❝ Es una chica ilógica, carece de sentido y lleva como bandera sus ruinas. Te lleva a ver el mar con vistas a su mirada, lleva las brújulas enredadas en el pelo y las flores clavadas en el pecho izquierdo. Si vierais cómo se desenreda la vida, os quedarías a contemplarla como a un atardecer, porque si algo tiene son esos pequeños destellos de magia que te hacen querer ser mago todas las noches. Es un espectáculo y tú el espectador de todos y cada uno de sus ajetreos, los aplausos se los da a sí misma. Es una chica que ríe a pedazos, que ama sonando a canción triste, que te abraza cuando ella busca un abrazo, que te dice "ven" cuando en realidad ya va en camino. No sé cómo pueden existir chicas como ella, que son la causa perdida de un imposible, que son la estrella fugaz de la que el cielo ha pasado buscando, que son la antítesis de lo normal y lo formal, que son la primavera descompuesta. Su mejor maquillaje es cuando se ruboriza, cuando la hacen sonreír con cualquier tontería. Sabiendo que hay trenes que jamás vuelven: te arriesgarías el pellejo, la vida, el alma, por detenerlo en la ida. Es ella el tren que sólo pasa una vez en la vida, y lo sabes. Tírate a sus vías y déjate arrollar. ❞
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La brisa frívola de diciembre envolvía al castillo entero como un velo, asegurándose de que el alumnado y profesorado encendieran las chimeneas con premura y se envolvieran en sus mejores sábanas. Sin embargo, había una alumna en particular, que, enfundada con un pantalón a cuadros tres tallas más grandes que ella, y una playera con aspecto ponzoñoso, superaba las adversidades del clima mientras vagaba por las zonas menos pobladas del castillo. Hace exactamente seis horas y cuarenta y siete minutos, había colgado por todos lados carteles que rezaban "Se busca", adornados con una imagen de sus zapatillas más cómodas en la parte posterior.
Esta alumna se llamaba Luna Lovegood, y estaba realmente convencida de que los torposoplos se habían llevado sus preciosas zapatillas rojas. Y este era el día uno, el día donde todo comenzó.
El día en que, por puro antojo del destino, cierto platinado se encontraría cara a cara con la personificación del caos y del desconcierto. Éste hacía gala de una insignia color esmeralda enmarcando su pecho, lleno de orgullo. Si bien era invierno, él pasaba galantemente por los pasillos, como si fuera plena primavera. Si llegaba a pescar un resfriado, probablemente una imagen de su amada madre pronunciando sus muy particulares palabras ("Te lo dije") le atormentarían durante las noches, mientras se sonara los mocos. Pero ni aun así, él se dignaría a ponerse un jersey.
La vio doblar una esquina, con esos inmensos ojos saltones mirando por todos lados, pero no precisamente porque le diera miedo ser pillada. Dudaba de que esa escuálida chica le temiera a algo. Y es que vamos a ver. Todos los seres humanos temen a algo; desde cosas que desde su punto de vista parecían insignificantes (como las arañas, los payasos y las hienas) hasta el rechazo o abandono. Pero es que Lunática Lovegood no era un ser humano en toda regla. Él nunca la había observado demasiado, ni pensaba hacerlo, pero por todo el castillo se decían cosas de ella, formándole una reputación muy poco agraciada. Se acercó a ella con toda la intención de restarle un par de puntos a ravenclaw, y mandarla a su torre.
— Lunática. No son horas para rondar los pasillos.
Por el rostro sereno de la aludida, dedujo que ella lo había visto desde antes. Entonces, ¿por qué no había huido, evitando así que su casa se viera perjudicada? Ya lo decía él; Lovegood no era un ser humano normal.
— Estoy buscando mis zapatos, aún no han regresado. Pensé que quizás podría echar un ojo al castillo, antes de ir a dormir. Por casualidad, ¿No los has visto tú?
Obviando el hecho de que ella había sugerido la posibilidad de que los zapatos pudieran regresar a ella por propia voluntad, el mayor negó con la cabeza, logrando que su flequillo se sacudiera de un lado a otro. Por alguna razón, hoy no tenía ganas de ser hostil con la rubia. ¿De qué servía, si no había nadie que se lo aplaudiera?
— Bueno, supongo que mañana será otro día. —La chica se encogió de hombros, aunque un semblante de decepción cruzó fugazmente por su rostro. Fue tan efímero, que Draco pensó que sólo lo había imaginado. Después de todo, ¿Quién se ponía triste por culpa de unos zapatos? Al poco rato, la menor continuó hablando. — Si los ves durante tu ronda, ¿podrías avisarme? Son rojas, como la sandía. Incluso huelen a sandía. Los nargles han sido muy desconsiderados durante toda esta semana. — Quizás fueran sus gigantescos ojos de cachorrito atropellado, o el hecho de que su voz era tan suave y relajante como la brisa de verano, pero el joven Malfoy no fue capaz de negarse. De todas formas, no creía encontrar las dichosas zapatillas rojas. Después de encogerse de hombros con indiferencia, asintió levemente. Ni siquiera intentaría entablar conversación, puesto que no quería darle cuerda a la bruja.
Mientras ésta se alejaba dando pequeños saltitos, rumbo a su sala común, el rubio cayó en cuenta de que debió haber quitado 10 puntos a la casa de las águilas por la búsqueda nocturna de una de sus integrantes. Maldijo por lo bajo, mientras doblaba una esquina, dirigiéndose a las mazmorras. Su turno había terminado hace cinco minutos, como comprobó una vez que le echó una breve mirada a su costoso reloj de bolsillo. Era parecido a un reloj de arena, sólo que, mediante cierto hechizo, debajo aparecía el número de vueltas que había dado durante el día, y cada vuelta era una hora. No era tan preciso, pero le servía al chico para no llegar tarde a las clases. ¿Qué por qué llevaba ese reloj, pudiendo llevar uno que marcara más exactamente la hora? Pues porque simple, y llanamente, en el fondo (muy, muy, muy al fondo) era todo un sentimental.
Sorteó escalones falsos, e ignoró a las inmundas pinturas que se alzaban sobre su cabeza. Al final llegó a su destino, y tras entrar a la sala común, se llevó una muy ingrata sorpresa, que ocultó bien bajo una ceja alzada, y una mirada de desdén. Se encaminó a donde el tumulto de serpientes se aglomeraba en torno a la chimenea.
Y es que cómo no, las zapatillas rojas se ven más bonitas quemadas, según Tracey Davis.
Nunca le había gustado esa chica. Pansy, por ejemplo, era chillona, odiosa, mimada, irritante y mandona, pero nunca se rebajaría a ser una hija de puta como lo era Tracey Davis. Y es que ésta, aparte de compartir los defectos de su mejor amiga, poseía uno mucho más grande y de mal gusto; despreciaba a todo aquel que fuera mejor que ella. Básicamente, todos. Y es que vamos, así somos todos en algún punto de nuestras vidas, pero sus ganas de joder eran difíciles de ignorar. Entre serpientes, se cuidaban. Quizás fuera complicidad, quizás fuera más bien comodidad, pero es que, si no lo hacían ellos, todos los demás les darían la espalda. Podría decirse que eran fieles entre ellos, y el ambiente ahí abajo era una mezcla de bromas pesadas, compañerismo y veneno contra un enemigo común.
Pero Tracey Davis no podía decir lo mismo, ya que, siendo la odiosa que era, ni siquiera los de su casa le soportaban. Siempre se quedaba fuera del círculo de amigos, sentada en una esquina, mientras su retorcida cabecita ideaba chismes nuevos para atacar a su propia especie. El mago no tenía claro el porqué era así, pero no representaba ningún beneficio para él, así que seguía la corriente de las aguas turbias que despreciaban a la chica de cabellos castaños y dorados.
Podría decirse que cada casa tenía un líder innato, uno que imponía el orden, o incluso el caos más allá de la autoridad de los jefes de casa. Y todos esos supuesto líderes se ganaban el puesto a pulso. Podría decirse que gozaban de un respeto o temor claramente infundado mediante su carácter o influencias, incluso por su historia.
En gryffindor, el niño que vivió sorprendía a más de uno, y lo consideraban como un héroe, por lo que, aunque el moreno no quisiera, era ese supuesto líder.
En ravenclaw, el chico Corner, tenía esa clase de carácter que te hace admirar cada maldita palabra que sale de sus labios, esa clase de personas que siempre da buenos consejos, y posee una mente omnipotente.
En hufflepuff, pese a ser reconocida como la casa más bonachona del colegio, un prepotente Zacharias Smith chasqueaba los dedos y todos sus tejones obedecían. Al ser la mayoría de carácter amable, necesitaban a alguien que les dijera cuándo estaban siendo sumamente inocentes, o para hacerles notar que se aprovechaban de ellos. Draco Malfoy aún no entendía qué hacía Smith en hufflepuff, cuando podría haber sido un muy buen slytherin.
Hablando de la casa de las serpientes, apuesto a que ya saben quién mandaba. Quizás fuera por todo el dinero que poseía, o probablemente porque tenía una impaciencia voraz. Podría decirse que era incluso más irritante que la mismísima Pansy Parkinson. La cosa es que Draco Malfoy andaba a sus anchas, cargando con el título.
Por esto mismo, al verle acercarse, la bolita de alumnos rebeldes, le hizo un hueco.
— Son las zapatillas de Lovegood. La muy estúpida nunca se da cuenta. ¡Incluso les achaca la culpa a seres inexistentes! — mencionó, una muy pagada de sí misma Tracey Davis. Sólo quería encajar, pero llevaba años con eso, y nada más no le salía.
— Sé lo que son. — Dicen que un Malfoy nunca falta a su palabra. ¿Debería de hacer caso a ello, o dejar que los minúsculos zapatitos terminarán de avivar el fuego? — Largo de aquí, si no quieren que sus cabezas sean las próximas. — Acto seguido, con un movimiento realmente elegante, apagó el fuego de la chimenea, y aplicó un reparo a los zapatos. Los demás obedecieron, pensando que al chico sólo le molestaba el ruido que estaban causando. Todos menos Pansy, y claro, una consternada Tracey Davis, que se preguntaba qué era lo que había salido mal.
Draco sacó las zapatillas de forma algo hostil, para evitar quemarse, y una vez que estuvieron algo más fríos, tomó ambos de la parte del talón, con una sola mano. Lovegood tenía unos pies extremadamente pequeños.
Enfurruñada, Davis hizo un mohín con la boca antes de alejarse rumbo a la salida. Probablemente a buscar otra víctima.
— ¡Draco, Draco! — La morena alcanzó al susodicho cuando este subía rumbo a su dormitorio.
— ¿Qué? —Fue toda la contestación que obtuvo.
—¿Qué harás con ellos? No es que sean mi estilo, ni mucho menos, sólo tengo curiosidad. Podrías transformarlos en algo más útil, como un casco para el quidditch, o una pulsera, y después regalármela, ya sabes, como esos brazaletes de amistad qu-
— ¿Es que nunca te callas? Voy a devolverlos.
Pansy se quedó con una extraña expresión en el rostro; tenía algo de enfado ya que el rubio le había dicho que hablaba demasiado, y perplejidad, ya que éste iba a devolverlos. Que ella supiera, su amigo no era un alma precisamente caritativa.
Al día siguiente, las zapatillas viajaron cómodamente todo el día, en la mochila del joven mago, que buscaba una cabecilla casi tan rubia como la propia.
Salió de clase de herbología, y fue entonces que la vio. Junto al invernadero tres, con unos libros en los brazos, y la barbilla apuntando al cielo. Probablemente estuviera buscando algo en el cielo. Cuando él comenzó a dar zancadas largas hacia ella, esta comenzó a caminar sin rumbo, o al menos esto le pareció a él, ya que seguía ensimismada viendo algo por encima de su cabeza. Para ser tan pequeña, caminaba rápido. Quizá debió gritarle, pero alrededor había alumnos que seguramente le peguntaría más tarde el por qué. La siguió discretamente. En algún punto, la chica se escurrió entre las ramas de un arbusto muy tupido, y desapareció detrás. Al imitarla, se encontró de cara a cara (O no, ya que, por la diferencia de altura, Luna le llegaba al pecho) con la dueña de las zapatillas rojas que cargaba en la espalda.
Una voz melodiosa cortó lo que iba a decir.
- ¿Tú crees que las nubes nos busquen forma?
