—Llegas tarde.

Y Adrien lo sabía, pero eso no impedía que se sintiera como si cientos de cuchillos le atravesaran la carne cada vez que una frase de su padre le recriminaba algo.

Ese día no sólo lo había mandado a llamar antes de lo acostumbrado, sino que también exhibía un humor mucho peor del habitual (si es que eso era posible) y la habitación en la que se hallaba recluido hacía 10 años se sentía más asfixiante.

Todo aquello conspiraba para que a Adrien se le erizara hasta el último pelo de la nuca. Normalmente acudía a estas reuniones con el alma en vilo, pero ese día todo parecía indicar que ya había sido juzgado y condenado por un crimen del que, no sólo era inocente, sino que le obligaría a pagar el mayor de todos los precios.

Adrien sólo había pasado por las cocinas a dejar al gato y por su habitación para cambiarse por su tercer traje de gala, vestuario obligatorio cada vez que se presentaba ante el rey, pero esas tareas le habían robado cuatro valiosísimos minutos, por los cuales había llegado tarde. Y se encontraba rogando en su interior para que su padre no notara la insignia faltante en su chaqueta.

—Y no estás adecuadamente vestido para presentarte ante mí. —Adrien se percató que esperar que su padre no reparara en la insignia faltante era pedir demasiado a la suerte—. No sólo has olvidado la tercera insignia de la segunda fila de tus galardones, sino que además te presentas con las botas de trabajo.

Adrien se encogió mentalmente ante su negligencia. Sí era cierto que la insignia no la había podido encontrar, pero olvidar cambiarse el calzado le iba a valer otra discusión que no tardó en llegar. Aunque, dado que sólo era Gabriel hablando, Adrien no sabría si calificarla como "discusión" era del todo correcto. Puede que "monólogo recriminatorio" fuese más acertado.

—Que te presentes ante mí con esas fachas es muestra de que volviste a desobedecerme y trabajaste en el puerto con los jornaleros y pescadores. Esas… personas —prosiguió Gabriel, aunque se notaba que llamarlos "personas" le causaba cierta molestia— no están a tu nivel, Adrien. Ya hemos hablado de este tema antes, así que ¿por qué insistes en juntarte con esa parte tan baja? Tú eres el príncipe y no te puedes rebajar tanto.

—Padre —intentó intervenir Adrien manteniendo un tono de voz bajo y respetuoso y reteniendo la furia ante la forma en la que su padre se refería a su pueblo—, no lo hago. Es trabajo y no considero que haciéndolo me rebaje en ningún sentido, todo lo contrario.

—Tu trabajo es ser su príncipe, no cargar los fardos de mercancías junto con ellos.

Adrien sabía que esa conversación no llegaría a ningún lado, y lo sabía no sólo porque conocía cómo pensaba su padre, sino porque no era la primera vez que la tenían. Pero, incluso sabiendo que perdería la batalla, Adrien no se rindió.

—Mi trabajo es estar a su lado y ayudarlos en lo que pueda. Soy joven así que puedo cargar fardos, como usted dice, padre, y no tengo que dejar en ningún caso ni ante ninguna circunstancia de ser su príncipe. Créame que me tomo mis responsabilidades muy en serio. Sin embargo, no me cuesta nada hacerlo. Es más —jugó la última carta que le quedaba— conocer su labor me permite realizar mejor la mía.

Gabriel elevó un poco el labio superior en reconocimiento ante lo que decía Adrien, pero no mostró ningún otro signo que diera a entender conformismo o aceptación ante lo que su hijo decía. Sólo admitía, en un lugar muy profundo de su interior, que había utilizado las palabras correctas y no había cedido a su temperamento. Iba mejorando.

Cada vez que lo miraba, Gabriel veía a su esposa. No era solamente el parecido físico. Aunque Adrien sí tenía los ojos y el cabello muy parecidos a los de su difunta esposa, su estructura ósea y porte los había heredado de él. La realidad era que Adrien había heredado los mejores rasgos de sus padres en la perfecta medida.

No, no era el físico. Era algo más. No sabía si era específicamente el brillo de su mirada, la fuerza de sus convicciones, su voluntad férrea o la unión de todo aquello lo que le recordaba a su esposa. La dulce Emilie siempre había estado dispuesta a proteger a los desvalidos, a luchar contra las injusticias y a enfrentarse a cualquier dragón por defender lo que creía correcto.

Adrien había crecido bien, y Gabriel sabía, aunque nunca lo reconociera ante nadie, que su esposa había tenido más que ver con aquello, incluso tras su muerte, que él mismo. Pero no era momento de pensar en sensiblerías. Tenía una noticia para su hijo y, o mucho se equivocaba, o Adrien no se lo tomaría nada bien.

—Sin embargo, no es para ello para lo que te llamé antes de la hora acostumbrada. —Comenzó imponiendo fuerza en su tono, sabía que lo necesitaría—. Tengo que comunicarte una decisión.

—¿Y no podía esperar?

—No. Esta decisión será fundamental para tu futuro y para el del reino.

—Entonces dígame.

—Dentro de tres días arribará al reino una delegación del reino vecino Bourgeois. Tú serás quien reciba esa delegación. Ahí te reencontrarás con la primera princesa Chloé. Te recomiendo —aunque por su tono no era una recomendación, sino una imposición en toda regla— que ella te caiga bien, porque de lo contrario pasarás el resto de tu vida con una mujer bastante molesta y que además no soportarás.

Adrien tuvo un instante de incomprensión, no porque no hubiera entendido a su padre, sino porque lo que él le estaba insinuando debía ser un error de interpretación por su parte. La alternativa era… demasiado cruel.

—Padre, cuando usted se refiere a pasar el resto de mi vida con esa mujer, ¿quiere decir…?

—Justo lo que te estás imaginando, Adrien, no me hagas dudar de tu inteligencia.

—Parece que ya lo está haciendo, padre, porque no sé qué impresión le di para que piense que yo no poseía la suficiente inteligencia para encontrar esposa por mí mismo como para que usted tuviese que tomar cartas en el asunto.

Y ahí hasta ahí había llegado el criterio de Gabriel de que Adrien controlaba su temperamento.

—Ten cuidado con la manera en la que te diriges a mí, Adrien, no toleraré ningún tipo de impertinencia de tu parte, ni siquiera ahora que eres un adulto.

—Si tan adulto me considera, sabrá que no estoy dispuesto a ceder ante algo tan absurdo como casarme con una mujer a la que no conozco y de la que no sé nada.

—Los Bourgeois han sido nuestros socios comerciales desde antes de tu nacimiento y esa relación comercial se fortalecerá gracias al matrimonio con la primera princesa. A Chloé y a su hermana Zoe las conociste cuando eran niños. Será una unión para fortalecer el reino. La boda se celebrará al día siguiente de su llegada.

—No podré ser un buen rey si a mi lado no cuento con alguien que me apoye y con la que yo sea feliz. Padre, si Chloé es como yo la recuerdo, es una persona egoísta, mimada y superficial. No puedo pensar en ningún escenario en el que yo sea feliz con alguien así. Y el caso es que estoy dispuesto a pensar lo mejor de ella, y puedo creer que esas malas cualidades fueron desapareciendo al crecer. Pero incluso en el caso de que haya cambiado en este tiempo y se haya vuelto una mejor persona, no estoy de acuerdo en casarme con alguien a quien no conozco y por la que no siento absolutamente nada.

—Tu felicidad no es una prioridad, Adrien, lo fundamental es la estabilidad del reino.

Adrien se mantuvo firme a pesar del dolor que le causó esa frase de su padre. Él sabía mejor que nadie que un rey debía velar ante todo por el bienestar de su reino, y él lo aplicaba cada día, incluso siendo solamente príncipe. Pero un padre debía pensar ante todo en la felicidad de sus hijos. Sin embargo, no cedió, ni cedería en algo tan complicado como eso. Cuando concluyera la audiencia con su padre ya iría a algún lugar privado en el que se lamería las heridas, pero por lo pronto, lo fundamental era dejar clara su posición.

—El reino sólo se debilitará mientras me debilite yo. Si yo gobierno, yo debo ser fuerte, no estar luchando contra mi esposa y contra los problemas que se presenten. Ella tiene que luchar conmigo, a mi lado…

—Y ¿qué te hace pensar que Chloé no estará a la altura?

—El hecho de que no la conozco…

—La conociste cuando eran niños y…

—Ella tenía cuatro años la última vez que la vi, padre —Interrumpió Adrien—. Y ya en aquella época era una persona superficial más preocupada por su vestido que por aquellos que la rodeaban. Le digo que puedo pensar bien de ella y creer en la posibilidad de que haya cambiado. Aun así usted me impone una boda dentro de cuatro días. Usted no puede pensar…

—Adrien, la decisión está tomada y esta audiencia ha concluido. Te espero mañana a la hora de siempre.

—Pero, padre…

—Ya puedes retirarte.

—Por favor, escúchame —intentó, inútilmente, apelar a su padre utilizando un lenguaje más informal.

Pero sólo el silencio le dio respuesta. Adrien sabía que quedándose de pie en medio de aquel salón no resolvería nada, pero la sensación de impotencia que sentía y los deseos de golpear algo se incrementaban.

Estaba acostumbrado a ceder en sus deseos o en aquello que lo hacía feliz por el bien de su pueblo, no sólo porque era su deber, sino también porque era su naturaleza. Pero, si bien era cierto que no le había dedicado muchos pensamientos a la elección de su esposa, había dado por hecho que esa sería la única decisión que podría tomar él bajo sus propios conceptos y consideraciones.

Y hasta eso le había sido arrebatado.

Adrien no podía permanecer allí ni un minuto más. Así que salió raudo hacia su habitación para deshacerse del incómodo traje de gala y sustituirlo por su camisa y su pantalón de trabajo.

Normalmente ese cambio de ropa lo hacía sentir mejor, pero ahora el efecto fue mínimo. Sentía que se ahogaba, incluso sin los ropajes suntuosos, se sentía rebasado por los acontecimientos y sin fuerza para continuar.

Bajó a las cocinas, a recoger al gato al que ni siquiera había tenido tiempo de nombrar. Para poder huir como un desesperado en busca de algún tipo de comprensión, uno que no encontraría entre los muros de aquel palacio.

Cuando llegó allí, el panorama que le dio la bienvenida era tan inverosímil que, de no haber estado de un humor tan lúgubre, se hubiera reído a carcajadas. En esta ocasión sólo se quedó totalmente asombrado. La cocina era un completo desastre. Todos los calderos se encontraban volteados y había un montón de charcos de distintos colores en varios lugares del suelo del lugar. De algunos de ellos, incluso, se desprendía un humo suave. Obviamente, la cena de ese día había acabado, por razones que él aún no conocía, formando parte de la decoración del suelo. Parecía que un huracán había atacado la estancia.

Las cocineras estaban todas en el suelo buscando algo o alguien, una de las sirvientas más jóvenes se concentraba en recoger los restos de una vajilla blanca, y mientras Abir, la madre de Nino y jefa del servicio en el palacio, se encontraba de pie sobre la mesa. Cuando ella lo vio, de inmediato se dirigió a él.

—Adrien, tienes que sacar a ese gato de aquí.

—¿Qué es todo esto? —logró decir Adrien en medio de su estupor.

—Majestad —dijo una de las cocineras, dado que la única que lo llamaba por su nombre era Abir—, ese gato que usted trajo aquí es una plaga. Yo le di algo de leche y un poco de pescado, pero sólo tomó la leche. Pensé que era ese pescado el que no le gustaba, pero en cuanto me volteé a buscarle otro, atacó al lechero que vino en ese momento a entregar el queso y luego de comerlo todo se escondió y no sabemos dónde está.

Adrien observó a su alrededor. ¿El gato había provocado aquel desastre? ¿Cómo era posible? El gatico no levantaba seis pulgadas del suelo. ¿Cómo podía haber ocasionado tantos problemas? Y a todas esas, ¿dónde podía estar aquel minino?

Se dijo que si quería averiguarlo debía pensar como un gato, por menos sentido que tuviera. Aunque tampoco era que lo que supiese de gatos fuese a ser de ayuda. Al parecer a ese pequeño le gustaba el queso. ¿Quién se imaginaba a un gato comiendo queso? Aquello no tenía sentido, pero dado que Adrien tampoco se estaba sintiendo del todo bien, simplemente lo dejó pasar.

Luego se le ocurrió que, si era cierto, el gatico ya había satisfecho su apetito, así que lo más normal sería que hubiese buscado un lugar cálido y apartado para dormir un rato. Siguiendo aquel razonamiento, buscó por los alrededores de la chimenea hasta que lo encontró encogido formando una pequeña bola de pelos en la parte superior del hogar y durmiendo plácidamente. Con cuidado de no despertarlo, lo recogió y lo cargó para llevarlo con él.

—Hola, pequeño. Parece que eres una pequeña plaga, y me parece que el nombre te queda — susurró. Luego se volteó y se dirigió a Abir—. Voy a salir un rato, Abir.

—Nada está bien, ¿cierto? —Abir era como una segunda madre para él. Ella lo conocía como a su propio hijo y lo quería como tal. No tenía que preguntarle si algo andaba mal. Ella ya lo sabía e incluso sospechaba que la causa de la desazón de Adrien era la conversación con su padre.

—No, nada lo está. Necesito salir un rato, Abir.

—Entonces ve. Yo aquí me encargo de todo.

—Gracias.

Y sosteniendo a Plaga, Adrien salió por la puerta de las cocinas hacia el único lugar donde obtenía algo de tranquilidad en ese reino: la casa del maestro Wang Fu.

El maestro Wang Fu, o maestro, como lo llamaban todos, era un anciano que había aparecido en la costa haría unos cinco años. Su barco había naufragado y él había sido el único sobreviviente. Poco a poco y con ayuda del gran cariño de los habitantes el reino, Wang Fu se fue acostumbrando a aquel lugar y decidió quedarse allí a vivir. El propio Adrien, que había sido quien lo había encontrado en uno de sus interminables paseos por la costa, lo tomó bajo su tutela y le enseñó el idioma de los nativos, a la vez que el maestro le mostraba los secretos del mundo del que provenía.

Según él decía, provenía del Oriente, de la parte del mundo donde nacía el sol y que era una tierra llena de leyendas, donde lo místico y lo real se entrelazaban y donde los límites de los sueños siempre eran borrosos. Había sido una fuente de información invaluable para Adrien desde el primer momento, pero también daba unos consejos increíbles y en ese momento, Adrien estaba más necesitado que nunca de una palabra sabia o de un buen consejo.

El maestro siempre sabía cuando Adrien lo iba a visitar. Adrien no entendía cómo, pero siempre que él llegaba a la antigua casa que el maestro había adoptado como propia, este tenía té caliente listo para él.

Y ese día, por suerte, no había sido la excepción. Adrien no había dicho una palabra desde que había llegado, pero el calor reconfortante del té, si bien no hizo desaparecer del todo el peso que el príncipe sentía en su pecho, si había mejorado un poco su humor.

—Veo que hoy viniste con un nuevo amigo.

—Sí —Adrien hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa, pero que no consiguió serlo—, lo encontré esta mañana. Resulta que es una Plaga comequeso, pero no lo podía abandonar.

—Sin embargo, puedo notar que hay algo que te molesta, y no es la afición por comer queso de este pequeño.

Adrien no quería molestar al anciano con sus problemas, pero había ido allí por consejo y necesitaba que el maestro entendiera su situación antes.

—Maestro, ¿alguna vez usted se ha enamorado?

Adrien podía decir sin ninguna duda que el maestro no se había esperado aquella pregunta, especialmente porque, la mayoría de las veces acudía a él para preguntarle acerca de consejos para facilitar la vida de las personas en el reino. Y se podía decir que, desde otro enfoque, pero esta decisión que debía tomar era igual o más importante para el futuro del reino que las anteriores que había tenido que tomar con la ayuda del anciano.

—Oh, no esperaba eso. —El maestro dejó a un lado la tetera que había sostenido hasta entonces y se concentró en la pregunta de su joven pupilo —. Pues sí, una vez. De una preciosa extranjera que visitó mi país.

—¿Fue feliz con ella? —Adrien parecía cada vez más interesado.

—Inmensamente feliz, hijo mío, cada minuto, cada segundo que pasamos juntos fuimos infinitamente felices. —Los ojos del maestro se iluminaron mientras evocaba los recuerdos con su amada—. Nuestro romance no fue muy duradero, pero fue increíblemente intenso. Marianne y no nos separamos cuando ella tuvo que regresar a cuidar de su madre enferma. Yo iba en camino a reunirme con ella cuando naufragué aquí y luego supe que ambas habían fallecido, así que decidí quedarme aquí.

—Lo siento, maestro, no deseaba que recordara esa historia tan dolorosa.

—No te preocupes, Adrien —cuando estaban solos, empleaba el nombre del príncipe al igual que Abir—, no tengo malos recuerdos de aquella época y recordarla no me hace mal. La amé muchísimo y aún lo hago. Pero me imagino que no fue simple curiosidad la que te llevó a preguntarme por ese tema.

—No, yo… —A Adrien le costaba horrores pensar en su actual situación, pero debía hacerlo—. Yo…, la verdad, no he dedicado mucha energía a pensar en el tema del amor.

—No te quedaba energía una vez concluías tus deberes y los de tu padre para con el reino —lo interrumpió Wang Fu.

—Maestro…

—Es la verdad y tú no viniste aquí para que yo te la endulzara, viniste a pedirme consejos y yo te los doy encantado, pero antes te debo abrir los ojos.

—Él no ha vuelto a ser el mismo desde la muerte de mi madre.

—Lo sé, lo cual significa que la amó muchísimo, y eso nunca es reprochable. O al menos, no lo es hasta que comienza a hacer daño. Pero regresemos al hecho de que nunca habías pensado mucho en el amor.

—Sí, eso, pero como usted sabe, mis padres se casaron por amor y fueron felices.

—Y tú esperabas lo mismo —adivinó el maestro.

—Así es. No había pensado mucho en el tema, pero siempre quise encontrar a alguien que me hiciera sentir completo y que a la vez me impulsara a ser mejor. Alguien con quien compartir lo bueno y lo malo, alguien que fuera mi fuerza y yo fuera la de ella… —dijo Adrien con ilusión—. Y ahora —concluyó con desesperanza—, todo eso me lo arrebataron.

—¿Te lo arrebataron…?

—Sí, aparentemente debo casarme dentro de cuatro días con una mujer a la que aparentemente conozco, pero que no he visto en los últimos catorce años.

—O sea, que básicamente no la conoces.

—Exacto.

—¿Y estás dispuesto a aceptarlo?

—Ese es justamente el problema, maestro. No quiero tener que aceptarlo. Quiero casarme con la mujer a la que ame. —Adrien, si con alguien podía ser completamente sincero, sin medir las palabras, era con el maestro. Por eso, pudo decir lo que realmente sentía—. Sé que con ella no todo va a ser perfecto ni yo aspiro a ello, pero sí deseo que juntos nos enfrentemos a las vicisitudes que se nos presenten. Incluso si esta nueva princesa que me quieren imponer no fuese como yo la recuerdo, no la he elegido yo y eso me molesta. Sí es cierto que pueda existir mutuo respeto entre nosotros. Pero yo no quiero eso. Yo quiero encontrar a una mujer a la que, cuando la vez a los ojos, pueda decir con orgullo que me hizo alguien mejor. Sin embargo mi mayor miedo no es estar dispuesto a aceptarlo, maestro, porque la realidad es que no lo acepto. Mi miedo es llegar a aceptarlo porque crea que es lo mejor para el reino.

—¿Y lo crees?

Adrien pensó por unos segundos la forma en la que debía responder, pero la respuesta era clara como el sol de la mañana.

—No, no lo creo. No creo que este reino se beneficie si tiene un rey infeliz. Me duele decir esto, maestro, pero mi padre ahora mismo no está haciendo el mejor de los trabajos como monarca. No puedo dejar de pensar en que si yo me dejo llevar por la tristeza o por la infelicidad, podría terminar haciendo lo mismo que él.

—Entiendo lo que quieres decir, pero te puedo asegurar que tú no eres como tu padre. Nunca permitirías que el reino sufra, incluso si tú lo haces.

—Gracias, maestro, por el voto de confianza. Aun así no estoy seguro de querer pasar el resto de mi vida con alguien a quien conocí el día antes de la boda. Yo deseo estar con alguien a quien elija yo porque la amo.

El maestro se quedó observando a Adrien. Siempre se había sentido muy identificado con el muchacho y, luego de haber leído su destino en las estrellas, había decidido que él sería un rey más que digno, pero sólo mientras él mismo no suprimiera su espíritu. Y mucho se temía que, si esa boda llegase a ocurrir, sería justamente esa catástrofe la que sucedería.

—Adrien, no puedes permitir que te quiten eso. Esa capacidad de decidir tu futuro es tuya y no puedes permitir que nadie te la arrebate.

—Pero…

—No, ahora sí no puedo aceptar "peros". Escúchame bien, tú viniste buscando un consejo, pues es este. No aceptes que te arrebaten esa libertad que te hace tú. ¿Sabes lo que dicen las estrellas?

—Maestro, usted sabe que yo no creo en esas cosas.

—Creer o no creer. —Comentó el maestro con exasperación—. Esa no es la cuestión, querido hijo. Con ustedes los jóvenes las cuestiones son siempre tan absolutas: sí o no, realidad o fantasía, no se dan cuenta de que en el mundo esas cuestiones no se encuentran separadas, sino que son un todo único.

» ¿Recuerdas la leyenda que te conté hace años? ¿La de la tierra y el mar, y de cómo, si no se hubieran conocido, no hubieran surgido los colores, nunca habrían existido los sentimientos? —Esperó al gesto de asentimiento de Adrien antes de continuar—. Son completamente diferentes, pero esas diferencias complementaron y potenciaron su ser e influyeron en el resto del mundo.

» Tienes que entender que dentro de tu supuesta incredulidad hay fe. Yo creo, y a la vez no lo hago. Tú no crees, pero tampoco dejas de creer. La clave está en el equilibrio, Adrien. Todo se reduce a eso.

—Y ¿qué dicen las estrellas que debo hacer esta vez? —preguntó Adrien con desesperación, mientras dejaba a un lado la taza con el té que se había enfriado.

—Encontrar tu propio equilibrio. Si tú eres la tierra debes encontrar tu mar, si eres el mar debes buscar tierra, pero nunca permitir que te las impongan. Adrien, debes, ante todo, escuchar a tu corazón. Él te dará la mejor de todas las respuestas.

» Hasta ahora tu corazón siempre te ha dicho lo que debes hacer por el bien de tu reino y de tu gente, esa es tu naturaleza bondadosa. Y si ahora te está diciendo que debes encontrar el amor, eso es porque es lo mejor para todos. No puedes permitir que te arrebaten eso, te lo digo ahora y lo repetiré tantas veces como sea necesario.

Y Adrien pensó que el maestro, una vez más, tenía razón.

—Entonces…

—Escucha a tu corazón, Adrien. —Susurró el maestro—. Ahora mismo ¿qué te dice?

Adrien recordó que ese mismo día había despertado recordando que siempre había querido observar el atardecer desde un bote en medio del océano. Tal vez era un mensaje de su corazón, tal vez solamente era el deseo de un joven desesperado por encontrar su propia fuerza y con ella, su propio camino, pero decidió seguir sus impulsos, por primera vez en muchos años y, agradeciéndole al maestro, cargó a Plaga, que comenzaba a despertarse y se despidió.

—Ahora mismo, me dice que busque el mar, literalmente hablando.

—Pues adelante.

Y así, Adrien se dirigió a la orilla en busca de un bote.

El maestro lo vio alejarse, vio su espíritu que comenzaba a emerger y reparó en la tormenta que se acercaba, lenta pero segura, a la costa.

Las estrellas lo habían predicho.

Y ahora, el momento había llegado.

Continuará…

Gracias por leer.

Besos!