oponer, por mera coquetería femenina, un poco de resistencia al principio, pero las casadas, por el contrario, no tenían tiempo para rituales de cortejo. Le gustaba su audacia. Se acercó a ella, y acarició su rodilla. Hubiese preferido que no llevara medias de nylon, aun así, continuó subiendo por su pierna, mientras se acercaba para atrapar esa boca roja, irresistible. Karina lo detuvo, poniéndole un dedo sobre los labios.
—Esa puerta puede abrirse en cualquier momento —previno. Armando le tomó la mano, la dejó sobre su rodilla, y bailando una sonrisa traviesa en sus labios, arremetió otra vez. Karina volvió a detenerlo, pero lo hizo, clamando un veredicto—. Aunque quizás sea mejor aprovechar ahora, antes que esa mujer que llevas en la cabeza, vuelva a distraerte.
Armando se echó hacia atrás, repelido.
—¿Cómo…? —Cerró la boca, al darse cuenta que no debía preguntar, sino negar—. No sé de qué hablas.
Ella arqueó las cejas y meneó la cabeza, escéptica. Se apartó de él y volvió a sentarse cerca del escritorio de su madre. Allí había un péndulo de Newton, Armando lo había notado apenas entrar, y la inspectora lo puso en acción tirando de una de las bolas. Las esferas iniciaron un tic-tac continuo, al chocar unas contra otras.
—Cuando llegué al bar, parecía que estabas a punto de matar a ese hombre —Si hasta hace unos segundos, Armando estaba desplegando toda su artillería de seducción hacia ella, ahora fruncía el entrecejo. La provocación de Karina había sido una bofeteada, pero de realidad, porque, aunque ella no supiera las circunstancias, sabía que tenía razón: había pasado la mayor parte del día pensando en Beatriz, y aquello, no le hacía ni mera gracia—. Armando, no me meteré en tu vida, pero esta es mi última noche de libertad, y no pienso desperdiciarla con un hombre que anda distraído pensando en otra mujer. Puedo conseguir otros planes.
—No, Karina —Armando chistó una carcajada, y negó con la cabeza, tratando de poner las cosas en orden. Recuperó la sonrisa, y su anterior galantería—. Te puedo asegurar que no es lo que estás pensando.
«Ay Betty, mire en el lio en que me metió ahora», pensó.
—Ah, ¿no? Los hombres solo van a las piñas por dos motivos: dinero, o mujeres. ¿O es que acaso ibas a pelearte con ese tipo por dinero?
—Karina, sé que estuve un poco disperso, y te pido disculpas por eso. Prometo que puedo compensarlo.
Ella sonrió, escéptica, y cruzó una pierna sobre la otra. Armando fantaseó con la idea de que ella no estuviera llevando ropa interior.
—¿Sabes? Cuando llegué al bar y nos encontramos, me di cuenta que no me habías estado esperando.
«No. No te esperaba». Armando se sintió señalado, por su propio pensamiento repentino: él había olvidado el cebo "atrapa mujeres" que había dejado en la sala de juntas, al decir en voz alta y frente a ella, el bar donde se encontraría con Mario. Cuando se topó con Wilson en la recepción, se apuró a preguntarle si su asistente se había marchado sola, o en buseta. Cuando el guardia le aseguró que Beatriz se había ido en carro con sus compañeras, la inspectora y todo lo demás, se había evaporado de su mente.
Karina detuvo el golpeteo de las esferas, sosteniéndolas a todas de una mano. Se acercó a un dispenser que había allí, y echó agua caliente en dos tazas, y bolsitas de té en ambas. Dejándolas sobre el escritorio, le hizo una seña para que la acompañara.
—Anda, cuéntame el chisme —invitó, guiñándole un ojo—. No queda mucho por hacer hasta que mi mamá regrese, la deben haber ocupado en el camino.
Armando dudó, pero levantó los brazos en rendición, y tomó lugar en la otra silla. Ella le acercó su té, y él le dio un sorbo. Ambos chocaron las tazas, como si estuviesen tomando champagne en un bar, en lugar de una sala de urgencias del hospital. Se dio cuenta que esa mujer le gustaba. Ambos querían lo mismo del otro: sexo. Pero, Armando también intuía, que allí iniciaba una interesante amistad, sin ninguna clase de compromisos ni ataduras. Todo eso, parecía ser posible con la inspectora.
—Tienes razón, sí, estaba pensando en una mujer —Armando se echó la mano a la frente y se rio, meneando la cabeza—. No puedo creer estar diciendo esto… —casi susurró, para sí mismo.
—¿Tu prometida? ¿Marcela Valencia? —Karina vio el rostro del presidente de Ecomoda avinagrarse. Se retractó—. No, evidentemente no es ella.
—Es mi asistente —lanzó, y vio a Karina revolear los ojos y echar una carcajada.
—¡Ay tan cliché, Armando!
—¡Pero no es lo que estás pensando! —se apuró a agregar. Armando tomó un hondo suspiro—. Ese tipo, Mario Calderón, es un desgraciado, y al mismo tiempo, es mi mejor amigo —explicó. Karina tamborileaba los dedos sobre la mesa, ansiosa por preguntar, pero se mantuvo en silencio—. Mario estaba burlándose de un episodio muy lamentable que sufrió hoy mi asistente. Y me enojé con él, solo eso.
Apoyó la espalda sobre el respaldo, y tomó otro sorbo de té. Increíblemente, ella se mantuvo callada. Parecía estar pensando en algo.
—Tu asistente… —comenzó, llevándose la mano al rostro, pensativa—. Creo que la conocí, ¿es la que tiene cara de niña, pero se viste como una abuelita?
Armando bajó la taza al escritorio. En los cachetes se le dibujó una sonrisa tenue, contenida. Karina era la primera persona de su entorno que conocía a Beatriz, y se refería a ella sin utilizar ni oprobios, ni burlas. De todos los apodos que habían inventado para sintetizar a su asistente, para reírse de ella, Karina acababa de dar la descripción más acertada de todas. La más exacta.
—Sí, esa misma —reconoció, mordiéndose el labio inferior, pero sonriendo—. La que tiene cara de niña.
Karina vio a su interlocutor quedar, otra vez, distraído.
«Los hombres son tan idiotas», pensó, pero lo perdonó, porque era guapo hasta el hartazgo, y porque quería beber su té. Aunque profesional, ella era mujer, y no podía quedarse con un chisme a medio contar. Se moría por enterarse qué cosa tan terrible le había pasado a esa joven.
—¿Y qué fue lo que ocurrió con tu asistente?
Karina vio a esos simpáticos hoyuelos, transformase de pronto en nada. Él estiro el cuello, de un lado y del otro, como lo hacían los boxeadores que tanto admiraba su marido, antes de comenzar a pelear. Armando Mendoza se pasó una mano tensa, sobre la boca, sobre el cuello. Aquella demostración de testosterona, la excitó.
—Disculpen la demora —La puerta se abrió, y el bullicio del pasillo entró al consultorio, cuando apareció una enfermera, hablando agitada—. La doctora me dijo que les entregue esto, y les voy a pedir que desocupen el consultorio, ¡esta es una noche de locos!
A sabiendas que el camión de la basura ya se había marchado, y que Beatriz aún no regresaba, Julia salió a la calle, preocupada. Volvió a respirar en calma, cuando la vio acercarse en plena oscuridad, con algo entre las manos.
—¡Mamita qué susto!
—Mire a quién encontré mamá —Beatriz se acercó para mostrarle lo que llevaba en brazos: un felino anaranjado, grande y peludo, cuyo ojo derecho, parecía una canica azul. Este, cómodamente acurrucado en los brazos de su hija, ronroneaba sin cesar—. Creo que es el gatico de Doña Petrona, al que anduvo preguntando todos estos días. Es ciego, ¿ve? —mostró, señalando el ojo, que ahora bajo la luz del farol, se veía más blanquecino que azul.
—Qué bien Bettica. Pero déjelo aquí fuera, y métase a la casa.
Su hija se echó hacia atrás, abrazando al gato contra ella.
—No puedo dejarlo solo mamá, ¿no ve que está indefenso? Estaba refugiado en la puerta de Don Fulgencio, y usted sabe cuánto odia él a los gatos.
Julia gimió, previendo cuáles eran las intenciones. Así había ocurrido en la infancia y adolescencia de su hija, cuando la niña se encariñaba con las crías que habían tenido alguna perra o gata de los vecinos. Pero, a pesar de los ruegos de ambas, su esposo nunca había accedido a que Beatriz tuviera una mascota.
—Betty, mi amor, usted sabe que a su padre no le gustan los animales.
—Lo sé mamá —respondió, frunciendo la boca, algo mosqueada. Su hija era grande, y ya sabía que esa era una lucha perdida hace años—. Solo vine a avisarle que iré a llevarle el gato a Doña Petrona.
—¿Qué? No, Betty, ¡mire la hora que es! ¡y en algunas casas aun no regresó la luz!
—No se preocupe mamá —El gato se removió en sus brazos, y buscó cambiar de posición, escondiendo la cabeza en el hueco que había entre el hombro y cuello de su hija. Julia notó que su manto lila, ya estaba lleno de pelos anaranjados—. La casa de Doña Petrona está cerquita de aquí ¿ah?, le prometo que no tardaré —dijo, y sin darle tiempo a negarse, se dio la vuelta y empezó a caminar en la dirección contraria.
—¡Haga rápido Betty! —gritó, viendo como su hija, se adentraba en las calles oscuras y solitarias del barrio.
—Armando, lo que me cuentas es muy grave.
Con la mano izquierda vendada, manejar volvía a ser un placer. Armando giró el manubrio, cabeceando una y otra vez, plenamente de acuerdo con su acompañante.
—Al fin escucho hablar a alguien con criterio —sopló. Le habría gustado obtener de Mario esa conmiseración, esa comprensión ante la gravedad de lo que le había ocurrido a Beatriz, pero, Armando sabía, no se debían esperar peras de un olmo.
—Muy grave. Tus anteriores empleadas podrían haber demandado a Ecomoda por no haber hecho nada, aun sabiendo que las instigaciones sexuales estaban en boca de todo el… ¡Armando el semáforo!
Armando frenó de golpe, y los cuerpos de ambos se echaron bruscamente hacia adelante y hacia atrás, bien sostenidos por el cinturón de seguridad. Sin importarle la brusca maniobra que acababa de hacer, Armando volteó para darle atención directa.
—¿Cómo? Repite eso.
Karina revoleó los ojos, echando aire, incrédula.
—Qué, ¿no es eso lo que te tenía preocupado?
Alguien golpeó la ventana del conductor, y Armando corrió la cabeza, con el entrecejo fruncido y la mirada furibunda. Un vagabundo bailoteaba en sus manos un cartel que rezaba "Una moneda por favor", y volvía a golpear, una y otra vez, el auto con sus nudillos. Armando metió la mano en la guantera, y sacó un puñado de billetes. Abrió la ventana, apresurado, y el méndigo se asustó cuando aquel sujeto fornido, lo agarró del brazo y tiró hacia él, prácticamente metiéndolo dentro del auto. El vagabundo trastabilló hacia atrás y cayó en la vereda, despavorido, pero cuando abrió la mano, se dio cuenta que ahora tenía al menos dos billetes de las más altas denominaciones.
—¡Gracias! ¡Que Dios me lo…!
Armando no alcanzó a escuchar, porque subió la ventanilla del auto, y volvió la atención a su acompañante.
—Karina, repite eso.
—¿Sabes? Me acabo de dar cuenta que las revistas suelen ser engañosas —punteó ella, sarcástica, pero él no le prestó atención. Karina le hizo un gesto para que viera el semáforo, que ya se había puesto en verde. Él volvió a poner el carro en marcha—. ¿No habías pensado que alguna de las otras damnificadas, podrían enterarse de lo sucedido con tu asistente, y buscar demandar a ese tipo y a tu empresa?
«No, no lo pensé. Otra vez». Armando cerró la boca, a cal y canto. En lo único que había estado pensando, es en cuánto había afectado a Beatriz aquella situación. Ni se le había cruzado por la cabeza, las consecuencias legales de todo eso.
—Tras que éramos muchos y parió mi abuela —maldijo—. No hacemos más que acumular problemas Karina. Ya no tenemos espacio, siquiera, para uno más.
—Armando, no seas tan trágico, ese problema se acaba mañana, cuando finiquiten su liquidación. Para lo demás, existimos los abogados. ¿Firmó la carta de despido, o se negó? —Las pupilas de Armando bailotearon, indecisas. Karina las vio por el espejo retrovisor, y al no obtener respuesta, preguntó incrédula—, ¿no lo despediste?
El arrugó la cara y negó con la cabeza.
—No pude. Betty me pidió específicamente que no lo hiciera —se defendió. Desde que habían salido de la clínica, Armando le había contado a la inspectora cómo se habían dado los sucesos esa tarde, guardándose para él ciertos detalles, sobre todo, los que tenían que ver con la conversación privada que había tenido con Beatriz. Karina Beltrán era una oyente atenta, perspicaz, y, sobre todo, profesional. No le quedó otra alternativa, que completar la narración con el pedido explícito de Beatriz: no despedir a Carlos Méndez, en pos de proteger el sustento de su familia—. Carlos Méndez tiene tres hijos, y una esposa con cáncer terminal. Despedirlo sería condenarlos a penurias económicas, y para serte sincero Karina, yo estoy de acuerdo con Betty. No puedo mandar a ese miserable a la calle.
«Apenas estoy pudiendo dormir. No quiero agregarme otra cruz», rumió, avergonzado, al recordar la gestión empresarial de su padre, intachable e impoluta durante treinta años.
—Entiendo las buenas intenciones de tu asistente, pero esa es tarea de los abogados de familia. Toma la próxima carretera —guio, señalando con su brazo—. Beatriz debería plantearse seriamente el denunciarlo. Si tu no lo despediste, ni ella le instaló una denuncia, ¿qué piensas que evitaría que la acose de nuevo?
—No va a hacerlo —contradijo, entornando los labios, arrogante.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque le rompí la cara.
Karina se llevó las manos a la boca, mirándolo anonadado.
—¿Qué hiciste qué? —casi gritó.
—No pude evitarlo, Karina —Giró el volante, para tomar la carretera indicada—. Mira, sé que no estuvo bien, pero fue más fuerte que yo.
Ella se llamó al silencio, y solo volvió a hablar para darle las últimas indicaciones. Cuando llegaron a destino, Armando detuvo el carro frente a una casa de dos pisos, modesta. Acorde al porte de Karina, había esperado llegar a una zona residencial, de edificios altos y comercios, y no a ese barrio de casas antiguas y venidas a menos.
—Armando, no es que quiera entrometerme en tu vida o en tu empresa. Dios mío, que acabo de conocerte —ella reconoció, y Armando se rio. A cada minuto que pasaba con aquella mujer, se daba cuenta cuan confortable se sentía con ella. Eso no solía ocurrirle con las mujeres en general.
«Bueno, la excepción es Betty, pero ella no cuenta».
—Karina, tu puedes entrometerte todo lo que quieras —sugirió, acariciando su muslo. Ella cruzó una pierna sobre la otra, y la mano quedó atrapada entre sus muslos. Karina alzó una ceja, provocativa, y Armando se abalanzó finalmente a ella, a su boca que lo atraía con esos labios pintados de rojo. Ella lo recibió, casi, con la boca abierta, con una lengua urgente, que sabía lo que debía hacer.
—Espera —Ella lo detuvo, poniendo distancia con una mano en su pecho—. ¿Ves esa luz de allí? —Armando giró la cabeza, para ver una luz débil que salía de una ventana de la casa contigua. Allí, se podía distinguir una sombra—. Es una vecina muy chismosa, mejor subamos.
Armando retrocedió a su asiento.
—Karina, ¿me estás invitando a tu casa conyugal? —preguntó. Armando se sabía canalla, pero tenía ciertos mandamientos de la vida infiel, que no le gustaba romper. Ella se largó a reír.
—Me tomas por una principiante. Pensaba que, entre profesionales del gremio, nos conocíamos los trucos. Es la casa de una amiga, que pasa la mayor parte del año trabajando en el exterior.
—Claro, es tu centro de operaciones —reconoció. Ella lo miró como si tratara de entenderlo—. Así es como llamamos con Mario a su departamento, donde, ya sabes…
Ella le guiñó un ojo, y estaba a punto de abrir la puerta, cuando volvió a sentarse en el asiento. Armando la miró con curiosidad.
—Antes que subamos y nos ocupemos de temas más interesantes… —sugirió, y Armando se relamió el labio, ansioso por descubrir a esa mujer en la intimidad—. Tengo que decirte que, si esperas que unos puñetazos hagan desistir a ese hombre de su objetivo, estás muy equivocado.
—¿Qué estás queriendo decir? —Armando tragó saliva, y se aflojó por completo la corbata.
—Seguramente no intentará nada dentro de Ecomoda, pero, ¿fuera de la empresa? ¿de verdad crees que tus amenazas lo detendrán? Por mi profesión, he lidiado con muchos de esos monstruos, y te puedo asegurar, que no permanecerá quieto —Habiendo dicho lo que debía decir, Karina abrió la puerta y salió a la acera. Tomó su cartera, pero por no haberla cerrado bien, algunas cosas salieron desparramadas sobre el asiento. Chistando fue recogiéndolas, mientras agregaba: —. Cuando Beatriz esté en camino a su casa, cuando haga los mandados por su barrio, o cuando camine sola por las calles…
Karina levantó la vista. Iba a contarle sobre la colección de whiskies de todo el mundo que los aguardaba arriba, pero el rostro demudado de su amante de turno, le cerró la boca. Nuevamente, los ojos de Armando Mendoza volaban de allí, atrapados entre lo que Karina no supo definir como odio, o miedo.
La oscuridad era un espectro que se comía los pasos que avanzaba. El silencio absoluto le robaba la respiración, y Beatriz se abrazó al gato, quien ya había dejado de ronronear, probablemente, afectado por la tensión de su cuerpo. Las farolas estaban apagadas, las ventanas de las casas no despedían ninguna luz, y ya sea por su volada imaginación, o por la física misma, todo sonido a su alrededor, había desaparecido. No había más que el repiqueteo de sus chanclas contra la acera. En esa parte del barrio, la electricidad, aún no había regresado.
«Debí hacerle caso a mamá», lamentó, sorbiendo congoja. Pero ya no tenía sentido volver atrás. Justo en ese momento, lo recordó a él. Sus manos duras, toscas. La forma brusca con que la había tocado. Habían sido apenas segundos de terror, pero al igual que en las películas, eran eternos. Beatriz torció la boca, moviéndola de un lado al otro. El sudor frío humedecía su nuca, ante una idea que no había sopesado hasta ahora.
«Él no sabe dónde vivo. Estoy bien», trató, de convencerse. Sintió al gato levantar la cabeza de pronto, alertado por algo. Beatriz se detuvo, pero cuando vio que su único ojo sano buscaba algo a sus espaldas, reemprendió la marcha, más rápida aún. Rezó para que el animal estuviese, en realidad, atento a un ave, una rata, pero cuando obligó a sus oídos a oír algo más allá que su corazón desbocado, Beatriz escuchó, claramente, unos pasos detrás de ella. Los ojos se le llenaron de lágrimas: no eran los pasos livianos de una mujer, no. Eran pisadas robustas de un hombre, caminando apresurado. Ahogando un gemido, sus pasos dieron lugar a un trote, pero una chancla se desprendió, y tropezó cayendo sobre una rodilla, apenas pudiendo sostener al felino. No veía nada, los lentes habían volado hacia algún lado. Beatriz volteó, aterrada, al apenas divisar una sombra corpulenta acercándose a ella.
—¡No, déjeme en paz! —chilló, y arrojó al gato, desesperada. Se desató un pandemónium de gritos y maullidos salvajes, justo frente a ella. Los perros empezaron a ladrar desde las casas, y Beatriz retrocedió arrastrándose; su astigmatismo alcanzó a notar que el gato estaba arañando y mordiendo a su atacante. Tanteó el suelo, y atrapó los lentes; las manos le temblaban y no podía colocárselos. La puerta de una casa se empezó a abrir, y el gato se detuvo al instante. Huyó despavorido. La sombra ahora se arrodillaba en el suelo, gimiendo adolorida.
—¡Carajo! ¡quién me manda, imbécil! —maldecía. Beatriz abrió la boca, sofocada, al reconocer la voz.
—¿Don…? —titubeó, cuando los lentes, al fin sobre la nariz, corrigieron su visión—. ¡Don Armando!
La puerta terminó de abrirse, y de allí, emergió la añeja Doña Petrona, alumbrando a dos extraños con su linterna. Uno de ellos, se revolcaba en el suelo, parecía adolorido y no dejaba de maldecir, y el otro…
—Ah Betty, querida —reconoció dulcemente—. ¿Viniste a buscar el pedido de Avon de tu mamá?
Notas de la autora:
Antes de continuar, quiero dar las gracias a KainaMendozaSolano25 por su invalorable ayuda y apoyo. Querida, muchísimas gracias por aguantarme tanto.
Espero que hayan disfrutado el capítulo, a mí me costó horrores escribirlo, porque no me especializo en personajes originales, y Karina Beltrán tuvo bastante protagonismo en esta oportunidad. No tengo pasta para crear historias y personajes propios, yo solo sé escribir fanfictions.
Nuevamente, muchas gracias por leer y darle tanto amor a la historia. Les deseo a todos una Feliz Navidad, y un próspero 2024.
¡Nos estamos leyendo!
Nadesiko-san
