1
Esa puerta, la del dormitorio, llevaba un año cerrada. Eren recordaba perfectamente el portazo porque lo dio él, porque fue su último grito. A veces tocaba el pomo y pensaba en la mesilla. ¿Qué libro era? ¿Qué estaba leyendo ella entonces? Podía verla pasando las páginas, haciendo anotaciones y recolocándose las gafas, pero no recordaba qué libro era. Lo de ella seguía ahí dentro, su libro en la mesilla, su ropa en el armario, su olor en todas partes. ¿Qué estaba leyendo? Resonaba su último comentario antes de dormir: «Me recuerda a ti». No se lo había preguntado, no lo sabía. ¿Qué era lo último que había leído? «Me recuerda a ti», fueron sus palabras antes de darle un beso. Lo recordaba: Mikasa apagó la luz y se pegó a él, y cuando amaneció…
—¿Qué haces aquí parado? —Annie estaba detrás de él y lo observaba sin pestañear—. ¿Estás teniente o qué? Llevo cinco minutos llamándote.
—No lo sé —murmuró y soltó el pomo, que empezaba a quemar—. Estaba pensando.
Annie lo agarró del brazo y se lo llevó. Solían comer en silencio porque a ella le gustaba escuchar las noticias, pero esta vez no encendió la televisión. Cuando se es viejo, y ellos lo eran, es posible practicar el derecho a no preocuparse por el mundo.
—Este guiso lo aprendí de mi marido cuando éramos novios —comentaba Annie—. Él lo aprendió de su abuelo, y su abuelo de su bisabuelo, y así hasta llegar a Matusalén. ¿Te gusta?
—Está muy bueno. Armin era un cocinero excelente.
—Me cuesta prepararlo sin llorar.
Lo de Armin también era reciente, poco más de un año había pasado. La viudedad marca un nuevo tiempo. Un descuento, creía Eren. Una cuenta atrás. No un lo que hay, sino un lo que queda.
—Pero lo hago —continuó su vieja amiga— y tú deberías hacer lo mismo.
—¿Un guiso?
—La puerta, Eren. Tienes que abrir la puerta.
La puerta y los goznes que habían sufrido su rabia. Tampoco a su hijo había permitido abrirla. Dentro estaba todo, dentro persistía la última noche, los restos, los retazos. ¿Soñó mientras el corazón de ella se apagaba a su lado? ¿Y soñó ella? ¿Se enteró? ¿Sufrió? No, le habían dicho que no. Allí, pues, seguía ella dormida.
—Me estás hablando como si fuera un paciente.
—Estoy jubilada.
—No puedo, Annie, y no creo que pueda hacerlo en lo que me resta de vida.
Ella no iba a insistir, eso es cosa de jóvenes.
—¿Sabes qué? Mi marido y yo pensábamos que tú serías el primero de todos en palmarla.
—Yo también lo pensaba.
—Pero mírate: estás mejor que nadie. Todavía subes perfectamente las escaleras.
—Lo peor de hacerse viejo no es eso.
—Lo peor de hacerse viejo es hacerse viejo, Eren. Daría lo que fuera por tener veinte años otra vez.
Él asintió en silencio. Con inusitada frecuencia lo embrujaba la memoria del pasado y se replegaba en sí mismo, desandaba el camino de su vida, y en ocasiones le parecía posible retroceder hasta el principio de los principios, hasta el vientre de su madre, o incluso antes, cuando era solo una idea, una posibilidad sin nombre. Cada vez recordaba mejor —menos el último libro— y podía volver a los veinte, a sentir los frescos y livianos veinte años. Podía verla solo con cerrar los ojos.
2
—¡No te he visto en toda la semana! ¿Y el móvil, Eren? ¿Tan difícil es coger el móvil para decirme: «Sí, hola, estoy bien»? ¡No es mucho pedir!
—¡Ya te he dicho que lo siento! ¿Qué más quieres que haga? ¡Estaba ocupado! Sabes que apago el móvil cuando me estreso. ¡Me reprochas algo que tú también haces!
—Jamás he estado una semana entera sin contestarte, ¡nunca!
—¡Estaba ocupado con la carrera!
—¡Y yo estaba preocupada! ¡No me digas que no has tenido ni un solo minuto libre para responder! Pensaba que estabas enfadado o qué sé yo.
—¿Enfadado? ¿Por qué iba a estar enfadado? —Eren hizo una pausa y le cogió las manos hechas puños—. ¿Pensabas que estaba con otra, Mikasa?
—Puede ser.
—¡Otra vez esas respuestas cortantes!
—¡Por lo menos te respondo!
—Mikasa…
—Déjame.
Discutir con ella era sencillo porque sus cabreos no duraban mucho, no aguantaban más de dos o tres gritos. «Déjame», repitió desde el sofá, cruzada de brazos, renunciando a mirarlo. Eren no sabía a qué significado del verbo dejar atenerse en estos casos y nunca se lo había preguntado. Todo quedó en silencio. Estaban solos en el piso de Zeke.
—¿De verdad creías que estaba engañándote?
—Sé que no.
—¡Pues claro que no! ¿Con quién iba a engañarte? Si para mí solo existes tú.
—Lo sé.
—¿Quieres jugar a la Play?
—No quiero jugar a nada, Eren.
—¿Ni al Forza?
—No. Déjame.
—¿Tan enfadada estás?
—No lo estoy.
Conque tendría que recurrir a su única baza, que por única resultaba ser la mejor. Fue a la cocina y volvió con dos cucharas y una tarrina de helado. El sobreceño de Mikasa se relajó cuando él le ofreció la primera cucharada, la cucharada de las disculpas. Era de turrón.
—¿Me perdonas?
—Claro que te perdono.
Cuanto más comían, más lejanos parecían los motivos de la discusión. La discordia resultaba incomprensible e incluso vergonzosa conforme se desvanecía.
—Lo único que quiero es comer helado contigo —dijo Eren—. No quiero que nos peleemos. Siento que se acaba el mundo cuando nos peleamos y me dices que te deje.
Sospechaba, y a su debido tiempo sabría, que ningunos ojos la miraban como los suyos. Cualquiera podría decirle: «Llevas una mujer en la mirada». La veía hasta cuando no la tenía delante. ¿Cómo iba a engañarla?
—No quiero que me dejes nunca —respondió ella.
—Eso no pasará. Vamos a estar juntos siempre.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé.
—Pues te creo.
—Me duele. —Eren ladeó la cabeza; le picaban los ojos—. Me duele que no confíes en mí. ¿Es que alguna vez te he dado motivos para ello?
—No, por supuesto que no. Estaba enfadada y te echaba de menos, por eso he hablado así.
—Vale.
Mikasa lo agarró de los carrillos.
—Estás llorando.
—¡No! —Y se limpió una lagrimilla—. No lo estoy.
—Sí que lo estás. No pasa nada. Si te han dolido mis palabras, llora. Si estás estresado, llora. Perdóname, pero no me retires la mirada cuando lloras porque me duele. ¿No quieres que te vea llorar?
—No me gusta que veas lo frágil y lo tonto que soy.
—Son las dos cosas que más me gustan de ti. No me interesan los hombres: solo me gusta Eren Jaeger, que es frágil, tonto y le tiene miedo a llorar porque, según parece, eso le hace menos hombre.
—No es así.
—Sí que es así. Tú no eres Jean, no eres Zeke. Tú hablas con el corazón en la mano. ¿Qué hay de malo en eso? ¿Por qué no me iba a gustar? Deja que te limpie la cara.
—Voy a hacerte una oferta que no podrás rechazar.
—Sorpréndeme.
—¿Te quedas a ver Las chicas de oro con Zeke?
—No puedo negarme a eso.
—¿Y luego dormimos juntos?
—Claro.
—¿Y nos abrazamos?
Mikasa alzó una mano.
—Solo nos abrazamos. Vengo de trabajar y estoy cansada.
Eren asintió.
—Descansamos juntos. ¿Qué me dices?
—Que es el plan perfecto si pedimos comida china.
—Es aún más perfecto si paga Zeke.
3
Su hermano tenía la cara llena de manchas y se daba golpecitos en los zapatos con el bastón.
—Hemos tenido mucha suerte —dijo mientras jugaba con las hebras blancas que caían a ambos lados de su frente—. El abuelo acabó como una bola de billar, pero nosotros no. Es un alivio.
Frieda apareció con la cafetera y llenó las tazas. Lo visitaban con frecuencia desde que enviudó, pero las conversaciones no le interesaban y se desesperaba al cabo de dos o tres horas, cuando miraba el reloj sin discreción y su cuñada, que entendía lo que eso significaba, decía a Zeke:
—Hay que volver a Mitras.
—¿Tan pronto? El tren sale dentro de una hora.
—Antes iremos a comprar unas cosas.
—Ya sé lo que pasa. —Zeke lo miró con seriedad—. Nos estás echando. ¿Te molestamos?
—Es que no me dejáis pensar.
—¿En qué tienes que pensar a tu edad, Eren?
—En ella. Me gustaría no hacer más que pensar en ella.
4
Los días posteriores a su alta fueron difíciles por culpa del collarín. Contaba las horas que faltaban para lo noche, cuando se lo quitaba y apoyaba la cabeza en la almohada especial recomendada el médico. Ahora, antes de acometer cualquier acción, se preguntaba qué diría el médico. Convaleciente descubrió, sin embargo, que el gusto por estar en casa iba en aumento y que volver a trabajar y pasar tiempo lejos le dolería más que el cuello.
Mikasa salía para el trabajo sobre las ocho y lo llamaba a media mañana para ver si se estaba portando bien. En aquella época se aficionó a cocinar y la recibía a mesa puesta. Por la tarde, después del paseo, cumplía con el reposo y se echaba en el sofá. A veces trabajaba; otras, cuando estaba cansado o le dolía todo, solo quería que ella le prestase atención y le daba igual que lo peinase y le pintase las uñas mientras él la miraba como si no hubiera nada más en el mundo.
—¿Y si lo dejo todo, me dedico a ser amo de casa y a criar a nuestros futuros hijos?
Mikasa empezó a reírse.
—Te pediría el divorcio.
—¿Por qué? Tendría la casa limpia y la comida hecha todos los días.
—No, Eren. Estoy demasiado orgullosa de lo que has conseguido, no te permito dejarlo.
—¿Me lo prohíbes?
—Te lo prohíbo porque te quiero feliz. Si eso implica que pasemos mucho tiempo separados, lo acepto. Yo estuve meses en África y tú me animaste. Te debo lo mismo. Ya estaremos todo el día juntos cuando seamos viejos y no sirvamos para nada.
—Estoy deseando no servir para nada, Mikasa.
No servir para nada y estar siempre así, a la sopa boba sobre su regazo.
—El accidente te ha cambiado.
—¿Para bien o para mal?
—Antes refunfuñabas mientras te quitaba los padrastros.
—Haz lo que quieras conmigo.
—Incluso el tono de tu voz es diferente, más tranquilo.
—Estoy saboreando la vida. Tú me das tranquilidad. Cuando estoy contigo, nada puede hacerme daño. Creo que antes me habría avergonzado admitirlo; ahora me da igual. He aprendido la lección por las malas, pero la he aprendido.
—¿Qué lección?
—Que la vida no es corta. Tenemos mucho tiempo, pero lo perdemos preocupándonos. Te veo aquí y ahora, Mikasa, y eres todo lo que existe.
—Me gusta esta versión de ti. ¿De qué color quieres las uñas?
—Negro. —Le bailaba una sonrisilla en la cara.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—Eren.
—Recuerdo cuando te pintabas los labios de negro. Besarse así era lo mejor.
—¿Quieres recordar los viejos tiempos?
—Me encantaría.
—Nunca me he acostado con un minusválido.
—Trátame con cuidado, como si fuera un jarrón chino.
—¿Necesitas que te lleve en volandas a la cama?
—No serás capaz… ¡Oye! ¡Bájame!
—No te muevas o nos caeremos.
Pataleaba como un condenado. Cuando lo dejó en el pie de la cama, los dos lloraban de la risa. Mi hombría, decía él, ¡mi pobre hombría! Ella empezó a quitarle la ropa.
5
—¿No te parece sorprendente? —Annie cerró la sopa de letras y lo miró atentamente—. Medio siglo, Eren. Medio siglo juntos y me gustaría decirle tantas cosas… ¿Sientes lo mismo? ¿Cómo es posible? Toda la vida juntos y aún queda algo.
—¿Qué le dirías?
—Ese es el problema. Si ya habíamos agotado las palabras, si ya nos lo habíamos dicho todo. Querría decirle cuánto significaba para mí, pero no existen palabras capaces de expresarlo. Creo que el amor es eso. Es como un color. ¿Cómo describes un color? Es imposible. Azul, verde, rojo. Es imposible y un síntoma de imbecilidad. Cuando los ves, los reconoces, pero no puedes explicarlos y tampoco hace falta, hablan por sí solos.
Las visitas de Annie eran las únicas que toleraba y sabía que también ocurría así a la inversa. Tomaban café, recogían a su nieto del colegio y pasaban la tarde sin hablar en absoluto o, por el contrario, hablando sin descanso.
—Debería haber sido yo y no ella —dijo Eren—. Creo que lo habría manejado mejor.
—Déjate de patochadas. Mikasa no podía vivir sin ti, me quedó claro cuando tuviste el accidente. ¿Sabes lo que me costó hacerla razonar? Le dije que no te ibas a morir, aunque no estaba muy segura. Afortunadamente, siempre tengo razón. Tu muerte la habría matado. La recuerdo bien en los servicios del hospital. «Otra vez no», decía, como si ya te hubieras muerto antes. No lo sé, no puedo explicarlo. ¿Te has muerto antes, Eren? Imagino que se refería a sus padres, pero había algo en su voz que no he logrado comprender nunca. No lo sé. Estoy chocheando.
—¿Quieres saber qué le diría?
—Ahórrate las obscenidades. Estamos demasiado viejos para eso.
—Le daría las gracias y sería egoísta.
—¿Egoísta?
Eren asintió.
—Sería egoísta porque lo querría todo con ella de nuevo. ¿Tú repetirías todo lo que has vivido con Armin?
—Hasta las peleas. —Annie estiró la mano y miró su alianza—. Yo también le daría las gracias por haberme querido, aunque a veces no fuera fácil.
—Creo que el mayor logro de mi vida, además de mi hijo, es que Mikasa me quisiera. El resto es irrelevante. Alguien tan insignificante como yo… Yo era especial a sus ojos. Ese es mi mayor logro.
—La primera vez que Armin y yo tuvimos intimidad…
—Has dicho que nada de obscenidades.
—Cállate. ¿Por dónde iba? Sí, la intimidad. Me pareció estúpido que me quisiera. Todo el mundo se preguntaba qué hacía Armin Arlet con alguien como yo. Se lo dije esa noche. Le dije: «Si lo que realmente buscas es sexo, no te juzgaré, pero no será conmigo». Me parecía imposible que Armin me quisiera cuando ni mi madre lo hizo. Entonces se puso a llorar. Inmediatamente comprendí que le había insultado, que me había negado a verlo. Yo era especial para él y aún me sorprende. Sí, si pudiéramos empezar de nuevo, sería egoísta.
—Jean y yo descubrimos que Armin estaba enamorado de ti antes que el propio Armin, pero no imaginábamos que tú te fijarías en él.
—Yo tampoco. —Annie apretó los labios—. Le echo tanto de menos.
Lo convenció para fumar un cigarro en el balcón. Annie había recuperado el hábito cincuenta años después de haber renunciado a él. «Ya no nos podemos morir de esto», decía, pero ¿qué habría dicho Mikasa? Le habría gritado: «¡No te me acerques!», puesto que no soportaba el olor a tabaco.
—¿Puedo hacerte una pregunta complicada, Eren?
—Claro.
—¿Crees que los volveremos a ver en alguna parte?
—¿Me estás preguntando si creo en Dios, en el Paraíso?
—Sí.
—No lo sé.
—Es lo único que me da fuerzas para seguir adelante. ¿No viste nada cuando estabas en coma?
—¿Te estás riendo de mí?
—En absoluto. Estoy tan desesperada como tú, la única diferencia entre nosotros es que yo no tengo una puerta cerrada.
—No tengo una respuesta, nadie la tiene. A veces solo espero una señal, una revelación. Algo.
—Creo que deberíamos ir a terapia.
—¿A nuestra edad? Si el cigarro ya no nos mata, la terapia no nos ayuda.
Pasado un rato, Annie reanudó:
—Es profundamente injusto —continuó Annie—. Por lo que a ellos respecta, el matrimonio ha durado hasta la muerte.
—¿Adónde quieres llegar? —Eren contemplaba el cenicero lleno de colillas. Si ella lo viera…
—¿Y qué pasa con nosotros? ¿Y la viudedad? No, no es justo. Cuando uno se muere, el otro debería morir justo después. Así debería suceder con nosotros, los viejos.
—¿Te quieres morir, Annie?
—Sí, por supuesto que me quiero morir, pero no lo hago por mis hijos y por nuestro nieto. Estoy viviendo para que Armin vea a través de mis ojos, si es que es posible. He decidido creer que hay algo más allá.
6
En ocasiones, le parecía trabajar tanto que una hora equivalía a una semana y así, de vuelta en casa, se sentía como quien ha pasado años fuera, y vagaba aturdido hasta el sofá. A ella le ocurría con menor frecuencia. Cansados habían descubierto una forma distinta de entenderse. A Mikasa le gustaba cerrar los ojos y no había que hablarle en un buen rato. Eren conocía todos los silencios. Corría las cortinas y quitaba la televisión.
—Tengo la cabeza saturada —decía ella—. Nombres, cuentas, reuniones… Deberíamos tener un botón que nos permitiera borrarlo todo cuando acaba la jornada.
—Se me ocurre algo.
—¿Sí?
—Tú te quedas aquí decidiendo qué película vemos mientras yo preparo tu comida favorita. ¿Qué te parece?
—Me parece que vivo muy bien desde que te aficionaste a la cocina.
Pese a que no había tenido la oportunidad de conocer a sus suegros, conocía las recetas de la señora Ackerman al dedillo. A Mikasa se le saltaron las lágrimas cuando, siendo todavía novios y apenas adentrados en la veintena, descubrió que Carla había preparado las empanadillas de su madre. «No deberíamos haberlo hecho», se disculpó Eren, pero no esperaba que ella lo besase delante de todos. «Gracias —le dijo—. Gracias por darme esta familia». Familia deriva de fames, «hambre», ergo son familia quienes se sientan a la misma mesa para calmar el hambre.
—¿Quieres que vayamos a dar un paseo después de comer? —preguntó Eren.
—Prefiero que nos quedemos aquí.
—¿De veras? Podríamos ir al cine. Están haciendo un ciclo con las mejores de Allen, ya sabes, Annie Hall, Maridos y mujeres, Blue Jasmine… ¿No te apetece?
—Tengo en mente algo más sencillo.
—¿Hacemos galletas?
—O podemos hacer el amor toda la tarde.
A Eren lo poseyó una gran sonrisa.
—¿Toda la tarde?
—Toda.
—Estoy sorprendido.
—¿Por qué?
—Pensaba que querrías dormir después de tanto ajetreo.
—Lo que necesito es que me des besos y me digas que me quieres.
—¿Te pasa algo?
—¿Por qué crees eso? ¿Tan raro es lo que te pido?
—No, claro que no.
—¿Entonces?
—Estás muy sensible y me preocupas.
—¿Te preocupo?
—Creo que el accidente te ha afectado más que a mí.
—Tengo el susto en el cuerpo. Me aterra que cojas el coche, me aterra que llegues tarde. Cuando recibo una llamada y no estás, pienso en aquel día. —Ella lo miraba sin esconder su herida—. Te quiero, Eren. Creo que no te lo decía mucho antes de lo que pasó.
—Nunca lo he dudado, Mikasa. Siempre he dudado de mí, de mi trabajo y de mis habilidades, pero jamás de eso.
7
Dormía en el cuarto de su hijo. Si se desvelaba, andaba de un lado a otro. Reconoció un libro en la estantería, un regalo que Mikasa le hizo cuando aún podían leer en la cama, mucho antes del nacimiento de Leonard. Tocó la dedicatoria: «A quien más quiero, a quien amo». Las páginas de los libros se amarillean, se hacen viejas, pensó; se rajan, arden o un niño las arranca, y también los libros mueren en las estanterías sin ser percibidos, súbitamente, hasta que alguien los encuentra, alguien que los quería, y sabe que una parte de sí se ha ido para siempre.
8
Mikasa pasó la página y leyó:
—«Pero el corazón de Layla aún no cesaba en preocuparse por Majnún:
»¡Cuando venga, madre, y lo veas, dale este mensaje mío! Dile: «Cuando Layla rompió la cadena que la ataba a este mundo, se fue pensando en ti amorosamente, fiel hasta el final. Tu dolor siempre ha sido suyo y lo ha llevado consigo para sostenerla en el viaje. El anhelo por ti no murió con ella. Detrás del velo de la tierra, no puedes ver sus ojos, pero te están buscando, siguiéndote a donde quiera que vayas. Te están esperando y preguntan: "¿Cuándo vendrás?"». Díselo, madre.
»Así habló Layla. Con lágrimas corriendo por su rostro, pronunció el nombre de su amado. Luego su voz se apagó y cruzó la frontera hacia la otra tierra.
—¿Cómo sigue? ¿Majnún acudió? —Eren tomó el libro y se recostó contra el cabecero.
»Parecía una hormiga exhausta hasta la muerte, una serpiente retorciéndose en su agonía. Llorando, recitó algunos versos; luego, con los ojos cerrados, levantó el rostro y las manos hacia el cielo, y oró: «¡Creador de todas las cosas que existen! Te imploro en nombre de todo lo que has elegido: líbrame de esta carga. Déjame ir donde habita mi amor. Libérame de esta cruel existencia y, en el otro mundo, cúrame de este tormento».
»Con estas palabras, Majnún apoyó la cabeza en la tierra y abrazó la lápida con ambos brazos, presionando su cuerpo contra ella con todas las fuerzas que pudo reunir. Sus labios se movieron una vez más con las palabras «Tú, mi amor…» y el alma abandonó su cuerpo.
9
Jean lo agarró de la pechera y lo hizo mirarse al espejo.
—¡Pareces un vagabundo! —Cogió las tijeras—. Voy a cortarte el pelo.
Eren lo apartó de un empujón y le pidió que lo dejase en paz, pero Jean no era como Zeke, Jean lo agarraba del gaznate y le chillaba en la cara.
—¡Déjame en paz!
—¡Te has convertido en un viejo insufrible! Das asco. ¿Besas a tu nieto con esa barba? ¿Crees que a Mikasa le gustaría verte así?
—No la nombres.
—Era mi amiga y la nombro cuando me da la gana. ¿Crees que solo tú sufres, hijo de puta?
—Tú no conoces este dolor, Jean.
—¿Cómo dices?
—Te despiertas con Pieck cada mañana.
—Basta, por el amor de Dios. Basta de gilipolleces.
—Espero que nunca conozcas este dolor.
—Voy a adecentarte.
—Déjame solo.
Jean no escuchaba. Eran dos las cosas que casi había perdido: el pelo y la paciencia.
—Eres patético, pero eres mi amigo. Ellos también lo eran, también los perdí, y tú no estiraste la pata de milagro cuando te estrellaste. Tengo a mi mujer, es cierto, y espero morirme antes que ella, como Mikasa, porque no quiero conocer lo que hay después de Pieck. Por eso sé de lo que hablas, Eren. Y ahora estate quieto o te rebanaré el cuello.
Sus ojos verdes se anegaron.
—Se murió en mis brazos, Jean.
—Lo sé.
—Tal vez ella intentó despertarme. ¿Y si yo dormía tan profundamente que no la sentí?
—Pensar así no lleva a ninguna parte.
—Todos me dicen que no sufrió. Mi hijo, el forense, Annie, Zeke, ¡todos! ¿Cómo pueden saberlo? Puede que sufriera, que me llamase, que intentase despertarme, pero yo dormía y no pude hacer nada.
—¿Qué quieres que te diga? Yo sé lo mismo que tú, que es nada. —Jean reflexionó—. Te garantizo algo: si yo la diñase en brazos de mi mujer, me iría con una sonrisa en la cara.
10
En la vida previa a la paternidad, cultivaron una costumbre durante los días de asueto que retornó décadas después, siendo su hijo mayor. Eren tomaba una decisión al despertar:
—Vámonos.
—¿Adónde?
—Donde nos lleve la moto. La playa, el campo. Da igual.
—Tú y tus brotes.
—¿Mis brotes?
Mikasa bostezó.
—Tus brotes de poner todo en manos del azar.
—No en las manos del azar, en las tuyas.
—Son las seis de la mañana.
—Hay que salir temprano para aprovechar bien el día.
—Qué frío hace.
—Pequeñeces.
—Dame una hora.
—Vamos, vamos.
—Solo un poco más de cama.
—La carretera, el paisaje. Piénsalo. Eh, no me des la espalda.
—Qué frío, qué sueño.
—Vamos, no perdamos tiempo.
—No me muerdas.
—Anoche decías lo contrario.
—Dime adónde vamos. Necesito que el destino merezca la pena, que me haga levantarme a estas horas en vacaciones.
—¡Vamos a nosotros, Mikasa! A hacer camino juntos. ¿No es genial? El destino es lo de menos.
—Ve a preparar el desayuno.
—Te he convencido.
—¿Cómo voy a negarme? Siempre quiero hacer el camino contigo.
11
—Te he mentido, Annie.
—¿De qué demonios estás hablando ahora?
De la puerta, de qué si no. Podía abrirla, claro que podía, pero no quería.
—No quiero saber qué libro estaba leyendo porque esas serían sus últimas palabras, y no quiero que me las diga, no quiero que se vaya. Vive en esa incógnita.
Lejos de burlarse, Annie le dio la razón.
—No quieres tener esa última conversación, ¿verdad?
—Lo que más me gustaba era hablar con ella.
—Yo entré.
—¿Qué?
—Entré a la habitación. El otro día, mientras estabas en el baño, entré. Giré el pomo, la puerta se abrió, y…
—No me cuentes nada, no quiero saber nada. Si hablas, te echo, te retiro la palabra.
—Me importa un bledo que me retires la palabra a estas alturas de la película, Eren. Me quedan dos telediarios, como a ti. Tampoco planeo contarte nada. Entré porque la echaba de menos, porque era mi mejor amiga y necesitaba ver sus cosas, su ropa, sus libros. Tu pena es cosa tuya y mi pena es cosa mía. Cuando quieras entrar, entra. Estás profundamente equivocado si crees que Mikasa se irá. ¿Crees que Armin se ha ido? ¿Crees que me ha dejado?
—No lo sé, Annie. Yo ya no sé nada. Soy solo un viejo que no entiende nada.
—Eres un imbécil sin excusas. Cuando éramos unos críos, antes de que Mikasa empezase a salir contigo, cosa que me sigue sorprendiendo, me caías mal, fatal, no te aguantaba. Mikasa obró milagros contigo, ¡milagros! Ahora que ella no está, me caes como una patada en los bajos otra vez. Vuelves a ser un gilipollas.
—Sí, soy gilipollas. La echo tanto de menos…
Annie le dio un apretón en el brazo, como dándole la fuerza que ninguno de los dos tenía.
—Abre la puerta y habla con tu mujer, Eren.
Ya te lo decía yo.
Era imposible el olvido.
Fuimos verdad. Y quedó.
Sobre esta misma almohada
me acompañó su cabeza.
Sé ya ahora cómo empieza
la blancura de la nada.
Despierto y como no estás,
no me suena el mundo a mundo:
nunca a solas no hay compás.
¡Estaba yo tan contento
de ser yo, yo para ti!
¡Qué alegría ser así
dos historias en un cuento!
Lo que un día me dijiste
de nuevo suena en mi oído.
La soledad no es tan triste.
Ser es también no haber sido.
Jorge Guillén
12
Lo primero que notó fue el polvo y lo demás llegó solo. Aquella alcoba era su corazón.
—Quiero verte una vez más, pero no apareces ni en sueños, Mikasa, y por eso todo son pesadillas o la nada.
»He intentado recordar la vida antes de ti. Soy incapaz. Tú dirías: «Porque eres viejo», pero ¿no te lo decía ya cuando éramos jóvenes? Si para mí solo existes tú. La vida, si es que es algo, éramos tú y yo haciendo de cualquier cosa la mejor cosa del mundo. Ahora que te has ido de mi lado —igual que viniste, ya sabes, discreta y dejándome una duda—, no existe nada, salvo los recuerdos. Todos acabamos viviendo en el pasado.
»Me resisto a creerlo. ¡No, no puede ser así! Que te hayas ido de esta manera… Me gustaría haberme ido yo para no padecer lo que estoy padeciendo, pero lo habrías padecido tú. Los viejos, como dice Annie, deberíamos irnos de dos en dos. Si resulta que hay algo más o que todo vuelve a su principio cuando llega el final, volvamos a hacer el camino juntos.
Eren cogió el libro, una antología de poemas de Dickinson, lo abrió por el marcapáginas y encontró la respuesta:
Mi amado ha de ser un ave,
¡porque vuela!
Ha de ser mortal mi amante,
¡porque muere!
Tiene cual la abeja, aguijón.
Oh, extraño amigo,
¡eres un enigma!
Leídos mil veces los versos, dejó de nuevo el libro sobre la mesilla y, tendido sobre la cama, se percató: el lado de ella estaba caliente.
Ha llegado usted al final de Un cobarde con nombre de valiente. Sea feliz.
