Capítulo 189. Así estaba escrito
Desconocedores de cuanto ocurría en el interior de la Esfera de Mercurio, los santos de Fénix, Cisne y Dragón resolvían sus propios asuntos.
A pesar del intento de Hyoga por mantenerse a la defensiva, Adán y Eva eran una combinación letal de fuerza y velocidad. Obligado a responder, había dado a conocer a aquellos autómatas clase Ex el frío que desafiaba las leyes de la física. Ellos recogieron ese poder e Ipsen, rival de Ikki, lo recibió. Las llamas de Fénix y el frío de Cisne replicado por el autómata clase Machina entrechocaron, solidificándose ambas fuerzas en una parodia de escalera que orbitaba entre el fin del cielo y el dominio de Astrea.
Shiryu no necesitó de ese nuevo camino para llegar a donde quería. Sanadas las heridas y abiertos los siete sentidos a la Octava Consciencia, el santo de Dragón se impulsó más rápido que la luz. Gracias a Hyoga, Adán y Eva no pudieron interceptarlo en final del cielo, mientras que el viaje hasta el punto sobre el que se alzaba la Esfera de Mercurio, fue turbulento, entre los estallidos de destrucción y creación que representaban el santo de Fénix y el autómata de clase Machina. Shiryu pudo sentir el ardor capaz de destruir la misma luz, a pesar de lo cual llegó con bien hasta su rival.
Desde entonces habían pasado seis minutos de intensa batalla. Astrea apenas dio explicaciones, ni hacía falta cuando aquel ángel estaba tomando de los combatientes la energía cósmica desperdiciada en batalla. Hombre y autómata entablaron un combate singular sujeto a un precario equilibrio, destinado a romperse.
—Es inútil —advirtió Astrea, bloqueando uno de los numerosos intentos del santo de Dragón por cortarla—. El Acero de Gautier hace mi cuerpo invulnerable. ¡Y ese es solo uno de mis veintiocho trucos bajo la manga! ¿Qué esperas lograr, solo resistiendo?
—Hacer tiempo —contestó Shiryu, bloqueando con el escudo una patada del ángel que hizo que todo el brazo le temblara—, no necesitamos nada más.
No era la primera vez que probaba esos golpes nutridos del Poder, la bendición de Goneril mediante la que los músculos se fortalecían a través del cosmos, del mismo modo que el Acero endurecía los huesos y la piel para resistir cualquier daño. Si había alguien entre aquellas máquinas capaz de superar a Maurice, con su recolección de las habilidades combativas de ellos cuatro, esa era Astrea. Shiryu, aun al borde del territorio prohibido, henchido del paroxismo cósmico, en verdad solo podía extender esa batalla tanto como lo necesitara Seiya. Así, había resistido por seis largos minutos sin avances.
—Tiempo es lo que no tienes —dijo Astrea—. ¡Con vuestro poder y las veintiocho bendiciones que ahora poseo, me convertiré en el ángel más poderoso del cielo!
Las bendiciones que la fortalecían el cuerpo tenían un límite: velocidad. El combate con Maurice había despertado los reflejos de Shiryu de tal modo que para Astrea no era fácil imponerse en un cuerpo a cuerpo, incluso si solo el santo de Dragón podía ser dañado de recibir un mal golpe. Por esa razón la lucha había durado tanto. El ángel se recubrió de fuego divino y lo arrojó sobre su oponente como la llamarada de una bestia mítica. Shiryu contraatacó con Excálibur, una técnica igual de legendaria. A los flancos del hombre se perdió el río de fuego, partido en dos.
Miró a Astrea. El ángel no solo podía fortalecerse y arrojar fuego, también tenía algunas de las habilidades pasivas copiadas por los autómatas. Bastaba verla para sentir terror, bastaba oler el aroma que desprendía para encandilarse.
Nada de eso serviría con él. Cargó, sintiendo el pecho oprimido. Cada paso volvía más cierto el hecho de que no podía vencer a esa amenaza, que era invencible.
—Ni siquiera contra los dioses hemos retrocedido —afirmó Shiryu.
—Muy pronto yo también seré una diosa —replicó Astrea, al tiempo que el espacio-tiempo se curvaba en torno a su mano extendida—. ¡Podré ser amada por quien quiera!
Shiryu sabía que el siguiente ataque no podría ser bloqueado por el escudo, así que se concentró en atacar antes de que fuera ejecutado. Confiaba en que el manto de Dragón, llamada la máxima armadura entre los mantos de bronce, pudiera resistir aun en el peor de los casos. A tres pasos de su destino, a una minúscula fracción de segundo del choque final, las dudas se volvieron intolerables. El miedo lo dominó todo. Era Fobos, la técnica de un ángel consagrado a Ares, perfeccionada como todas las demás por el terrible oponente que era la sexta virtud zodiacal.
«No estoy solo —reflexionó Shiryu, alistando Excálibur para un último tajo. Aquella no era la misma espada quebrada del pasado. Mientras era sanado, la había reconstruido a partir del cosmos de sus amigos impreso en la Espada de la Creación. Era, de hecho, una nueva arma que acaso podría vencer a ese enemigo—. ¡Yo…!»
En un mismo instante, Shiryu movió el brazo quince centímetros, Astrea hizo caer la mano siete, la Esfera de Mercurio se contrajo y expandió, y Seiya, más veloz que nunca, acometió contra la sexta virtud zodiacal. Sin presentación de ningún tipo, encajó un puñetazo en la mejilla del ángel, mandándola a volar más allá de la flor de loto.
—¡Seiya! —exclamó Shiryu, asombrado. Excálibur se detuvo en el aire. Aún no era el momento de revelar ese nuevo poder.
—Si es un robot, no cuenta como mujer —dijo Seiya, para luego detenerse a recuperar el aliento. Sudaba mucho, lo que dejaba pocas dudas de la clase de amenaza que había dejado atrás. El manto celestial de Pegaso lo cubría y por encima de tal poder hacedor de milagros solo estaban los Astra Planeta—. ¡Deja de mirarme así, le pegué flojito!
Lo cierto es que Shiryu no estaba en posición de sorprenderse porque Seiya golpeara a una mujer. Más adelante podría reírse de eso, y quizá para entonces Seiya sintiera vergüenza, por no estar ya la urgencia de llegar a tiempo. Ahora había cosas más importantes, como el hecho de que su amigo hubiese trasgredido la norma más fundamental de cuantas se impusieron tiempo atrás, cuando decidieron servir como embajadores de la Tierra en el Olimpo. Tal decisión no podía ser azarosa. En la Esfera de Mercurio tenía que haber pasado algo grave para que Seiya la tomara.
—Despreciables simios —gruñó Ipsen, vencedor en su batalla contra Ikki, justo cuando pisó la flor de loto. Sostenía en brazos a Astrea, que deliraba.
—No quiero estar sola, papá. Mírame, ¿no soy perfecta? Soy mejor que esos hombres mortales. Envidio a esos hombres mortales. No quiero estar sola. Quiero que me amen. Quiero amar a quien quiera. Quiero ser una diosa, para no perder nada nunca más.
—Dioses… —lamentó Seiya, viendo la hinchazón en el ángel. Media cara enrojecida, nada menos—. Sí que es dura.
—¡Seiya! —exclamó Shriyu, alarmado.
—Nunca más —repetía Astrea, abrazándose al recién llegado.
—Calmaos, dama Astrea. Yo me encargaré de esos simios de una vez por todas.
Sin dejar de mirar al santo de Pegaso, el autómata se inclinó para dejar a Astrea en el suelo. Justo en ese momento, la temperatura descendió de forma súbita, cristalizando por igual a ambos en lo que dura un suspiro.
Acto seguido, Hyoga de Cisne aterrizó. También él había despertado el manto celestial y miró a Seiya no con asombro, sino con un sumo grado de comprensión.
—¿Esos gemelos…? —preguntó Shiryu.
—Unas hermosas estatuas de hielo… —afirmó Hyoga, poniéndose en guardia enseguida—. ¡Imposible, a esta temperatura…!
—¡Soy Ipsen, el primer autómata clase Machina al servicio de la dama Astrea! —habló el sujeto de armadura negra, al tiempo que el hielo que lo cubría se agrietaba y rompía, liberándolo—. La Visión del ángel hace realidad sus sueños, y yo soy su sueño de un guerrero invencible que la protege de todo mal. Aun así… —Miró a Astrea, todavía recubierta de hielo y sumida en el plácido reino de Morfeo.
—He sellado a tu señora, ya no seguirá robándonos el cosmos. Por ahora. —Hyoga, viendo el gran poder que Ipsen escondía, tuvo un acceso de prudencia.
—Vosotros sois muy fuertes —intervino Seiya, acercándose a Ipsen. El autómata lo miró con hosquedad, aunque no se levantó, sosteniendo todavía al ángel—. Quiero decir, de verdad sois muy, muy fuertes.
—Lo bastante para vencer al más débil de vosotros —murmuró Ipsen, solo para abrir mucho los ojos al siguiente segundo.
Allá donde había concluido la batalla del autómata contra Ikki de Fénix, se encendió un fuego más ardiente que las llamas solares que debiera enfrentar Hyoga durante su enfrentamiento contra Adán y Eva, y más intenso que el río flamígero que partiera Shiryu en su duelo con Astrea. Era un ardor que aun las estrellas envidiarían, nacido de un alma que había caminado a la par de una diosa y que había superado el nocivo tacto del odio, la ira, el lamento, el dolor y el recuerdo. Aquel prodigioso espíritu, entrelazado por la sangre de Atenea, formó el manto celestial de Fénix, que permitió a su portador llegar hasta la flor de loto en lo que Ipsen parpadeaba. Entre el hombre que creyó haber vencido y aquel, había un abismo.
—De modo que ni siquiera el frío de Cisne puede con el fuego de Fénix —alabó Hyoga—. Bueno, una copia es una copia, al final del día.
—Déjate de bromas, Hyoga —acusó Ikki, cuyo ceño fruncido bien podría ser usado para aplastar oricalco—, ¿qué has hecho con esa mujer? No siento ningún cosmos en ella. Es como si no existiera.
Ipsen era el más interesado en obtener una respuesta. Él había recogido cada una de las técnicas de Hyoga y las había empleado contra Ikki, apagando incluso por un momento las llamas del Fénix. Bien que había sido en un momento de máxima desesperación, cuando no pensaba en otra cosa que rescatar a su señora, aquella fuerza congelante y el hielo del que debió librarse después bordeaban la imaginación del autómata. El hielo que cubría Astrea estaba más allá de toda comprensión.
—Quedaban escasos segundos para que el ángel alcanzara el suficiente grado de poder para devorarnos. Primero iría Shiryu, después nosotros dos, planeaba sorber hasta la última pizca de nuestro cosmos. Si lo hubiese logrado… —Miró a Seiya, magnífico en su manto celestial. No tuvo que decir nada para indicar que ni ese poder ilimitado habría bastado contra Astrea de haber cumplido su objetivo—. La he sellado. Cuerpo, alma y mente reposarán durante un tiempo. Como ya he dicho, no será permanente.
Ikki asintió, conforme con la explicación.
—Así que estamos a salvo —entendió Seiya, relajándose por fin.
—No usaste ninguna técnica —observó Shiryu—. Ni el Polvo de Diamantes, ni la Ejecución de la Aurora. Ni siquiera he visto Anillos.
—Ahora mismo mi poder es algo más que poder —dijo Hyoga, siendo claras las dudas en el semblante tenso—. Aquello que deseo que se detenga, se detiene. No solo los átomos. Es como si impusiera mis propias leyes a este mundo. De alguna forma.
—Lo que tú detengas, yo lo pondré de nuevo en movimiento —dijo Ikki, posando la mano en el hombro de su compañero, que lo miró extrañado—. Así que descuida.
—A esta mejor no, ¿eh? —comentó Seiya. Ikki y Hyoga sonrieron, mientras que Shiryu, demasiado equilibrado para ese humor chusco, negaba con la cabeza.
—¿Qué sois vosotros? —preguntó Ipsen, alzándose—. Interrumpir la Hipnoterapia, sellar a la dama Astrea, quemar un hielo aun más frío que el más helado rincón del universo… Vencer a dos autómatas clase Machina sin sufrir daños. Es imposible que unos simples simios puedan obrar tantos milagros.
—Ah, sí, no me he cargado a tus amigos, aunque tardarán un rato en llegar. Son lentos —aclaró Seiya—. Y ya que ahora nos reconoces como humanos…
—¿¡Humanos!? —exclamó Ipsen, con los ojos muy abiertos y la boca formando una desagradable mueca—. Sois monstruos. La peor clase de monstruo imaginable. Si no os destruyo ahora, arrastrareis el universo entero a la destrucción.
Con cierta reticencia, Ipsen dejó de custodiar el cuerpo cristalizado de Astrea y dio un decisivo paso hacia los santos de Atenea.
Antes de que pudiera avanzar más, algo lo detuvo. Algo que unía a todos los seres humanos sin importar la raza: instinto. En un simple segundo, el cosmos de Shiryu, en perfecto equilibrio, encendió la sangre divina en el manto de Dragón, del cual emergieron las alas del ser legendario inmortalizado en los cielos por los dioses. Era hermoso y brillante, como una piedra preciosa que fungía a la vez como armadura y prenda sagrada. El color principal era esmeralda, salvo algunos detalles dorados que honraban el futuro prometido en que dioses y hombres caminarían juntos. De oro era también el signo del sol grabado en el escudo, una defensa que ni los autómatas clase Machina ni la propia Astrea podrían mellar jamás, por mucho que lo intentasen. Y en cuanto a la espada, esta no residía más en el brazo derecho del santo de bronce.
El propio cosmos de Shiryu era una espada envainada, capaz de partir a Ipsen en dos si hacía un mal movimiento. La espada que todo lo cortaba, la versión definitiva de Excálibur que obedecía los pensamientos de aquel milagro viviente.
—Vosotros sois aquellos que retuvieron a la Muerte —reconoció Ipsen—. Este es el milagro de Elíseos que mi dama Astrea buscó dominar.
—Robar —se quejó Seiya—. La palabra es robar.
—A ti te habría conservado —sugirió Ipsen—. Por cada raza de hombres, escogió un alma notable. Por el oro, yo; por la plata, Luceid; por el bronce, Heldalf; por el hierro, Maurice. Tú no tienes nada que ver con eso, tienes el alma de un héroe.
Para ninguno de los santos de Atenea pasó desapercibido el desprecio con el que aquel sujeto hablaba de los héroes. Cuando los trataba de simios o monstruos era más digerible. Tampoco se les escapó la referencia apenas velada del destino que pudo tener Seiya en manos del ángel de la Justicia. El rostro de aquel no se tiñó de rojo solo por la urgencia de la situación, aunque sí que miró a la criatura a la que había golpeado. Una perfecta estatua de hielo, en perfecto reposo, salvo por una imperfección en la cara.
—Eres un auténtico animal —observó Ikki.
—Salvaje como un héroe griego —añadió Hyoga.
—En eso estamos todos de acuerdo —aprobó Shiryu.
—Ah, no tenemos tiempo para estas tonterías, ¡dejad de comportaros como una panda de mocosos! —gritó Seiya, logrando transmitir con sus ojos lo que no podía con las palabras—. Estamos atrapados. Lo hemos estado todo el tiempo.
—¿Como monos en la palma de Buda? —preguntó Ikki, mirando al autómata. Este permanecía en silencio, cauteloso de desafiar a cualquiera de los cuatro.
—Como hombres en la palma del Hijo, más bien —corrigió Seiya, pasando a través de la broma—. Entraré en detalles cuando nos vayamos de aquí. Saori no podrá retener mucho más a los Astra Planeta —explicaba presuroso el santo de Pegaso. La expansión y contracción de la Esfera de Mercurio ejemplificaba a la perfección la urgencia que ahora lo movía. Por ello, aunque sorprendidos por escuchar el nombre de su diosa, su amiga, ninguno de los santos de bronce hizo algún comentario. No era el momento—. Sea como sea, he decidido dejar de huir de nuestro destino, sea el que sea. ¿Me seguiréis, amigos? Puede que sea un camino sin retorno.
—Dioses —gruñó Ikki—, ¿desde cuándo hablas tú de arrepentimientos y demás tonterías del resto de la gente?
—Eres Seiya —dijo Hyoga—. No piensas en el mañana, ni en el ayer, sino en el hoy. Lo que tienes que hacer, lo harás.
—Deja que nosotros nos preocupemos de las consecuencias —dijo Shiryu—. Tú ve adelante, nosotros te acompañaremos. En realidad, ya hemos empezado a hacerlo. Como siempre. Desde aquel día en Reina Muerte.
Los cuatro intercambiaron miradas llenas de nostalgia. Sentían que una vida los separaba de aquellos días en que eran extraños. Enemigos, incluso.
—Sobre las consecuencias… —No sin dudas, Seiya acabó dirigiéndose al autómata—. Voy a necesitar tu ayuda. La tuya y la de tu ama.
—¿Ayudarte yo a ti? —preguntó Ipsen, lleno de desprecio. Seiya no habría puesto peor cara de haberse encontrado una cocina infectada de cucarachas—. Tu manto sagrado te delata, has tomado la decisión que traerá la ruina a todo el universo.
—Toda la Creación —fue la sombría corrección que dio Seiya al autómata. Aprovechando la sorpresa, añadió—: Caronte de Plutón es nuestro enemigo. Nadie puede cambiar eso ya. Lucharemos con él y contra los Astra Planeta si es necesario.
El semblante de Ipsen pasó del desprecio a la burla.
—Moriréis. Ningún mortal puede vencer a los Astra Planeta.
—Es posible que muramos, como es posible que mueran ellos —dijo Seiya, encogiéndose de hombros—. Tal vez muramos todos. En ese caso… —Sorprendiendo por igual a aquel enemigo y sus amigos, le tendió la mano—: Contamos con vosotros para reparar las consecuencias de nuestros actos.
Ahora los bien abiertos de Ipsen reflejaban la más pura confusión.
—Bromeas…
—Todo el tiempo. Y mira que no hay nada más serio que esto. Tu señora es el ángel de la Justicia, ¿no? Pues acompáñala a la Esfera de Mercurio. Ahora debería ser posible. Debe reunirse con los dioses y el resto de guerreros celestiales.
—Los dioses no apreciarían nuestra presencia —dijo Ipsen, mirando a Astrea con no poca devoción. La idea de que su sueño no fuera eterno lo tranquilizaba.
—Tampoco me aprecian a mí y tuvieron que hablar conmigo —replicó Seiya—. Tengo un mal presentimiento, no me iré tranquilo de aquí si no aceptas.
Pasó el tiempo. La Esfera de Mercurio seguía achicándose y agrandándose, liberando unas ondas de luz rosada que lo bañaban todo hasta donde alcanzaba la vista. Shiryu, además, recordaba que había enemigos que estaban por llegar, así que sintió deseos de pedirle a Seiya que olvidara eso, que ellos podrían encargarse de cualquier peligro que corriera el mundo. Para eso habían nacido, eran los santos de Atenea.
Cuando Ipsen estrechó la mano de Seiya, sin embargo, él mismo sintió alivio. Pensar en que aquellos rivales formidables pudieran luchar cuando ellos no estuviesen lo tranquilizaba. Llevó su mano al corazón, que había latido deprisa y furioso.
—Yo también me alegro —dijo Ikki, como leyéndole la mente.
—Podría dejar de mirarnos como si fuésemos nosotros los que queríamos comernos a su ama y no al revés —apuntó Hyoga, carraspeando.
—Jamás podría vernos de otra forma —creyó Shiryu con sinceridad. Veía la dura expresión de Ipsen y veía toda una historia detrás—. Para él, nosotros somos los belicosos humanos que vinieron mucho después de su raza.
Ni Seiya ni Ipsen dijeron nada, bastándoles lo ya dicho y lo que reflejaban los ojos de uno en los de otro. El santo de Pegaso giró, y de un salto, recorrió todo el abismo entre la flor de loto y el último de los cielos.
—¡Rayos, por poco y tengo que convencer también a los otros dos! —exclamó Seiya.
Shiryu, Ikki y Hyoga no tardaron mucho en alcanzarle. La ventaja que les llevaba en cuanto a rapidez lucía mejor en el combate. Cuando se dominaba una velocidad superior a la de la luz, las distancias largas dejaban de importar.
—Así que vamos a hacerlo, después de todo. Matar a Caronte —dijo Hyoga, sin sutilezas. Justo la brusquedad que Seiya necesitaba.
—Aunque eso sea justo lo que quiere el Hijo —añadió el prudente Shiryu.
—Creo que no podemos escapar a los planes del Hijo. Ya no —respondió Seiya—. Hay muchas cosas que debo contaros… —Dónde estaba Caronte, para empezar. La verdadera historia de las Guerras Santas, qué eran los Astra Planeta, el Gran Plan de Atenea… Sobre todo, tenían que saber que Caronte de Plutón no había sido enviado por los dioses del Olimpo. Y Shun, ¿sería correcto decirles ahora que nunca más volverían a verle? ¿Sería correcto negarles el derecho a llorarle? Si lo que descubrió en la Esfera de Mercurio era verdad, entonces era muy posible que todos, santos de Atenea y Astra Planeta, se destruyeran de forma mutua. Miró a Ikki—: Para empezar, Shun…
—¿No te parece que tuvimos bastante charla ahí arriba? —Lo interrumpió Ikki. La Esfera de Mercurio destellaba poder puro, latiendo en la lejanía como un corazón humano. La flor de loto, así como Astrea e Ipsen, había sido consumida por ella en un instante—. Más nos vale mover el trasero. Después decidiremos qué hacer.
—Estoy de acuerdo —dijo Hyoga—. No es momento de dudar. Despertamos nuestros mantos celestiales, el poder dormido por veinte años. No hay vuelta atrás.
—Aunque me gustaría saber algunas de esas cosas —dijo Shiryu, mirando a Seiya.
El santo de Pegaso asintió. Podían hablar por el camino. Había mucho que contar.
Tras asentir los cuatro, Hyoga y Shiryu emprendieron la marcha, cubriendo una enorme distancia en un simple parpadeo. Seiya los habría seguido, alcanzado y superado, de no ser porque Ikki lo detuvo, agarrándole del hombro.
—Shun ha muerto, ¿verdad?
—Ikki… —En la mirada del santo de Fénix había tal certeza que no pudo mentir—. Sí. Murió luchando con uno de los Astra Planeta, por el dominio de la Esfera de Júpiter.
—Lo imaginaba. —Echando la cabeza atrás, Ikki contempló las alturas del cielo. La luz lo impregnaba todo sin venir de ninguna estrella. Éter. Bañado por esa luminiscencia, las sombras entre los rasgos lucían más lúgubres y pesadas—. Desde hace días, los dioses sabrán cuántos. Sentí que el frío de la muerte me atravesaba la espalda. Desde entonces no he podido concentrarme ni una sola vez, hasta ahora.
Se golpeó el peto, quizá con demasiada fuerza. Aquel manto celestial era mucho más que un nuevo poder. Era la consecuencia de un nuevo despertar. A Seiya le había aclarado las ideas, imaginaba que era lo mismo para los demás.
—Has hecho lo que has podido —dijo el santo de Pegaso—. Sin ti, no habríamos llegado hasta aquí. Y ahora viene lo más difícil.
—Sí —aceptó Ikki, mirándole de reojo. La expresión cansada, abatida; una sonrisa forzada, más triste que el llanto que no se permitía. Como si el fuego de Reina Muerte hubiese incinerado su capacidad de sentir tristeza—. Shun quería la paz.
—Sin duda.
—Nosotros pondremos en riesgo el universo, traeremos la guerra.
—El Hijo la traerá. Nosotros seremos parte de ella. No, ya lo somos, en realidad.
—Me pregunto si Shun sabía que llegaríamos a esto.
Seiya lo pensó por un momento. Narciso había indicado que la falta de un regente de Júpiter complicaba las cosas. A la vez, Hermes sugirió que el objetivo del Hijo pudo ser, no controlar al futuro regente de Júpiter, sino que no hubiera uno, a la vez que generaba en ellos un odio ciego para los Astra Planeta. Conectando toda esa información, comprendía por qué Shun había dado su vida. No era la lucha de la marioneta del Olimpo contra quien buscaba destruirlo, sino el deseo genuino de un gran héroe por seguir protegiendo la Tierra y la humanidad.
—Shun combatió por sus propios motivos —declaró Seiya—. En todo momento, hasta el final, no fue una marioneta. Tampoco lo seremos nosotros.
—Te creo —aseguró Ikki, con la vista fija en el horizonte—. Vamos a tener que hablar, los cuatro, una vez salgamos de este cielo vacío de dioses. Es mejor que no les hables de Shun hasta el final. Nuestra confianza en lo que hacemos pende de un hilo.
Puesto que aquella había sido la forma en que Seiya había pensado, asintió, conforme, y juntos volaron, Pegaso y Fénix, para reunirse con Dragón y Cisne.
Fue un viaje largo y solitario en el que pudieron hablar de muchas cosas.
—Para empezar —dijo Seiya en el momento en que se reunieron los cuatro—, debéis saber que los dioses no enviaron a Caronte de Plutón en nuestra contra.
xxx
Fue una batalla terrible. Cien soles chocando una y otra vez contra la Estrella de la Mañana, alrededor de un macrocosmos que nacía y moría sin descanso.
Como resultado, la Esfera de Mercurio había cambiado. Una espiral infinita, conteniendo una estructura inmensa. Esta última, pilar del corazón de aquel mundo, poseía la composición del mismo tipo de nubes que conformaban la superficie del cielo, así como la forma de una concha marina. Sobre la misma se hallaban, derrotados e inconscientes, los valerosos ángeles que habían desafiado a los Astra Planeta.
—Me habéis hecho sudar —dijo Narciso—, héroes.
Así como los santos de Atenea poseían los mantos celestiales, los Astra Planeta contaban con las albas, cristalizaciones del poder de las Esferas de Crono que les permitía eludir las leyes del universo. Desde los pies a la cabeza, el alba de Venus cubría ahora el cuerpo de Narciso de Venus, sin dejar una sola zona vulnerable. Más que una armadura, era una segunda piel, conectada a la Esfera de Venus por el disco solar que flotaba tras su espalda. La superficie del alba, semejante a un espejo, había reflejado toda suerte de técnicas, haciendo entender a todos aquellos guerreros celestiales el peso del karma. Ícaro fue el primero en verse atravesado por sus propios rayos, que llamaba con arrogancia Altitud Máxima, y si mil veces se había vuelto a levantar ese curioso guerrero, mil veces había caído de nuevo sin lograr nada.
Luceid y Heldalf, con sendas túnicas blancas cubriéndoles desde la cabeza a los pies, estaban cerca, observándole. Debido a los movimientos de flexión y extensión de la Esfera de Mercurio, para cuando la atravesaron, los santos de bronce ya se habían marchado, y poco después esta absorbió la flor de loto junto a todos los que allí se hallaban. Fue un momento de gran caos, pues el gran poder que se desataba en el centro de aquel lugar hacía que las distancias se agrandaran más allá de los límites establecidos y se achicaran después, de tal manera que apenas había distinción entre estar en la superficie y en el corazón de la Esfera de Mercurio. Sin embargo, a diferencia de Ipsen, que yacía entre los cuerpos ensangrentados de Ícaro, Aquiles y Teseo, Luceid y Heldalf no se habían sumado a la pequeña rebelión, sino que se centraron en resguardar el cuerpo de Astrea que Hyoga de Cisne había sellado.
Lo que más le intrigaba era la facilidad con que Seiya había convencido a Ipsen de rebelarse, sin siquiera sugerirlo. Había algo muy valioso en aquellos cuatro, algo que el dios del miedo no pudo vencer. Era la más pura cristalización de la esperanza que jamás se hubo visto, un tipo de alma humana tan querida por la diosa de las guerras justas como lo fue la de su más querida discípula, Pirra de Virgo. Como resultado de ese mal recóndito de la Caja de Pandora, él, Narciso de Venus, había sentido frío. Recordaba con precisión el momento en que se vio cubierto de hielo, el instante en que se sintió tan vulnerable al asalto de cien ángeles que necesitó tomárselos en serio. ¿Qué habría sido de él si no hubiese estado protegido por el alba y el aprecio de Galatea de Mercurio? Como poco, la inmortalidad de un astral se habría puesto a prueba.
—Serás útil —dijo Narciso, viendo al único miembro de la Raza de Oro que se negó a ascender a los cielos, cuando pudo hacerlo. Era un gran hombre, aunque algo obstinado. Que tomara los poderes de uno de los héroes legendarios que vencieron a la Muerte era un as en la manga más por si todo se arruinaba—. Ahora, ¿me pregunto qué ocurrirá…? —No podía moverse desde hacía rato. Hilos áureos se lo impedían. Como los restos de un telar deshilachado, o una telaraña salida de las manos de la mismísima Aracne, el cosmos de Atenea había cubierto todo el campo de batalla, limitando a dos miembros de los Astra Planeta a la vez. Toda una proeza—. Quizá podría deshacerlo.
Él era de la Raza de Oro, podía transformar la realidad con sus manos. Con esa facultad había preparado el camino para el renacimiento y posterior liberación de su señora. Era posible que pudiera cambiar uno de esos hilos, también, solo que para eso tendría que tocarlos y eso sería el fin. Al principio, la antigua reencarnación de Atenea había empleado el vasto cosmos que poseía, capaz de envolver el universo entero como si este fuera nada más que una perla, en bruto. Ráfagas de poder puro. Según combatía a Galatea de Mercurio, si es que a esa riña se le podía llamar combate, fue refinando la ofensiva gracias a los recuerdos de su antiguo yo que enfrentara a Encelado, dándole al poder una forma con sentido único, el secreto transmitido a los guerreros sagrados que era llamado sin más como técnicas de combate. Aquellos hilos tenían, pues, varias particularidades, como que cubrían todas las dimensiones espaciales, descartando cualquier forma de movimiento incluyendo el teletransporte, y que el más mínimo roce sellaría cuerpo, alma y mente del responsable en el acto.
Él no podía dormir por la eternidad, tampoco se hallaba en la Esfera de los Espíritus de la Creación, de modo que solo le quedaba reconocerse derrotado y esperar lo que fuera que la diosa deparara para ellos. El alba de un astral daba inmunidad para las leyes dictadas por los dioses sobre el universo, no para la cólera personal de un dios.
Al fin y al cabo, todo ese asunto ya estaba previsto.
—¿Qué parte de iros de mi casa no entiendes? —preguntó con sumo agotamiento Galatea. Se había fundido con la Esfera de Mercurio, de modo que esta la cubría de los pies a la cabeza dándole la apariencia de una masa humanoide de energía color esmeralda, con dos grandes ojos rosados resaltando en lo que sería la cara.
Alrededor de Saori estaban los derrotados ángeles y el también vencido Narciso, todos sobre el telar que presurosa había tejido para poner fin a la lucha inútil. Más allá, el mundo giraba como una espiral interminable de océanos verdosos que burbujeaban recuerdos. No de Ethel, al alma noble que cimentaba el recuerdo del que nació Galatea de Mercurio, ni tampoco de esta última, o la anterior regente de la primera Esfera de Crono, sino de seres olvidados por el universo. Antiguos campeones que se elevaron por sobre sus semejantes para formar la vanguardia de la Creación. Eran las vidas de los antiguos Astra Planeta, escenas de las más largas existencias que jamás conocieron los mortales, representadas bajo una agradable luz rosada.
Por mucho que miró, no pudo encontrar un solo momento de la larga y tortuosa vida de Hashmal de Leo, fuera antes o después de convertirse en el único discípulo de Zeus.
—¡Mírame! —exigió Galatea, saltando hacia ella.
—Es —dijo Saori, deteniéndola con solo posar un dedo en su frente—, idos. —Galatea salió propulsada unos cuantos metros, donde rebotó y se quejó como una simple niña—. Puedes dejar de fingir ya, mis amigos se han marchado hace rato.
—Oh, lo sabías. —Callando el supuesto dolor como si nunca hubiese existido, Galatea se puso de pie—. Ese bruto fue un inconsciente. El poder de los hombres y el de los dioses, unidos aquí, rompió el sello que mantenía este lugar bajo control.
—Ah, ya veo, de eso se trataba. —Saori sonrió, comprendiendo por fin el secreto detrás de los movimientos de Narciso. Estaba previsto que ella se comunicara con Seiya, pero el astral había retrasado el momento demasiado—. Envolvió las memorias de la antigua regente de Mercurio con el recuerdo idealizado de una madre sobre su hija. Engañando a la Esfera de Mercurio, pudo ganarse la confianza de los poderes divinos que aquí fluyen para hacer cambios menores en la superficie. Garantizó tu nacimiento, a sabiendas de que él no habría podido liberarte por sí solo.
—Pues claro. La Esfera de Mercurio está sellada en la Esfera de Venus. Por eso se me ha pegado encima, porque todavía no la rijo, solo soy parte de ella.
—El núcleo. Ahora el sello está roto.
—Aunque soy la reencarnación de la antigua regente, no puedo saltarme el proceso de renacimiento de los Astra Planeta. Todo ese ciclo de creación y destrucción debe ocurrir. ¡La Esfera de Mercurio está pariéndome! —explicó Galatea con alegría—. Existe el riesgo de que destruya los cielos en el proceso, ya que los dioses no están. Además, si no apuraba a ese bruto, los otros brutos habrían acabado en la panza de Astrea —añadió llevándose las manos a la barriga, que palmeó sin reparos.
—Ha sido todo un detalle pensar en mis amigos —dijo Saori—, por eso perdonaré esta vez este intento de un humano por manipularme. —Galatea ladeó la cabeza, confundida—. Los miembros de la Raza de Oro son tan humanos como los de las razas que vinieron. Y Narciso no se valió solo del despertar del manto de Pegaso para romper el sello, también me usó a mí. Sabía que uno de los dioses del Olimpo se manifestaría en la Esfera de Mercurio, así que retrasó esta reunión hasta que tuviera a su disposición todos los medios para traer de vuelta a su señora. Es muy posible que previera la respuesta de Seiya y que como consecuencia ambas nos enfrentaríamos.
—Entonces él no ha intentado manipularte, te ha manipulado y ya está. —Con las manos en las caderas, añadió a viva voz—: ¡Eres tan bruta como el otro bruto!
—Sí —respondió Saori con una gran sonrisa—. Somos tal para cual.
Empezó a desaparecer. No era más que un mensaje enviado veinte años atrás. Un milagro de los dioses ausentes a los que ella jamás podría unirse ya. Y los milagros lo eran porque no perduraban. Un momento en que lo imposible se volvía posible, nada más. Galatea la observó en silencio, parpadeando con extrañeza, hasta que dijo:
—Si hubiese tenido el alba, habría ganado yo.
—¿Había algo que ganar? Yo ni siquiera existo.
—Aun así —insistió Galatea—, habría ganado. Soy fuerte.
—Tú no has nacido para las batallas —replicó Saori, quien había comprendido incluso esa parte de la manipulación de Narciso—. Eres una niña y siempre lo vas a ser.
Los Astra Planeta eran inmortales. Jamás envejecían, tuvieran la edad que tuvieran.
—Oye —dijo Galatea, cuando ya el cuerpo de Saori era apenas la imagen traslúcida de un fantasma—, ¿qué debemos hacer ahora? Los dioses hablaron con ese bruto. ¿Por qué no me dicen nada a mí? Que me siente y espere, dicen.
—Seguid actuando como hasta ahora —contestó Saori—. Siguiendo los dictados de vuestro corazón. Es tarea de los cielos resolver los errores humanos.
Dicho aquello, Saori Kido desapareció para siempre.
Notas del autor:
Shadir. La mitología griega, con sus héroes y dioses, me llevó hasta Saint Seiya. Vaya, si empecé a escribir de Saint Seiya con vistas a hacer una Saga del Cielo, como hacía todo el mundo. Al final fui por otros derroteros, pero me alegra poder estar tocando estos temas que en lo personal encuentro tan interesantes. ¿Cuál será la respuesta de Seiya y sus amigos, esos campeones a los que hemos seguido por tanto tiempo?
