Avanzaba hacia la casa de su madre a pasos dubitativos e inciertos. Hizo a un lado una pijama que goteaba agua colgada en el tendal, formando un charco debajo de ella. Hizo a un lado unos calzones, que también goteaban tendidos. Se embarró las zapatillas de lodo. Un sostén colgado y escurriendo agua le estorbaba la visión. Una tetera vieja hervía sobre la leña. Un perrito escuálido le ladraba con más fuerza de la que parecía tener. El ruido tenue de una radio con mala señal que narraba noticias: Una tormenta se avecina. Viene en camino. Causará daños. Guarde precauciones. Cuando la vio: Agachada en sus cuatro extremidades, tratando de callar a su pequeño perrito. El cabello castaño, abundante y alborotado. La piel bronceada, la cara sucia. Era tan joven. Y era su madre. Por fin, después de más de una década buscándola.
La madre esforzó la vista cuando, atraída por los ladridos de su pequeño can, vio acercarse una figura masculina. Era un hombre joven, fuerte, alto, de complexión atlética, de espaldas y hombros anchos, cabello castaño, bien parecido; se iba acercando, desconcertado.
Cuando estuvo a menos de un metro de su madre, ella se levantó, alborotada, y resbalandose con el lodo, cayó en los brazos del joven hombre, quien la sostuvo con firmeza y caballerosidad; luego se separó de él para verlo mejor: sus ojos rasgados, cafés, su mirada seria, pero dulce, su porte varonil. Le agarró el rostro con ambas manos. Lo miró de arriba para abajo y de abajo para arriba varias veces. No lo podía creer. —Mi niño… —se estremeció— Ryu…
.
.
Pasado el estupor inicial, la madre, Ryoko, los invitó a pasar a su humilde casa. Se sentaron los tres en el comedor.
—Por favor, discúlpenme la pequeñez —dijo a Ryu y a su novia, Sakura, ofreciéndoles una bandejita de pan y una jarrita de té. Ryu no podía dejar de observar, de soslayo, la pobreza a su alrededor, con una preocupación creciente.
La madre se mostraba nerviosa y emocionada, les cortaba el pan en sus platos, pero solo como algo acostumbrado a hacer con el pan, puesto que no había nada que echarle. Las migas caían sobre sus regazos y Sakura se sacudía discretamente y miraba de lado.
—Si hubiera sabido que vendrían, hubiera comprado algo de queso o jamón, ¿qué te gusta, hijito?
—Esto. Me gusta mucho el pan y el té. Gracias.
En silencio, se quedaron mirando sus tazas y revolviendo el té con sus cucharitas. Sus miradas guardaban una especie de luto. Por los años separados, por el tiempo a recuperar, por la precariedad evidente.
Sakura rompió la pesadez del momento con una curiosidad: —Ryoko-san, ¿cómo sabía que era Ryu quien llegó a visitarla? me imagino que está irreconocible…
Los pobladores le habían contado a Ryoko la noticia de que su hijo la andaba buscando. Así que sabía que en cualquier momento entraría por esa puerta. Aunque no se imaginaba tan pronto. Explicó.
La conversación hasta entonces era amena y ligera, y se evitaba tocar el tema de su parentesco, pues aún no se sentían preparados. Solo hablaban de los asuntos básicos, tipo a qué te dedicas, dónde vives, en qué trabajas; Ryu le contó acerca de su trabajo en la fábrica, y su dojo, donde impartía el Shotokan a las nuevas generaciones; y Ryoko les contó, con un brillo en los ojos, las travesuras de sus alumnos de la escuela primaria en la que enseñaba, y luego las inconveniencias a causa del recorte presupuestal del gobierno —Tenemos que poner de nuestro bolsillo para que esos niños coman algo —contó cómo cocinaban entre todas las maestras en ollones enormes, y que los niños amaban sus quakers con sabor a leña.
Ryu estaba admirado. Fascinado por la valentía de esa mujer que estaba conociendo, que daba lo poco que tenía por esos niños huérfanos, como él mismo.
—...Y bueno… como este pueblo es pequeño, como podrán ver, todos aquí nos conocemos, así que cuando podemos, nos ayudamos.
Finalmente llegó el momento incómodo. Del que no podían escapar… tocaba hablar del pasado. De los hechos que los separaron. De los hechos que determinaron su situación actual. De los hechos que separaron a una madre de su hijo…
Ryu escuchaba atentamente a su madre y Sakura la miraba con curiosidad.
Cuando Sakura los veía hablar, podía comprobar en esos cabellos castaños, en esos ojos cafés, en esas miradas cálidas y esas cejas pobladas, en sus tonos de voz; que eran tal cual, de la misma sangre. Madre e hijo, nada más y nada menos. Se notaba a gritos.
Era curioso que esos mismos rasgos físicos alternaban una cualidad femenina o masculina en cuanto provenían de ella o de él. Unas cejas pobladas, que en él lucían masculinas, en ella terminaban siendo su toque femenino y salvaje; a su vez que aquella nariz fina, que en ella resultaba un toque delicado, en él resultaba armonioso y elegante.
Tenía trece años cuando lo alumbró. Destinada a casarse con el heredero de las artes marciales ancestrales, debía concebir a un varón y así lo hizo. El que fue su esposo también era muy joven, de quince años, pero ya cargaba el legado del Shotokan a sus espaldas y debía guardarlo con suma responsabilidad. Ryoko tuvo que madurar a esa edad. Su cuerpo y su mente tenían que pensar y verse como de treinta y picos. Y así lo hizo hasta ahora, que ya tenía sus treinta y cinco.
—Tu papá te amaba y debía enseñarte los caminos del Shotokan con rigor, pero un día…
Un día lo asesinaron delante de ella y de su pequeño, Ryu. Aunque era un recién nacido, algo le quedó grabado en su mente. La mafia quería la cabeza de su padre porque, al ser él un importante artista marcial, sentían que amenazaba la hegemonía de su jefe. Y así es que lo mataron. Y ahora irían por ella y por su único hijo varón, Ryu.
—Salí huyendo contigo en brazos…
Anduvieron huyendo, quedándose no muchos días en casa de algún familiar, y a veces en la calle, escondidos.
Cuando encontró por fin un lugar tranquilo donde alimentarlo, donde llevar a cabo ese intercambio amoroso y sublime que llaman lactancia, donde la madre ofrece el líquido vital que crece dentro de ella, y donde el niño se entrega completamente vulnerable, con apego y amor.
Aquel precioso intercambio de intimidad entre madre e hijo fue interrumpido violentamente por los matones que los encontraron y separaron al bebé de su madre, arrastrandola de los pelos y arrojándola contra la pared, mientras le arrancaban al niño que lloraba desesperadamente. Lo tiraron a una camioneta y ella corría tras de esta, hasta que la distancia se hizo enorme, la madre se detuvo y solo lloró en silencio y muerta de dolor por unos pechos que empezaban a inflamarse, hincharse y enrojecer. Aunque Ryu era un recién nacido, algo quedó fijado en su mente…
Lo capturaron con el fin de formarlo en la mafia. Necesitaban nuevos miembros jóvenes, completamente maleables. Pero el niño, unos cuatro años después, logró escapar de alguna manera.
—Huí, y luego…
Lo encontró el maestro legendario Gouken, único individuo vivo que podía transmitir el legado del Shotokan, quien vio una nobleza, un poder y un carácter admirables en aquel muchachito, con lo que, sin dudarlo, decidió adoptarlo y volverlo heredero de la filosofía Shotokan.
—Me adoptó un señor muy respetable, mi sensei, mi padre. Me crió bajo el lineamiento del Shotokan. Con él no me faltó nada, le estoy muy agradecido.
La madre quedó admirada y sorprendida —Yo también le estoy muy agradecida —susurró ensimismada.
Sakura escuchaba en silencio y se comía las uñas.
—Y ahora, transmito ese legado a mis alumnos del dojo. Es una forma de perpetuar a mi padre.
Ryoko y Sakura quedaron arrobadas. Sentimientos confusos nacían en la madre…
Hubo un silencio solemne y tenso. Por las revelaciones, por ese pasado tan duro para ambos. De pronto, con la urgencia de romper con aquella tensión, la madre se levantó cambiando el tono de la conversación —¡Ah sí, recuerdo que tengo unos tamalitos por ahí… espérenme que se los sirvo en seguida! —se levantó de un sobresalto y se fue a la cocina a prepararles una mezcolanza de sobras que fue encontrando a medida que hurgaba en su cocina. Al rato les trajo una pequeña bandeja con medio tamal recalentado, un trozo de chancho que acababa de freír, una aceituna ya bien arrugada, y un huevo que batió rapidísimo, haciéndolo tortilla, y le agregó unas verduritas que encontró por ahí y que se puso a picar. En seguida puso el austero menú en medio de la mesa, pero humeaba y sabía a hogar. Los chicos se devoraron la comida, más por complacerla que por antojo.
—Gracias, madre, todo está perfecto.
—De nada, mi hijo.
Sakura golpeó la mesa soltando una carcajada. —¡Waaaa! ¡Por fin encontré de dónde me sacaste esa mirada —hizo una mueca seria y elegante, exagerada— toda seria y solemne! ¡De tu mamá! ¡Son idénticos! ¡Son dos gotas de agua! —exclamó, riendo con ternura.
Madre e hijo miraron las paredes sumamente sonrojados y carraspearon.
.
.
Ya acabada la noche, Ryu dejó a Sakura en su casa, y él anduvo a la suya caminando, tenía ganas de caminar simplemente.
Ese dia fue demasiado para ambos. Para Ryu y para Ryoko. Cada quien quedó pensativo en su casa. Ella, recostada en su silla, con las pantuflas embarradas de lodo, miraba la lluvia por la ventana, con las palabras de su hijo en su mente. Y él, recostado en el balcón de su casa, con el eco de las palabras de mamá resonando una y mil veces… Se sirvió más café y siguió con sus pensamientos…
.
.
Toda esa semana no tuvieron más en mente que aquel encuentro.
Ryoko no podía dejar de pensar en Ryu, en lo que sucedió, en sus palabras, en su actitud, en su dulzura, en su voz. Se recreaban una y mil veces en su mente el
intercambio de miradas, la mayoría asolapadas, que se dieron ese día.
A pesar de las dificultades que vivió su hijo, le parecía admirable su dedicación al Shotokan y su lealtad en perpetuar el legado de su padre y de su maestro. No podía creer que su muchacho fuera un hombre ya, hecho y derecho, así de noble, así de fuerte, así de guapo. Pero al mismo tiempo, una duda golpeaba en su psiquis, atormentándola: ¿Por qué no puedo asimilarlo como mi hijo? ¿Por qué no puedo formar ese lazo filial tan necesario en estos momentos? Esa duda se convirtió en angustia con el paso de los días. Hasta que todo se volvió psicosomático, pues se encontró con que tenía los pechos inflamados, hinchados y enrojecidos. Un calostro tardío que le quemaba. Mas, las incomodidades físicas no eclipsaban la vorágine de sentimientos confusos que se iban formando. Le dolían los senos, pero no le dio importancia y siguió con sus labores domésticas, apresurada, como queriéndoles ganar a los sentimientos que se arremolinaban en su pecho.
.
.
Sakura discutió con Ryu porque se había olvidado de la gran boda de su amiga a la cual fueron invitados. Nunca se apareció. Cuando lo recordó, ya era tarde y no sabía como disculparse. Es que, por esos días, no había más en su mente que lo invadía todo el recuerdo de Ryoko. Sus palabras, su pasado, su amor por los niños de la escuela. Lo valiente y luchadora que fue, a pesar de sus adversidades. Lo joven que era. Su precariedad económica lo tenía pensándola todo el tiempo, buscando soluciones. Pensando: ¿Qué comerá hoy? ¿Qué cocinará para los niños? ¿Qué estará haciendo?... Y sin darse cuenta, Ryoko ya tenía secuestrada su mente y su anhelo.
El fin de semana llegó como remolino cargado de pensamientos, de dudas, de ansias y de zozobra. Todos sentimientos encontrados, por ese hombre que llegó a su vida de repente y era su hijo. Se encontró con que su hijo era una especie de obsesión, que le otorgaba un placer culposo venido de una especie de deseo, de curiosidad; sentimientos que ella trataba de menospreciar, creyendo que ya pasarían, que era solo la emoción del reencuentro; mas los días que pasaban, uno tras otro, no le daban la razón, y verlo llegar de visita, trayendo siempre algo para ella y los niños, hacían crecer en ella los sentimientos confusos que llegaban a angustiarla y obsesionarla.
Todas las tardes, sin falta, durante siete días, ella le daba el encuentro en el terminal de trenes que venían de la ciudad. Ryu no le decía por qué venía todos los días a verla, y a ella no le interesaba cuestionarlo. Hasta que las vacaciones de sus alumnos del dojo terminaron, y Ryu no pudo verla todos los días, pero sí todos los fines de semana, sin falta. Había tanto que trabajar en la hacienda de Ryoko, que el tiempo le quedaba corto. Ese era el motivo "oficial" con el que el hijo se autocomplacía, sin dar tregua a pensar demasiado en lo que implicaban sus acciones, y en los sentimientos extraños que empezaba a tener.
.
.
Domingo… era el día añorado por ambos.
Ryoko corregía exámenes sentada en el comedor, cuando los ladridos de su pequeño perrito le avisaron de la llegada de un visitante. Se irguió emocionada, anticipando la excitación de imaginar a su hijo llegando.
Era Ryu, trayendo varias bolsas del super. Verlo acercarse le provocaba una cascada de reacciones corporales y mentales: emoción, dicha, zozobra, anhelo, ansiedad, amor; se le erizaba la piel y sus pechos comenzaban a inflamarse y dolerle.
Ryu acomodó las bolsas sobre la mesa, gran cantidad de alimentos para ella y los niños, y la mamá, sonriendo con gratitud, iba sacando uno a uno los víveres y los iba acomodando en la cocina, empinándose para llegar a los gabinetes, estilizándose en su intento de llegar arriba. Ahora que la veía detenidamente mientras estaba distraída con las bolsas, notó que su madre era bastante joven. Era difícil verla como su madre, más aún si no había crecido con ella. Esos lazos no se formaron. Era inevitable no notar desde ese ángulo, sus fuertes caderas que contrastaban con su cintura pequeña, y su cabello largo adornando su espalda. Se sacudió la cabeza, sintiéndose incómodo por el pensamiento que acababa de tener y prefirió poner su atención en las dificultades que estaba teniendo mamá en acomodar la alacena. Al ver su disfuerzo, Ryu le quitó las cosas y las acomodó él mismo. Era alto, llegaba arriba sin ninguna dificultad; acomodaba las cosas con esa expresión seria y misteriosa que la traía loca, pero calmado, amoroso. Ella no podía hacer más que mirarlo, capturada. Un olor suave a colonia se desprendió de él y llegó hasta ella quien cerró los ojos. Ryoko sintió una admiración inmediata. Se sacudió la cabeza…
Ya caída la tarde, ella se permitió "aprovecharlo" para otros varios arreglos domésticos los cuales eran imposibles efísicamente para ella, como mover muebles pesados, cambiar de lugar sofás, sembrar grandes árboles, traer leña, llenar cubetas enormes de agua, y demás trabajos indispensables para mantener la hacienda.
Casi de noche, Ryu acomodó la última cubeta de agua, la que formaba una hilera de diez enormes cubetas, agua para todo el mes. —Gracias. ¿Cómo hubiese podido yo llenar todos esos contenedores? Eres un cielo. —le sonrió la madre. Su hijo le devolvió la sonrisa, sonrojado, la camiseta empapada de agua, su cuerpo caliente por el trabajo físico, lucía muy bien. Ryoko otra vez se perturbó. Entró apresurada a la casa a preparar té y ramen. —¿Qué te gusta, hijito? ¿ramen? en seguida te la preparo —se largó a la cocina a preparar; lo hacía más por evadir la tensión que sentía al estar cerca de él, por evadir la culpabilidad al disfrutar de la vista de su hijo con la camiseta mojada, que por cocinar en realidad. —La sopa ya está lista… —salió al campo a llamar a Ryu. Se permitió observarlo desde la puerta. Qué bien se veía haciendo esfuerzo físico, mojado, fornido, y la mirada tan seria que podía rendirla de tan preciosa masculinidad. Qué guapo era él. En ese momento no vio a un hijo sino a un hombre en toda regla, que la hacía sentir dispuesta. La angustia en su pecho la ganó…
Lo que quedaba de la tarde la pasaron descansando juntos. Ella se acomodó al lado de su hijo en la hamaca, y por el peso, esta cedió, cayendo ella encima de él "Ja, ja, ja" rieron ambos, con ganas. Ryu seguía abrazándola en la posición de protegerla de la caída. La mujer sintió estremecerse por la sensación de protección de hombre, que por primera vez sentía. Lo miró al rostro sin poder sacar la vista de él, como cautivada por un embrujo, una mirada extasiada y culpable que solo se rompió en cuanto él le devolvió la mirada, la cual ella no pudo resistir, desviándola con apremio. Carraspearon y se separaron. El rostro de Ryoko cambió con una expresión de dolor. Se tocó los pechos, adolorida. Él se preocupó. No es nada, dijo, y lo tomó de la mano con emoción —Ven, quiero enseñarte algo.
De la mano lo llevó por un camino de malezas, hasta que se descubrió un enorme terreno delimitado con esteras.
—Este es mi sueño.
—¿Esto… es tu sueño? No entiendo.
—Sí, mi sueño. Mira… —y sin soltar su mano, caminaron por un gran terreno accidentado, mientras ella señalaba con su dedo y le iba explicando: —Aquí voy a construir diez aulas de primaria para niños sin recursos —señaló más allá— Allá, donde estan esos cercos, va a ser un establo donde criaré ganado —continuó señalando— Y allá, voy a sembrar arroz, calabaza y trigo. Así, esos niños tendrán siempre que comer.
Y luego lo llevó por otro lado donde había una especie de almacén. Abrió el portón, levantándose una gran polvareda. —Mira, ya compré algunos pupitres —le enseñó unos diez pupitres nuevos, embalados uno encima de otro— Me los dieron a crédito. Pienso asociarme con alguien que esté interesado en este proyecto y me ponga el capital, pero para eso, primero necesito formalizar los papeles de este terreno.
Ryu se quedó perplejo ante tanta información. Maravillado por el amor y compromiso de ella hacia esos niños, y además, halagado de que su madre comparta algo tan importante con él.
Su sueño era por los demás, por los niños pequeños, por los vulnerables. Era un afán tan altruista y desprendido. Que en Ryu terminó de consolidarse esa admiración profunda por esa mujer, hermosa en cuerpo y alma. Y decidido a involucrarse de lleno en el proyecto, le propuso que no era necesario meterse en líos con un asociado extraño, él pondría el dinero y el trabajo, además, también podría enseñarles Shotokan, si ella se lo permitía, a lo que Ryoko accedió encantada y lo abrazó de alegría.
Ahora ese hermoso sueño era de los dos.
El tiempo voló entre que iban planeando cómo hacer realidad el proyecto, alternando la conversación con bromas cómplices que emergían muy naturales, sin el más mínimo disfuerzo, las ideas fluían y se entendían a la perfección. Y sin darse cuenta, ya eran las 2am.
—¿Te vas tan tarde? Mejor quédate a dormir…
Él sintió una mezcla extraña de sensaciones que iban desde el morbo hasta la angustia.
—¡No!
Ryoko puso una expresión desconcertada.
—Regresaré pronto…
Se fue dejándole un beso en la mano. Un beso galante y respetuoso que la dejó con la promesa de un nuevo encuentro de amor y descubrimiento, con un deseo imperioso de explorar a ese hombre que acababa de conocer y moría de deseos por descubrir.
Pero la emoción se empañó casi de inmediato por angustia "Qué estás pensando, Ryoko, ¡es tu hijo!" se mordió los labios, tembló de miedo y las lágrimas cayeron.
.
.
Efectivamente, regresó tan pronto como al día siguiente. Atraído por la dulce curiosidad por saber qué enseñaba Ryoko día a día a esos niños, por conocer las cosas que ella amaba y en las que entregaba su tiempo y su amor, como enseñar, cocinar, organizar a los pequeños.
Ryu le pidió que le dejara acompañarla a su escuela, a lo que ella aceptó emocionada y halagada.
Pasaron toda aquella tarde soleada en la escuela. La fascinación que sentía Ryu por Ryoko no hacía más que crecer al ir comprobando la clase de mujer que era ella, en cuanto asumía cada reto que representaba cada niño. Uno de ellos no quería aprender, lloraba por la falta de sus padres, pero ella, armada de una mezcla de amor y rigor, le dijo unas cuantas palabras, "palabras mágicas" pensó Ryu, sonriendo satisfecho e impresionado, observando cómo ella le hablaba, le acariciaba la cabeza a ese niño que mágicamente se levantó, enérgico, correteó feliz, queriendo aprender los conocimientos que lo llevarían lejos, algún día; promesa de mamá Ryoko.
El ocaso llegó anunciando el final de la tarde y la jornada académica, y ella les enseñaba con dulce rigor las últimas lecciones del día, y sus ojos brillantes y cafés buscaban furtivamente a Ryu, allá al otro extremo del aula, con otro grupo de niños; se sintió observado, volteó a sonreírle, ella se sonrojo; él tenía un niño colgado en su cuello, haciéndole travesuras, intentado golpearlo como un jugueteo a lo que él respondió con otro golpe suavísimo de karate, hasta que todos los niños se le subieron encima y comenzaron una batalla risueña a la que Ryoko se unió llena de ternura.
Luego los llevó al comedor, todos ordenados en fila: el más bajito, adelante; el más alto, atrás; al más pequeño lo alzó en peso apretándolo contra su pecho. Ryu no podía quedar más deslumbrado, al observar, en un descuido de ella, cómo, al inclinarse con gracia, su escote se abrió demasiado y su cabello largo se le vino abajo, liso y castaño, adornando sus senos llenos de pequitas de sol. En ese momento, las sombras que creaba el ocaso, danzaban en el contorno de la dulce maestra, revelando solo destellos de su belleza, delineándola con sombras y misterio, dejando espacio para la imaginación de su furtivo observador.
.
.
En el desayuno, Sakura entró de golpe a la casa de Ryu, se apareció de mal humor. Quería empezar una bronca.
—Estoy tarde para el dojo. Me estan esperando mis alumnos.
Sakura se interpuso en la puerta. —¡De ninguna manera vas a vender el dojo solo para que tu madre haga realidad un sueño absurdo!
La noche anterior él le había comentado su deseo de unirse a Ryoko para realizar su proyecto, ahora de los dos.
—¡Más importante es nuestra economía! ¡¿Qué va a pasar cuando nos casemos, vas a trabajar doble turno?! ¡¿Nunca tendré a mi esposo a mi lado?!
—¡Entiendeme! Esos niños son todos huérfanos. Ni siquiera tienen la suerte que yo tuve de que me adoptara mi padre ¡Sin Ryoko ellos no podrían estudiar ni siquiera sobrevivir!
—¡¡Me valen una verga esos niños!! ¿Quiénes son? ¡¡Ni siquiera los conoces!!
—Los conozco a todos y a cada uno de ellos. Te lo dije ayer toda la noche, pero parece que no me escuchas.
—¡No te escucho porque todas son tonterías!
Él la miró, no con odio ni reproche, solo con pena. Con mucha tristeza. Y se fue.
.
.
La muchacha necesitaba descargar su cólera, y además, hablar con alguien que pudiera servir de "mediador", es así que decidió ir a ver a Ryoko.
Llegó alterada a la casa de su suegra. Traía unos pastelillos muy finos y variados en una caja de cartón de la pastelería.
Ryoko corrió a la entrada pensando que era su hijo. Se le cayó la cara de decepción cuando vio a su nuera. Se cubrió el escote con pudor, como acto reflejo. Un sentimiento horrible de vergüenza invadió su psiquis. Como cubriéndose una culpa, ¿de qué? No daba con el motivo de su vergüenza galopante, o tal vez no la quería reconocer.
—Hola, Ryoko-san. Le traje estos pastelillos.
Se sentaron en el comedor. Sakura le contó, discutí con Ryu. No compatibilizamos prioridades. Yo quiero una casa grande, buena vida, sabe, pero él quiere deshacerse de su principal fuente de ingreso por ayudarla a usted.
Ryoko tragó saliva. No lo sabía. No se lo permitiría tampoco, chico necio.
—Se ve muy reflejado en esos niños, ninguno tiene padres. Supongo que es una especie de proyección, por eso sufre de verlos en esa situación. La semana pasada lo llevé a que conozca mi escuela. Al poco tiempo él era un niño más. Fue maravilloso. Ellos aprendían de él, y él, de ellos. Hasta ahora me preguntan por él, quieren que regrese.
Sakura miró de lado. Cambió de tema. Cosas más relativas a la pareja. —Estamos mal, señora. Disculpe que le diga —se sonrojó— pero ya ni siquiera tenemos sexo.
Ryoko se empezó a sentir incómoda y la cara le empezó a arder. Y Sakura seguía contándole las intimidades de alcoba, buscando desesperadamente descargar su frustración, aunque sea con la persona menos apropiada. —Encima, no ayuda el hecho de que mi ginecólogo me ha diagnosticado "cavidad vaginal estrecha" por no decir que mi vagina es más pequeña de lo normal, y precisamente, el miembro de Ryu es más grande de lo normal, digamos así —le indicó la medida con los dos dedos índices, bastante distanciados el uno del otro. Y suspirando, resignada, cogió la pequeña tetera— ¿Le sirvo más té?
"¡Ron! Necesito un ron" pensó Ryoko. Se levantó impaciente a la cocina, rebuscó violentamente, tiró todo, hasta que encontró la preciosa botellita de ron puro y duro, la cual se bebió de un solo trago, sin diluirlo.
Golpeó la mesa con la botella, se limpió la boca con la manga de su suéter, y luego eructó desvergonzadamente. Sakura oyó sorprendida, desde el comedor, el inelegante rugido estomacal de la señora.
Ryoko, visiblemente perturbada, regresó a sentarse con Sakura.
—¿Se encuentra bien, suegra?
"¿Quieres ir al bar a embriagarnos y que me cuentes cómo la tiene y cómo te coge mi hijo?" Pensó Ryoko, sin filtros, sin contenerse, porque en su mente estaba a salvo de Sakura, mas no de ella misma…
—Sí, sí, más té, por favor —respondió la suegra, con la mirada clavada en la mesa, con la expresión derrotada, cansada, restregándose la cara con las manos en un gesto de desesperación. —Me disculpas, voy a ver la comida, creo que algo se quema.
Lo único que se quemaba en esa casa era un abrasador deseo; y también su estómago.
Sakura olfateó, no sintiendo ningún olor a quemado
—Siga, señora…
Ryoko continuó con la comida, sirviendo los platos de manera errática mientras su mente pugnaba por reprimir esos pensamientos que la atormentaban, de curiosidad sensual por ese hombre prohibido que era su hijo. Ese hombre que conocía sus más íntimos anhelos, que conocía su corazón, que también amaba lo que ella amaba, que compartía sus sueños, y, también, lo podía sentir, compartían las mismas ansias…
.
.
Con sus pequeños pies remojados en el agua prístina del pequeño riachuelo de su finca, Ryoko pensaba, rumiaba… rumiaba, pensaba. En Ryu, su hijo. Estar cerca de él activaba el switch equivocado. Esto tiene que parar, pensó, cada vez más consciente del poder fantástico que tenía Ryu sobre ella, de seducirla con su actitud noble pero desenfadada, con su aspecto varonil y serio, pero la mirada tierna, con algo de niño, y que además tenía una pasión y determinación consigo que la estremecía.
Se encontró asustada, hallándose muy cerca de transgredir, un paso en falso y terminaría por ceder al deseo imperioso de corromperse, de pecar.
Sacó un cigarrillo, sopló el humo hacia el agua cristalina, tornándose turbia. Tuvo una pequeña satisfacción en ensuciar aquel panorama, hasta entonces limpio y puro, con el humo pernicioso y placentero de su tabaco. Era una pequeña venganza, aunque sólo simbólica, a las normas morales imposibles de transgredir.
.
.
En todo el pueblo ya se había esparcido el rumor de que la Ryoko había encontrado a su vástago, que la visitaba todos los días, que la ayudaba en todo y que se veía muy contenta —Vaya buen hijo que le salió a la Ryoko. ¡No como ustedes, par de vagos! —les gruñó Bertha, la vecina, a sus dos hijos adultos que yacían desparramados en el sofá rascándose las pelotas. Guardó el binocular en su mesa de noche, siempre a la mano para espiar a la Ryoko y a su hijo, como de costumbre, como entretenimiento para conciliar el sueño.
.
.
El día a día de Ryoko era cada vez más complicado, los quehaceres, las responsabilidades, los niños, y el poderoso deseo de querer hacerlo todo con su hijo, Ryu. En cada plan, en cada paso que daba, se multiplicaba su motivación en cuanto pensaba hacer las cosas a su lado, compartirlo todo.
Los niños de Chikyu la necesitaban. Pensó en Ryu… lo hizo venir a su casa.
—El fin de semana visitaré a los niños de la aldea Chikyu, los más necesitados, les llevaré víveres, haremos ciertos juegos didácticos y me gustaría que les enseñaras algo de Shotokan, ¿cuento contigo?
Sonaba como un día perfecto al lado de Ryoko, ayudando a los niños, llevándoles algo de alegría, algo de conocimiento, y de paso, nutriéndose de la sabiduría de esa mujer que lo iluminaba todo con su presencia. Su nobleza era fuera de este mundo, y su belleza era cruel… demasiado bella, demasiado sensual, le provocaba, le provoca mucho, le llegaba a desesperar, no sabía qué hacer…
Pero precisamente ese fin de semana, tenía un compromiso con Sakura, una boda de otra de las amigas de ella, a la cual esta vez, no podía fallar.
—Tengo una boda el fin de semana.
—Entiendo. Vas a estar tertuliando frivolidades… Que te diviertas.
—No he dicho que no iré contigo. Solo que llegaré después. Cuenta conmigo entonces.
Ryoko chocó sus manos con alegría. —Gracias, te am… eres un amor, gracias.
Se quedaron hasta la madrugada preparando el almuerzo especial para los niños, luego lo dejaron todo listo y empacado en ollones y tapers, para partir al amanecer a Chikyu, además de las tantas bolsas de ropa, juguetes y víveres. Esa noche, Ryu durmió en el hospedaje del costado. Sin aceptar de ninguna manera el dormir en casa de Ryoko, era tan peligroso… Llegaron a la aldea al amanecer, cuando los niños aun dormían. Él corrió a la ciudad, a la boda que comenzaba a las 8am.
Ryu estuvo en la boda con Sakura, y habiendo apenas acabado, corrió a donde los niños de Chikyu. Sakura se mostró incómoda,¿qué tanto con esos chibolos? pero no pudo evitar que él vaya a ayudarlos.
Se apareció todo elegante, con el traje de la boda, a ese lugar arenoso. Los niños se burlaron y Ryoko se quedó deslumbrada, qué bello se veía en ese traje elegante de saco y corbata, sin embargo se unió a los niños en la burla y él los empezó a corretear a todos, incluída a Ryoko, se empezaron a arrojar lodo entre todos, inmediatamente su traje se hizo un desastre, mientras todos reían y jugaban.
Al anochecer, los niños estaban cansados y felices, habían jugado y aprendido tanto, sus cabecitas eran una esponja deseosa de conocimiento, y las cosas que les enseñaron fueron agua para el fuego de su curiosidad. Bajo las estrellas, la noche era tibia y se escuchaba a los niños reír y algunas madres hablaban tímidamente, una olla gigante hervía encima de la leña, agua para bañar a los niños que estaban todos embarrados de lodo. Ryoko estaba sentada en un banquito detrás de un biombo improvisado, iba bañando a cada uno de los niños sobre un taburete, iban entrando uno por uno detrás del biombo, ella les limpiaba los bracitos, la carita, masajeaba con el champú sus cabellos resecos; después los vestía con ropa nueva que les trajo por montones y así, limpios y vestidos, los iba entregando a Ryu, quien los acomodaba a cada uno en su sitio en la gran mesa donde les servía la cena, una cena especial, la que habían preparado toda la madrugada; acabada la cena les entregaba un juguete, un libro, y a dormir, alrededor de una fogata en la que Ryoko les iba contando historias todas con un mensaje didáctico de fondo. Ryu también les contaba historias, pero no siempre tenían moraleja, entonces los niños se quedaban con una interrogación en sus cabezas. Ryoko moría de risa y cada vez sentía que lo amaba más, sin marcha atrás. Se imaginaba deslizándose a través de la arena, llegando hasta donde Ryu, probando sus labios, endulzados por cada historia extraña pero bien intencionada, era tan lindo… dios mio, ¿a donde irá a parar todo este amor? ¿Qué sucede con una bestia furiosa que se da encontronazos contra la pared? Al final muere desangrada…
.
.
Pasaron dos días sin saber el uno del otro. En el fondo era mejor guardar distancia. La angustia la mataba, aunque sabía que era lo correcto. Mejor no saber nada de él… o mejor sí.
Finalmente, cedió a las ganas de verlo, aunque sea de oír su voz. Lo llamó por teléfono con la excusa simplona de la visita de su nuera de hace un par de días atrás. Ryu, al ver su número en el celular, corrió a contestar.
—¿Aló?
—Aló… soy yo, mamá.
—Hola.
—Sakura estuvo por aquí… me habló de ti, dice que no están bien…
El guardó silencio.
—¿Aló?
—Sí…
—Sabes que puedes contarme todo, hijo.
—Está bien. Iré a verte mañana. No, mejor esta noche, espérame.
Ryu colgó el teléfono. Sus ganas de verla lo llevaban a ver en cualquier excusa una oportunidad y siempre sus pasos lo llevaban hacia ella.
Todos mis pasos me llevan hacia ti. Reflexionó. La moral me exige sentir amor filial por mi madre, pero…
Me miras, tan fantástica y sé que me falta tanto para alcanzarte, aunque tú también tengas mucho que madurar. Voy detrás de ti tratando de alcanzar un poco de tu brillo, desnudándote a media luz, en mi mente, y tú ni te imaginas.
Estoy solo en mi habitación, el calor, la oscuridad, y pienso en ti…
Reparó en que pensaba muy seguido, casi obsesivamente, en cómo resolver cada uno de los tantos problemas de su madre. Tal vez, parte de la frustración por resolver ya mismo sus dificultades se confundía con ese anhelo extraño; es solo eso, pensó, dándose un alivio momentáneo.
Pero entonces… por qué me quedé viéndote, a través de la puerta entreabierta de tu habitación, cómo terminabas de vestirte, y la tela de tu vestido floreado caía con gracia sobre tus senos sin brasier, endureciendo la piel sensible de tus pezones, tú no lo notabas, pero yo podía sentir cada sensación de tu cuerpo…
Y luego empalideció haciendo cuenta de cómo solía recrear en su mente los momentos a su lado, descansando sobre el pasto, o en la hamaca, y sin darse cuenta, perdía el control de sus divagaciones hasta terminar siempre en la misma escena mental: Se subía encima de ella, la estrechaba de la cintura, y, sin avisarle ni dar explicaciones, la besaba violentamente mientras su boca perdía el control de los besos que se escapaban por el cuello, por el pecho, y ella lo estrechaba desesperada…
Y de repente volvía a la realidad con la voz de Sakura, con sus pleitos y reclamos, que en el fondo le agradecía, porque lo sacaban de los insistentes pensamientos que solían terminar en un escenario prohibido.
Ni te imaginas cómo te recreo desesperada por una caricia, ni te imaginas cuántas veces fuiste totalmente mía, cuántas veces te he desnudado, en mis sueños locos, que nadie puede juzgar. Conozco tu cuerpo y hasta tus puntos de ebullición, sin haber pecado. Ni te imaginas que en mi pensamiento eres dichosa y te liberas, te olvidas de todo y te erotizas en mi compañía; ni te imaginas, cuando conversamos, que tu querido hijo es tu amante, ni que, cuando nos miramos, en cualquier momento, te robo y nos vamos…
.
.
"Espérame…" El corazón de Ryoko latía rápido, pero no podía distinguir si era emoción o ansiedad, si era dicha o angustia… o si era todo eso junto lo que confundía su corazón.
Ryu llegó tarde de noche, escondiéndose de los vecinos que podían verlo, escondiéndose como el enamorado fugitivo en que se había convertido, amándola en las sombras. Entró por un ingreso oculto que Ryoko le había enseñado, adrenalínica, una noche en la que él se había quedado hasta tarde, y en la que un beso en la mejilla, prófugo, la acercó al cielo.
Llegó agitado, la tomó en sus brazos, luego la separó para tomarla del rostro con sus manos fuertes y cálidas, y con voz dulce le dijo:
Ya estoy aquí...
Ella lo abrazó y lloró en silencio mientras se embriagaba de su olor, mientras no quería soltarlo, ni él tampoco.
No hablaron una sola palabra de Sakura, asunto por el que se supone, él había venido. Era obvio que solo fue una excusa barata. La obviedad era tácita, y ellos lo sabían en complicidad.
En un impulso de cordura, se separaron.
—Emmm… hablemos de tu dojo, ¿cómo sigue?
Él la miró… se murieron de risa juntos, ante la tonta y nerviosa pregunta. El amor entre ellos estaba declarado de facto. Estaba declarado en sus miradas, en sus sonrisas, en sus gestos. No hablaron una sola palabra más y permanecieron recostados juntos en la hamaca, viendo las estrellas.
Ryoko despertó acostada en su cama. Inmediatamente supo que Ryu se había ido durante la madrugada, dejándola acostada. Nunca se había quedado a dormir, pese a las insistencias de ella, sin ninguna intención más que cuidarlo de que no se fuera tan tarde de noche.
Se tocó el cuerpo, los labios. Él nunca la había tocado, pero ella sentía que era el dueño de su cuerpo y sus labios. Se acarició todo, como desfogue a esa pasión desesperada, a esas ansias que no hallaban saciedad.
La desolación en su pecho se derramó en llanto. Determinó que no podía verlo más, que cada experiencia a su lado hundía más la espada despiadada del amor imposible.
Qué será de mí cuando en tus brazos yo descubra que tú eres el cielo que jamás podré tocar. Es imposible, lo sabemos.
Cuando vienes y nos abrazamos en un saludo que pretendemos es filial, pero en el fondo sabemos que está muy lejos de ser así, jugamos con fuego.
Cuando te tengo así de cerca me provocan tus labios, y se me escapa un beso que desvío rápidamente a tu mejilla, y tú me das el mismo beso y cierras los ojos; jugamos con fuego.
Es muy peligroso estar a tu lado. Es peligroso conversar. Es peligroso mirarte y más peligroso aún, que me mires.
Tu voz, su presencia en cualquier momento desencadenan en mi la urgencia de amarte que nadie podrá detener, y podemos convertir este fuego entre los dos, en un infierno, porque olvidamos, corazón, que guardamos consanguinidad.
Apretó los ojos y se sacudió la cabeza. Esto tiene que parar sino… si me vuelves a abrazar de esa manera, a besar tan despacito y sostenido en la mejilla… no me voy a contener… no nos vamos a contener…
Porque estoy segura de que los afectos en la hamaca, que apretarte contra mi oliendo de mi cabello, entrecerrando tus ojos tiernamente, que entrelazar tus dedos con los mios, que darme un beso instintivo cuando descansamos sobre el pasto, y luego separarte de mí bruscamente sin decir por qué… delata el mismo sentimiento, la misma contención, la misma urgencia.
Una llamada de Ryu por teléfono la sacó de todos esos pensamientos, y cedió otra vez, a su dulce y tortuosa debilidad.
"Estoy llendo a verte…"
.
.
Llegó a casa de Ryoko, encontrándola sentada en una banquita, con su sombrero y sus guantes de jardinero, podando las flores. Se quedó estático, observándola embelesado, un rato largo, sin atravesar aún la rejilla de madera del jardín. De pronto, ella notó su presencia y su mirada silenciosa, volteó a mirarlo y a sonreírle con dulzura. Es por eso, por esa mirada y esa ternura que mandaría la moral y el pecado a la misma mierda, pensó el hijo, cada vez más cautivado por ese poder mágico que ella era inconsciente que tenía. La madre tiró todo al suelo y corrió a recibirlo, y de un salto enredó sus piernas en la cintura de Ryu, haciéndolo casi perder el equilibrio. Él la sostuvo de las piernas como acto reflejo, y cuando se vio con sus manos puestas en los muslos de su madre, las soltó de inmediato sin saber qué hacer con ellas, mientras la madre seguía aferrada a su cuello llenándolo de besos en la mejilla, muy cerca de sus labios, pero no allí, nunca allí…
Toda la mañana trabajaron en el campo, delimitando el terreno con estacas, llenado cubetas enormes de agua, trasladando árboles, destruyendo rocas inmensas; cada vez el terreno iba quedando más aplanado para la siembra. Uno, dos, tres; era el aviso para que ella se cubriera los oídos y se escondiera, cada vez que él destruía, a punta de combazos, las enormes rocas; y el mismo llamado, cada vez que él derribaba un árbol, y ella corría a cubrirse los oídos y esconderse. Y así anduvieron, trabajando y conversando, bromeando y riendo, hasta que cayó la tarde.
Echados en el pasto, él, boca arriba con los brazos detrás de la cabeza; y ella, a su lado, boca abajo, la quijada apoyada en las manos. Una flor cayó de un árbol, él la recogió y la enredó en el cabello de Ryoko, acariciándola con una mirada seria. Ella sonrió, sonrojada, luego carraspeó y se levantó de un sobresalto a la cocina —Tengo por ahí un postre que te va a gustar…
Ryu le dio el encuentro en la cocina. Le sirvió el postre, se sentaron a comer.
La conversación del proyecto y los papeles inconclusos continuaba.
—Dices que le diste toda la documentación a ese tal tramitador… ¿y…?
—Y… que cada vez que voy a ver cómo sigue el avance de los trámites, me sale con que necesita más dinero para esto y aquello, le voy pagando diez armadas de mil dólares cada una; es mucho dinero que me he tenido que prestar de tres bancos diferentes, estoy endeudada hasta el cuello y el tramitador no avanza el papeleo, me dice "ya salen la otra semanita" y cada semanita que voy, resulta que no avanzó, pero me sigue sacando dinero, no se qué más hacer…
—Es un estafador.
—¿Cómo lo sabes?
Él la tomó de la mano —Vamos.
—¿A dónde?
—A romperle la cara a ese tramitador de mala muerte.
.
.
En el centro del pueblo había un complejo de viviendas, desordenado y caótico, donde dicho tramitador tenía su oficina. Entraron por unas escaleras oscuras y estrechas. A su lado, bajaron dos malandros de mal aspecto. Miraban a Ryu disimuladamente, con recelo, sin atreverse a retarlo. Ryoko se aferraba aún más al brazo de su hijo que tenía abrazándolo, protegiéndose. El ambiente daba la impresión de ser peligroso y hostil. Pero que rico se sentía caminar del brazo de un hombre como Ryu. Un hombre que por lo general era tranquilo y pacífico, pero cuando estaba realmente enojado, podía ser realmente intimidante, y así es como lucía ahora. Se sentía protegida con él, hasta se sentía capaz de burlarse y sacarle la lengua a todo forajido que pasara por ahí, vengándose secretamente de todos los malos ratos que le hicieron pasar, a veces solo con mirarla.
Cuarto piso, olor a orines, la voz del tramitador de pacotilla se oía detrás de la puerta, charlataneaba y soltaba risotadas falsas de vendedor de aceite de culebra. La madre tocó la puerta. Uno, dos golpes, nada. El hijo la hizo a un lado delicadamente y luego con toda brusquedad abrió la puerta de un golpe. Entraron a la fuerza. Ryu tomó al sujeto del cuello de la camisa y lo arrinconó contra la pared, exigiéndole los papeles. El sujeto soltó una risa nerviosa —Je, je emm… ya están saliendo la otra semanita —Ryu, destruyó una estantería con el cuerpo del sujeto. Los objetos cayeron al suelo y diversos papeles salieron volando por todos lados. —¡¡Yaaaa, yaaaa por favor no me mates!! — cogió su teléfono a hacer llamadas al juzgado— ¡Ya están, ya están los papeles! En dos horitas están, o mejor regresen mañana y ya están…
—¡Ahora! ¡Vas a presionarlos para que te los den ahora mismo! —cogió el teléfono y se lo puso enfrente del sujeto, golpeando la mesa con dicho aparato.
—Sí, sí, ahorita… —hizo la famosa llamada. Esperaron dos minutos, el tipejo hizo unos cuantos click en su computadora, y ahí mismito, la impresora arrojó la resolución que tanto habían esperado.
—Listo, acá está la resolución. Ahora tengo que hacer firmar este documento por el notario.
—Vamos. ¡Ahora! —le dijo Ryu con una mirada intimidante que el hombre no puso ni un pero. No le dejó ni ponerse los zapatos.
—E… Es lejitos, el taxi nos va a cobrar cien dólares.
—No importa, tú pagas.
—Sí, sí, está bien. —dijo temblando, sacando cash de su cartera.
.
.
Esa misma noche ya tenían en sus manos el papel que los catapultaría al más alto de sus sueños. Por fin, Ryoko era la dueña legal de su casa, y del campo y sus hectáreas. Tan solo un papel, con un garabato del juez significaba la suerte de decenas de niños que comían, vivían y se instruían sobre los hombros de Ryoko. Y ahora, de Ryu también.
Salieron victoriosos y felices y chocaron las cinco. Quedaban pocos minutos para la media noche, pero ellos caminaban despacio, relajados, abrazados, recostando sus cabezas en la del otro. Ella siempre abrazada del brazo de su hijo. Y él, dejándose abrazar, se sentían en la dicha absoluta. Estaban realmente felices esa noche. Ryoko estaba tan agradecida, le ofreció invitarle a cenar y él dijo sí, aceptando su gratitud.
Ryu comprobó que la alegría a ella la ponía bellísima. Además, para él, esa noche, Ryoko lucía especialmente hermosa. Su escote y sus pantalones ceñidos delataban el buen paso de los años a sus treinta y cinco. Era tan bella, y en él convivía una mezcla de orgullo e incomodidad de que llamara tanto la atención a esas horas de la noche. Sentía que iba a pelearse con cualquiera que se atreviera a soltar palabras vulgares dirigidas a esa belleza que sentía de su propiedad. Y ella lo admiraba, aferrada a sus brazos fuertes, segura, protegida, entrelazados sus dedos; lo desconocía como su hijo pequeño, ahora todo un hombre hecho y derecho, tranquilo, pero dominante; angel, pero demonio; guapísimo hasta el cielo…
—¡En esta esquina hay un local de sopas ramen que te va a encantar!
.
.
—¿Qué van a pedir usted y su esposa? —dijo el mesero, a lo que Ryu respondió escandalizado:
—No es mi esposa, es mi…
Ryoko lo interrumpió —Shh shh, deja que hablen, que digan lo que quieran, así se van más rápido —susurró en la oreja de su hijo, con sus labios acariciando su oreja. Él pudo sentir la tibieza de su aliento, la humedad de sus labios, tan cercana que le dio un escalofrío de placer. Sus manos bajaban y subían por el brazo de su hijo, frotándolo, hasta llegar a su cuello, el cual ella acariciaba con devoción, y luego se acurrucaba enterrando el rostro en el cuello de su hijo, respirando de su olor, y discretamente, sin que nadie lo sospechara, embriagándose de su aroma, hasta excitarse.
Fue la sopa ramen más dichosa que hacía tiempo no habían probado. Por la compañía, en primer lugar; por el éxito obtenido, por el buen equipo que formaban.
Regresaron a casa en el último tren de la noche.
Solo quedaba libre un asiento, en el que Ryoko se sentó. la mamá golpeó sus rodillas —Ven, siéntate en las piernas de mamá, no te pierdas esa experiencia.
Él la miró sonrojado.
—Madre, peso mucho más que tú.
—Bien… —se levantó y lo sentó en ese único asiento— Entonces mamá se sentará sobre su hijo.
Y sin que él pudiera reaccionar y a la vista de todos que creían que eran enamorados, la madre se sentó en sus rodillas, se aferró a su cuello, nuevamente deleitándose con ese olor prohibido para ella, pero que, en el anonimato de la multitud, se permitió dejarse llevar, acurrucada, cerrando los ojos, mientras él la abrazaba, y también se dejaba llevar dándole besos en la cabeza que tenía apoyada sobre él; besos ambiguos en los que él no quería reparar, ni diferenciar, ni racionalizar, solo disfrutar…
En casa, Ryoko ya no se sentía tan bien. Un malestar nacía en sus senos. El dolor hizo que quisiera deshacerse de inmediato de su ropa. Se fue a su habitación y regresó en bata. Se tocaba, se sobaba los pechos. Ryu se preocupó, quiso llamar a un doctor. Ella le quitó el teléfono.
—¡No! ¡No lo entiendes! Es psicológico. Mientras piense en ti, esto siempre sucederá.
Ryu pareció entender a qué se refería su madre, pero estaba confundido. Aun así sabía que un médico era indispensable. Insistió en llamar.
—No lo hagas. —le quitó el teléfono.
Él confio en su madre. Si ella decía que no, era que no.
La ayudó a acostarse en su cama.
—Dormiré aquí esta noche, en el sofá de la sala, por si te pones peor. Hasta mañana. Se dio media vuelta.
La voz de su madre en tono débil y sensual le heló la sangre: —Ven aquí… —lo llamó.
Un escalofrío recorrió su espalda hasta su cabeza. Se acercó lentamente a la cama donde estaba su madre.
Se quedó atónito cuando ella empezó a abrir uno a uno los botones de su bata color rosa, hasta que la dejó caer al suelo, liberando sus senos y mostrándoselos casi con devoción. Hinchados, enrojecidos, pero hermosos y brillantes. —Ryu… hijo… solo tú puedes darme alivio… por favor —le rogó con la voz partida.
Un flujo de sangre remontó a su cabeza. Y lo peor, ya sentía la sangre allí, donde no debía sentirla. Esto está mal, pensó completamente contrariado. Se dio media vuelta, fingiendo no entender nada. Pero, al mismo tiempo, cómo iba a dejar a su madre adolorida…
Ella empezó a acariciarse los pechos, cerrando los ojos, si no fuera porque estaba enferma, podría decirse que hasta lo hacía con sensualidad. El clímax de la tensión llegó cuando, acariciando sus senos con cada vez mayor intensidad, hasta la lujuria, apretó sus pezones haciendo que derramaran leche. Un gesto de alivio endulzó su rostro. Alivio o excitación, todo era tan ambiguo, mientras él permanecía parado en la puerta, con la respiración entrecortada.
—Ven… ven, te necesito… solo tú puedes darme alivio completo… ¡Bebe de ellos, por favor! ¡Te lo ruego!
Era la encrucijada más intensa de su vida. ¿Me voy horrorizado ante esta petición irracional? Pensó, y se iba, mas, regresó sus pasos. ¿Pero cómo puedo actuar con tanta dureza? Ver a mi madre rogándome porque le dé el alivio que solo yo puedo darle, y ¿negárselo?
¿Por qué? ¿Porque la sociedad me dice que es mi madre y no puedo amarla como mujer?
Mandó al diablo sus dudas impulsadas por la moral, y se entregó al sentimiento. Se acercó decidido a esos senos maravillosos y…
Le retiró el sostén, teniendo ambos senos descubiertos ante él. Acercó sus manos, el pecho de Ryoko subía y bajaba en una respiración ansiosa que hundía la piel entre sus clavículas. Tan solo la aproximación de sus manos la estremeció a tal punto que liberó un gemido que erizó la piel de su hijo.
Por fin tenía ambos senos en sus manos, preciosos, soñados, prohibidos; los cuales empezó a acariciar, tímido, deslumbrado, nervioso. Ryoko se arqueó discretamente, doblegando a su hijo que pretendía ser lo más frío posible, pretendía hacer solo lo necesario para calmar su dolor, mas su razonamiento lo traicionó, pues no pudo evitar que al instante todo se volviera tan erótico…
Acercó por fin sus labios, succionó delicadamente, comprobando en la expresión de Ryoko una satisfacción ambigua, alivio o placer; la ambivalencia lo mantenía en su zona de confort, sin obligarlo a reconocer el erotismo absoluto y prohibido del momento. El arqueo de la espalda de Ryoko se hacía más pronunciado, sus gemidos dejaban de ser ambiguos para confirmar su sensualidad tan evitada, y él, cada vez más entregado al placer sin remordimientos, iba cediendo a su excitación, hasta que las delicadas succiones del comienzo terminaron siendo desenfrenados chupeteos, lamidas, besos; repasaba con su lengua una y otra vez los pezones ardientes de deseo, derramándose el abundante líquido blancuzco entre sus dedos, su cuello, mojando su camiseta, y ella, al principio con los brazos en el aire sin atreverse a estrechar a su hijo, terminó por estrujar su espalda y revolotear su cabello castaño mientras él devoraba y hacía el amor a los senos hermosos de la mujer que tanto amaba, admiraba y deseaba.
.
.
Esa noche no pude ser más erótica, intensa, pasional, entregada… Se quedaron dormidos juntos, abrazados, unidos por una sensación de plenitud y felicidad. Ella desfallecía de una satisfacción voluptuosa, un alivio físico, psicológico, espiritual; acariciando el cabello de su hijo, estrechándolo con fuerza, arrullándolo mientras él era cobijado por un sueño profundo y maravilloso, abrazándola dulcemente, apretándose con ternura contra sus mamas, después de saciarse del fluido de esos senos fascinantes.
Pero cuando despertaron en la mañana, todo el rojo y luego el azul pastel, se tranformaron en negro.
Ryoko abrió los ojos, resaqueada de pura lujuria, y aun perezosa por el rico descanso de la noche. Se miró los senos, lucían desinflamados, saludables y hermosos. Miró todo a su alrededor, haciendo conciencia de lo que había sucedido anoche. Se cubrió el pecho, pudorosa, confundida; miró a su hijo acostado a su lado, con la ropa manchada, el calostro derramado por las líneas de sus músculos lo erotizaban realzando su sensualidad. Él despertó, miró a su alrededor, aturdido, a su madre a punto de una crisis de nervios.
Por unos segundos, sus miradas se encontraron. Pero esos segundos bastaron para condenarse a sí mismos por los límites que acababan de cruzar. Miradas que condenaban, pero a la vez compadecían, y muy en el fondo, se complacían en un amor que tarde o temprano, tenía que desatarse en algún modo de transgresión.
Esto está mal… muy mal… se repetía la madre, como un mantra de culpabilidad.
—¡Vete, por favor vete ya! —le gritó ella, y le dio la espalda, incapaz de seguir sosteniendo la mirada de su hijo. Se tapó la cara y lloró en silencio— ¡¡Vete!! ¡¡Vete!!
Ryu miró a su madre en ese estado nervioso, se miró a sí mismo, y, lleno de culpa y vergüenza, se levantó en silencio, tomó sus cosas y se fue.
.
.
No se vieron los siguientes días. Ryu ya no entraba más por esa puerta a traerle alegría y dicha; solo entraba ella, regresaba después de la escuela a dormirse en esa cama que la sentía una tumba, en la que iban diluyéndose el olor del amor y los recuerdos de aquella noche apasionada. Y, recostada, se le escapaban las lágrimas por el dulce recuerdo del amor que fue y nunca sería. "Eres el cielo que jamás podré tocar"
A guardar luto por la sensación fantasma en sus senos, por el desesperado deseo que no hallaba desfogue. Por el amor que se reprimía en sus corazones. Por sus cuerpos anhelantes de las manos del otro. Por lo que nunca, nunca podría ser.
Y así, cada día y sus noches eran infinitos, insoportables…
Sakura llegó de improviso a casa de Ryoko, llorando amargamente. Se sentaron a conversar.
—Su hijo terminó conmigo. Andábamos muy mal últimamente. Me habló muchas cosas, muchas excusas, sabe, pero no soy tonta, sé que hay otra…
Ryoko tragó saliva. Agachó la cabeza.
—Cariño, lucha por él. Sé que aún te quiere, solo está confundido, le han pasado muchas cosas últimamente. Él es para ti y tú para él, así tiene que ser. —dijo y sintió como que las palabras no eran suyas, como si otro ser dentro de ella hablara en su reemplazo. Se encontró muy deprimida y derrotada.
—Ahora, cariño, discúlpame, no me siento bien; me voy a dormir.
—Sí, sí. Siga, señora…
.
.
Atribuía a algún tipo de milagro el poder mantener el enfoque en el entrenamiento del Shotokan y su trabajo en la fábrica, sin, como mínimo, tener un accidente letal. Y es que, apenas tenía un poco de tiempo libre, se entregaba de lleno al recuerdo de ese día, de cómo ella le rogó que la tomara y él lo hizo. Ese pensamiento avivaba la sed por su calostro, y un fuego de deseo inundaba su mente y su corazón.
No dejaba de pensar en ella ni un minuto. A estas alturas, sentía que ya había superado la vergüenza y la culpa, y estaba listo para estar con Ryoko, amarla, hacer su vida junto con ella. Sabía bien lo que quería y estaría dispuesto a ir contra la corriente.
Recién lo había notado: una carta debajo de la puerta. La abrió:
.
.
Querido hijo,
Te amo más que a nada en el mundo. Y este amor tan grande, no es solo filial, es en todos los sentidos. Te amo más que como hijo, como hombre, y ese es nuestro gran problema. He visto en ti al gran hombre que eres y eso me trae loca. Cuánto daría por besarte y que bebas de mi hasta hacerte cada vez más fuerte y más lindo. Despertarme a tu lado, después de haberte hecho el amor hasta que no puedas más y que me hagas tuya todas las noches, todos los días.
Si nos volvemos a encontrar en estos tiempos, te aseguro que no podremos resistirnos. Sé que tú también me amas de esa misma manera retorcida, somos iguales hasta en eso, mi hijo. Pero esto no solo es un pecado inmoral, también es un delito penado por ley. Si nos descubren, habré arruinado tu vida, y nunca me lo perdonaría.
Es por esto que te pido, te ruego, no nos veamos más. Si pudimos soportar veintidós años separados, unos cinco años más no nos matará literalmente, aunque yo muera por dentro. Estoy segura, en cinco años ya te habrás casado y tendrás hijos hermosos, y con suerte yo también, así todo se habrá solucionado. Regresa con esa niña bonita, Sakura, no eches a perder tu vida.
Cuando podamos amarnos como madre e hijo, todo estará bien.
Te amo con toda el alma, mi amor.
Hasta entonces,
Mamá
.
.
Leyó cada palabra con un nudo en la garganta y el corazón palpitando, furioso, arrugó el papel, lo tiró al suelo y se fue en busca de su madre…
Sakura llegaba de sorpresa, a conversar, a pedirle darse una oportunidad, cuando lo vio salir de prisa. Él no la vio, ella no lo detuvo, vio un papel arrugado en la puerta. Lo recogió del piso…
Ryu llegó con una vehemencia apasionada a la casa de Ryoko, tenía un nudo en el pecho, un sentimiento que quería salir a gritos. Entró sigiloso, por la cocina. Se acercó despacio, sin hacer ruido. Ella sabía que él estaba detrás y fingió no saberlo, seguía lavando trastes; no podía enfrentarlo, voltear y mirarlo era demasiado peligroso. Sin embargo podía sentir su proximidad y su jadeo entrecortado, lo que provocó en ella un escalofrío de placer que intentó menguar con el agua helada del fregadero. Pero él ya estaba demasiado cerca, justo detrás de ella. De pronto y bruscamente, Ryu le levantó la falda, le metió la mano por la entrepierna hasta tener bien agarrada su intimidad, mientras la aprisionaba contra el fregadero. Ella volteó y le dio una bofetada débil, que a él pareció no importarle porque la alzó de las nalgas y la sentó sobre la barra de la cocina, haciendo caer al suelo platos y comida que terminó toda en el piso, para besarla con violencia y desenfreno. Ella no pudo contra ese ataque y simplemente se rindió, se entregó a sus besos violentos, a su pasión, a su hombría, sintiéndose completamente mujer.
—¿Crees que voy a aceptar tu carta esa de mierda?, ¿Ahh? —susurró a su oído, jadeando— ¿ahhh? —un profundo y violento empuje en la intimidad de la mujer le ahogó la respuesta— ¿ahhh? —se hundió más en ella, haciéndola gemir— ahh... —las palabras, por último, le salieron entrecortadas, no pudo hablar más, solo sentir, mientras ella se dejaba violentar, muerta de deseo. La voz de Ryu gimiendo delicioso con cada entrada que hacía en la femineidad de su madre, la volvía loca y ella sentía perder la cabeza. Los gemidos de Ryoko eran exuberantes, desesperados y ponían cada vez más duro a su hijo. En ese momento ella dejó de pensar, sintió transfigurarse en un ser hedonista, sublime, ligero. Entregándose a la pérdida del control, de los valores, de la moral, aceptando pisar terreno incierto, hermoso, salvaje, pleno, indecente, ilegal.
En ese momento se amaron como si no hubiera mañana, y por supuesto, terminaron desnudos en la cama, amándose como dos leones en celo.
.
.
Después del amor, permanecieron rendidos, abrazados en la cama. Mamá sacó un cigarrillo y él descansaba aferrado a su cintura, cobijándose en su pecho. —¿Quieres? —le ofreció su cigarro. Él estiró la mano para recibirlo, cuando recibió un sopapo en la cabeza —¡No se fuma! ¡Después te me enfermas! ¡Carambas, con los muchachos de hoy!
Él se subió encima de ella. Le quitó el cigarrillo, le dio una pitada, y, desafiante, le sopló el humo en la cara —Pues mira qué malo soy. Mira qué rebelde es tu hijo…
Ryoko le rogó, haciendo un puchero, que le diera el humo de sus labios. Ryu soltó el humo dentro de su boca mientras apretaba su nariz —Además te hago el amor cuando yo quiera… y tú, calladita, te dejas…
—Dame el humo de tu boca, anda, que así me vuelves loca… —le imploró ella, abriendo su boca y sus piernas para recibirlo completito, lo apretó contra su pelvis, todito para ella; sudante, excitadísimo, riquísimo; y continuaron con la sesión amorosa que duró toda la noche.
Se dieron cuenta de que el sexo, incestuoso o no, era algo muy maternal, puesto que consistía en entrar por donde alguna vez se salió, y ser mamada por donde alguna vez se dio el líquido vital, primero para alimentar, luego para seguir alimentando, pero de lujuria; con lo que se repetía el ciclo de entrar, salir y mamar.
Este tipo de reflexiones locas los mantenía cómodos, buscándole lo racional a lo irracional. Un sesgo de confirmación tirado de los pelos que los hacía sentirse justificados, y ciertamente que a veces les daba la razón, por lo que solían divagar juntos, apoyadas sus cabezas en la del otro, este tipo de disparates forzados.
Los siguientes días fueron un derroche de amor, pasión, entrega. Se amaban con devoción. También, durante esos días estuvieron básicamente desnudos. La ropa era la misma que hace días, porque la usaban tan poco, apenas para salir a comprar comida. Ella cocinaba desnuda, tan solo con un delantal, que de espaldas a él, le regalaba una vista de sus nalgas como un precioso durazno, firmes, lisas y bronceadas, contrastando con una cintura pequeña que se ceñía, demasiado bella, demasiado sensual, atada con el cordón del delantal. Su espalda descubierta, adornada por su cabello castaño, lacio, y desordenado por la faena del amor, de pronto fue besada con ternura y deseo. Ella se volteó a recibir sus besos y otra vez, el desenfreno de sus ansias estremecían sus cuerpos, hasta que se olvidaban de comer, se olvidaban de dormir, entregándose al acto de amar el día entero, y en sus rostros gozosos se reflejaban, a través de la mampara, los colores del día: desde el azul del amanecer, pasando por el blanco de la media tarde, el anaranjado del atardecer, hasta el negro azulado de la noche.
El mismo jean y camiseta azul y el mismo vestido floreado fueron los trajes designados por la inercia. El mercado del pueblo, lleno de gente y mercaderes, gritos, precios, silbidos, barullo; ellos caminaban de la mano, desbordando felicidad. Escogían la comida del día y algunos conocidos de por ahí los veían simplemente como madre e hijo agarrados de la mano. No eran capaces de leer el amor ferviente que delataban sus miradas.
De regreso, con varias bolsas en las manos, Ryoko se palpó las mamas, otra vez parecían llenarse. Su escote pronunciado mostraba con insolencia ese bello busto salpicado de obscenas pequitas marrones, como chispas de chocolate. Él la miró, con la admiración y amor con que siempre la veía. Pero un tanto preocupado, le preguntó:
—¿Sigues con tus… emmm… hinchados?
—¿Tus qué? Vamos, dilo, no te oí…
—Tus senos… ¿siguen hinchados?
—¡Ja, ja, ja, lo dijiste! ¿Qué tiene de malo, por qué te ruborizas? Quiero oírte decirlo, dime "¿tus senos?" Senos, senos, dilo.
—Senos, tuyos, ¿están hinchados?
—Dilo otra vez.
—Senos.
—¡Mmmm! ¡Me encanta oírte decir eso, y que te ruborices! Ahora dime: clítoris, nalgas, pezones, chupar, mamar, ¡dímelo todo!
—¡Ya basta, Ryoko!
—¿Quieres mamarlos? ¿Aquí y ahora, delante de todos? ¿Y que todos vean que nos amamos? ¿Delante de esa vieja beatita que se persigna? ¿Y de ese calvo con cara de tonto? ¿Y de ese grupete de mequetrefes que juegan fulbito? Te apuesto a que nunca se han comido a una mujer, ¡dales cátedra, mi amor! ¡Enseñales como se tiene feliz a una hembra! Adelante, démosles ese espectáculo! —coqueteaba burlándose pícaramente con su hijo, abrazada de su brazo, dándole pequeñas mordidas, empezando a excitarse.
—Ya vas a ver cuando lleguemos a casa…
.
.
Finalmente su luna de miel acabó con la llegada del lunes y el regreso a las jornadas laborales. Ella debía regresar a la escuela y él, a su trabajo y a sus alumnos del dojo.
Un beso en la mano y la promesa de regresar pronto, muy pronto, al despedirse en la puerta de la escuela, fueron el combustible con lo que empezaría la semana. Porque, no podían negarlo, el amor era un potenciador natural de todo, de la eficiencia en el trabajo, del aspecto físico, de la inteligencia; todo. Los niños notaban un brillo especial en sus ojos, en su tono de voz, y las otras maestras comentaban en el cotilleo de la tarde "¿Han visto cómo luce la Ryoko últimamente? Luce espléndida, ¿se ha retocado algo, el maquillaje, se ha puesto bubis? Algo, algo le ha pasado… ¿se habrá enamorado? ¿De quién? Solo la vemos venir con su hijo..."
La semana acababa y volvía la ilusión de reencontrarse. Ella lo esperaba en la plaza del pueblo, lo veía venir entre la multitud, donde destacaba de los demás por su porte varonil, por su hermosura, y ella lo admiraba tanto, se deshacía de amor con verlo llegar, hasta que por fin se encontraban sus miradas la cuales se declaraban su amor tan solo con cruzarlas. Se daban un beso discreto en la mejilla y caminaban de la mano, sin mucho aspaviento, no podían levantar sospechas. Pero las ganas de comerse a besos los torturaba en todo el camino a casa.
Hasta que por fin llegaron, tiró él sus cosas al suelo y se entregaron al amor, hasta que salió el sol al día siguiente.
El sol de la mañana era perfecto para comenzar con los cultivos. Planificaron rotarlos en parcelas separadas para mantener la salud del suelo, y una vez aplanada la primera parcela, empezaron sus primeras siembras. El sol calentaba sus espaldas y abrigaba la vida de aquellas semillas que sembraban con tanto cariño, propiciando su crecimiento. Más allá, en otra parcela, construyeron un establo donde Ryoko trajo una familia de cabras: el macho, la hembra y tres cabritas bebés. Eran tan adorables, y ella les daba avena en biberones a los bebés. Él la observaba, la vió tan maternal y esbozó una sonrisa enternecida, en seguida se permitió bromear —Creo que si les dieras de tu pecho morirían de sobredosis —bromeó.
—¡Tonto! —lo persiguió con el paño con que limpiaba a las cabras, y él corría de ella, muriéndose de risa.
El ambiente era seco y de un silencio pacífico, que sin embargo se animaba con los sonidos de la tierra removerse, de las rocas siendo golpeadas por el metal del rastrillo, y algunas aves en el cielo; y por ahí la risa de ambos que soltaban por algunas de sus ocurrencias.
En la tarde ya tenían todo coordinado y se repartieron el trabajo: Ryoko iría al centro a tramitar los papeles para la legalización de la futura escuela-albergue, y Ryu iría a la ciudad por materiales de construcción. Así, organizados, decididos y empeñosos, iban dando forma a ese sueño que ella había dibujado en su mente durante años, y que ahora, él venía a formar parte activamente, con el mismo empeño y cariño.
El ocaso los reunió, cansados y felices, cada quien tuvo el éxito esperado en su parte del trabajo.
Ryoko fue a traer un pedazo de pastel que había guardado en la refri, y se acomodaron juntos en la hamaca, entibiandose los rostros con los últimos rayos de sol. Echados, abrazados, ella comía y le iba dando trozos de pastel en su boca. Y entre que comían y conversaban tonterías, se jugaban de manos, risueños.
Bertha, la vecina, calibraba el enfoque de sus binoculares para ver más nítido cómo jugueteaban madre e hijo. Se veían alegres, felices.
—Mmmm la Ryoko y su hijo… —murmuró para sí misma, más que para su esposo que dormía a su lado.
Y entre cosquillas y jugueteos cariñosos que parecían ser inocentes, de pronto se dieron un beso de lo más escandaloso y apasionado, mientras las manos del hijo se iban a tocar los puntos más íntimos de la madre.
—¿¿Quéééé?? ¡¿Qué están viendo mis ojos?! ¡Leopoldo! ¡¡Despierta, despierta!! —le dió de codazos a su marido, que despertó malhumorado.
—¿Qué pasa, mujer?
—¡La Ryoko y su hijo! ¡Se besan! ¡Incesto!
La vecina calibró frenéticamente sus binoculares para verlos mejor, y quedó más escandalizada aun, cuando pudo ver cómo la madre se abrió la blusa para mostrarle atrevidamente los senos a su hijo, y él los empezó a besar y succionar con una pasión y un deseo que sexualizaban hasta a los rayos de sol que caían sobre ellos. Escenario escabroso, morboso, y erótico hasta por demás; la vecina soltó los binoculares, indignada, herida en su sensiblidad, y Leopoldo no podía quitar la vista de aquel espectáculo ardiente e incorrecto.
.
.
La olla hervía y un olor a comida agradable llegaba hasta Ryu, que trabajaba en el campo. Ryoko lo llamó desde adentro de la casa ¡¡A comer!!
Se sentó a la mesa, un vistoso almuerzo humeaba servido. Ryoko tomó su bolso y su chaqueta, lucía preciosa con esa ropa de calle.
—¿Te vas?
—Sí, me voy a recoger los resultados de mis análisis
médicos.
—¿De qué? ¿Estas enferma? Te acompaño.
Ella le dio un beso y una caricia en la cabeza —No, no estoy enferma.
—¿Entonces?
—Entonces… si me confirman lo que sospecho, entonces, cuando regrese te daré una sorpresa —se despidió dulcemente y se fue.
.
.
Ya bien caída la tarde, de regreso del médico, Ryoko caminaba hacia a su casa, y estando a pocas cuadras de esta, de pronto una piedra de considerable tamaño cayó en sus pies. Se agarró el tobillo, adolorida. Cuando alzó la vista, una turba de pobladores armados con piedras en las manos le hacía frente, enardecidos, con miradas de odio, liderados por Bertha, la vecina de los binoculares. Esta le gritó:
—¡Mujer inmoral! ¡Mujer incestuosa!
Avanzaban, intimidándola, mientras ella retrocedía asustada, pálida, sudaba frío, hasta que fue arrinconada contra la pared de un terreno baldío, y ya no tuvo más pasos que dar hacia atrás; vio aterrorizada cómo levantaban los brazos con las piedras en las manos, y los ojos desorbitados y fuera de sí de los pobladores…
—¿Y sabes cómo castigamos en el pueblo a las mujeres como tu? ¡¡Así!!
Comenzaron a lanzarle una lluvia de piedras y escupitajos con ferocidad y violencia, y ella, agachada, se protegía el vientre más que la cabeza, cubriéndose con su folder de análisis médicos.
—¡¡Auxilio!! ¡¡Auxilio!! —gritaba débilmente.
—¿A quién llamas? ¿A tu hijo o a tu amante?¡ Ah pero qué digo, son la misma persona! —gritó Bertha, en contrapicado a Ryoko en el suelo, alzando la mano para arrojarle una piedra furiosa.
En ese momento, llegó Ryu, abriéndose paso entre la multitud. Cargó a Ryoko en brazos y huyó con ella mientras las piedras le caían en la espalda.
Ryoko se desmayó…
"Hace 22 años, mi hijo, yo te cargaba en brazos y huíamos de los que nos querían hacer daño, y ahora, tantos años después, se repite la historia: tú me cargas a mi, y huimos… Huir y escondernos parece una constante en nuestro destino, hijo mío, perdóname…"
Corrió cargando a su madre hasta la pequeña posta médica del pueblo. Llegó apresurado y angustiado, cuando le cerraron las puertas. Insistió:
—¡Abran la puerta! ¡Tengo a una mujer herida!
Pero las enfermeras los miraban silenciosas por la ventana y los otros pacientes los miraban con recelo, a través del vidrio. Intentó entrar por la puerta de atrás la cual le fue cerrada en las narices.
.
.
En el hospital de la ciudad, por fin dejaron entrar a Ryu a la habitación a ver a Ryoko, después de horas de aguardar en la sala de espera.
—La señora está estable, solo fueron algunas contusiones superficiales, nada grave, y su embarazo está fuera de peligro. —dijo el doctor dándole un apretón amistoso en el hombro y se retiró.
Ryu la miró aliviado pero desconcertado.
—¿Embarazo?
Ella le sonrió —Sí, mi amor. Estoy embarazada.
...
.
.
