Adrien despertó ese día recordando que siempre había querido observar el atardecer desde un bote en medio del océano.
No tenía completamente definido de dónde había nacido ese deseo, pero seguramente venía de la historia que su madre le contaba cuando niño, esa en la que, cuando un hombre queda embelesado admirando la belleza de los colores que solo la naturaleza es capaz de crear, podía llegar a ver hasta la mismísima magia. Y podía ver sirenas y colores y formas que normalmente no eran visibles. Y en ese momento entendía que la línea entre lo real y lo maravilloso se borraba para formar lo más hermoso de la vida.
A veces recordaba riendo que, cuando le preguntaba si podría conocer a una sirena, su madre, la reina Emilie le decía que para eso debía ver la belleza del mundo con los ojos de su alma.
Qué imágenes había traído el sueño esa noche a su mente era un misterio porque, sin importar cuánto se esforzara, no conseguía recordarlas. Lo que sí recordaba, como si hubiese ocurrido el día antes, era esa conversación con su madre en la que le decía que él también quería ver la magia y ella, desde la cama a la que la enfermedad la había confinado, acariciaba sus cabellos dorados y lo miraba con infinito amor mientras le decía esa frase que él nunca llegaba a olvidar:
—Lo conseguirás sólo si abres tu corazón a la mayor de todas las magias.
Por supuesto, para un niño de ocho años, aquellas palabras eran tan enigmáticas como inentendibles, pero incluso así se quedaron grabadas en su mente y él las recordaba cada día, especialmente porque fueron las últimas palabras que su madre llegó a decirle. Luego de eso, nunca había vuelto a escuchar su voz.
Su madre siempre había sido alguien muy espiritual, y hasta en sus últimos momentos, cuando ya los labios no le permitían comunicarse con su hijo como lo hubiese querido, sus ojos, que nunca perdieron su color verde intenso, le transmitían aquella espiritualidad, aquella felicidad absoluta de ver a quien más amaba a su lado.
Adrien ya no creía en las sirenas o en la magia. Hacía 10 años que el mundo le había arrebatado a la persona más especial que había conocido, la que había inculcado en él aquellas fantasías y ahora, con 18 años, solo le quedaba soportar el peso de los sueños perdidos y las alegrías enterradas para nunca regresar a su vida.
Sin embargo, el nuevo día comenzaba y con él, Adrien volvía a portar su máscara, esa que ocultaba su dolor e incertidumbre. Por el bien de aquellos que estaban a su cuidado, Adrien escondió las palabras de su madre y los recuerdos de momentos felices tras su antifaz invisible.
Levantarse al alba era ya un hábito grabado en sus huesos y no necesitaba que alguien viniera a despertarlo. Así disfrutaba, mientras se preparaba para el día, del espectáculo del amanecer. Ese sol del inicio del día siempre le daba fuerzas para enfrentarse a los problemas que sabía que vendrían en el transcurso de la jornada.
Invariablemente, cuando el sol emergía completamente, la consejera real, la paciente Nathalie, tocaba tres veces a su puerta, no dos ni cuatro, sino tres, y le informaba de sus tareas del día. El hecho de que una mujer fuese Consejera Real había dado algunos quebraderos de cabeza en el consejo de ancianos en su momento, pero ella se supo dar a respetar y demostró que, sin importar su género, era tremendamente eficaz. Y lo era tanto que las personas en la corte la utilizaban a veces para cuadrar sus propios tiempos y rutinas. Nathalie era tan o más precisa que un reloj. Cuando era más joven, Adrien solía preguntarse si Nathalie dormía en algún momento.
Mientras le informaba a Adrien de sus tareas del día, lo hacía con horarios establecidos, considerando incluso tiempos extra por si surgía algún tipo de eventualidad o imprevisto. Calibraba cada momento con precisión milimétrica, y eso, aunque le permitía a Adrien hacer mucho en un solo día, también significaba que muchas veces se sentía ahogado en unas circunstancias que se sentía impelido a cambiar, incluso si era como arar en el mar.
Adrien era el príncipe de aquel hermoso país, rico tanto en la tierra como en el mar. Sus cosechas eran las mejores; sus gentes, en su mayoría, felices; la pesca tampoco se les daba mal. Sin embargo, Adrien, como futuro monarca, debía encargarse de gestionar hasta las más pequeñas trifulcas y la realidad es que era muy bueno en ello.
De corazón noble y espíritu bondadoso, pero justo, siempre se las arreglaba para resolver cualquier cuestión de forma pacífica. Sus súbditos lo adoraban, lo habían visto crecer corriendo entre callejones, rescatando animales perdidos, trepándose en árboles para ayudar a los más pequeños… Era un hijo más para todos y lo respetaban muchísimo.
Las jóvenes de la aldea no dejaban de preguntarse quién sería su reina y soñaban con ocupar el trono en el corazón del príncipe a todas horas. Sabían que probablemente se trataría de alguna princesa de una tierra que permitiera que la unión de ambos reinos reportara beneficios económicos a ambas regiones. Pero esa certeza no evitaba que suspiraran ante el solo pensamiento del príncipe.
Y es que el joven Adrien llamaba mucho la atención por su aspecto físico a donde quiera que fuera. El color de sus ojos era en extremo inusual. De hecho, los más ancianos del reino decían que solo habían conocido a alguien con un color parecido, mas no igual, al de los ojos del príncipe, y ese alguien había sido la mismísima reina Emilie, madre de Adrien. Pero las matronas decían que, mientras el color de los ojos de la reina había sido un verde natural y que inspiraba tranquilidad, el verde en los ojos de Adrien era más vivaz y activo, un tono que hablaba de fuerza, inteligencia y dulzura a la vez.
El rubio de sus cabellos, también heredado de su madre, se inclinaba más hacia los matices dorados y ello, en un reino donde predominaban los tonos de cabello castaño, resultaba notorio.
Pero si hubiesen sido solo los ojos o el cabello, tal vez no hubiesen sido tantos los suspiros.
Sin embargo a lo anterior se sumaban su altura, su cuerpo esbelto y formado por el trabajo, su sonrisa fácil y franca, su apostura, digna de los mayores héroes, su inteligencia y generosidad. Adrien no era un príncipe que se sentara y esperara ser complacido, sino que bien se lo podía encontrar en la forja con los herreros o en los muelles ayudando a cargar la mercancía. Por supuesto, para realizar todas esas labores debía escapar de su guardia personal, pero ese era uno de los pocos momentos divertidos que tenía su día, al menos para él. Aunque Adrien estaba seguro de que su guardia no opinaba de esa manera.
Un secreto a voces era que los habitantes del reino sabían que Adrien sería un rey estupendo, uno que estaría a la altura de cualquier reto. Y, quienquiera que se convirtiese en su reina, sería la mujer más afortunada de cuantas habían existido a lo largo de la historia. Sin embargo la realidad era que Adrien ni siquiera había tenido tiempo de pensar en el amor, mucho menos en el matrimonio.
El joven príncipe, desde muy temprana edad, había tenido que asumir la carga casi total del reino sobre sus hombros producto de la depresión de su padre, el rey Gabriel.
Y ese era otro comentario velado entre los habitantes del reino. Algunos incluso decían que, si Adrien llegaba a ser un mal rey, nunca lo sería tanto como su padre. Todos sabían que era algo imposible, que Adrien sería un rey magnánimo y muy entregado a su gente, pues ya lo era como príncipe; sin embargo el estado comparativo era un obligatorio tema de conversación en cada taberna o puesto de ventas. Había quienes decían que, si no hubiese sido por Adrien, el reino hubiese perecido cuando lo había hecho la reina.
Así que, a sus responsabilidades como príncipe, Adrien añadía también las de su padre que, a pesar de ser el rey, se había encerrado a sí mismo y a su tristeza por la pérdida de su esposa en una de las torres más altas del palacio y jamás salía. Adrien se debía encargar de todo en su lugar y, a última hora de la tarde, realizar un informe completo de lo que había acontecido durante ese día. Este informe no era buscando involucrar a Gabriel en el quehacer diario del reino, sino comprobar que Adrien cumplía con sus deberes como solo un monarca del reino de Agreste estaba obligado a hacerlo.
Adrien anotaba mentalmente todo lo que hacía durante el día y que debía informarle a su padre. En ese momento, recién había resuelto una discusión entre dos vendedores de pescado fresco cuando sintió una mano posarse con camaradería en su espalda.
—Hola, Nino. —Saludó a su mejor y único amigo.
Nino era un chico larguirucho y de piel tostada y con un sentido del humor bastante peculiar. Él y Adrien se habían criado prácticamente juntos desde que habían nacido, así que él y el príncipe eran más que amigos, eran hermanos.
—Y, —dijo este—, ¿listo para escapar un rato de la monotonía?
—Nino, no puedo. Lo siento. Todavía tengo que ir a ver a los artesanos por un problema con una cerámica, a los herreros que se encontraron una preocupante impureza en el material, y se acerca la hora en la que debo ver a mi padre. —Comentó Adrien compungido.
—Amigo, nunca tienes tiempo para divertirte.
—No digas eso. —A Adrien su propia protesta le parecía falta de fuerza, pero por costumbre debía tratar de que su amigo no adivinara la tristeza que a veces no le dejaba respirar. Se había prometido a sí mismo que nunca sería como su padre y, parte de esa promesa consistía en no permitir que la pena lo venciera—. Sabes que nadie es mejor que yo resolviendo esos problemas.
—Sí, lo sé —el convencimiento de Nino era absoluto. Había visto al príncipe en acción resolviendo escándalos o solucionando problemas y la realidad era que no había nadie como él —. Pero eso te quita tiempo a ti de divertirte.
—Eso está a punto de cambiar.
La voz ronca y suave del maestro hizo que ambos se dieran la vuelta rápidamente con una sonrisa. Ambos amigos le tenían mucho cariño a aquel viejo sabio y sus consejos y ayuda los había salvado en más de una ocasión.
—¿Cómo se encuentra hoy, maestro? —preguntó Adrien con educación.
—Mis viejos huesos me dan un descanso de sus dolores y, gracias a eso puedo disfrutar del exquisito pastel de manzana que venden en la pastelería de Doña Dulce.
—Lo acompañamos, maestro —dijo Nino sin siquiera preguntarle a Adrien si podía, pero sabía que este no se negaría. Tenía debilidad por el anciano. —Así aprovechamos y nosotros también comemos algo.
—Más bien, van a comer media pastelería. Estos jóvenes y sus estómagos sin fondo…—comentó con un cansancio que su sonrisa desmentía— En mis tiempos de juventud yo era exactamente igual —les confesó guiñándoles un ojo.
Riendo, se dirigieron a la pastelería más conocida del pueblo, famosa por delicias indescriptibles y únicas. Los tres entraron en el antiguo edificio de dos pisos construido de madera. Como siempre, doña Dulce se encontraba en el mostrador mientras su esposo, André, horneaba los pasteles que vendían. Dulce y André tenían trece hijos, ocho de los cuales los ayudaban con la pastelería mientras los otros trabajan en el puerto.
Adrien, Nino y el maestro Fu saludaron a Dulce y a los hijos de esta que se encontraban presentes y se dirigieron a su mesa acostumbrada al fondo del local. La presencia del príncipe en el establecimiento no causaba el furor que cabría esperar, porque Adrien acostumbraba a pasarse por el local de vez en cuando para disfrutar de los dulces que no se encontraban ni en el palacio. Mientras esperaban para ser servidos, Nino procedió a preguntar por algo que el maestro había comentado:
—Maestro, ¿por qué decía que el hecho de que mi amigo no se divierta está a punto de cambiar?
—¿Saben lo que es una sizigia?
Ante los rostros de incomprensión de ambos jóvenes, el anciano continuó su intervención:
—Viene del griego, y significa "reunión". Se utiliza generalmente para los cuerpos celestes que se alinean. Y yo estuve leyendo las estrellas anoche y la estrella de Adrien se encuentra actualmente alineada con otra, una muy brillante.
—Y ¿eso le dio la idea de que mi vida pronto se llenará de diversión? —preguntó Adrien con tono bastante incrédulo.
—El hecho de que brille de esa manera traerá brillo a tu vida y hará que tú encuentres tu propio brillo. Puede que incluso te llegues a enamorar. —Comentó con tono burlón.
La respuesta que Adrien estaba dispuesto a dar a aquellas ilusiones se vio frustrada cuando Placide, su guardia personal, opacó con su gran tamaño la entrada del local, impidiendo la entrada de la luz del sol.
—Lo siento mucho, Nino, maestro, pero el deber me llama. Y, al parecer —dijo apretando los dientes—, mi padre requiere mi presencia antes de lo estimado.
Tanto Nino como el maestro asistieron al mudo intercambio entre el príncipe y el guardia. Este último nunca había pronunciado palabra, pero la realidad es que no lo necesitaba. Adrien entendía cada uno de sus gruñidos con meridiana claridad.
Cuando se quedaron solos, el maestro notó la expresión alicaída de Nino y trató de darle ánimos.
—Él estará bien.
—Me preocupa mucho, maestro —respondió Nino, olvidado ya de su muy delicioso pastel. Su apetito había desaparecido por la preocupación que sentía por su amigo—. Intento ayudarlo, pero noto como, cada día que pasa, Adrien se encierra más y más en sus deberes y responsabilidades y temo por su salud. Mire a nuestro rey, o bueno, no puede verlo justamente por eso, porque se enclaustró tanto en su tristeza que está provocando que su hijo se apague poco a poco.
—Son grandes amigos, ¿no? —el maestro mostraba una mirada comprensiva.
—Los mejores, desde niños, nuestras madres eran amigas y eso hizo que nos criáramos prácticamente juntos a pesar de que yo, en teoría, pertenezco a la servidumbre. Pero Adrien y yo siempre nos hemos visto como iguales y ahora lo único que veo es cómo mi amigo pierde la vitalidad y se apaga lenta pero indeteniblemente.
—Ya te digo que eso cambiará dentro de poco.
—Maestro, incluso si yo le creyera, usted sabe que a Adrien todos esos elementos místicos no le interesan.
—¿Puedo contarte un secreto, Nino? Adrien tiene un destino muy grande en sus manos, uno que fue escrito desde los albores del tiempo, no por gusto él es "el hombre que viene del mar" —comentó citando el significado del nombre de Adrien—. Su nombre tiene una historia y un significado profundos: es hombre, por lo tanto su cuerpo procede de la tierra, pero su espíritu le pertenece al mar y lo personifica: es indetenible, impredecible e incontrolable. Él puede elegir si creer o no, incluso puede mentirse a sí mismo diciéndose que no cree, pero cuando una persona tiene una fuerza tan incontenible como la de él, cuestiones tan banales como el autoconvencimiento carecen de sentido. Solo necesita algo que haga que su espíritu se libere al fin y ese algo, estoy convencido, será esa estrella que vi alineada con la suya.
—Maestro, creo que usted complica demasiado las cosas.
—Cuando llegues a mi edad, Nino, comprenderás que lo que ustedes los jóvenes ven complicado es porque, justamente, cierran demasiado su mente a lo posiblemente imposible.
Y con estas misteriosas palabras, que poco hicieron para animar a Nino y alejarlo de su preocupación por su amigo, el maestro comió el último trozo de su pastel, se despidió y continuó su camino, saludando a todos aquellos que se lo cruzaban.
…
Por su parte, Adrien regresaba al castillo con el aura de los condenados a muerte. Sabía que su padre lo regañaría por haberse separado de su guardia, por haber hablado con Nino quien, según su padre y a pesar de los años que llevaban siendo amigos, era inferior a él, por haberse acercado al "viejo loco", como designaba despectivamente al maestro y por no haber solucionado los dos conflictos que le había comentado a Nino que le quedaban pendientes. Eso por no mencionar cualquier otra reprimenda que se merecía según su padre.
A pesar de tener 18 años, si se hallaba en presencia de Gabriel, rey del reino de Agreste, Adrien se sentía como un niño imberbe e inútil y eso era bueno si lo comparaba con la forma en la que la mirada de superioridad y decepción que su padre a veces le dirigía lo hacía sentir incluso menos que un insecto.
Un maullido llamó su atención cuando pasaban cerca de un árbol bastante antiguo y alto y, al fijarse, Adrien descubrió a un pequeño gatico completamente negro en una de las ramas más altas.
Asegurándose de que su guardia no lo viera y aprovechándose de su agilidad y rápidos reflejos, Adrien trepó al árbol y se acercó con cautela al pequeño minino.
—Ven aquí, gatito, te prometo que no te haré daño —susurró con voz suave.
Extendió el brazo y abrió la mano pero se cuidó de no realizar ningún movimiento brusco que pudiera asustar al gatico, más por miedo a que resbalara y cayera que a que lo arañara.
Por su visión periférica pudo apreciar cómo Placide, alertado por el sonido de su voz se volteaba y adoptaba una expresión de horror al ver dónde se encontraba su protegido, pero Adrien no le prestó más la atención. Todo su enfoque estaba en el pequeño animal que trataba de salvar de una caída bastante dolorosa.
Por eso sonrió y no desvió la mirada de los ojos extrañamente verdes del gato, hasta que este, poco a poco, comenzó a acercarse, al parecer detectando que este humano no parecía peligroso.
La sonrisa de Adrien se amplió cuando el gatito, al llegar a su mano extendida, lo tocó primero con una minúscula patita, no mucho más grande que su dedo pulgar y luego comenzó a reír por las cosquillas que la lengua del pequeñajo le hacía al lamerle los dedos.
—Supongo que ya te caigo bien.
Tomando protectoramente al gatico en su mano izquierda, Adrien se columpió y luego se dejó caer de la rama con su pequeña carga y, aunque parecía que su guardaespaldas se recuperaba de un ataque al corazón, pronto le dio la espalda a Adrien, continuó con su acostumbrado mutismo y enfiló nuevamente en dirección al castillo, mientras negaba una y otra vez con la cabeza y pedía paciencia, aunque Adrien juraría que Placide lucía una sonrisa en su rostro.
Placide se aseguró de que esta vez el príncipe lo seguía, aun sosteniendo al gato y lanzó una silenciosa plegaria pidiendo que, fuera lo que fuera que iba a ocurrir en el momento en el que el joven tuviera su audiencia con el rey, nunca se apagara esa inmensa bondad de su futuro monarca. Si eso llegase a suceder, definitivamente él no sentiría la misma satisfacción protegiendo a aquel joven.
Continuará…
Y ha aparecido Adrien, "aquel que viene del mar". Little spoiler: aquí Adrien se encuentra igual que en la serie: lidiando a la vez con las expectativas de su padre y con el desinterés de este en su hijo. Se acerca el encuentro entre Marinette y Adrien…
Gracias por leer.
Besos!
