UN COBARDE CON NOMBRE DE VALIENTE
¿Quién iba a prever que el amor, ese informal, se dedicara a ellos tan formales?
Mientras almorzaban por primera vez. ella muy lenta y él no tanto, y hablaban con sospechosa objetividad de grandes temas en dos volúmenes.
Su sonrisa, la de ella, era como un augurio o una fábula.
Su mirada, la de él, tomaba notas de cómo eran sus ojos, los de ella, pero sus palabras, las de él, no se enteraban de esa dulce encuesta.
Mario Benedetti, LOS FORMALES Y EL FRÍO
1
Una mala nota que explicar a su padre. Pensó en las excusas —con los pies sobre el pupitre y el lápiz entre la nariz y el labio, despreocupado— y en la verdad que no revelaría: los números no eran su fuerte, tampoco los problemas de genética o las disoluciones. Eren tenía aptitudes poco prácticas para alguien con su apellido, pero no le importaba. Había cumplido los dieciocho en mayo y entraría a la universidad en septiembre. Su padre lo había preparado durante toda la adolescencia para la carrera de medicina, para ser un buen cirujano. Bisturís, quirófanos, sangre, malas noticias que dar… ¡Por encima de su cadáver! Tenía un plan cobarde y efectivo. Si jugaba bien sus cartas y Grisha mantenía la cabeza en la clínica, alejado de casa, podría matricularse en Historia, pagarlo todo gracias a las becas y hacer el paripé durante cuatro años. Además, no viviría en Shigansina durante ese tiempo, sino que se trasladaría a Mitras con su hermano Zeke, que le daría un techo y apoyaría su desacato. Era brillante.
—No funcionará. —Armin mordió un bocadillo y dio un trago de zumo. Había sido proclive a las ciencias desde que eran niños, desde que el profesor de biología mostró las entrañas de un cerdo a toda la clase, todos asqueados menos él, que sopesó un riñón con suma curiosidad. Fascinado tras leer a Le Corbusier, decidió dedicarse a la arquitectura. Sin un muermo de padre al que contentar, solo un abuelo que siempre lo había apoyado, podía hacer lo que quisiera. Se limpió la boca y empezó a enumerar—. Para empezar, ¿crees que vas a sostener una farsa así durante cuatro años? Segundo punto: tu padre es amigo del decano, ¿no? Si ha hablado con él sobre ti, ¿qué crees que ocurrirá cuando no aparezcas por la Facultad de Medicina? Y por último, tu madre. ¿Estás dispuesto a engañarla? Ella nunca te ha obligado a nada y puede hablar con el doctor Jaeger, convencerle.
—Eres mi mejor amigo, ¿sabes qué significa eso? Que deberías decirme que todo saldrá bien, aunque sea mentira —señaló Eren—. Cuatro años no son nada. De hecho, puede que se alargue un poco. Tal vez haga el máster y el doctorado. No lo sé. —Se mesó el pelo y suspiró—. Bueno, al menos tengo una buena noticia: el decano Shadis se jubiló el mes pasado, así que no tengo que preocuparme. Mi padre tendrá que confiar en mí. Nunca he protestado delante de él, ni una mala palabra. Leí una de las biografías de su biblioteca, la de Theodor Billroth, y luego insistió para que leyera algo sobre Paul Broca porque espera que me especialice en neurocirugía. No escuchará a mi madre, Armin. Soy su última oportunidad de perpetuar el legado familiar. También intentó mangonear a mi hermano. ¿Sabes qué sucedió?
—Zeke se unió a la marina y pasó más de dos años perdido en el Atlántico, sí. La diferencia es que él no se escondió, Eren.
—No, no lo hizo. Discutió con mi padre. ¡Menudos gritos! Si hubieses visto al viejo… Yo era un crío, pero lo recuerdo bien. Estaba rojo de la rabia, ¡Dios! No se hablaron en cinco años. Me gustaría evitar todo ese proceso.
—¿Sí? No creo que tu padre te felicite cuando descubra la verdad.
—No lo hará, pero entonces será demasiado tarde para enfados y reproches. Está todo calculado, Armin. Confía en mí. Acepto los riesgos y las consecuencias. —Hablaba con tanta seriedad y franqueza que se sorprendió a sí mismo—. Quizá mi madre se eche a llorar y mi padre me ahorque con el estetoscopio. Sin riesgos en la lucha, no hay gloria en la victoria. Y no lo digo yo, lo dice Corneille.
—Eh, frikis de mierda —saludó Jean Kirstein. Se acercó a ellos, cazadora de cuero al hombro y Doc Martens impolutas—. Vengo del despacho del director. Es la última vez que me toca los cojones. Menudo gilipollas. Pienso decirle un par de cosas en el discurso de graduación. Quiere verte, Eren. Hemos suspendido trigonometría, ¡ni que hubiésemos matado a alguien!
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Armin.
Jean le quitó la mitad del bocadillo.
—Que empiece a barajar salidas profesionales acordes a mi rendimiento académico, es decir, que sea gigoló. Ha necesitado media hora para llamarme inútil de forma elegante. Le digo que vaya al grano porque tengo que ir a recoger la moto del taller y me suelta un sermón sobre moteros, drogas y prostitución. ¿Debería sentirme insultado?
—Bueno, ya conoces al señor Smith…
—No es justo. —Eren apretó los puños y arrugó el entrecejo. Una centena de recuerdos que lo enfurecían pasaba por su cabeza—. Reiner suspendió un examen sobre la Segunda Guerra Mundial, Historia no entiende sintaxis e Ymir se salta las clases de latín. Nadie les dice nada, nadie les regaña por ello. ¿No lo veis?
—Reiner es el mejor quarterback que ha tenido este instituto de mierda en los últimos quince años, o eso dicen. No entiendo nada sobre fútbol americano, pero comprendo que ese grandullón tiene algunos privilegios. —Jean se arrellanó en el banco, las manos sobre el regazo y la cabeza hacia atrás—. Historia es la animadora principal e Ymir pulula a su alrededor como una mosca.
—Bertolt es un gran center y el mejor amigo de Reiner —añadió Armin—. El director lo citó en su despacho para hablar de sus pésimas notas en estadística. No tiene privilegios.
—¿Ocurrió lo mismo hace dos meses, cuando hizo una presentación de filosofía repleta de errores? No —sentenció Eren—. Las humanidades, las letras, los idiomas, el arte, la historia… ¡Nada de eso importa! Nos sermonean cuando suspendemos matemáticas, química o biología, como si fuéramos idiotas por no entender un logaritmo, pero ¿alguna vez nos han regañado por suspender latín o griego? ¿Nos han felicitado, acaso? No. Armin, ¿recuerdas tu presentación acerca de los aminoácidos? El mismo señor Smith te felicitó. En cambio, Jean expuso la obra de Vermeer, sacó la máxima nota y ¿qué consigue? Que lo llamen delincuente. Solo se preocupan por las ciencias; a las humanidades, que les den, y todos los que destacamos en ellas somos unos fracasados.
—El eterno debate entre las dos culturas —asintió Armin—. Gardner expuso la teoría de las inteligencias múltiples en el 83. Han pasado casi cuarenta años y el mundo no ha aceptado que algunas personas no serán médicos, matemáticos o arquitectos. Os apoyo, chicos; soy un enamorado de la ciencia, pero disfruto el trabajo de los escritores y demás artistas. Infravalorar las humanidades es un error.
—Bueno, así son las cosas. —Jean se levantó de un salto—. Tengo que ir al taller. ¿Vienes, Armin? Si no te molesta ser visto junto a un chulo, iremos al barbero para que te corten ese pelo. ¿Cómo puedes ligar así?
—Yo iré a hablar con Smith. Deseadme suerte —dijo Eren—. Mis padres no vuelven hasta el lunes. ¿Os apetece ver una película en mi casa?
—Solo si elijo yo. Tienes un gusto de mierda, Jaeger —contestó Jean.
—Allí estaremos. —Armin tocó el hombro de Kirstein—. Vamos, estoy ansioso por conocer el mundo de la mafia.
Enfiló hacia el despacho pensando en todo lo que había dicho a sus amigos. ¿Tendría el valor de repetirlo ante Erwin Smith? Fue compañero de su padre en el instituto y se doctoró cum laude en Física. Era implacable en su trabajo y defendía el evangelio científico ferozmente. Un hueso duro de roer. Tampoco se podía hacer nada con los otros miembros de la jerarquía. La jefa de estudios Hanji Zoe era licenciada en Química; el secretario Mike Zacharius había sido economista antes de abrazar una vida de reuniones, papeleo, actas, inventarios y temperamento adolescente. Nada que hacer con la directiva. Smith nombrarían a su padre, sus logros, las expectativas. Puede que mencionara a Zeke como ejemplo negativo con un final aceptable —llevaba tres años como inspector de policía en Mitras— que no justificaba el camino elegido. Antes de que la marina lo enderezara, su hermano se saltaba las clases para ir a los recreativos y fumar maría. Concluiría la perorata así: «Te conozco, Eren. Te convertirás en un gran profesional. Esta nota es solo un pequeño bache».
Tras tomar una gran bocanada de aire, llamó a la puerta. Adelante, dijo una voz calmada. Estaba vestido de forma impecable, como siempre, con su corbata azul de los viernes y su chaqueta de Tagliatore.
—No te quitaré demasiado tiempo. —Erwin sonrió y lo invitó a sentarse—. Imagino que sabes por qué te he llamado. Tus últimas calificaciones en trigonometría son bajas. No es un insuficiente, pero puedes hacerlo mucho mejor. Las calificaciones de este período son muy importantes para tu carrera universitaria. Medicina, ¿verdad? La nota de acceso es elevada. No te inquietes; estoy convencido de que superarás este bajón y harás una excelente prueba de acceso. Puedes visitar al señor Zackley todos los lunes a partir de las once, está impartiendo clases de refuerzo. No es una obligación; te aconsejo acorde a tus aspiraciones.
—Gracias —murmuró Eren.
—Los alumnos como tú sois un orgullo para este centro. Dentro de algunos años, cuando seas médico, podremos presumir de ti. Aquí construimos el futuro. Llenaremos los laboratorios y los hospitales de personas competentes.
—No lo dudo. Jean será un gran crítico de arte.
—La diferencia es que el arte no salva vidas, no descubre vacunas, no pone satélites en órbita y no construye rascacielos —comentó Smith, siempre de buen humor—. Puedes marcharte. ¿Te importaría decirle a Mikasa Ackerman que venga a verme? Está en clase de música.
—Por supuesto.
Eren recorrió los pasillos con rapidez. Su convicción era más fuerte que nunca: obraría como quisiera, haría oídos sordos a lo dicho por Erwin Smith. Incumpliría los deseos de su padre, ¡al demonio con las consecuencias! Llegó al aula de música, envuelta en su habitual desenfado, y aguardó a que terminaran el ensayo. Hurt, de Nine Inch Nails, con la melancolía de Johnny Cash. Annie Leonhart tocaba su inseparable guitarra y Mikasa Ackerman cantaba con voz arenosa, casi herida, cansada. Era una gótica de gargantilla y cruz pendiendo del cuello, pero no lo suficientemente barroca para llamar la atención.
La conocía desde primaria. Una chica más deambulando por los pasillos; de la biblioteca a la cantina, de esta clase a esa otra. Habían hablado un par de veces, solo por motivos académicos. ¿Ella también la había fastidiadom en el último examen? Smith le aseguraría que leer a Mary Shelley, a Stoker, a Wilde, a Lovecraft o a King es una pérdida de tiempo, tiempo que podría dedicar a la trigonometría.
Eren entró cuando la profesora Lynne dio por finalizada la clase y todos recogían sus cosas.
—El señor Smith te espera en su despacho.
—Genial —suspiró—. Gracias por decírmelo.
—¿Es por matemáticas?
—Lo averiguaré en breves. —Y se marchó.
—¿El club de la lucha… otra vez? —A Armin se le escapó una carcajada.
Jean se encogió de hombros y abrió una bolsa de patatas. Había decidido la sesión de cine mientras estaban en el taller y el motor de Bessie ronroneaba. El club de la lucha, La jungla de cristal y Apocalypse Now. Eren, como admirador de Fincher y no tanto de Coppola, dio su visto bueno y fue a por unas latas de Coca-Cola. Tener la casa para él solo era una maravilla, sin la hiperactividad de su madre y los documentales infinitos de su padre. El matrimonio Jaeger había reservado hotel en la playa, a dos horas de Shigansina. A veces les gustaba rememorar los lejanos días de su noviazgo, cuando Carla jugaba al vóley y Grisha la observaba desde una tumbona. Antes de marcharse, por supuesto, le prohibieron cualquier tipo de reunión con alcohol de por medio.
Regresó al sofá justo cuando Armin hablaba de El corazón de las tinieblas, novela que había inspirado a Coppola para realizar Apocalypse Now. Su amigo había devorado las novelas de Joseph Conrad, sus historietas de lobos de mar y viajes hacia las profundidades del ser humano. Animó a Eren para que se adentrara en el mundo de la lectura cuando contaban diez u once años. Luego llegó el cine, y descubrieron que disfrutaban más delante del televisor que en una discoteca. Lo que sí resultó sorprendente es la adhesión de Jean, que a mediados de la secundaria demostró no ser un macarra, sino un tipo con amplia sensibilidad artística. Concretamente, cuando se detuvo junto a ellos y echó un vistazo a la guía de artes que Eren hojeaba. Señaló una obra de Repin, Iván el Terrible y su hijo: «Mira sus ojos. ¡Estremecedores!».
—Callaos de una vez —pidió—. Quiero escuchar a Tyler Durden.
La noche comenzó con Brad Pitt y culminó con un Marlon Brando sumido en la locura de la guerra. Jean empezó a roncar antes del desenlace. A la mañana siguiente, cuando despertó, saltó hacia el baño, se arrodilló ante la taza y vomitó. Armin le dio unos golpecitos en la espalda, lo ayudó a levantarse y le preguntó qué ocurría.
—No me he sentido tan mal desde que me lie con la hermana de Thomas en décimo año —dijo Jean.
—¿Con la hermana de Thomas? —Eren, apoyado en el marco, dio un sorbo de café—. ¿Una de las exnovias de Reiner?
—Sí, fue en el cumpleaños de Historia. Dijo que le recordaba a Jackson Teller.
—¿Quién?
—Hijos de la Anarquía. Joder, ¿para qué pagas Netflix? —Cedió ante las náuseas otra vez—. Siento como si me hubiesen apuñalado en el estómago y en la cabeza. Las patatas me han sentado mal. Dios, ¿podéis traerme un paracetamol?
Eren fue al botiquín y volvió con malas noticias.
—No queda.
—¿Tu padre tiene un desfibrilador en su despacho y no un puto paracetamol? Soy un desgraciado.
—Eren, ve a la farmacia —dijo Armin—. Y tú, Jean, tienes que beber agua.
Eren terminó el café rápidamente y tardó diez minutos en llegar a la farmacia. Estaba acostumbrado a ir; no era la primera vez que su madre lo mandaba a comprar un paquete de compresas. Él se negaba, avergonzado, y entonces Carla Jaeger recurría a su infalible sabiduría: «¿Y si algún día tienes una hija? ¡Quiero que mi nieta tenga un padre preparado para todo!». Algún día tendría descendencia, por supuesto, tras concluir los estudios y tener un puesto de trabajo estable y bien remunerado. Si sobrevivía a la ira de su padre, claro. ¡Otra vez estaba pensando en el futuro! No conseguía despejarse, no era justo. Mientras sus padres permanecían en su idilio de mediana edad, él meditaba sin descanso, sintiendo la opresión, las imposiciones, el legado del abuelo Gerd, que había aprendido el oficio gracias al bisabuelo y todos los que vivieron mucho más atrás.
Cuando se acercó al mostrador para pagar, se encontró con Mikasa Ackerman. Esta guardó una pomada en su bolso y lo miró, sorprendida, tras unas gafas de sol. Eren la saludó y preguntó acerca de su reunión con Smith.
—Te ha recomendado las clases de Zackley, ¿verdad? Y seguro que mencionó tu potencial y habló de las carreras de ingeniería espacial o biotecnología. Es injusto, ¿no crees? Menosprecia a todos los que no están interesados en lo que dice.
—Es cierto —asintió Mikasa—, pero no hablamos sobre mi futuro. Le hice el trabajo final de biología a Historia, y lo sabe. Supongo que lo hice demasiado bien. Me ha suspendido la asignatura y tengo que recuperarla la semana que viene. Nos vemos.
Y eso lo mantuvo pensativo durante el camino de vuelta. ¿Historia recibiría un castigo? Lo dudaba: su padre tenía demasiado dinero y había costeado las reformas del gimnasio; era dueño de una constructora. ¡Era el colmo! Mikasa había perdido su esfuerzo por ganar un poco de dinero justo y honrado. Historia solo era una cara bonita entre pompones y faldas de vuelo, entre lujos y privilegios. Lo mismo sucedía con Reiner, un cabeza hueca que soltaba chascarrillos en los vestuarios y el césped. Sin embargo, aquella muchacha gótica leía a Poe en sus ratos libres y se mantenía en la retaguardia.
Llegó a casa y preguntó a sus amigos:
—¿Sabéis algo de Mikasa Ackerman?
—Pues sí. Está en nuestra clase y es una chica guapa que me rechazó amablemente.
—Puedo añadir algo más —dijo Armin—. Vive con su tío desde la muerte de sus padres. Es miembro del club de ajedrez, así que hemos hablado varias veces. No de su vida, claro. De Conrad, de Dostoyevski, también de Bukowski…
—¿Has ligado con ella? —Jean alzó una ceja.
—¡No!
—De acuerdo, de acuerdo. Sé que prefieres a Annie.
Eren les contó lo ocurrido.
—¿Historia Reiss pagando por el trabajo final de biología? Estoy tan sorprendido —ironizó Jean, palpándose las sienes—. Dios, bendito paracetamol.
—Yo he hecho todas las redacciones de Bertolt desde undécimo año. El castigo es desmesurado —añadió Armin—. Si dialogan, puede que…
—No hay diálogo. —Eren apretó los labios—. Hay privilegiados y no privilegiados, como en el Medievo. Jean, Mikasa, Annie… Ya sabes en qué categoría están. El instituto es estamental, divide a los jóvenes, nos obliga a odiarnos, a considerarnos mejores que otros. Historia está en la cima de la pirámide, es la reina, no tiene consecuencias. Su familia tiene dinero, influencia, y sabe aprovecharlo.
—Tu padre es Grisha Jaeger, Eren. Le operó la nariz al senador Lobov —señaló Jean.
—No me aprovecho de mi apellido.
—Bueno, no merece la pena preocuparse por este tema. —Armin sonrió, conciliador—. Nuestro tiempo en el instituto casi ha acabado.
—Eso es, la próxima generación de capullos se enfadará por lo mismo y conseguirá lo mismo que nosotros, nada. Siempre privilegiados y no privilegiados, ganadores y perdedores. Así funciona el mundo —concluyó Jean—. Ir a contracorriente, por muy tentador que resulte, es una pérdida de tiempo.
Volvió con pasos de plomo, procuró que no le crujiera ni un hueso al subir las escaleras y miró de soslayo hacia la sala de estar. Los ronquidos de Kenny eran potentes, animalescos. Todavía estaba borracho, supuso, tirado en el sofá. Había pasado la noche en un antro, por supuesto. Se encerró en su habitación. No estaba sumida en la penumbra, como algunos creerían, ni forrada de pósteres ni de pentagramas. Era austera como la celda de un monje, con una cama, un armario, un escritorio y un tocador junto a la ventana. Se sentó ante el espejo, las gafas en su regazo, y aplicó la pomada en su ojo derecho, violáceo, hinchado y doloroso. Era un problema. Tardaría varios días en desaparecer y no podía llevar las gafas en clase. ¡Maldita sea! Ausentarse era imposible, tenía exámenes y compromisos.
Mikasa suspiró.
Una excusa lo solucionaría todo.
—¡Jaegeeer!
Eren, con la camiseta sudada ciñéndose a su cansado cuerpo, se detuvo ante el grito de Reiner, quien se deslizó como un obús hacia él y le arrebató la pelota. Naturalmente, acabó con la mejilla contra la tierra, pero su tibia estaba intacta. Tuvo ganas de gritarle un par de cosas a ese animal; estaban jugando al balompié, al deporte de Messi, de Zidane y de Ronaldo, no a esa barbaridad que llamaban fútbol americano.
Levi, el huraño profesor de educación física, hizo sonar su silbato y dio por finalizado el partido. Los mandó a todos a las duchas, no quería que fuesen apestando a cerdo por los pasillos. Ese enano, amor platónico de muchas alumnas, era íntimo amigo de Erwin Smith. Creían en la necesidad de construir un físico tan brillante como la mente.
—Tienes que trabajar esos bíceps, hermano. —Reiner le rodeó los hombros y lo zarandeó—. Mírate, no hay rastro de músculo. Podrías venir al gimnasio los miércoles por la tarde, ¿eh? Bert y yo te convertiríamos en un hombre, así todas te perseguirán en la facultad. Futuro doctor y cuerpo de atleta.
—Agradezco tu preocupación por mi vida amorosa, pero me quedo como estoy —contestó Eren, desganado.
—¿Virgen?
Eren asintió. ¿Por qué utilizaban su virginidad como un ataque? ¡Idiotas! La única neurona en la cabeza de Braun no podía emplear algo más sofisticado. Solo pensaba en su beca deportiva, en los Dallas Cowboys y en la última incauta que sedujo. ¡Pobres! Si todas sus exnovias inauguraran un club, superaría el número de miembros de todos los demás.
—Tío, ser virgen antes de entrar a la uni… Bueno, es complicado —continuó—. Tú, todo inocente, rodeado de bellezas de buena familia. El primer año es para las fiestas y las mujeres, Eren, no para libros.
Tras la ducha se dirigió a la biblioteca. Repasaría unos apuntes de filosofía. Nietzsche, el asesinato de Dios. Era excitante, mucho más que la fantasía de desvirgarse con una universitaria de piernas largas. Las prioridades carnales eran las últimas en su lista de cosas que hacer antes de graduarse. No había salido con nadie desde los quince años. El aura de bicho raro era un repelente perfecto para ellas, cosa que agradecía. Solo veía copias de copias —el infierno para Platón—, todo el mundo le aburría. Pocas de las elegidas de Reiner eran capaces de coger un libro en vez de poner morritos y echarse una foto —renegaba de la palabra selfie—, es decir, que no podrían mantener una conversación decente sobres temas trascendentales, sobre poesía, o nihilismo, o política, o libertad. Por eso la biblioteca estaba siempre vacía, a la espera de que alguien superara la frivolidad y la estulticia del siglo, aguardando a que alguien escuchase lo que Sócrates, más allá de la muerte, tiene que decir mediante las páginas; lo que Descartes aseguró y lo que Hume respondió.
Mikasa Ackerman escuchaba el llamado. Estaba allí sentada, con su café y un grueso libro a la mitad, la mirada oculta en las gafas y la barbilla apoyada en una mano. Ya no llevaba anillos y tampoco se pintaba las uñas. Es práctica, pensó. Para Reiner y toda la caterva de indeseables, siempre sería Morticia Addams.
—Pelo húmero y cara de pocos amigos. Vienes de educación física —observó ella. Muy aguda.
—Digamos que Reiner casi me amputa una pierna. —Resopló—. ¿Y el señor Ness?
—Ha ido a comer algo. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve un bibliotecario si nadie viene a la biblioteca? Pronto instalarán el laboratorio de química aquí.
—Es horrible. ¿Qué estás leyendo?
Mikasa levantó el libro.
—Así habló Zaratustra.
—¿Quién crees que mató a Dios?
—Es una buena pregunta —admitió la muchacha—. Puede que Dios muriera de vejez y de compasión hacia todos nosotros, pero Zaratustra le dice al Papa jubilado que los dioses mueren de muchas especies de muerte. Asumimos entonces que Dios murió no solo de vejez, sino de algo más.
—El más feo de los hombres.
—Exacto. El hombre más feo estaba cansado de que Dios viera su inmundicia. Era un testigo de su fealdad, claro, un voyeur, así que lo mató.
—No podía soportar un testigo así —dijo Eren.
—Todavía no podemos culparlo. Él no es el asesino. El asesino no se encuentra en esta obra —continuó ella—, sino en una anterior, La gaya ciencia. ¿La has leído?
—Aún no.
—Entonces no te haré spoiler.
—¿Me dejarás con esta intriga?
—Cada persona debe llegar a la muerte de Dios por sí misma.
—Tienes razón. —Eren la miró, tratando de atisbar algo tras los cristales oscuros, unos ojos cuyo color no recordaba; grises, tal vez. Nunca se había fijado—. Ahora entiendo a qué se refieren cuando nos llaman raros. Tú y yo no hemos hablado mucho, pero aquí estamos, comentando la muerte de Dios en una biblioteca vacía.
—Somos como somos, para desgracia de muchos.
—Sí, la gente ya no respeta a nadie. Prefiero hablar de Nietzsche antes que hablar con Reiner sobre tetas y culos. Creo que hay algo más en la vida, no todo es fiesta, sexo y maría. Piensan que soy un bicho raro, un empollón o incluso gay, pero lo que quiero decir es que…
—No lo consideras trascendental —continuó ella, asintiendo—. Sé a qué te refieres. Por eso estoy aquí, al fin y al cabo.
—Es como si el mundo nos rechazase.
—Antes pensaba que mi tiempo había pasado, que pertenecía a otra época, a los 70 o a los 80. —Mikasa miró el reloj que pendía de la pared—. Ahora, sin embargo, sé que ningún pasado fue mejor y que el mundo no se amolda a nadie. Somos de una época que todavía no ha llegado y que no llegará, la época en la que nadie mete las narices en asuntos ajenos. Tengo clase de griego. Si descubres quién mató a Dios, dímelo.
—Lo haré.
2
¿Definir a Carla Jaeger? El paroxismo personificado. La graduación comenzaba a las ocho de la tarde y llevaba llorando desde las once de la mañana. Mientras tanto, Eren solo podía pensar en la universidad. Ya había hecho el papeleo. Se había matriculado en Historia… a escondidas de sus padres. No había vuelta atrás. Era su primer acto de rebeldía. ¡Dios! Su madre solo agravaba el nerviosismo. Le retocaba el cuello de la camisa y el pelo y le pedía que sonriera, pero él no sabía. Se sentía incómodo en el traje de chaqueta y las circunstancias no ayudaban. Graduarse, cenar e ir de fiesta. Habían contratado un autobús que los llevaría del restaurante a la discoteca elegida por Reiner, experto en la materia. Habría hierba, por supuesto, y música barata que atentaba contra la esencia de la verdadera música: no estaba hecha para ser escuchada, tampoco para bailar. El perreo le resultaba ridículo, antiestético, carnal y no sensual. No se le daba bien. Ignoraba a los cantantes cuyos nombres escuchaba una y otra vez: Bad Bunny, Ozuna, Wisin… Prefería escuchar un nocturno de Chopin o cantar canciones de Queen a todo pulmón. Ya imaginaba la situación: Armin, bostezando, borracho con la primera copa y mirando de soslayo a Annie Leonhard; Jean, en cambio, no sería nada discreto a la hora de acercarse a una chica e invitarla a bailar o a dar una vuelta en moto. En cuanto a él, se dedicaría a beber, a observar y a esperar. Se marcharía cuando su Timex Expedition marcara las tres de la madrugada
Su madre le quitó una greña de la frente y se enjugó las lágrimas. «Oh, no», pensó Eren. «Este es el famoso discurso. El inicio del síndrome del nido vacío».
—Eres casi un hombre. Pronto te echarás algunas novias en la universidad, te casarás con la adecuada y tendrás hijos. ¡Te has hecho tan mayor! Estoy tan orgullosa de ti, Eren. Lo estaré siempre, hagas lo que hagas, pero no dejes de llamar a tu madre, ¿de acuerdo? Y ven a vernos en Navidad. Dile a Zeke que venga también. ¡Mis dos hijos, tan lejos de mí! —Se sorbió la nariz. Por fortuna, aún no se había maquillado—. Ten cuidado con las drogas, no apartes los ojos de tu vaso. Cuidado con los polvos extraños y…
—Mamá, no me meto coca.
—Lo sé, lo sé —asintió—. Voy al baño. Tengo que ponerme guapa, ¿eh? No puedo parecer una fea entre dos hombretones como vosotros.
Eren se dejó caer en el sofá. A su lado, Grisha cerró un libro y le palmeó el hombro. Se había puesto la camisa de seda, el chaleco impoluto de doble botonadura y la corbata plateada, el pelo engominado y la barba bien perfilada.
—Cuando Zeke se graduó —comentó su padre— estaba igual de emocionada.
—Me acuerdo. Yo tenía unos siete años, recuerdo a Zeke con una pajarita y con aquella novia que tuvo, Sandra, colgando del brazo. —Miró hacia el techo—. Preferiría no ir a esa fiesta. Sé que soy joven y debería hacer las estupideces que hacen los demás, emborracharme y ligar con cualquiera. No puedo, no soy así. No me gusta. Sufro.
—Yo era como tú, pero intentaba ser otra persona. Iba a fiestas y salía con mujeres que no me gustaban. —Grisha soltó una corta carcajada—. Cuando me vine a dar cuenta, estaba casado con Diana y era infeliz, y todo por no aceptarme. Me pasé años sin vivir en absoluto. Cuando me divorcié, comencé a ser yo mismo, un hombre simple, un padre trabajador. Iba con tu padrino Kruger a tomar una copa de vez en cuando, a hablar de fútbol y numismática. Así conocí a tu madre, que estaba con una amiga y nos oyó hablar sobre marcos alemanes decimonónicos. Naturalmente, se acercó y dijo: «Tengo dos ejemplares con la ceca de Stuttgart». Me acepté, y entonces atraje personas que me comprendían y, por lo tanto, me respetaban. Para ser feliz, hijo, hay que ser uno mismo.
Eren tuvo el impulso de decírselo. No, no podía ser. Sería demasiado para su padre y no podía cagarla antes de la graduación.
Los dos se pusieron en pie.
—Supongo que una copa no le hace daño a nadie.
—Por favor, nada de comas etílicos. Recuérdale a Jean la importancia de usar protección. El incremento de las ETS es preocupante.
—Papá.
Grisha se encogió de hombros y giró la cabeza hacia la puerta. Carla ya estaba lista. Había elegido un vestido elegante y sencillo, tampoco se había excedido demasiado con el pintalabios y el rímel. Aunque pasasen cincuenta años, el brío juvenil siempre brillaría en ella.
—Querida —Su padre le ofreció un brazo.
—Parece que vamos a casarnos otra vez, tan bien vestidos. —Carla rio—. Vamos, no podemos llegar tarde.
Fueron los instantes más vergonzosos de su vida. Todo empezó como empezaban los grandes eventos del instituto: el director y su discurso de apertura, que recalcaba los logros de los últimos veinte años y deseaba la mejor de las suertes al alumanado del último curso. Reiner fue el primero en aplaudir, fervoroso y emocionado antes de su sermón. Eren se sentía como un payaso en pleno infierno, encerrado en la toga y la esclavina. Se quitó el birrete y se enjugó el sudor de la frente. Miró de un lado a otro y saludó a Armin, que estaba sentado junto a su abuelo un par de filas atrás. Jean y sus padres también estaban en la retaguardia. Delante, como si de la orchestra de un teatro romano se tratase, estaban los Reiss al completo, impecables, aristocráticos, capullos. Frieda, la hermana mayor de Historia, era la única sin ademanes de vanidad. Había salido con Zeke en algún momento, antes de que él se hiciera a la mar.
Eren no prestó excesiva atención a las palabras de Reiner, que concluyó su minuto de gloria con la cita de uno de sus ídolos, Vince Lombardi: «La diferencia entre una persona exitosa y las demás no es la falta de fuerza o de conocimiento, sino la falta de ganas». Derramó algunas lágrimas y recibió la ovación como si fuese Plácido Domingo. Por último, le cedieron la palabra a Historia. Además de la cabecilla de las animadoras, era la delegada… Al menos, oficialmente. Había dejado la mayoría de sus responsabilidades en manos del subdelegado, Armin. Ella era la cara bonita y él hacía el trabajo sucio.
—Hoy comienza nuestra nueva vida. Llena de alegría y de sinsabores, de buenos momentos y altibajos, pero tenemos que vivirla de la mejor manera que podamos, aprovechando todas nuestras capacidades y posibilidades. Quiero que recordéis este momento, que dentro de muchos años paséis por la puerta del instituto y digáis a vuestros hijos: «Me divertí tanto que repetiría». Quiero que os rencontréis algún día y recordéis las fiestas, las discusiones, las veces que os ayudasteis sin esperar nada a cambio. Eso es lo que realmente importa, el compañerismo…
¿Compañerismo? ¡Por favor! Pocos entendían el significado de aquella palabra. Suspiró, vencido por el aburrimiento y la hipocresía, y pensó en marcharse, pero no quería desatar la ira de su madre, que desdobló un pañuelo cuando la perorata entró en su fase sentimental. ¡Todos estaban llorando! Examinó su entorno y descubrió que la única persona alejada del patetismo era Mikasa. Parecía tan fuera de lugar como él, los brazos sobre el regazo y los ojos moviéndose de izquierda a derecha. ¿Dónde estaba su tío? Eren nunca lo había visto. Sabía que se llamaba Kenny, que era albañil y que circulaban habladurías sobre él, sobre algo que ocurrió años atrás en un bar del extrarradio. Conocía el asunto gracias a Armin, expuesto a los cotilleos del club de ajedrez.
—Podrán decir muchas cosas de nosotros, pero jamás podrán arremeter contra la educación y los valores que hemos recibido en esta, nuestra segunda casa, por parte de profesores como…
Eren le hizo un gesto con la mano y ella se lo devolvió. Cuando Historia acabó con su retahíla de clichés y mentiras, todos los graduados subieron al palco uno por uno para recibir la banda y demás parafernalia. ¡Al fin! Solo quedaba comer el solomillo y tomar una copa en algún espantoso antro con luces estrambóticas y un nombre exótico o llamativo, como Paradise, Atlantis o Prometheus. Conociendo a Reiner, era perfectamente capaz de llevarlos a un club de streaptease. Oh, Dios… ¿Por qué? Ansiaba dar punto y final a todo aquello y no ver nunca más a algunos de los presentes. Enseguida comenzaron las publicaciones en Instagram: «Más que amigos, hermanos. ¡Feliz graduación, chicos!». Eren y Armin se acercaron a Jean.
—¿Sabéis lo único que me interesa? Ver los modelitos de las queridas compañeras y emborracharme. —Miró a sus padres de soslayo—. Están tan emocionados. Soy el primero de la familia que va a la universidad.
—¡Jean Boy! —gritó su madre—. Ven a hacerte una foto.
Eren se quedó quieto, analizando su entorno, impactado por primera vez desde el inicio de la ceremonia.
—Su nieto es increíble, Lech. —Grisha felicitaba al viejo Arlet—. Ha sido una gran influencia para mi hijo…
—Mi hijo será médico. —Carla hablaba con Karina Braun—. Estoy muy orgullosa de que sea así. ¿Qué tal tu Reiner? He oído algo sobre una beca deportiva…
El peso de la mentira se aloja en el pecho. Lo descubrió justo ahí y decidió aceptarlo. El precio de la libertad. Si le preguntaban acerca de la carrera de medicina, sonreiría, hablaría sobre las materias que lo aguardaban, emplearía tecnicismos y todo lo que había leído en los libros de su padre.
La cena pasó velozmente entre platos, risas y un poco de sidra. La fiesta fue tal y como imaginaba. ¿Cómo se llamaba la discoteca? Galilea. Pues muy bien. Reggaetón, luces, cubatas. ¿Era esto ser joven? De ser así, renunciaba. Extrañaba el calor de su habitación, las peregrinaciones por Netflix en busca de una película decente, su partida de Fortnite antes de dormir o sus minutos con un libro. Una joven que no conocía se le arrimó, en toda la plenitud de la ebriedad, y comenzó a frotar su trasero contra su entrepierna. Se alejó cuanto pudo, sin saber muy bien qué decir o qué hacer, y pidió un Pernod. Armin no había bebido todavía, pero ya hablaba como si lo hubiese hecho. Se apoyó en la barra y señaló a Annie con la barbilla.
—No tengo valor para hablarle.
—Solo tienes que decirle hola. —Eren se encogió de hombros.
—No, no, tú no lo entiendes. Nunca has estado… Nunca te ha gustado demasiado una chica —respondió Armin, cabizbajo—. Confío en que la edad me dé algunos centímetros de altura y más masculinidad. Está hablando con Bert.
Sin embargo, Annie se cansó, terminó su bebida y se escabulló entre la gente, estoica e imperturbable. Eren apretó el hombro de su amigo y le sugirió hablar con ella.
—Sabe que nadie irá tras ella. Sorpréndela.
—Muy bien. —Armin le quitó el Pernod—. Lo necesitaré más que tú.
Con su mejor amigo tras los pasos de la Greta Garbo rubia, se preguntó dónde estaba Jean. Lo encontró rodeado de unas veinteañeras y no quiso saber nada más. Estaba tan aburrido que no le importaría seguir el ejemplo de Annie. Miró su reloj. Las una y media. En circunstancias normales, ya estaría atravesando su quinto sueño. Supongo que es cuestión de perspectiva, pensó, que Ortega y Gasset tiene razón. Su medio no era este, no tenía las herramientas para desenvolverse en él. ¿Integración? ¿Salir de la zona de confort? Milongas para aquellos que no se aceptan. Eren se conocía, como los ilustres griegos habían aconsejado, entendía sus límites y no planeaba atentar contra ellos. De hacer algo que lo inquietaba o le producía infelicidad, sería un necio.
Siempre había tenido esa sensación. ¿Qué estoy haciendo aquí? Lo experimentó en el duodécimo cumpleaños de Reiner, en esa fiesta pueril e inocente a la que fue condenado por motivos que no recordaba. ¿Por qué la sociedad trataba de cambiar a los de su estirpe, cada vez más reducida, y convertirlos en animales frenéticos y frívolos, carentes de inquietudes intelectuales, avergonzados de sí mismos en privado e inmensamente dichosos en público, en la miseria de las redes sociales y la mendacidad de las fiestas? De todos los presentes en aquella vorágine de luces y bebidas, ¿quién estaba satisfecho con su persona? ¿Quién hacía una parada en aquella carrera para cuestionarse algo tan trivial como la felicidad?
—Conozco esa mirada —dijo Mikasa—. Es como un gato que crece entre perros, ladra y los entiende, pero sabe que lo suyo es maullar.
Vestido negro, ceñido a su fino cuerpo. Gargantilla, por supuesto. Labios negros y pelo rizado cuan Alannah Myles. Bebía Malibú y una sonrisa de cansancio se asentó en su rostro.
—No estoy acostumbrado a todo esto —respondió Eren.
—Yo tampoco.
—Sé que estos eventos son habituales en la universidad y, honestamente, pienso huir de ellos como de la peste.
—Es todo tan aburrido —se lamentó Mikasa—. Esto es desenfreno, no diversión. Lo más interesante que he visto esta noche es a Historia llorando en el baño porque su padre es un gilipollas insoportable.
—¿Lo ha dicho ella?
—Ymir.
—Bueno, supongo que todos los padres son un poco insoportables. —Eren se frotó los ojos—. El mío ha intentado moldearme a su imagen y semejanza. Él es médico y mi abuelo también lo fue, pero ¿yo? Veo mucha sangre y ya estoy mareado.
—Entenderá que estudies otra cosa.
—Estudiaré historia.
Confesarlo fue un alivio. Le faltaban agallas para contárselo a su padre y, sin embargo, no le preocupaba mostrar su verdad al resto del mundo. Mikasa no lo juzgaría, no lo llamaría cobarde. No necesitaba que algo externo a su consciencia le dijera que aquello no estaba bien, que las mentiras caen con el tiempo y que entonces todo sería peor. Su padre se había esmerado tanto en él, lo había educado tan meticulosamente para ese futuro de bisturíes y batas blancas, que no podía renegar de la misma manera que Zeke, directo, honesto, libre.
Prefería no pensar en ello. Le escanciaron una tónica y decidió que ya había tenido suficiente. Aquel pandemónium lo había superado. No podía escuchar sus propios pensamientos. Un tipo que no es capaz de oír sus voces internas solo tiene un deber: escapar. Terminó su bebida de un golpe y echó un último vistazo al mar de caras salpicadas por los focos, la embriaguez y la juventud. Adiós a todos, adiós.
—Estoy harto —le dijo a Mikasa—. ¿Vienes conmigo?
—¿Dónde vamos?
—No lo sé, lo pensaremos por el camino.
Calles vacías y oscuras, farolas trémulas y coches solitarios atravesando la penumbra. Dos almas arrojadas al relente de la noche que se identificaron la una a la otra para saber que ya habían tenido suficiente. ¿Dónde irían? ¿Había, acaso, algún lugar para ellos? Eren la seguía. La libertadora sensación de que nadie preguntaría por ellos lo hizo sonreír. ¡A la mierda! Así se dejó llevar por esa alegría y unos tirabuzones negros que se mecían en la oscuridad. Entonces recordó algo.
—Lo leí. Ya sé quién ha matado a Dios. Hemos sido nosotros, todos nosotros. El hombre frenético lo anuncia y todos se ríen de él.
—Su tiempo no ha llegado —comentó Mikasa—. Es un hecho tan grande, tan importante, que los hombres de la plaza no entienden su magnitud, su importancia. No saben lo que han hecho, pero ellos son los asesinos. Entonces, ¿quién es el más feo de los hombres?
—Es un hombre superior. Él sabe lo que hemos hecho, sabe que forma parte del gran asesinato colectivo —respondió Eren—. ¿Quién enjugará nuestra sangre? ¿Con qué agua lustral podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses solo para estar a su altura?
—Y deberíamos, porque aquel que acaba con lo más importante tiene el deber de sustituirlo.
Eren se dio cuenta de que no había hablado de filosofía con nadie, a excepción de Armin. La noche se había vuelto interesante. ¿Dónde había estado Mikasa Ackerman antes? ¿Por qué nunca habían mantenido una conversación? Él también lo vio en ella, el hartazgo, la no pertenencia a ese mundo que les resultaba extraño y espantoso y que no tenía nada que ofrecer, el mundo donde nada es verdad. Los grandes libros ya se han escritos, los grandes poemas ya se han recitado y las grandes canciones ya se han compuesto, así que solo queda el camino de la degenaración. Jóvenes estúpidos, empecinados en el cultivo del cuerpo y el descuido de la mente; arte vulgar, versos trillados, carentes de originalidad, desparramados en cada red social; fotos de torsos desnudos, de cuerpos esculturales y llenos de nada. Sin duda, ellos habían matado a Dios, lo sabían y les daba igual. El momento del hombre loco, que salió a la plaza en mitad del día, quinqué en ristre, para comunicar la gran tragedia, no llegaría jamás porque no hacía falta. Los jóvenes ya se habían puesto a sí mismos en el centro, ya estaban sentados en el trono de lo más sagrado, ya eran dioses, pero dioses sin compasión, del Antiguo Testamento. Dioses del deporte, de la belleza, del gimnasio, del dinero; superiores, intocables, aferrados a sus propias verdades. La muerte de Dios no les dolió en lo absoluto; lo celebraron, bailaron sobre su cadáver y lo dejaron pudrirse en las cabezas de sus abuelos, de sus padres, de las parroquias del barrio. Todos con aires de grandeza, todos con ansias de riqueza, de fama, de aceptación… Eren nunca podría ser como ellos. Era un introvertido por naturaleza; si creyera en Dios, lloraría su muerte, sabiendo que su oscuridad no era tan densa como la que se avecinaba.
—Te gustará este sitio —comentó Mikasa—. Voy algunas veces. La música es buena, la gente es tranquila. ¿Tienes hora para volver a tu casa?
—No, ¿y tú?
—Tampoco. —Mikasa se detuvo delante de un modesto pub. El Refugio. No está mal, pensó Eren. Podría confundirse con un albergue si no estuviera en la zona de las tascas.
El ambiente era acogedor y la luz daba tregua. ¿Blues? ¿Era blues lo que estaba escuchando? ¿Willie Dixon? Sí, Willie Dixon después de envenenarse los oídos durante dos horas. Un bálsamo. No habría más de veinte personas. Algunos estaban acodados en la barra, bebiendo en silencio con un amigo o un amante. Gente de treinta, de cuarenta años, tan concentrada en su conversación o en su bebida que no recalaron en ellos, los más jóvenes. El barman cogió una botella, hizo una floritura y les sirvió dos chupitos de vodka.
Eren se preguntó dónde estaría Armin, en qué cuneta lo habría abandonado Annie o si, tal vez, le había permitido decir más de cinco palabras. Y Jean, bueno, él ya estaría con los brazos de una chica a su alrededor y el ronroneo de la moto bajo el culo, rumbo a un lugar apartado.
—Mi padre solo escucha blues. Tiene un tocadiscos y un armario lleno de vinilos —dijo Eren—. He crecido escuchando a Muddy Waters, a Bessie Smith y a Robert Johnson.
—¿Qué te gusta a ti?
—El rock y Chaikovski.
—Yo siempre he sentido debilidad por Barber. —Mikasa apoyó la barbilla en la mano y cerró los ojos—. Creo que podría pasar la vida entera escuchando su Adagio para cuerdas y no me cansaría.
—Mucho mejor que perrear y hacer twerking. Hay que respetar todos los gustos y todo eso, pero me parece poco elegante, burdo, estúpido. ¿Qué necesidad hay de imitar el apareamiento de los perros? Nunca lo entenderé.
Mikasa sonrió y sacudió la cabeza.
—No me lo preguntes a mí. No se me da bien. El baile, en general, no es una de mis virtudes.
—¿Dos pies izquierdos?
—Exacto.
—Salud por ello. —Eren se tomó el chupito—. ¿Qué vas a hacer el año que viene?
—Eso es lo me he estado preguntando desde principios de curso. Lo primero: buscar un trabajo a tiempo parcial. La beca será suficiente para pagar los estudios, pero tengo otros gastos. Lo segundo: mantener la excelencia para que no me retiren la beca. Todo se reduce al dinero. La carrera es un pasatiempo caro. Sociología.
—Interesante, aunque no creo que puedas superar esto —Se llevó una mano al pecho, solemne—: me he matriculado en Historia sin que mi padre lo sepa, y mi hermano me guardará el secreto los próximos cuatro años.
—Suerte con ello. —Mikasa resopló de risa, una risa suave como una melodía de blues—. Tienes razón. Aquello que me dijiste en la biblioteca es cierto. Somos seres extraños. Mientras todo el instituto se emborracha a dos manzanas de aquí, nosotros huimos a un pub minúsculo para hablar.
—Eh, no todos están allí. Armin ha ido a por Annie. Tú la conoces mejor que yo. ¿Crees que tiene alguna posibilidad?
—Depende de Annie. Si ha tenido un buen día, le sonreirá y se inventará cualquier pretexto para librarse de él. No ha tenido un buen día, por supuesto. Odia cualquier evento social, pero no te preocupes, Armin no es del equipo de fútbol, así que le ofrecerá un cigarro y lo escuchará durante cinco o diez minutos.
—Caray.
Entonces empezó a sonar Don't let me be misunderstood y Eren le cogió la mano.
—Es Santa Esmeralda —exclamó—. Vamos a bailar.
—Te he dicho que no sé.
—Yo te guío. Mezclaremos flamenco, tango, twist, rocanrol. Nada de perreo, lo juro.
—Si con un chupito de vodka ya te apetece bailar —señaló ella—, no imagino qué harías borracho.
Salieron del pub sobre las tres, todavía riéndose. Mikasa se aferró a su brazo, quejándose de los tacones, y Eren colocó la mano sobre la de ella. Escaquearse de la fiesta de graduación había sido una gran decisión, una de las mejores que había tomado en meses. ¿Cuánto llevaba sin divertirse tanto? ¿Cuándo fue la última vez que rio tanto sin necesidad de ver a los Monty Python? ¡Y con una chica! Estaba tan guapa, con su vestido negro y sus labios oscuros, con los rizos de carbón cayéndole por la cara. Acababan de tener una cita, en cierto sentido. La única cita que había tenido anteriormente fue desastrosa. Susan se llamaba aquella muchacha, una quinceañera mala en la conversación y aún peor en la escucha. Mikasa alegró su noche de tal manera que olvidó la hora. Sus padres, si estaban despiertos, ya estarían haciendo suposiciones: le han robado, le han pegado una paliza, está borracho…
Eren la acompañó hasta su casa.
—¿Qué haces el sábado? —preguntó—. Puedo llevarte a ver algo interesante. ¿Te gusta el teatro?
—Solo he ido un par de veces y las obras eran realmente malas.
—No te decepcionará, lo prometo.
—Muy bien. —Mikasa le dio un beso en la mejilla—. Ah, mierda, te he dejado la marca.
—No importa.
—Hasta el sábado, entonces.
—Hasta el sábado.
—Apareció su padre. —Jean señaló su brazo, la carne de gallina—. Todavía tengo miedo. Se suponía que ese señor estaba de viaje, pero ¿qué pasó? Que abrió la puerta y vio a su niña encima de mí. Ya sabéis. Me echó a patadas. ¿Queréis un consejo? No, ya lo sé. Aun así, os lo voy a dar: id siempre a un motel. Nunca a la casa de los padres. Nunca. —Miró a Armin—¿Dónde estuviste tú?
—Con Annie. Estuvimos hablando sobre el bosón de Higgs.
Jean tenía esa cara otra vez, entre la risotada, la sorpresa, la frustración y el desconocimiento.
—¿Sabes, amigo? No sé cómo interpretar eso. ¿Es una nueva jerga sexual, una manera elegante de decir que le metiste la lengua hasta la tráquea? Se puede hablar de muchas cosas con una mujer, y se pueden hacer muchas cosas también. Hablar del bosón de Higgs… Es Annie, así que tienes suerte. Te felicito. —Luego esgrimió una sonrisilla contra Eren—. ¿Tienes algo que contar? Mylius te vio salir de la discoteca con Mikasa.
—Fuimos a un pub, nada más. Hablamos de Nietzsche.
—Sois un caso perdido. —Jean suspiró—. Cuando una tía quiera follaros, ¿qué le vais a decir? ¿Le hablaréis de Descartes y el empirismo?
—El empirista es Hume —lo corrigió Eren—. Este sábado iremos al teatro.
—¿Una cita? —Armin estaba asombrado.
—Claro.
—¡Muy bien! —Jean lo zarandeó—. ¡Qué suerte tienes, joder! Recuerda que en la primera cita nunca hay que tocar nada. La mano, si acaso. Ellas no son como nosotros, les gusta ir despacio, ponernos a prueba. Quieren saber si vamos en serio o si solo buscamos un buen polvo. ¿Qué quieres tú?
—¿Yo?
Eren pensaba poco en el sexo. Si algún día llegaba el momento de desvirgarse —el celibato nunca es descartable—, lo haría con algo más que un calentón pasajero. Necesitaba confianza, tiempo, esmero. Amor. Y por eso, le diría Reiner, morirás virgen.
—De momento, solo quiero ir al teatro con ella —dijo.
—El cine es más adecuado para hacer manitas. El teatro es… demasiado elegante, formal. ¿Alguna vez os habéis enrollado con una tía en mitad de una película de Dwayne Johnson? Ya sé que no. Pagas la entrada para ver una mierda, pero merece la pena. ¿Y Annie? ¡Armin, tienes que invitarla a salir!
—Iré a su casa para prestarle unos libros.
—¿Cómo? ¿A su casa? ¿La vida se está riendo de mí? Mientras me pillan con los calzoncillos bajados, ¿vosotros hacéis planes con dos tías que me han dado calabazas? Sois los peores amigos del mundo. ¡Os deseo mucha suerte, cabrones!
—Voy a salir.
Kenny apartó los ojos del televisor, cerveza en mano, y la miró de arriba abajo. ¿Provocativa o mojigata? A ojos de su tío, demasiado rara. Todavía no estaba lo suficientemente borracho como para hacer chistes y hablarle de las mujeres y los asientos traseros de su coche. Sobrio, ebrio… Tanto daba. Era insoportable en cualquiera de sus estados.
El hombre soltó una risita, puso los pies sobre la mesita y se encendió un cigarro. Si no pasaba los fines de semana con alguna amiga o metido en algún bar, podía vérselo ocupando el sofá y viendo partidos de la MLB o combates de la UFC. Ocho años así.
—¿Y quién me va a hacer la cena? —preguntó.
—Pide una pizza. —Mikasa se encogió de hombros—. O puedes hacerla tú mismo. Solo tienes que coger el cuchillo, abrir el pan y meter salchichón, mortadela…
—Muy graciosa. No te tires a ningún tío. Somos todos lamentables.
Ella no recordaba a su padre así. Lo recordaba riendo y cocinando junto a su madre, hablando sobre el día y lo mal que le había ido en el trabajo. Siempre de buen humor. No, no todos eran iguales. Si pensara de tal modo, no habría aceptado la propuesta de Eren Jaeger.
Cuando llegó al teatro, él estaba esperando cerca de la taquilla. Chaqueta marrón, camisa blanca (el cuello desabotonado), vaqueros y oxford negros. Era diferente a su estampa habitual.
—Ya he sacado las entradas —dijo—. Mariana Pineda, de Federico García Lorca. Una mujer ejecutada durante el siglo XIX por tener una bandera. Te dije que no te arrepentirías.
Y no se arrepintió. De nuevo, los jóvenes brillaban por su ausencia y muchas butacas estaban vacías, pero los actores demostraron que el arte no necesita millones de espectadores para ser apreciado. Al final, cuando el garrote vil se llevó la vida de Mariana, sobrevino una gran ovación. A la salida se encontraban enzarzados en una conversación sobre libertad, igualdad y ley, las palabras que la Pineda bordara en la bandera que le costó la vida. Luego Eren habló de García Lorca.
—Admiro lo que hizo por el teatro —asintió—, pero siempre preferiré el Siglo de Oro español, a Calderón de la Barca, Francisco de Rojas…
—Sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza; sueña el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende, sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. —Mikasa asintió—. Lo he leído. Sé que es pecado leer teatro.
—Lo es, pero muy pocas personas se animan a ver una obra. Pelis de superhéroes, Fast and Furious, terror barato… Todo eso está antes que el teatro.
—¿Lees poesía?
—Muy poca. A Walt Whitman y a Rubén Darío. —Eren se encogió de hombros—. La prosa ocupa la mayor parte de mi tiempo. ¿Qué poeta me recomendarías?
—Tendría que pensarlo —contestó ella.
El último suspiro de la tarde los encontró de camino hacia un pequeño restaurante al que los Jaeger acudían habitualmente. Era pequeño y se había quedado en los 80. Ajeno al tiempo y a los cambios, el sabor de las hamburguesas no había cambiado en más de veinte años y la mesa junto al ventanal había protagonizado muchas primeras citas. Podría haber sido un local más moderno y bonito, pero Eren no podría hablar así de otro sitio. Era apasionado, los ojos verdes lustrosos e intensos, la entrada a una selva en llamas. Por primera vez en su vida, o en lo que recordaba de ella, un muchacho no le clavaba los ojos en el escote o la adulaba y le lanzaba insinuaciones, sino que parecía interesado en lo que decía, en qué le gustaba, en su persona. El último tipo que la invitó a salir no paraba de hablar sobre su apariencia de vampiresa y reconoció haber sentido vergüenza al acompañarla por la calle. Le habló de Historia Reiss, de lo bien que le sentaría tomarla como ejemplo en cuanto a moda y también carácter. Pese a esto, Mikasa no había perdido la fe en los individuos. En ocasiones, aparece alguien como Eren Jaeger y todo cobra un poco de sentido.
El muchacho hojeó el menú y se decantó por una hamburguesa doble sin pepinillos. Mikasa añadió a la suya un extra de queso y la acompañó con una ración de patatas fritas.
—Luego podemos ir a una heladería —comentó ella—. Conozco una muy buena.
—Genial. —Eren asintió y dio un bocado a su hamburguesa—. Conoces muchas cosas, pero yo quiero conocerte a ti. Cuéntame algo de ti.
—No hay mucho que contar.
—Siempre hay algo que contar. Tengo una idea. Yo te haré una pregunta y después tú me harás otra. Por supuesto, si no quieres contestar, solo tienes que decirlo. Empiezo yo. —Hizo una pausa, pensativo—. ¿Has planeado tu futuro?
—Pienso en objetivos a corto plazo e improviso, aunque hay algo que tengo claro —dijo Mikasa—: no volveré a Shigansina después de la universidad. Vendré de visita, claro, pero me quedaré a vivir en Mitras o en Trost. Aquí… Bueno, no queda demasiado para mí. Muy bien, es mi turno. ¿Lamentas haber hecho algo?
—Me lamento por las cosas que no he hecho —suspiró Eren—. No ser capaz de hablar con mis padres porque soy un cobarde.
—Supongo que tienes razón. Pesa más lo que no hicimos a tiempo que aquello que sí hicimos. Si ya estamos así con dieciocho años, puede que a los cuarenta estemos en depresión.
—Cada edad tiene sus remordimientos. ¿Cuál es tu mejor recuerdo?
—Fue hace mucho tiempo. Tenía cinco o seis años, no lo sé con exactitud. Llevaba meses pidiendo a mis padres un perro. No podíamos tener un perro, el apartamento era demasiado pequeño y no se permitían mascotas. Los críos no dan su brazo a torcer, así que seguí insistiendo. Un día mi padre apareció con un hámster. Mi hámster Bob. Eso me hizo muy feliz.
—Ya veo. —Eren la miró fijamente—. Cada edad tiene sus remordimientos, pero parece que los grandes momentos se quedan en la infancia.
—No lo creo. La adultez también tiene cosas buenas. Mira a todos esos padres, el nacimiento de sus hijos es lo mejor que les ha pasado en la vida. ¿Quieres tener hijos?
—Uno o dos, dentro de muchos años. ¿Y tú?
—Por supuesto, pero no esperaré toda la vida. Las mujeres vamos a contrarreloj cuando se trata de la descendencia y ser madre soltera no es una mala idea. Eso ha contado como una pregunta. Veamos… —Mikasa dio un sorbo a su Coca-Cola—. ¿Por qué me invitaste a salir?
—Lo pasamos bien durante la graduación. Además, bueno, tenemos muchas cosas en común y ese vestido al estilo de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes te sienta muy bien. —En su tono sincero se dibujó una nota cohibida—. ¿Por qué aceptaste?
—Por todo lo que acabas de decir, y porque me gustan los hombres que no usan corbata con el traje. Hemos hablado de la muerte de Dios y hemos visto morir a Mariana Pineda. ¿No te parece una conexión lo suficientemente fuerte entre los dos?
Eren arrastró una mano hacia la de ella y le dio un suave apretón. De nuevo esa mirada intensa, algo enturbiada por el arrebol de sus mejillas.
—Sí.
Continuaron la charla en la heladería y se marcharon de la mano, riendo y hablando de lo cotidiano y lo trascendental, alegres, ufanos, fuera de esa introversión que solo los había apartado del rebaño y acercado a las personas. Eren la acompañó a casa e intentó articular una despedida, un chiste, algo. Mikasa se inclinó y le dio un beso corto, un toque liviano y efímero. El muchacho esbozó una sonrisa tímida y se despidió de ella diciendo que la llamaría, que las cosas importantes no son para los mensajes, sino para la voz. Mikasa cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella, tan conmovida que no escuchó los ronquidos de su tío mientras subía hacia su habitación, todavía pensando en Eren Jaeger, en lo desapercibido que había pasado durante todos aquellos años de instituto.
Durante los veranos, Armin y Jean desaparecían del mapa hasta septiembre. Uno en la playa y el otro visitando a sus abuelos en Francia. Shigansina era una sauna a la que no se podía sobrevivir sin aire acondicionado. En cuanto a Eren, continuaba gracias a un ventilador y echaba largas siestas en calzoncillos. Intentaba entonces tener sueños lúcidos e indagar en el subconsciente, aunque su madre se empeñara en calificar esto como gandulería. Carla lo había obligado a ir al gimnasio con ella y a hacer recados. Además, no dejaba de darle sermones sobre la universidad, las fiestas llenas de viciosos y lo importante que es ignorarlos para acabar los estudios de buena manera.
Naturalmente, su madre se interesó por sus salidas al teatro y al cine. Ella lo intuía, por supuesto. Eren apenas llevaba un mes saliendo con Mikasa y todavía no había vuelto con ningún chupetón en el cuello, pero Carla Jaeger lo conocía a la perfección. Lo encañonó una tarde en el jardín, mientras regaba los geranios.
—¿Cómo se llama?
—¿De qué me hablas? —Eren arqueó las cejas y dejó la regadera.
—Pues la chica. ¿Creías que no te lo iba a preguntar? —La mujer se cruzó de brazos—. Eres igual que tu padre. Os lo guardáis todo para vosotros mismos y no me decís nada. Gracias a Dios que mis ojos ven más allá de vuestras caras. ¿Quién es?
—Mikasa. No la conoces.
—¿Y cuándo vas a traerla a casa?
—Mamá, es demasiado pronto para dar ese paso.
—No estoy acostumbrada a que salgas con una chica, ¿vale? Disculpa a tu vieja madre. Tu hermano siempre me hablaba de sus novias, le gustaba que les diera el visto bueno. Tú, en cambio, tienes otros intereses, por eso me resulta tan raro. ¿Cómo es?
—Bueno, es… es muy guapa. —Eren asió de nuevo la regadera y se centró en las flores—. Podemos hablar durante horas y horas sobre cualquier cosa. Es muy inteligente, le gusta la buena literatura, el buen cine, el teatro. No sé por qué no hablamos antes.
—El amor se hace esperar, cariño.
—Dios, no empieces con la charla sobre anticonceptivos y demás.
—¿Yo? Tu padre es el médico, no yo. —Carla sonrió—. Puedo hablarte de la importancia de la primera vez. Tranquilo, sé que no quieres oírlo. ¡Tanta libertad sexual que decís tener los jóvenes, pero os arden los oídos cuando os hablamos del tema!
—Ya me has hablado del tema.
—Pero estabas pensando en, ¿cómo se llama?, Fortnite. Ahora tienes novia y conozco bien los impulsos de la juventud.
—No vamos a acostarnos. —Eren sintió el infierno derramándose en su cara—. Todavía, al menos. No soy Reiner Braun, no voy coleccionando virginidades. Llevamos saliendo unas pocas semanas. El sexo requiere confianza y…
Su madre rio.
—Lo sé. Eres muy responsable, pero tienes que comprender que todas las madres tenemos miedo de que nuestro hijo embarace a una chica. Eso sería un problema.
¡Claro que sería un problema, especialmente para ella! Nada de embarazos ni de píldoras. Eren creía en la prevención, tal y como su madre le había enseñado. Además, los asuntos de cama quedaban un poco lejanos. En ocasiones pensaba que su relación era un idilio veraniego, algo que no llegaría a más; como diría Jean, la gente viene y va, las personas se convierten en recuerdos dulces o amargos. Sin embargo, Eren sentía que su pecho se hinchaba con algo más que aire cuando la veía. Había omitido la idealización para admirar sus peores facetas. Podía llegar a ser tan testaruda que asustaba, pero eso desvelaba una de sus grandes virtudes: creía firmemente en sus ideas, aunque fuera con ellas hasta la perdición. Era fácil conocerla cuando se la trataba, y era imposible no quererla, ya fuese como amiga o como amante. Más allá del apodo de Morticia Ackerman, reposaba una joven amable que solo hablaba cuando tenía algo que decir. No obstante, su vida era un enigma. Su pasado, al menos, parecía desterrado de todo lo que pudiese contar sobre ella misma. Tampoco mencionaba mucho a su tío y Eren no se atrevía a preguntar.
Kenny Ackerman había estado presente en un famoso altercado treinta años antes. El asunto, que nunca llegó a esclarecerse, desembocó en un tiroteo con víctimas en un bar. Tres muertos y cinco heridos, entre los que se encontraba Kenny. Por aquel entonces trapicheaba con drogas. Según algunos, lo buscaban a él por un ajuste de cuentas y la situación se descontroló. Fuere como fuere, el hombre había dejado sus días de delincuencia en el pasado y trabajaba honradamente. Mikasa tendría sus motivos para no referirse a él. A Eren no le preocupaba y ya habría tiempo de pensar en ello.
Como cada año desde la reconciliación entre el patriarca y el primogénito, Zeke apareció a mediados de julio con su camisa hawaiana, las bermudas a cuadro, las chanclas, el pelo engominado y la barba bien cuidada. Carla no tardó en acribillarlo a reproches —¿Por qué no has llamado en dos semanas? ¿Por qué no vienes más a menudo? ¿Te has olvidado de tus padres?— y en ponerlo al día de los últimos acontecimientos. Lo quería como si fuera su hijo, aunque no lo fuese. La mujer que lo trajo al mundo, Diana, se desintoxicó cuando Zeke tenía ya diecisiete años, edad suficiente para decidir dónde quería quedarse. Por muy mal que se llevase con Grisha, al final del día eran una familia y Carla era la única madre que había conocido.
Se acercó a Grisha y le plantó un fuerte beso en la coronilla. El doctor mostró una leve sonrisa. le dio la bienvenida y preguntó por el trabajo, a lo que Zeke se encogió de hombros. Nada interesante en los últimos meses; buena señal.
—¿Y tú qué, viejo matasanos? ¿A cuántos te has cargado? ¿Sabes qué? He aprendido otro chiste de médicos. Una negra va a la consulta de su médico y le dice: «Doctor, mi marido la tiene muy larga. Cada vez que echamos un polvo me toca el corazón y me duele». El médico le responde: «Bueno, tráigalo y le acortaremos unos centímetros». Entonces la negra se echa a reír y le dice: «¿Está loco? Vengo a que me cambie el corazón de lugar».
—Por favor. —Eren alzó las cejas—. ¿Qué tienes, quince años?
—Ojalá. —Zeke le dio unas palmaditas en la espalda—. Fíjate, ya eres mayor de edad. Procura no ir a la cárcel. Qué bien nos lo vamos a pasar tú y yo, hermano. Te esperan cuatro años con mis magníficos macarrones y mis pizzas a domicilio. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Tienes algo que decirle a tu hermano? ¿Algo sobre alguna chica?
¿Cómo? ¿No llevaba ni dos horas en la casa y Carla ya se lo había contado? Una familia sin secretos… o casi. Zeke le dio una mirada cómplice y lo arrastró hacia su habitación, encendió la consola, se tumbó en la cama y seleccionó equipo en el FIFA. Solo le faltaba una campanita y un puro en la boca. Su hermano era un hombre sencillo y desenfadado, muy alejado del joven cabronazo que cogía el BMW sin permiso y usaba el bate de béisbol en varios tipos de pelotas. Sabía que Eren no sería médico mucho antes de conocer sus planes y lo aprobaba. Y, por supuesto, sacaría el tema a relucir.
—Si el papá se entera, estás muerto. —Rio con ganas—. Yo fui un rebelde sin causa, lo admito, pero tú tienes una, ¿eh? Tus sueños, tus aspiraciones... Te apoyo, Eren. ¿Quién soy yo para delatarte, para interponerme entre tú y tus deseos? ¡Venga ya! Eres bien recibido en mi casa y puedes traer a la que que quieras.
—Lo tendré en cuenta.
—Y si tiene una hermana mayor, también.
—No, no tiene. Es hija única. Mikasa Ackerman.
—Ackerman, ¿cómo ese enano cabrón de Levi? ¿Son familia?
—No. —Eren carraspeó—. Mira, me alegro mucho de que estés aquí, pero tengo que ducharme y…
—Tienes una cita —dijo Zeke—. Muy bien, muy bien. Vete ya. ¿A qué estás esperando? No te pases con la colonia y no la cagues hablando. Yo siempre la cago, por eso sigo soltero. ¿Sigue Frieda Reiss en la ciudad?
Descansaría de los chistes malos de su hermano, de los tecnicismos de su padre y de los impulsos de su madre. Conociéndolos a los tres, insistirían en que invitara a Mikasa a cenar y lo atosigarían a preguntas. Eso es uno de los inconvenientes de ser el hijo pequeño que está más centrado en sus pasatiempos que en las mujeres, el pasatiempo de Zeke, que no sentaría cabeza jamás. Sin embargo, Mikasa hacía más interesantes las cosas que le gustaban. Era bueno compartir gustos con una persona y es inevitable que le gustase la persona. La teoría de los polos opuestos le parecía absurda e ilógica. ¿Podría ella salir con un tipo como Reiner? De ningún modo. Se horrorizaba ante la idea. Sería una pérdida de tiempo y una aproximación clamorosa al embarazo. Mikasa miraba más allá de los músculos, la testosterona y el éxito; había superado la frivolidad de la generación para poner en práctica algo muy extendido y nada asimilado: lo importante está en el interior.
Y así es como acabaron deambulando por un parque. No estaban buscando un picadero, sino un fenómeno natural que él no veía desde la niñez. Había luciérnagas, según Mikasa. Cosa rarísima. Entre la contaminación y los pesticidas, era muy difícil encontrarlas, pero resultó ser verdad. tan escasas como rutilantes.
—Algunas hembras son caníbales —dijo Eren—. Atraen a los machos para aparearse, y entonces zas, los matan. Se los comen, igual que las mantis. ¿No es maravilloso?
—¿Que te coman es maravilloso?
—No es el hecho en sí, sino el fin. Imagina una mantis en el juzgado alegando motivos reproductivos. Es diferente para los humanos. Si una mujer tuviese que comerse a su pareja después de la cópula, no habríamos llegado muy lejos.
—La naturaleza no tiene los mismos planes para todos, gracias a Dios.
—La respuesta del ser humano es diferente. En la mayoría de los casos no es por reproducción, ya sabes, sino por el orgasmo. El canibalismo no forma parte del frenesí de este momento, mucho menos de la relajación que lo sucede.
—¿Tanto sabes de orgasmos?
—Bueno, he leído sobre ellos en los libros de mi padre y te aseguro que es fascinante. —Eren se detuvo—. ¿Por qué te ríes?
—Porque un hombre me está hablando sobre orgasmos en un parque oscuro.
—Sí, es extraño —admitió—. Qué idiota he sido, hablándote sobre orgasmos delante de esta preciosidad. Me gustaría besarte.
—Deberías haber empezado por ahí. —Mikasa entrelazó los dedos tras la nuca de él y le plantó un suave beso en los labios.
—Ven a cenar mañana.
—Leí que no se debe llevar a una chica a casa hasta los tres meses de noviazgo.
—¿De veras?
—Eso dicen.
—En realidad, nos conocemos desde hace muchos años. Marcaremos un hito histórico: la primera vez que Eren Jaeger llevó una novia a casa. Mis padres te caerán bien, pero no le hagas caso a mi hermano. No se llevó los mejores genes.
—Todavía no he dicho que sí.
—Tampoco te has negado.
—Supongo que me presentaré sin gargantilla y con una falda rosa.
—No hace falta. Mi madre fue punk, está acostumbrada a esas cosas. —La sonrisilla de Eren se ensanchó—. Y a mi padre le encantarán tus conocimientos sobre el robo de cadáveres en el siglo XIX. Tiene una copia de la Lección de anatomía de Rembrandt en la biblioteca. Solo serás un bicho raro más. Mis padres querrán enseñarte su colección de monedas y mi hermano te hablará de Agatha Christie porque no puede hacerlo con sus amigos. ¿No tienes ese sentimiento?
—Tengo muchos sentimientos ahora mismo.
—No puede salir mal. Bueno, puede que mi madre empiece a insinuar algo sobre el sexo, pero ya sabes cómo debemos proceder en ese caso. Sonríes con incomodidad y yo le grito: «¡Mamá!». ¿Qué te parece?
Mikasa lo miró con curiosidad.
—Sé que eres virgen, pero ¿eres completamente virgen?
—¿Hay distintos grados de virginidad?
—Nunca te han… ¿No has tenido una relación sexual de ningún tipo?
—No. Si te refieres a felaciones u otro tipo de contacto, no.
—Me refería a eso. —Mikasa cerró los ojos y no evitó el rubor.
—¿Y tú?
—No.
—Eso está bien, supongo. Hay que esperar el momento y la persona adecuada —susurró Eren—. Reiner ha intentado presentarme a varias amigas para tener sexo. Te acuestas con ellas y te vas, según él, pero yo… Bueno, no puedo hacer eso, no puedo compartir mi intimidad con una persona que no conozco y que no quiero.
—Conozco a varias chicas del instituto que harían cola para meterse en la cama contigo.
—¿De verdad? —Eren parecía sorprendido—. No me considero un foco de atracción sexual, especialmente cuando abro la boca para hablar de Nietzsche y de luciérnagas caníbales. No sé ligar y no soy guapo. Cuando te invité al teatro, no sabía que llegaríamos a esto. Tuve suerte.
—Has sido tú mismo y ha funcionado.
—No podría explicarlo. —Meditó durante unos segundos—. Es como si llevásemos en esto toda la vida.
—¿Qué quieres decir, Eren?
—Estoy enamorándome. —Él buscó los labios de su acompañante y los tocó con dulzura, todavía con la timidez de la primera ocasión. Sin embargo, sus manos no dudaron en aferrarse a la cintura de ella. Le apartó un mechón negro de la cara y observó sus ojos grises—. Me gustan nuestras conversaciones, me gusta que vayamos al teatro, a cenar, a bailar, aunque digas que no sabes. Nunca me ha pasado, pero creo que estoy enamorándome de ti. No solo me gustas, no solo es eso, es algo más.
—Hay tantas cosas que no sabes de mí. —Mikasa le puso las manos en el pecho—. Yo soy yo y mis circunstancias, y las mías no han sido las mejores. Durante mucho tiempo, años y años, me he preguntado si existe alguien capaz de entenderme. Supongo que es algo que nos pasa a todos. Es irracional, hay millones de personas en el mundo, pero todos nos sentimos un poco solos e incomprendidos. Cuando hablamos en la biblioteca, lo intuí. Puedo decirte cualquier cosa, podría abrirme, siento que podría hacerlo, lo haría y me escucharías.
—Puedes contarme lo que quieras.
—Otro día —contestó ella—. ¿Cuándo es esa cena?
Jean no se sorprendió en lo absoluto, es más, lo esperaba: «Eres esa clase de tío». Pronto volvería de Francia con alguna historia interesante sobre sus escapadas a París —el pueblo de sus abuelos era un muermo— y las parisinas que había conocido el verano pasado.
—Si yo fuera una fille y tuviera que ir a tu casa —dijo—, cortaría contigo. A tu casa y a cualquier otra. Conocer a los padres siempre es un problema. Cuando Mikasa se vaya, empezarán a criticarla. «No ha comido nada», «Nos ha mirado mal». Ya sabes cómo funciona. Además, con Zeke por allí… Bueno, Zeke es lo mejorcito de tu familia. No te ofendas, me caes bien, pero tu hermano es la polla. Como decía, será la situación más incómoda de tu vida.
—Gracias por los ánimos —soltó Eren—. Eres peor que Armin.
—¿Y qué quieres que hagamos? Siempre nos planteas situaciones que es mejor evitar, como el asunto de tu carrera. Por cierto, ¿el puto Armin no piensa encender el móvil? Lo llamé ayer y nada. Lo tiene apagado desde que se largó.
—Siempre lo hace cuando se va a la playa; no quiere ningún contacto con la tecnología.
—Me compadezco de Annie si está esperando su llamada. ¿Sabes lo que le dijo nuestro rubio de bote? Que le fascina su estoicismo.
—Ya lo sé. Estuve en esa conversación.
—¿Se puede saber qué cojones se os pasa por la cabeza cuando ligáis? Estoicismo… Yo siempre les digo que son guapas y agradables, pero ¿estoicas? Y a Annie le gustó, eso es lo peor del asunto. Ya no sé quién es el más patético de los tres.
—Creo que está claro —Eren sonrió—, pero prefiero no herir tu sensibilidad, Jeanbo.
—No te preocupes por la cena; irá bien. —Jean dio unos gritos en francés—. Lo digo en serio. Mikasa es una persona decente. Ahora, si me disculpas, voy a jugar a las cartas con mi abuelo. Adiós, Jaeger, y usad condón.
—He decidido —Annie hizo una pausa y dio un sorbo a su batido— que voy a ser psicóloga.
—Psicóloga —repitió Mikasa—. Eso requiere contacto con seres humanos.
—Pero solo tienes que escucharlos y no me molesta escuchar a la gente. Me alimento de las miserias ajenas. Luego digo cuatro tonterías y, si no, los mando al psiquiatra. Es perfecto para mí y se cobra muy bien. Venga, vamos a practicar: ¿qué la trae por mi consulta, señorita Ackerman?
—Eren me ha invitado a cenar en casa de sus padres y no sé cómo sobrellevarlo.
—Bueno, la sesión ha acabado. Regrese otro día.
—¿No vas a decirme nada? —Mikasa suspiró—. Para qué te lo he dicho…
—Porque te caigo bien y es agradable compartir las preocupaciones con alguien. ¿Ves? Diagnóstico. —La rubia se encogió de hombros—. Me alegro de no ser tú. Generalmente me alegro de no ser tú, pero hoy se lo agradezco a Dios, aunque no exista. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a rajarte?
—Yo nunca me rajo.
—Y eso es un problema. Ya sabes que una retirada a tiempo es una victoria. Sinceramente, no sé cómo has dado lugar a esto. ¿Por qué tenemos que conocer a los padres? Espero que Armin no quiera conocer al mío.
—¿Qué tal con Armin?
—Interesante. Parece ser que está en un retiro espiritual y no usa el móvil, pero hablamos por carta. Me envía una cada semana. En la última me dijo: «Tu rostro es de piedra esculpida, sangre de tierra dura, has venido del mar. Todo acoges y escrutas y alejas de ti como el mar. En el corazón tienes silencio, tienes palabras tragadas. Eres oscura. Para ti el alba es silencio». Cesare Pavese. ¿No te parece interesante? ¿Por qué unos tíos te mandan una foto de su polla y otros, la minoría, te dedican una poesía? ¿Es cosa de la educación? ¿El porno?
—Armin te gusta.
—No me lo recuerdes —susurró Annie—. Estamos saliendo con dos frikis justo en nuestro verano preuniversitario. ¿Qué vamos a hacer con ellos en septiembre, Mikasa? ¿Y si quieren formalizar? Vas a conocer a sus padres y eso implica que eres algo más que un pasatiempo con tetas. ¿Te ha metido mano ya? ¿Te ha propuesto hacer algo…?
—No.
—Eso solo significa una cosa: va muy en serio contigo.
—¿Y eso es malo?
—Depende de cómo lo veas. —Annie alzó las manos—. Existen dos tipos de hombre en esta vida: los que están para las buenas y los que están para las buenas, para las malas y para las peores. Si te encuentras hecha una mierda, Eren lo notará, preguntará y se preocupará. Es igual que Armin. Entonces nosotras, dos mujeres poco comunicativas, tenemos que explicarles nuestros problemas para que ellos nos ofrezcan un hombro en el que llorar. Así que, ¿estamos preparadas para ello? Dos lobas solitarias en una estepa llena de gilipollas y, de repente, pasa esto… ¿Vamos a mi casa y te hago la manicura?
Sería una noche interesante. Eren lo supo cuando Zeke se puso un delantal de Betty Boop al servicio de Carla, que se había propuesto hacer una cena propia de los marajás. En cuanto a Grisha, estaba en su despacho ultimando los detalles para la ampliación de la clínica. Luego apareció y tomó asiento en la mesa, miró su reloj y sonrió.
—¿Sabes que no recuerdo el nombre de ninguna de las novias de tu hermano?
—Claro que no —terció Zeke—. Ninguna iba a durar demasiado.
—Esta es una buena chica. —Carla abrió el horno y sacó una vianda de cordero asado—. Yo sí recuerdo algún nombre. Frieda. La mejor que trajiste, Zeke. ¿Por qué cortaste con ella?
—Ella cortó conmigo.
—Me pregunto por qué —murmuró Eren.
—Era demasiado hombre para ella.
—Llamó un día —comentó Grisha— y yo estaba solo en casa. Cojo el teléfono, le digo que Zeke ha salido y me dice: «Bueno, doctor Jaeger, hágame usted un favor: dígale al golfo de su hijo que lo sé todo. Sé dónde estuvo y con quién. Si él me ha puesto los cuernos, yo puedo dejarlo sin decírselo a la cara». Eso fue lo que pasó.
—Mucha mujer para ti —apuntó Eren.
—Muy graciosos. Ja, ja, mirad cómo me río. ¿Cuándo vais a olvidar eso? Era un crío. ¿Qué edad tenía, diecisiete, dieciocho? He cambiado y podría ser el tipo más fiel del mundo. Podría, pero ninguna quiere comprobarlo. —Sonó el timbre—. Eren, ¿vas tú o prefieres que vaya yo y la enamore?
«Dios mío, esto es una casa de locos», pensó mientras se dirigía a la puerta. Respiró hondo en el descansillo y la recibió con una sonrisa. No, no se había quitado la gargantilla. Llevaba un vestido negro, holgado y veraniego, y unas sandalias de tira hasta el tobillo. Eren lo notó: estaba tan nerviosa como él. La guio hacia el comedor. Carla salió al paso y saludó a Mikasa con un beso en cada mejilla, tan familiar como siempre.
—Me alegro de conocerte. —La señora Jaeger mostró una amplia sonrisa, los hoyuelos eran idénticos a los de Eren—. Espero que te guste el cordero.
—Grisha Jaeger. —Su padre, amable, le extendió la mano.
—Ezekiel, como el profeta —se presentó Zeke, muy serio—. ¿Qué intenciones tienes con Eren?
—Buenas, eso seguro —se aventuró Mikasa.
Su hermano resopló de risa.
—Puedes llamarme Zeke, ¿eh? No me llames nunca Ezekiel. Un auténtico placer conocerte, cuñada.
Se sentaron a la mesa. Eren había reflexionado largo y tendido desde el comienzo de la adolescencia; tanto y sobre tantas cosas, que había pasado por alto su formación en las interacciones familiares que incluyen un miembro externo vinculado a él por un lazo romántico, es decir, era un noob. No hubo silencio, pero el torrente de preguntas hacia Mikasa era preocupante: ¿CUÁNDO EMPEZASTEIS A SALIR?, ¿CÓMO FUE?, ¿VAS A IR A LA UNIVERSIDAD? La muchacha se destensó poco a poco y elogió la cena.
—Ni muy cruda ni muy hecha. La carne está en su punto. Cocina usted muy bien, Carla.
—Tutéame, y sí, tienes toda la razón.
—Yo también cocino. No tan bien, claro, pero lo intento. ¿Te importaría darme la receta?
—Con mucho gusto.
—¿Qué carrera vas a estudiar? —preguntó Grisha.
—Sociología.
—Tuve un amigo sociólogo en la marina —comentó Zeke—. Muy interesante. Pasábamos noches enteras hablando sobre los conflictos. Antes de despedirnos en Puertolibre, me dijo: «Mientras haya dos personas en el mundo, habrá problemas».
—Es cierto —asintió Mikasa—. Los intereses dispares provocan disputas, una discusión entre dos amigos o una guerra entre varias potencias. Diferencias religiosas, políticas, culturales… No se trata de eliminarlas, sino de fomentar una mejor relación entre ellas.
—¿Un sociólogo toma parte en ese fomento o es simplemente un teórico? —Grisha se echó un poco más de vino.
—Los sociólogos analizan, diagnostican y, en algunos casos, proponen. Sin embargo, nadie puede esperar que una persona solucione los problemas de la humanidad. La medicina, por ejemplo, se encarga de un único sujeto, pero la sociología trabaja con colectivos. Pongamos, por ejemplo, el odio de los ucranianos hacia los rusos. Un sociólogo conoce los motivos de esto, pero no puede ir a cada hogar ucraniano para cambiarlo. La sociología observa, aunque es muy difícil resolver conflictos vigentes durante siglos o milenios. Los sociólogos podrían ayudar si este mundo escuchara a alguien.
—¿A que no esperabas esa respuesta, papá? —Zeke soltó una carcajada.
—Hablad de cosas normales —intervino Carla—. Eren, cariño, ¿por qué no nos cuentas cómo empezasteis a salir?
—Estaba amargado en la fiesta de graduación y ella me rescató.
—En realidad, era él quien quería irse de la discoteca —añadió Mikasa—. Yo me uní.
—¿Quién besó a quién? —lanzó Zeke.
—Los estás avergonzando —advirtió su madre.
—No pasa nada —atajó Eren—. Ella me besó a mí. ¿Contento?
—Siempre has sido algo tímido.
—Cada vez más mujeres se lanzan a besar a su pareja. La concepción social de que el varón tiene que empezarlo todo está cambiando, hermano. Evolución, no timidez. Además, ¿qué más da eso?
—Estoy tanteando terreno para empezar con la charla. Ya sabes qué charla.
—¿Es necesario? —Eren miró a sus padres de hito en hito—. Decidme que no.
—Somos una familia moderna y consideramos que no tiene nada de malo hablar sobre estos temas, especialmente cuando se trata de tu primera relación —dijo Grisha—. Sabemos que sois responsables, pero…
—Os están tomando el pelo —aclaró Carla.
—Yo hablaba totalmente en serio. —Zeke se encogió de hombros—. Bueno, Mikasa, ¿a qué se dedican tus padres?
Mierda. Eren había olvidado decirles que aquel era un tema delicado.
Joder.
Puto Ezekiel.
—Fallecieron hace muchos años —atajó Mikasa sin complicaciones—. Mi madre era ama de casa y mi padre se dedicaba al periodismo. Ahora vivo con mi tío, que es albañil.
—Lo siento, no debería haber preguntado. Creo que voy a cerrar la boca de aquí en adelante.
—Buena idea. —Eren lo fusiló con la mirada.
—No te disculpes —dijo ella, conciliadora—. Sucedió cuando yo era una niña; puedo hablar de ello sin ningún problema.
—Estoy segura de que están muy orgullosos de ti, allá donde estén. —Carla se sirvió otra ración—. Yo también perdí a mis padres siendo muy joven, con veinte años. Se van, sí, pero no hay que recordarlos con tristeza. Grisha, cariño, pásame el vino. —Miró de nuevo a Mikasa y sonrió—. Sé que esta es una situación incómoda para los jóvenes. Gracias por venir. Mi hijo no quería hablar de ti, tuve que avergonzarlo un poco para que lo hiciera. Así funcionan los hombres Jaeger. Nunca mencionan nada, se guardan en secreto las cosas que les gustan.
Era cierto. Una manía involuntaria que Eren tenía desde la infancia, un hermetismo innato que solo había roto con su familia y con Mikasa. ¿Por qué? Se debía, quizá, a temperamentos muy similares, con muchos matices melancólicos. Compartían una semimarginación social que habían terminado por aceptar y querer. En mitad de esa soledad, atrapados en el torbellino de gente, colisionaron como dos placas tectónicas. Sin embargo, su terremoto era silencioso y gradual. No era una simple pasión, tampoco un embate de las hormonas. Cada vez que pensaba en ella, cada vez más, la sentía como un hilo de agua en la sequía. Temía que la juventud y la inexperiencia lo estuviesen engañando, que la oxitocina lo estuviese cegando. Pronto se enfrentarían a la vida universitaria y tal vez olvidaran aquello, pero no quería pensar. Se entregaría a su naturaleza impulsiva, apreciaría el presente y dejaría el futuro en manos divinas.
Cerca de las once, Eren la acompañó a casa. Las noches de verano en Shigansina eran agradables y frescas.
—Tu familia es maravillosa —dijo ella.
—Después de convivir con ellos durante dieciocho años, pierden un poco de encanto. —Eren la miró con un aire de tristeza—. Siento si te ha incomodado hablar de tus padres.
—No me molesta, me ayuda a recordarlos. —Mikasa apretó su mano—. Hoy me he dado cuenta de lo mucho que los echo de menos, y no tiene nada que ver con que tu hermano me haya preguntado. Una familia normal cenando, riendo y hablando. —Se frotó un ojo.
Eren se detuvo y la besó en la mejilla; la lágrima murió en sus labios.
—Yo también me estoy enamorando de ti —concluyó ella.
3
LOS TRES MOSQUETEROS
Armin: Hola, chicos. ¿Los últimos tres mil mensajes son importantes o puedo ignorarlos?
Jean: No sabes todo lo que te has perdido…
Jean: ¿Cuándo vuelves?
Armin: En tres días.
Jean: Yo llego mañana a Shigansina. Interrogaré a Eren sin ti.
Armin: ?
Jean: MIKASA FUE A CENAR A LA CASA DE ERENNNNNN
Armin: !
Jean: NCFHVENDK
Armin: ¿NJJncjr NJCJ?
Jean: NCJFBVFVE
Armin: CHFV SOCSO
Eren: …
Eren: Eres un alcahuete, Jeanbo.
Jean: Yo también te quiero, bro.
Jean: Te has hecho tan mayor…
Armin: ¿Fue todo bien?
Eren: Claro. A mis padres les ha caído muy bien.
Jean: Ya know the next step ma boy!
Eren: …
Eren: ¿Por qué todas las conversaciones llevan hasta mi sexualidad?
Armin: xdxdxd
Armin: Por una vez, Jean tiene razón.
Eren: ¿?
Jean: Gracias, míster Arlet, por el reconocimiento.
Armin: ¿Lo habéis hablado?
Eren: ¿¡Qué queréis que le diga!? El momento surgirá solo. No tengo prisa.
Jean: Pos es muy sencillo. Le dices: HOLA, CARIÑO, ¿FOLLAMOS? Y tú igual, Armin.
Armin: Annie y Mikasa no son como tus últimas conquistas.
Eren: Uf, FATALITY.
Jean: * lloran2 *
Jean: Cerdos.
Jean: ¿Jugamos al Fortnite?
SHIGANSINA GIANTS FC
Levi: Os felicito. Lo habéis hecho muy bien en los octavos. Sé que algunos pensáis que el Trofeo Regional Veraniego es una tontería; yo también lo creo, pero el director me aconseja (obliga) participar para llenar las vitrinas del instituto. Agradezco vuestra participación.
Reiner: Tenemos un problema.
Reiner: Mylius se ha lesionado.
Levi: ?
Levi: ¿Y ME ENTERO AHORA? ¿QUÉ HA PASADO? Mylius
Mylius: Ayer me torcí el tobillo. Lo siento :'(
Levi: Espero que te mejores, muchacho, pero ¿QUÉ HACEMOS AHORA?
Reiner: Echar un vistazo a los reservas.
Bertolt: Luke es buena opción.
Levi: En realidad, estaba pensando en Jaeger.
Reiner: ?
Reiner: No es por contrariarle, jefe, pero Eren no ha jugado ni un solo partido. Está poco preparado.
Levi: Eren
Eren: ¿Queréis que juegue yo? :O
Levi: Sí.
Levi: Eres preciso en los pases, sabes distribuir el juego y llegas bien al área. Discutiremos el planteamiento táctico en persona.
Eren: Todavía no he aceptado…
Reiner: No eres Mylius, pero lo harás bien, EJ21.
Eren: :V
Floch: Creo que Eren es el indicado.
Nac: Yo también. Con Reiner tenemos músculo y con Eren tenemos cerebro.
Reiner: ?!
Levi: Eren, ¿aceptas o aceptas?
Eren: Sí, pero no me hago responsable de las consecuencias :/
Levi: Nos vemos el miércoles en el gimnasio. Solo quedan tres partidos, muchachos. NOS LLEVAREMOS EL TÍTULO.
Era una desgraciada. Se lo decía a sí misma sin compadecerse; si algo había aprendido de Nietzsche es que la compasión es la peor enfermedad y nadie, ni siquiera ella, la merece. Tampoco Kenny, el hombre más deplorable que había conocido. Su tío era un tren descarrilado, un motor pasado de revoluciones, un reloj atrasado. Había dejado su etapa de maleante para convertirse en un borrachín. Cuando la cosa no podía empeorar, se cayó de un andamio, le escayolaron un brazo y le dieron la baja.
Mikasa tendría que aguantarlo unas cuantas semanas. El último esfuerzo antes de irse a la universidad. ¿Lo dejaba todo atrás? Absolutamente. Shigansina quedaba como una larga pesadilla. Le aguardaban años de trabajo duro, pero no le importaba. Kenny se mostraba optimista ante su pronta marcha y le pidió permiso para alquilar su cuarto.
—¿Dónde dormiré cuando venga a visitarte?
Su tío se arrellanó en la silla y esgrimió una mueca parecida a una sonrisa.
—Los dos sabemos que eso no ocurrirá.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir después de ocho años? —Se colocó la taza de café contra la boca, escondiendo su rictus de rabia—. Supongo que es bueno para ti. No querías esto y ya casi ha acabado.
—Tienes razón, yo no quería esto. No me apetecía encargarme de una cría, pero no te abandoné. No podía dejar que la hija de mi hermano acabara en un orfanato, en manos de cualquier familia. No voy a llamarte desagradecida. He hecho lo que he podido y sé que no ha sido lo mejor, polluela. Algún día, cuando tengas cuarenta años, recordarás al cabrón de tu tío con cariño. Estarás mucho mejor sin mí.
—No puedo decir lo mismo de ti. ¿Dejarás de beber?
—¿Qué pasó la última vez que intentaste quitarme la botella de cerveza? —Kenny la miró fijamente—. Lo siento, canija.
—Estabas borracho.
—Te dejé el ojo como una pasa. ¿Sabes cuál es la verdad? Tú has cuidado de mí y lo has hecho muy bien, pero diré lo mismo que le decía a tu padre cuando me visitaba en la cárcel: algunas personas nunca cambian. Sigo siendo un trozo de mierda y lo seré hasta mi último día.
Mikasa terminó de desayunar y salió de la casa. ¿A dónde iba? ¿Por qué? Era una radiante mañana de lunes, no quedaba nada por hacer y nada que decir. En menos de un mes y medio se marcharía a la capital. Había esperado tanto, con tanta ansia, que ahora, cuando solo quedaba abrazar el cambio, no sentía ya ese impulso de seguridad. ¿Cuál era esa fuerza que le había parado los pies? Lo desconocido, ese futuro incierto. Había aceptado la creencia heraclítea de que todo fluye y, sin embargo, le costaba ser parte de eso. Lo hizo antes con el fallecimiento de sus padres, sumida en la inconsciencia de la niñez. Esta vez era distinto. La morriña por Shigansina se instaló en ella antes de marcharse.
Compró unas flores y fue al cementerio. Se detuvo ante la tumba, preguntándose qué habría sido de ella si el fantasma de la orfandad no se le hubiese aparecido. Era una vieja costumbre, un deseo real en alguna otra realidad, no en la suya.
AQUÍ YACEN LEONARD Y SUE ACKERMAN
AUFERAT HORA DUOS EADEM
El epitafio resumía los últimos instantes del matrimonio Ackerman. Mikasa se había salvado por un capricho del destino. Durante los primeros años después del incidente, lo consideró un punición; después, forjada ya como una vitalista, cambió diametralmente. Había conservado lo más importante, tenía lo indispensable, aquello que sus padres se dejaron en la carretera. La vida, la absurda vida. No aceptaba esto con desilusión, sino con alegría. Libertad, rebeldía y pasión; convertir en regla de vida lo que era una invitación a la muerte. ¿No decía eso Camus? Vivir, continuar hacia adelante sin lamentar el pasado, sin usarlo como cortapisas. Carecía de excusas.
La universidad suponía un giro copernicano. Había alquilado un piso a quince minutos del campus y, según su casero, lo compartiría con una chica joven. Otra estudiante. Bien, fraccionar los pagos lo haría todo mucho más fácil. Respecto a la convivencia, cruzaba los dedos. Sus habilidades sociales equivalían a la capacidad de un homo habilis para afilar una piedra. Rudimentarias, pero efectivas. «La misantropía es propia de los sabios», decía Annie. «¿Qué decía Diógenes? Cuanto más conozco a las personas, más quiero a mi perro». Sin embargo, no había renunciado a la relación con el prójimo. Se mantendría fiel a su modus operandi de los últimos años: la improvisación. Debía sus pocos lazos a la casualidad, a la falta de búsqueda. Siempre hay caminantes en el camino y, a su juicio, basta con que uno se mueva a su propio ritmo para encontrar a los que andan igual, los semejantes, los potenciales colegas o amigos. Duro golpe para los afiliados a la teoría de la atracción entre los polos opuestos: ¿podría tomar un café con Historia Reiss? Sí, pero ¿sería una velada agradable? Por fortuna, esa era una zona de confort que no abandonaría nunca. Decía adiós a Shigansina, no a sus convicciones.
Salió del cementerio en dirección a la casa de los Jaeger. Una vez allí, tras el silencio de los muertos, una carcajada y un grito la sorprendieron. En el jardín de atrás, Zeke sostenía una manguera y miraba con guasa a un empapado Eren, que se quitó la camiseta, la escurrió y aseguró que se vengaría. Zeke levantó la vista.
—¿Por qué le enseñas carne a tu novia delante de mí, hermano? Un poco de respeto.
—Cállate. —Eren tenía las orejas rojas. Luego miró a Mikasa y el gesto se le ablandó—. Iré a cambiarme. Bajo enseguida. ¿Damos una vuelta o prefieres quedarte aquí?
—Me apetece un poco de aire acondicionado.
El muchacho sonrió y le dio un beso rápido antes de desaparecer. Mikasa le echó un vistazo. Atezado, lampiño, equilibrado. Eren decía que, si la pereza no lo dominaba, solía trabajar el cuerpo con la misma pasión que empleaba para su mente. Zeke apareció a su lado con una lata de Seven Up.
—Es un buen tío, ¿verdad?
—Es el mejor.
—Mi hermano es un encanto —asintió Zeke—. El instituto está lleno de gilipollas. Temía que le fuese mal en la secundaria, que algún niñato lo fastidiase o que se marginara. Por fortuna, veo que a Eren le ha ido bien. ¡Si se ha echado novia y todo, joder! —Sonrió—. Tengo el presentimiento de que tú y yo nos vamos a ver en muchas comidas familiares. Vamos adentro; este calor es infernal. ¿Coca-Cola?
—Por favor. —Mikasa se acodó en la encimera de la cocina—. ¿Dónde están Carla y Grisha?
—En la playa. El señor Jaeger estará luciendo sus bermudas horteras mientras la señora se broncea. Casi se han independizado de nosotros y deben aprovecharlo. Creo que cuando Eren tenga trabajo, papá se jubilará y recorrerán el país en autocaravana. Hacen más escapadas que en su juventud, allá por el 43. Me han dejado de niñero. Quédate a comer.
—Ayudaré en la cocina.
—Ni hablar. Eres nuestra invitada. —Zeke se puso un delantal—. Cuando me harté de la comida a domicilio, decidí aprender a cocinar. No soy Bobby Flay, pero mis sardinas fritas están buenas.
—Preferiría un lenguado —añadió Eren, apoyado en el marco de la puerta.
—¿Quieres un poco de caviar también? No te quedes ahí parado, prepara la mesa. No toques la bajilla buena o Carla nos matará. —Su móvil empezó a sonar—. Muy bien. Es la señora que dice ser mi madre. Encárgate, Eren. Por desgracia, tengo que atender esta llamada.
Estuvo más de quince minutos hablando en el jardín. Torpe, Eren se dio a la tarea de limpiar las sardinas. La dificultad empezó a frustrarlo; arrugó el ceño y se dispuso a decapitarlas. Mikasa sonrió, se lavó las manos y lo detuvo. Abrió un pequeño agujero en la cabeza del pescado y le sacó las entrañas con una facilidad que pasmó a su novio.
—Increíble.
—Requiere práctica —respondió ella mientras repetía la acción—. Quítales las escamas con un cuchillo y lávalas.
—Sí, señora.
—Hoy serás mi pinche.
—Lamento ser un anfitrión tan patético. —El muchacho abrió el grifo—. ¿Qué tal está tu tío?
—Imagino que decidiendo entre comida china o italiana. Se apaña bien con un solo brazo. En cuanto me vaya a la universidad, montará una fiesta.
—He pensado que tal vez… —Eren se relamió los labios, cavilando, sopesando sus palabras—. Tal vez debería presentarme: «Buenos días, señor Ackerman. Soy el tipo que sale con su sobrina». Después de todo, tú ya conoces a mis padres.
—Mi tío es una persona complicada —respondió Mikasa—. Poco amigable.
—Si el hecho de que conozca a tu familia te preocupa, tranquila: pasé por lo mismo y no es para tanto.
—Kenny es un capullo, Eren. Un verdadero capullo. —Guardó silencio y se concentró en la cocina. Su tío no era la familia que Eren merecía conocer—. Hoy he ido al cementerio. Mis padres estarían encantados contigo. —Suspiró—. Hoy se cumplen ocho años.
Y el tiempo no se detendría. Con el dolor atemperado, el asombro la invadía con cada terrible efeméride. El afable Leonard Ackerman habría preguntado a Eren sobre sus sueños y esperanzas mientras Sue desempolvaba sus mejores recetas. De haber sido así, puede que solo hubiese visto a Kenny durante las navidades. Todo sería tan diferente… Eren la hacía pensar en ello y era como un aguijonazo de pena en lo más hondo de su ser.
Los brazos del muchacho la rodearon. Era una intimidad que excedía lo físico; no compasión, sino complicidad, entendimiento y ternura, la ternura contenida de Eren, que apoyó la barbilla sobre su cabeza.
—Soy un ateo convencido, pero si existe un cielo para los difuntos, no me cabe duda de que ellos están allí animándote.
Mikasa acarició sus manos.
—Yo también lo creo.
Zeke volvió silbando y levantó las cejas.
—¿Interrumpo algo? No os avergoncéis. Por desgracia, yo también tuve vuestra edad y pasé por las primeras fases del enamoramiento. Os diría que buscaseis un hotel, pero no os lo recomiendo, un sitio desconocido nunca es bueno.
—¿Cómo está Diana? —Eren se acercó a una alacena y cogió un paquete de harina.
—Fantásticamente. Vive con su nuevo novio, un yogurín dos años menor que yo. ¿No es maravilloso? Me ha invitado a cenar. He dado una larga lista de pretextos, pero ninguno ha servido. Tener una madre es complicado; dos, asfixiante. Enseñadme esas sardinas… Siento que hayas acabado en esto, Mikasa. Somos inútiles patológicos.
—Estoy segura de que tenéis otras cualidades.
—Y están empezando a ser reconocidas. ¿Se lo has contado, Eren?
—Levi quiere que juegue los próximos partidos con los Giants. Los cuartos de final son el viernes.
—El Torneo Veraniego —comentó Zeke—. También juegan los idiotas del equipo de fútbol americano, ¿verdad? Cuando yo era joven, no entendían que embestir al rival no está permitido en el balompié.
—¿Has aceptado? —preguntó Mikasa.
—Sí.
—Entonces iré a verte jugar.
—Eso es —asintió Zeke—. Se le da bien. No es Xavi Hernández y le cuesta levantar las bolsas del súper, pero es bastante inteligente.
La comida fue amena. Para alegría del hijo mayor, Carla había hecho natillas el día anterior, postre que llevaba meses sin comer. Pasadas las cinco recibió una llamada, esta vez breve, y su buen humor alcanzó la cúspide.
—Voy a salir —anunció—. He quedado para tomar un café con una vieja amiga. Cuando vuelva, quiero ver a todo el mundo vestido y con las manos quietas. Sed responsables y bla, bla, bla. Si vienen a traer un paquete, es para mí.
Cuando Zeke se marchó, se retiraron a la sala de estar y decidieron ver una película. Eren le mostró la colección que su padre había iniciado y que él continuaba. Se acomodaron en el sofá mientras se reproducían los primeros minutos de Las colinas tienen ojos.
—Cuando era un niño, Michael Berryman me daba mucho más miedo que los vampiros, los hombres lobo o cualquier monstruo —comentó el muchacho—. Es un icono.
—Es lo mejor de la película. Comprendo que es un clásico, pero ya no funciona. La atmosfera setentera, los caníbales desharrapados… Estas películas son un documento perfecto para analizar los temores de la época, nada más.
—¿Lo oyes? —Eren se llevó una mano al oído—. Gritos de indignación desde la Academia porque Mikasa Ackerman ha criticado una película de Wes Craven.
—Y me lo dice alguien que enumeró las cinco peores películas de Coppola.
—No te lo esperabas. —Eren se inclinó sobre su rostro y le rozó la nariz—. Compadezco a la vieja amiga de Zeke, pero le doy las gracias por sacarlo de aquí. Me gusta estar a solas contigo.
El muchacho, cuyo aliento le empañaba los labios, ladeó la cabeza y la besó en el cuello. Jadeó y se aferró a él, acariciándole la espalda mientras él mimaba todo tramo de piel a su alcance. Eren llegó a su boca y la tomó, primero con suavidad y después con vehemencia. Mikasa devolvía cada beso con la misma intensidad. Cuando se separaron, lo miró a los ojos en mitad de una respiración agitada.
—¿Quieres tocarme?
—Sí.
—Hazlo. Quiero que me toques, Eren.
Él asintió y le pidió que se sentara sobre sus rodillas, dándole la espalda. Mikasa lo hizo, se levantó la falda negra y suspiró cuando los dedos de Eren recorrieron su muslo con lentitud, habituándose, recreándose, dibujando una senda hacia su intimidad. Se estremeció cuando los dedos la rozaron; buscó la otra mano del él, que descansaba sobre su vientre. Eren la tocó sobre la ropa interior, de arriba abajo, presionando un poco, despertando un hormigueo que se extendía hasta sus pies. Cuando le quitó las bragas, Mikasa se removió, giró la cabeza y le mordió los labios; lo guio a través de una zona bien conocida por ella y que, sin embargo, desvelaba ahora una nueva sensibilidad para él.
—¿Así? —El muchacho la acarició lentamente—. Si no lo hago bien, dímelo.
—Sigue, sigue. Ten cuidado. Ve despacio.
Eren abarcaba toda su raja con la mano. Un dedo, luego dos. Mikasa gimió, piernas inquietas y un pálpito incontrolable entre ellas. Se apretujó contra el pecho de Eren, que observaba con deleite y silencio. Mikasa notaba la firmeza contra su espalda y la idea de satisfacerlo sobrevino junto al orgasmo. Su respiración se relajó de forma paulatina. Se dio media vuelta y lo besó en la boca mientras le desabrochaba el cinturón.
—Te hablé de orgasmos y he sido consecuente. —Eren plagó su cara de ósculos.
—Te he ayudado un poco.
Una puerta se abrió y la voz de Zeke cortó el aire como el cañón que anuncia la guerra.
—Es una bruja, una verdadera bruja. ¿Cree que me importan los trapos sucios de hace más de diez años? Parece que nadie tiene derecho a cambiar. Yo soy mucho mejor que ese abogado con el que sale… Un abogado, sí. —Apareció ante ellos con el móvil en la oreja—. Ya te llamaré, Colt. —Colgó—. Parece que no interrumpo nada.
Habían adoptado una posición no comprometida en apenas diez segundos. Las sospechas, no obstante, recaían en el cojín sobre el regazo de Eren, pero la atención de Zeke se fue hacia la carátula que reposaba encima de la mesita de vidrio.
—Esa película es una mierda —soltó—. Es preferible echar uno rapidito antes que verla.
—Solo los estúpidos mueren por su ideología. —Levi dibujó los contornos de un terreno de juego en la pizarra—. Si hay que jugar al contraataque, lo hacemos; si hay que defender con once, lo hacemos; si podemos dominarlos y tocar el balón, lo hacemos. Los Pards tienen una defensa tremenda, no dejan pasar ni una mota de oxígeno. Nos regalarán la pelota y nosotros lo aprovecharemos. Vamos a jugar con las líneas adelantadas, nos atrincheramos en su campo, los asediaremos, desgastaremos a sus centrales. Si ellos nos ponen una muralla, la agujereamos.
—¿Qué hacemos si nos quitan la pelota? —preguntó Reiner—. Jugando tan arriba, los contragolpes pueden hacernos mucho daño.
—Concentración, Reiner. Si hay que replegar, da la orden. Quiero ver a todo el mundo corriendo. Os quiero concentrados, intensos y agresivos. Esos tíos castigarán cualquier error que cometamos —señaló el entrenador, que ya marcaba cada posición en el croquis—. Es importante que nuestro reservista favorito se entere. No quiero oír ninguna comparación con Mylius, ¿de acuerdo? Eren, no pretendo presionarte, pero no solo eres una parte imprescindible de la medular, sino del equipo al completo. Organiza el juego, ponle balones a Nac en bandeja de oro. Reiner te cubrirá bien las espaldas. ¿Alguna duda? Hablad ahora o callad para siempre.
Después de la teoría llegó la práctica y el cansancio. Eren acabó el entrenamiento, se duchó y arrastró los pies hasta la puerta del instituto, convencido de su condición de hombre con pocas prestaciones en lo físico. Después de dar un par de pases milimétricos a Nac Tius, las protestas de algunos desaparecieron. Floch y Reiner ponían todo el músculo que a él le faltaba. Los deportes de equipo son tan entretenidos como problemáticos, motivo por el que Armin reducía su historial a ajedrez y tenis de mesa. No es que Eren careciera de compañerismo, sino al contrario. El equipo estaba plagado de grandes egos, de tipos que preferían aguantar el balón y perderlo antes que cedérselo a un compañero. El fútbol como representación de la sociedad… Lo hablaría con Mikasa.
El ronroneo de un motor anunció la presencia de Jean. Había vuelto de Francia con la sombra de una barba, un envidiable bronceado y la recámara cargada de anécdotas. Miró hacia la ventana del despacho de Erwin y le sacó el dedo.
—Ya no me verás nunca más, capullo con cejas. —Le lanzó un casco a Eren—. Armin, tú y yo vamos a reunirnos en el Kosmos como tres viejos amigos que no se han visto en mucho tiempo. Joder, parece que hayas corrido una maratón.
—Me siento como si un camión me hubiese pisado.
—Por suerte, he venido a rescatarte.
El Kosmos era un bar gaming. Un cubil de frikis, comunistas, inadaptados sociales, enemigos de la posmodernidad y expertos en LoL. Armin estaba en plena conspiración con el camarero, que hilvanaba una serie de teorías que incluían a Tesla, Da Vinci y Kennedy. Al final, su veredicto fue el esperado: los viajes en el tiempo son posibles y están sucediendo. Se retiró a escanciar unas cervezas y Arlet resopló.
—Echaré de menos esto en septiembre.
—Yo no estoy tan seguro. —Jean tamborileó con emoción en la barra—. ¡Pensad en las fiestas y en las universitarias de último año!
—Fiestas y universitarias, lema de la Casa Kirstein —se mofó Armin.
—Ah, ¿sí? Aquí tenemos a lord Eren «matriculado en historia en secreto» Jaeger y a lord Armin «el Buda» Arlet. Ni un puñetero mensaje en semanas, cabrón. ¿Tampoco has hablado con Annie?
—Cartas.
—Mierda, estamos en el siglo XIX y no me he dado cuenta. ¿Y tú, Eren? ¿Le haces señales de humo a Mikasa?
—En realidad, usamos código Morse.
—¿Fue bien con tus padres? —se interesó Armin.
—Mejor que bien. Creo que la aversión de los padres hacia las parejas de sus hijos es un lastre que estamos superando. Estábamos un poco tensos, claro, pero es normal recibir así a una potencial integrante de la manada.
—Hablas como si fuese la mujer de tu vida —dijo Jean.
—Nunca se sabe.
—Ha ocurrido. —Armin no escondió su sorpresa—. Jean, tenías razón.
—¿Lo dudabas? —El susodicho tocó el hombro de Eren—. Te has enamorado.
—Se lo dije, le dije que me estaba enamorando de ella.
—¿Y ella? ¿Qué respondió?
—Ella también.
—¡Eso es genial! —añadió Armin.
—Solo podía ser Mikasa Ackerman —sentenció Jean—. Lo único que falta es consumarlo. Este bar apesta a virginidad por todas partes y vosotros sois dos focos.
