Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo sólo estoy jugando con los personajes.

Notas: Mis disculpas por los errores de dedo. Mi cerebro parece no detectarlos hasta mucho tiempo después. En contraste, los capítulos anteriores se centraron principalmente en el punto de vista de Kagura. Este, en cambio, explorará la perspectiva de Naraku y desvelará detalles sobre cómo llegó a encontrarse en semejante situación.


Hielo y Fuego; Frío y Calor•

Hace meses:

Naraku disfruta del calor relajante del agua en la casa de baños al azar que ha elegido. Las tensiones y los conflictos de su vida parecen disiparse bajo la suave caricia del líquido tibio que lo rodea. Ha logrado burlarse de aquel individuo a quien le había jugado su última artimaña, y el intento del monje de exorcizarlo había resultado en un fracaso predecible. Monjes. Siempre tienen que ser monjes. O sacerdotisas. Se permite un suspiro de satisfacción mientras cierra los ojos, dejando que las preocupaciones se desvanezcan.

Sin embargo, su momento de relajación es interrumpidos cuando su mente empieza a divagar sobre su actual apariencia. Había requerido de este disfraz para llevar a cabo sus planes. Abre los ojos y se levanta elegantemente del agua, sus movimientos tan fluidos como siempre, deslizándose fuera del baño y acercándose al espejo de cuerpo entero, completamente desnudo (¿desnuda?).

Un atisbo de orgullo se alza en su interior al contemplar la figura que lo mira de vuelta, con aire desafiante. Sus ojos rojos como brasas encendidas destellan en el reflejo, insinuando su verdadera identidad. Rizos negros caen en cascada sobre sus hombros, enmarcando su rostro con un halo de misterio. Los labios carnosos se curvan en una sonrisa burlona, añadiendo un toque de malicia a su apariencia. La piel pálida como la nieve parece la tela en blanco perfecta para su imagen. Aunque podría haber optado por su forma masculina habitualmente atractiva, en este instante, no siente que deba cumplir un plazo.

«¿Qué soy yo, una princesa?», piensa sarcásticamente. Sesenta y nueve años son un lapso de tiempo considerable, y aunque su apariencia no envejece como la de los humanos, reconoce que ha pasado un tiempo desde sus transformaciones anteriores. A pesar de esto, no puede evitar sentirse atraído por este juego que ha empezado consigo mismo. «Vaya, ¡me confundirían fácilmente con la gemela perdida de Kagura! Aunque, siendo sincero, soy más alta», suelta con una sonrisa insidiosa, como si estuviera compartiendo un secreto con el espejo.

Recuerda las ocasiones en las que se había convertido en mujer en el pasado. La primera vez había sido para engañar a InuYasha haciéndose pasar por Kikyo. Había sido una artimaña astuta que le había permitido manipular a su enemigo y jugar con sus emociones. La segunda vez había sido un acto de venganza, transformándose para poner en su sitio a un monje audaz que había osado enfrentársele. Y luego, las demás veces, excepciones en su existencia marcada por la traición. Todas habían sido elecciones tácticas, movimientos en su juego eterno de ajedrez. Nada más que medios para un fin.

Sin embargo, en este momento, hay algo diferente en el aire. Una sensación de desenfado, una pulsión por hacer algo que normalmente consideraría trivial o incluso infantil. Un atisbo de deseo por explorar los matices de este cuerpo femenino que ha adoptado. No es sólo un capricho momentáneo, sino algo más profundo, algo que lo impulsa a quedarse en esta apariencia por un tiempo.

«Bueno, al final del día, sólo es un capricho. No tiene sentido engañarme a mí mismo prolongándolo».

La tentación de volver a su cuerpo masculino se materializa en su mente. Está a punto de realizar el gesto habitual de chasquear los dedos para llevar a cabo la transformación cuando una idea traviesa lo detiene en seco. Una sonrisa maliciosa vuelve a curvarse en sus labios, considerando esta nueva posibilidad.

La curiosidad y el deseo de experimentar el mundo desde esta perspectiva comienzan a crecer con fuerza en su interior.

«¿Tal vez pueda mantener este cuerpo por un tiempo más?», piensa, dejando que la idea florezca en su mente. «Ver cómo vive el sexo débil, o más importante, cómo se divierte».

Naraku se permite una risa suave y autoindulgente mientras se sumerge por completo en su plan descabellado. ¿Por qué no? Después de todo, ya ha conquistado reinos, quebrantado a innumerables seres, y sembrado el caos en su camino. ¿Por qué no tomar un pequeño descanso de la seriedad y los objetivos siniestros? Además, este experimento no tiene que durar mucho. Sólo un breve lapso de tiempo para satisfacer su curiosidad, y luego podrá regresar a su rostro de príncipe.

Incluso si la Perla de Shikon ya no está en juego, sabe que todavía conserva la mayoría de sus poderes y habilidades. No hay razón para que no pueda disfrutar de esta pequeña extravagancia. Al fin y al cabo, ha jugado a ser muchos roles en su vida, pero esto... esto podría ser algo totalmente nuevo y emocionante.

«Tal vez finja ser una princesa cautiva, una damisela en apuros, o la malvada bruja del pantano», piensa. «Creo que prefiero lo de la bruja».

A pesar de ser el malvado demonio que aparece en las historias infantiles para asustar a los niños, y a los adultos mismos, la idea de asumir temporalmente un papel diferente le resulta entretenida. Un cambio de perspectiva que le permitirá explorar facetas de sí mismo que normalmente mantiene ocultas.

...

Durante las próximas dos semanas, Naraku decide disfrutar en todos los sentidos su cuerpo alterado, explorando esta forma femenina en nuevas maneras que lo divierten ampliamente; y sí, eso incluye el aspecto sexual. Encuentra un tipo peculiar de entretenimiento en el hecho de que, incluso en su disfraz de dama, sigue manteniendo su innegable habilidad para seducir a las mujeres y persuadirlas a realizar acciones que normalmente no harían. Es una prueba de que, a veces, el atractivo puede trascender las barreras del género.

También descubre que puede manipularlas de modos sorprendentemente similares. Aprovecha la camaradería y las conexiones emocionales que ellas comparten para sembrar discordia y envidia, llevándolas a competir por su atención o a revelar secretos que preferirían mantener ocultos.

Sin embargo, a medida que interactua con los humanos, se da cuenta de que su presencia como mujer evoca reacciones diferentes. Las miradas, las sonrisas y los gestos son muy distintos de los que está acostumbrado a recibir en su apariencia de hombre. Si bien entiende que su atractivo sigue siendo parte de su encanto, la sutileza y los matices de estas interacciones son innegablemente frescos.

Aún así, su habilidad para engañar no ha disminuido en absoluto, pero le sorprende cómo su persuasión funciona de manera ligeramente diferente en esta forma. Las palabras y los gestos tienen otra variación, y se deleita en aprender cómo puede usarlos para obtener las cosas que desea. Es como un juego nuevo, una forma de arte recién descubierta que lo mantiene intrigado.

En el proceso, ejecuta más trucos elaborados contra los insensatos que creen ser un regalo del cielo para las mujeres. Sabe perfectamente que no son nada de eso. Ha observado durante mucho tiempo que las mujeres son capaces de realizar múltiples tareas con naturalidad, volviéndose formidables y decididamente intimidantes cuando se trata de obtener algo o defenderse a sí mismas. De hecho, su primera creación, Kanna, ha sido una mujer, o más precisamente, una niña. Y luego está Kagura, su rebelde pájaro carnicero, que puede ser aún más peligroso.

Incluso su archienemiga y mayor obsesión, Kikyo, ha sido una mujer. A pesar de todos los conflictos y enfrentamientos, en ocasiones se encuentra pensando en ella, reviviendo recuerdos y momentos una y otra vez. No puede negar que gran parte de su vida ha estado entrelazada con mujeres poderosas y fascinantes. Las mujeres aportan una capa de intriga y complejidad al mundo, y no tiene reparos en admitir que le gustan, y mucho. Aprecia a las mujeres en todos sus matices y formas, especialmente cuando se dejan llevar por sus lados más oscuros.

Una de las diversiones preferidas de Naraku durante este período es hacerse pasar por una damisela en apuros, apelando a la naturaleza protectora de los hombres (algunos), sólo para enfrentarlos y humillarlos delante de sus congéneres. Los rompe y lastima de maneras que resultan inimaginables. Es una forma retorcida de satisfacción personal, saber que puede voltear la situación y hacer que se sientan miserables.

Sin embargo, no siempre se detiene en la humillación. Hay ocasiones en las que opta por la opción más definitiva: simplemente los mata. Aprovecha su apariencia vulnerable y su capacidad para atraer a sus víctimas, sólo para revelar su verdadera identidad en el momento justo, cuando la sorpresa y el pánico están en su punto más alto. ¡Qué vacaciones más entretenidas!

Naraku continúa inmerso en su doble juego de transformaciones, disfrutando tanto de la confusión que causa como de la satisfacción que encuentra al mantener su control sobre quienes lo rodean, y esta experiencia en su forma femenina no hace más que añadir un nuevo nivel a su repertorio.

Naraku también se percata de la intrincada red de conexiones que las mujeres establecen entre sí, una comunidad única que ha observado desde lejos pero que nunca antes ha captado su atención. Sabe que las mujeres pueden ser implacables arpías, capaces de mostrar odio, hipocresía, envidia y chismes. Esta naturaleza compleja y a menudo contradictoria, tanto en humanas como en yōkais, sólo las hace aún más más interesantes.

Un día, mientras avanza por un camino, dos mujeres se le acercan y actúan como si fueran amigas de toda la vida. Aunque ya ha notado que estaba siendo observado, finge ignorancia mientras escucha a una de ellas susurrarle cómo se han dado cuenta de que un hombre lo sigue. Sin dejar ver su interés, divisa la figura que se retira rápidamente entre la maleza. Las intenciones de Naraku ya estaban fijas en esa presa, pero por el momento, estas mujeres han interrumpido su plan.

Las mujeres le ofrecen caminar con él hasta la aldea y accede. Muestra su encanto habitual, preguntándoles si estarían interesadas en reunirse en otro momento para pasar el rato. Naraku no puede evitar percatarse del matiz sumiso en la vida de esas mujeres, sus esposos siendo el centro de su mundo.

Pero hay algo en esa sumisión que lo molesta y lo impulsa a querer desenterrarr lo que yace debajo (¿no pueden ser más como Kikyo?). Sinceramente, le gustaría mucho explorar las partes más oscuras y perversas que esconden tras esa fachada. Le tienta desafiar su naturaleza y llevarlas a territorios desconocidos y aún más terribles. Está intrigado por la idea de alterar sus vidas tranquilas y apacibles, desempolvar sus deseos ocultos y secretos más profundos, cubiertos de telaraña.

Así, Naraku forma una especie de amistad con estas mujeres humanas, Hanako y Ayumi, y posteriormente logra volverlas sus amantes, aunque bajo la fachada de una conexión superficial (oh, , la cara de los dos maridos cuando se enteren). En realidad, está jugando con ellas, sabe que eventualmente terminará lastimándolas. Visualiza con anticipación cómo serán sus reacciones, cómo sus expresiones cambiarán de la felicidad inicial a caras rotas en sollozos o incluso bañadas en sangre.

-X-

Ahora:

Los huesos de Naraku recuerdan el frío, y en ocasiones, su piel parece arder en llamas. Sin embargo, no son sus dolores. Son los de Onigumo. A veces, las líneas entre sus existencias parecen diluirse en un marejada de recuerdos y sensaciones. Naraku es consciente de que sus sombras perduran en él, y con el paso del tiempo, estas memorias comienzan a entrelazarse y fundirse, y lo odia. Vienen como sueños estáticos que no contienen ningún significado real aparte de atormentar su subconsciente.

Uno podría pensar que los demonios literales dentro de Naraku también ejercen una gran influencia sobre él, y sin duda la tienen, pero mayormente son ignorados; criaturas simples, con deseos aún más simples. No puede decir lo mismo de Onigumo, incluso si lo detesta. Su alma es su núcleo, y perdura en la forma de sensaciones extrañas y no extrañas. Se siente fuera de su propio cuerpo, como si lo estuviera mirando desde un lugar distante que parece no poder reconocer. Siempre es lo mismo, siempre las mismas vistas y las mismas sensaciones y los mismos sentimientos. Había intentado evitarlo, pero en realidad no existe una manera de deshacerse del corazón del bandido, porque en esencia es su propio corazón...

Tiene calor, como si su piel estuviera salpicada de quemaduras invisibles. Un intento de tomar una inhalación más profunda se convierte en un gruñido de molestia. Con un gesto brusco, aparta el manojo de sábanas que lo cubre. Durante todo este tiempo, ha estado sumido en una experiencia fluctuante entre escalofríos helados y fuego abrasador.

«La maldita fiebre».

Más fragmentos de su conciencia se cuelan a través del velo del sueño, y una chispa de temor profundamente arraigado emerge con fuerza.

Lo único que logra es hacerlo abrir los ojos empapado en sudor, con el sabor del vómito persistente en la lengua, acompañado por la dulzura de su propio veneno, y el miedo de sentir el movimiento interno de dos bebés que ya no están allí. Su instinto lo impulsa a llevar las manos a su abdomen, buscando evidencias físicas de algo que nunca debería haber ocurrido en primer lugar. Experimenta un momento de estupefacción, mientras el horror y la repugnancia se retuercen en su mente como insectos zumbadores. Las emociones se agitan, suben y bajan, chocando entre sí como un tumulto de soldados en desorden.

La sensación de error desaparece gradualmente cuando se percata de que no existe razón lógica para que ese periodo vuelva a repetirse. Él es un hombre. Sin ovarios. Sin maldito útero.

¿Se quedó dormido... ? Estaba discutiendo con Kagura y luego...

Hablando de Kagura, ella yace a escasos centímetros de distancia, en otro improvisado futón. Y no está sola: los dos niños también se han acurrucado junto a ella. Naraku recuerda haberlos expulsado de la cabaña...

«Pequeños bastardos».

Con curiosidad, su mirada se posa en la mujer, quien duerme plácidamente, su rostro relajado en marcado contraste con la intensidad que muestra cuando está despierta. Se pregunta por qué aún permanece aquí. Tiene su libertad, algo que siempre había anhelado. Entonces, ¿por qué insiste tanto en quedarse? ¿Qué la lleva a encadenarse a aquellos que no son más que vínculos a su pasado?

«Es una idiota», decide. Nunca entenderá a los que piensan así. Pero, ¿no es también hilarante? El manipulador y el manipulado, ambos atados por sus decisiones pasadas y enfrentando un futuro incierto.

A medida que su mente se aclara, su enfoque se desplaza hacia los dos niños, que también descansan cerca de ella. Aunque los había echado anteriormente, parece que han vuelto a encontrar su camino de regreso. Vaya.

Naraku lucha por ordenar sus pensamientos y entender su situación actual. En el fondo, se siente irritado por la persistencia de los gemelos. Definitivamente no obtendrán lo que necesitan de él.

Permanece inmóvil un poco más, sólo observando. Los cachorros, en su sueño, se ven tranquilos y serenos, como si estuvieran en paz a pesar de las circunstancias. Su mirada se posa en Kagura otra vez. Aunque sus interacciones con ella han sido tensas y llenas de conflicto, nuevamente se cuestiona sobre sus motivos para quedarse a su lado.

Una sensación incómoda comienza a apoderarse de él, un nudo en el estómago que no puede pasar por alto, similar al que lo asaltó cuando despertó. Con dificultad, se esfuerza por incorporarse. Su cuerpo se siente torpe y débil, y si bien ya no lleva la forma femenina de hace un mes, es como si los dolores fantasmas persistieran. Un ligero palpitar recorre su brazo, incluso si su herida está medio cerrada.

Kagura tiene razón: no es el mismo Naraku de antes.

Se aproxima con sigilo a ella, sus músculos rígidos y doloridos, la debilidad incrustada en sus huesos. Se agacha a su lado, a pesar del dolor en sus rodillas, observando su rostro sereno en el sueño. Cada movimiento parece acentuar la molestia en su cuerpo, pero no puede evitar sentirse momentáneamente absorto por la calma en el semblante de la mujer, una calma que contrasta fuertemente con las líneas tensas de su rostro cuando está despierta.

Su ceño se frunce ligeramente mientras aparta un mechón de cabello de su frente, sus dedos rozando suavemente la piel de Kagura, y por un instante, el mundo exterior parece desvanecerse. El gesto carece de calidez, pero es algo que jamás habría imaginado hacer en el pasado. Sin embargo, el tiempo y las circunstancias han comenzado a erosionar sus certezas y a revelar lo que pensaba sepultado para siempre. Se pregunta qué es lo que realmente desea, en medio de todo el caos.

El cabello negro de la mujer se extiende en todas direcciones sobre la tela que yace debajo de ella, y a Naraku en realidad le gusta más así, suelto, en contraste con su apariencia habitual.

En ese momento, él es capaz de percibir cuándo ella no se encuentra profundamente dormida, y en este preciso instante, está sin duda en ese estado. Desliza una garra sobre la delicada forma de su oreja, recordando que la demonio siempre ha tenido un sueño pesado. Después, con suavidad, gira el rostro de Kagura hacia un lado, sus largos dedos recorriendo la piel cálida y blanquecina, radiante de salud. En poco tiempo, su mano desciende hasta su garganta, reflexionando sobre la facilidad con la que podría abrirla. No aplica ninguna presión, sus dedos simplemente la rodean, sintiendo las arterias y venas bombeando vida y sangre debajo de la fina capa de piel que las separa de su toque. Y por unos segundos, piensa en clavarle las garras, destrozarla lentamente, leer todos sus secretos mientras se retuerce como un halconcillo con las alas quebradas y enmarañadas.

Pasando su lengua por los colmillos que gotean veneno, desciende aún más, justo sobre su pecho izquierdo, oculto bajo la tela del kimono. También hay nervios en carne viva enterrados allí, y él casi puede sentirlos, visualizarlos, contarlos uno por uno, pero lo que realmente le interesa es su corazón: el órgano que alguna vez sostuvo en su mano, suave y jugoso y palpitante. Se imagina el sabor que dejaría en su boca, y es suficiente para provocarle una agitación visceral, el impulso de hundir los dientes en los tejidos y comérselo entero.

La respiración de Naraku se interrumpe brevemente cuando ella emite un leve gemido, frunciendo fugazmente sus cejas para luego relajarse. Observa con atención durante un momento más, pero Kagura no da señales de despertar.

Casi se siente decepcionado. Imagina los vívidos ojos rojos ocultos tras esos párpados inmóviles, y desea que le devuelvan la mirada. Es curioso cómo la chispa de odio en ellos a veces puede resultarle tan divertida.

¿Por qué Kagura se aferra a un pasado tortuoso? ¿Qué ha cambiado en su perspectiva desde entonces? ¿Acaso encuentra algo en su presente que valga la pena? ¿Qué fue lo que ella le vociferó? «¿Realmente crees que ha valido la pena? ¿Te sientes satisfecho con la persona en la que te has convertido?»

Naraku aparta su mano y se endereza lentamente, su cuerpo protestando contra el movimiento. Su mirada vuelve a posarse en los niños, cuyo sueño tranquilo parece inmune a las amenazas que los rodean. La ironía no se pierde en él; los seres más vulnerables a su influencia son también los más protegidos. Reprime el impulso de tocarlos.

—«¿Te sientes satisfecho con la persona en la que te has convertido?» —murmura para sí mismo, su voz apenas un susurro en la quietud de la cabaña.

La verdad es que, si en ese momento sintiera arrepentimiento por sus acciones, por sus decisiones, estaría traicionando su propia esencia. Cuando Naraku emprende algo, lo lleva hasta el final, hasta la última consecuencia. Sería un acto de cobardía abandonar todo aquello que lo ha definido desde su primer aliento en esa cueva. Sería incluso peor que la muerte misma. La noción de renunciar a todo lo que es, todo lo que ha forjado, sin importar cuán terrible sea, parece más allá de lo concebible.

Agarra un poco de ropa limpia y se da la vuelta.

Sus pasos lo llevan hacia la salida de la cabaña. La luz del sol se filtra a través de las rendijas, iluminando el paisaje exterior. Aunque todo parece tranquilo, sabe que las amenazas acechan en las sombras, incluso con esa barrera que ha erigido. Se apoya en el marco, contemplando el paisaje que se extiende ante él. Arrastra los dedos sobre las líneas crudas y tiernas en su brazo y se estremece, el rostro de la sacerdotisa muerta cruzando por su mente antes de ser consignado apresuradamente a las profundidades del río, encerrado en un cofre y dejado hundirse, enterrado en un intento de olvidar.

«Kikyo».

El cálido aire de verano mece su cabello enredado y desprolijo. La brisa transporta el aroma de rosas trepadoras y madreselvas; zarcillos verdes se enroscan alrededor de la desgastada madera de la cabaña, envolviéndola en fragantes flores. El cielo es de un celeste que se asienta en mátices blancos y dorados. Los pájaros cantan suavemente y el viento vuelve a soplar contra su rostro. Su energía demoníaca se retuerce a su alrededor, una presencia constante. Desde hace cuatro semanas, Naraku ha sido incapaz de dominarla. Cada intento de controlar su poder, que solía obedecer sus órdenes sin cuestionar, ha sido en vano.

Se dirige al arroyo y se quita la ropa, tirándola entre unos juncos. El agua fresca y cristalina le acaricia los dedos de los pies, llevándose consigo la sensación de ardor y pesadez que lo aquejaba. Naraku se sumerge en el agua hasta la cintura, sintiendo cómo su cuerpo se relaja gradualmente. Cerrando los ojos, inclina la cabeza hacia atrás, dejando que los rayos del sol toquen su rostro y pecho. Por un momento, se permite liberar la tensión acumulada, aunque sea temporalmente.

Un pez salta en alguna parte, un gran chapoteo ondulando a través de su mente, un recuerdo de otro pez saltando, mientras un académico discute con un bandido muy quisquilloso a bordo de un barco, un bandido que no parece un bandido en absoluto. La dualidad que lleva consigo es una carga pesada que ha estado sosteniendo durante demasiado tiempo. Se ha convertido en una mezcla inextricable de deseos, errores y elecciones.

Es la primera vez en un mes que consigue reunir suficiente fuerza y lucidez para darse un baño. Durante semanas, la enfermedad y las circunstancias lo habían abrumado hasta el punto en que su debilidad parecía insuperable. Sin embargo, finalmente, esa debilidad cede un poco, otorgándole un pequeño espacio para respirar y recobrar algo de claridad mental.

Naraku se frota el cuerpo vigorosamente, deshaciéndose de la suciedad, la sangre y el sudor que se han acumulado. La peor parte parece adherirse a sus muslos, pero no es nada que una buena limpieza no pueda superar, incluso cuando su mente insiste en revivir los momentos en que el dolor estalló como una ampolla en la parte baja de su abdomen y fue tan crudo y terrible que hasta el fuego que lamió a Onigumo palidece en comparación. El mero pensamiento de haber tenido que separar las piernas le provoca una repulsión visceral.

«Como una maldita yegua de cría».

Naraku quiere romper algo, quiere desterrar esos repugnantes recuerdos como una pesadilla de mal gusto. Maldice su propia falta de control, maldice su cuerpo por traicionarlo, maldice la situación que lo dejó indefenso y expuesto de una manera que nunca hubiera deseado experimentar.

Observar la evidencia de su fechoría alejarse de su piel, poco a poco, no es el alivio que espera que sea. La sensación persistente de que algo está fuera de lugar, incluso cuando ha podido abandonar esa odiosa forma femenina, aún se aferra a él, eclipsando cualquier atisbo de victoria que pudiera haber esperado. La memoria de esa agonía lo persigue. Es una sombra insaciable, un leviatán en su mente que retumba con cada latido. Su relación con el dolor siempre ha sido una danza perversa, un tira y afloja, un cómplice y enemigo; ha sido herramienta y obstáculo, una fuerza que ha doblegado y, a su vez, forjado.

Dolor físico y sufrimiento emocional, acompañantes constantes en el telar de su vida. Ha aprendido a manipularlos, a moldearlos, pero también ha sentido cómo lo erosionan, cómo lo consumen.

Un entumecimiento se arrastra hasta su pecho y se filtra en sus extremidades con una frialdad peculiar, como la nieve que cubre el paisaje durante las noches de invierno cuando el hielo fulmina los arrozales. Desearía tener algo ahora. Cualquier cosa para evitar sentir el dolor confuso de un corazón partido en dos por razones que ni él mismo entiende. La melancolía se le pega como el sudor en las primeras semanas húmedas del verano, y hace que su mente y sus movimientos sean lentos, pero no hay prisa.

¿Acaso así se sintió Kikyo? ¿La Kikyo hecha de barro y huesos, errante como un fantasma en este mundo, cuando el frío anidaba en su ser? Las brisas etéreas que él mismo manipuló, ¿las sintió como dolores punzantes?

La reflexión de Naraku se pierde en el susurro del agua que lo rodea, mientras el arroyo sigue fluyendo inexorablemente, imperturbable a las preguntas y luchas internas que lo atormentan.

«Patético».

Posterga el cabello para el final, dedicándole un enjuague minucioso y desenredándolo con sus dedos. Sus yemas se deslizan a través de las hebras oscuras con el mismo cuidado con el que podría tocar una joya preciosa a pesar de su aparente indiferencia. Sin embargo, sabe que es inútil. Requiere más atención que un simple lavado. Antaño, su cabello había sido un símbolo de orgullo, brillante y majestuoso con sus mechones de color ébano. En el presente, se ha vuelto opaco y quebradizo, una corona que ha pedido su antiguo esplendor. Ahora, no hay cepillos de cerdas suaves ni aceites perfumados que puedan revitalizarlo. Naraku entiende que no puede arriesgarse a obtenerlos por sí mismo, no en el estado en que se encuentra. La idea de enfrentar el mundo exterior, de encarar a otros con su apariencia debilitada y su mente nublada, es una perspectiva aterradora.

¿Cómo puede dolerle la pérdida de algo tan absurdo como el cuidado de su cabello?

Se rasca el brazo, descontento con la forma en que el calor, en contraste con el gélido frío que siente dentro de él, provoca un picor agudo en la piel pálida y maltratada. No soporta cómo esta herida, que no debería haber surgido en primer lugar, le causa dolor, molestias, un palpitar incómodo y una picazón irritante. Aquello parece extenderse hasta su espalda, así que se la frota insistentemente, percatándose de que ni siquiera eso parece mitigar el ardor; en verdad, no le agrada el familiar tacto de sus dedos deslizándose sobre una cicatriz que ha sido su fuente de aflicción incontables veces, pero continúa de todos modos, apretando los dientes mientras se aparta el cabello y revela la figura grabada en sus omóplatos.

La araña en su espalda marca precisamente el punto desde el cual surgen los zarcillos incontrolables de caos. Las terminaciones nerviosas parecen despertar de manera abrupta, como si estuvieran envueltas en llamas, y él debe reprimir el impulso de hundir las uñas y arrancar fragmentos de su carne, porque es consciente de que no sanará como debería.

Hielo y fuego; frío y calor, aquello que siempre ha seguido a Onigumo donde quiera que vaya. No es sorprende que los cachorros hubieran nacido con esas habilidades. Ninguna de sus creaciones, hasta el momento, las había manifestado. Sin embargo, estas no son simples creaciones, después de todo.

La palabra "hijos" sabe desagradable en su lengua.

Naraku sale del agua, su cuerpo empapado y tembloroso por un escalofrío repentino. El aire caliente del verano lo abraza, y el sol brilla intensamente en el cielo, como si tratara de quemar las sombras que lo acosan. Los fragmentos de su pasado, sus acciones y sus elecciones, giran en su cabeza, como piezas de un rompecabezas que no puede encajar del todo. Naraku contempla su reflejo en las aguas, su rostro pálido y marcado por ojeras, sus ojos oscuros cargados de tormento.

Violetas y apagados, en lugar del rojo que deberían ser.

La idea de que puedan quedar así para siempre lo asusta.

Se sienta en la orilla, dejando que los rayos del sol sequen su piel. La brisa lleva consigo los ecos de las canciones de los pájaros y el aroma de las flores cercanas, y su mirada se pierde en el horizonte. Después de varios minutos, se viste con movimientos mecánicos.

-X-

Cuando regresa a la cabaña, Kagura no lo asedia con sus preguntas insistentes. Ella está despierta, igual que los dos cachorros, y le murmura que tiene hambre y que preparará algo. A Naraku ya no le importa mucho lo que haga, y simplemente la observa, sintiendo una extraña desconexión con lo que solían ser sus preocupaciones anteriores.

Resulta que Kagura es una cocinera habilidosa, algo que él nunca habría imaginado. Es tan extraño verla desempeñar una función tan... tradicionalmente femenina. Se supone que la creó para la guerra, para la muerte y la destrucción, una fierecilla de pleno derecho, y ahora...

Ahora cocina. Es tan ridículo.

Kagura corta las verduras con destreza mientras los gemelos le entregan una liebre a la que le han partido el cuello. Naraku la observa arrancarle el pellejo con los dedos, botando la sangre en un cuenco y troceándola (sigue siendo un poco salvaje, afortunadamente), para luego agregar los pedazos de carne a la olla a medida que avanza. La escena es casi surrealista, una amalgama de elementos que contrastan con su percepción anterior de Kagura, revelando facetas de ella que nunca había imaginado. Los niños colaboran en diversas tareas bajo su dirección, siguiendo sus indicaciones con sorprendente precisión y ausencia de desconfianza. Ninguno de los dos se acerca a Naraku, manteniéndose en todo momento en su lado opuesto.

Mejor así.

Una vez que la carne está cocida y las verduras han ablandado, se sientan juntos en la mesa del comedor. Sus cucharas, tazones y tazas provienen de diferentes juegos, pero están en buenas condiciones. Naraku se da cuenta de que esta relación, esta extraña coexistencia, se ha convertido en una especie de tregua no declarada.

Kagura sirve la comida en los tazones con un aire de concentración, distribuyendo los ingredientes de manera equitativa. Los gemelos observan con ojos curiosos mientras ella trabaja, aparentemente acostumbrados a su rutina. Naraku nota cómo ella les da pequeñas instrucciones.

Es curioso. Realmente los tres parecen encajar muy bien entre sí. Él no.

Naraku toma la cuchara, fijando su atención en el plato frente a él, pero no come. En cambio, sus ojos se deslizan hacia Kagura mientras ella sí lo hace, su expresión calmada y extrañamente apacible. Es un aspecto que nunca había presenciado, un matiz que suaviza el rencor y la hostilidad habituales en su rostro.

Después de unos segundos, Kagura finalmente rompe el silencio. Sus palabras son tranquilas y casi casuales, como si estuviera comentando sobre el clima:

—Supongo que hemos llegado a un punto en el que no tiene sentido seguir luchando el uno contra el otro —dice, mirando fijamente su tazón—. Me he involucrado en este... asunto, y definitivamente no lo hice por obligación. Fue una elección propia. Por lo tanto, no veo cómo podríamos avanzar si continuamos enfrentándonos de manera constante.

Naraku la escucha sin pronunciar palabra, pensando en el hecho de que su extensión resulta ser sorprendentemente lista cuando debe serlo. Reconoce la verdad en lo que ella dice; en ciertas circunstancias, la colaboración puede ser más ventajosa que la confrontación, y vaya que lo sabe. La tregua no declarada que ha surgido entre ellos parece ser un reflejo de eso.

—No significa que hayamos dejado atrás nuestras diferencias —añade, alzando la mirada hacia él; claramente significa «todavía te odio»—. Pero tal vez podamos encontrar formas de trabajar juntos por el momento. Estoy aburrida, y creo que esto podría ser interesante.

Los gemelos continúan comiendo en silencio, aunque ocasionalmente parecen prestar atención a la conversación. Su silencio aparenta ser interrumpido por momentos cuando absorben las palabras intercambiadas entre los adultos en la mesa (bueno, sólo Kagura ha hablado). Ella parece haber llegado a un punto en el que está dispuesta a dejar de lado parte de su resentimiento y enojo, al menos temporalmente, para encontrar una solución a sus problemas. Naraku no puede evitar esbozar una sonrisa irónica en su interior. Esa es precisamente la razón por la que la encuentro desconcertante: es impredecible, no sigue los patrones típicos de las personas que han interactuado con él en el pasado. Su voluntad de enfrentar los problemas de frente, sin intentar disfrazarlos con nimiedades, es un enfoque inusual y, en cierto sentido, refrescante.

Y completamente absurdo.

Ella vuelve a hablar, su tono tranquilo pero más apremiante:

—Naraku, sé que no eres alguien en quien confiar, pero tampoco soy idiota. Sé que tengo mis propios motivos para estar aquí, para involucrarme. No estoy tratando de absolverme de mis propios errores o de mis acciones en el pasado, o pretender que no eres un monstruo. Sólo... estoy dispuesta a ver hasta dónde podemos llegar.

Naraku empuja un trozo de papa con su cuchara, jugando distraídamente con la comida en su plato, luchando por encontrar su apetito.

—Oye, di algo.

Elevando la vista, se enfrenta a ella. Sus ojos son penetrantes, analíticos. Aunque su magia esté descontrolada y su capacidad de regeneración haya disminuido, eso no significa que esté totalmente indefenso. Hay muchas formas creativas de hacer daño en este instante. Podría quitarle su corazón, su libertad, una vez más. Y Naraku no se sorprende al hallarse considerando eso. Así ha sido siempre, impulsado por su naturaleza pragmática. Y absolutamente, Kagura podría serle de gran utilidad, como lo fue en el pasado.

Pero, si decidiera actuar de esa manera, ¿llegaría a conocer esta faceta de ella? ¿Esta faceta tan intrigante y desconocida para él hasta ahora?

Su mente se acelera, evaluando las posibilidades y las repercusiones. Si bien el deseo de infligir daño y aprovecharse todavía late en su interior, ahora está teñido por un matiz diferente. La oportunidad de comprender, de ir más allá de las apariencias, resulta tentadora. Y no precisamente por la bondad de su corazón. Más bien, se debe a que Naraku siempre se ha sentido atraído por la complejidad, aquello que tiende a sacarlo de su zona de confort. Por supuesto, no debe ser algo bueno. Después de todo, el veneno en su garganta nunca se disipará. Tampoco el odio de ella. Y ciertamente, no desea que sea diferente.

Sin embargo, elige sus palabras con cuidado, sintiendo que esta conversación podría ser un punto de inflexión entre ambos:

—Estoy dispuesto a explorar lo que dices, Kagura. Aunque no puedo prometer que dejaré de ser quien soy o que nuestros objetivos dejarán de colisionar en algún momento, puedo considerar la posibilidad de trabajar juntos por un tiempo limitado. Después de todo, no es una situación que pueda durar para siempre. Las circunstancias cambian, las alianzas se forman y se rompen. Pero por ahora, parece que nuestras metas pueden alinearse de alguna manera.

La sala está sumida en el silencio. Naraku puede sentir la mirada de Kagura clavada en él, sus ojos escudriñándolo en busca de cualquier rastro de engaño o falsedad, como si el peso de sus historias compartidas y su incierto futuro se manifestara en ese intercambio. También puede percibir la tensión latente en los niños, aguardando su reacción. Parece que su respuesta los ha impactado de alguna manera, quizás porque difiere tanto de lo que esperaban de él.

Kagura asiente con lentitud, y su expresión se suaviza ligeramente, pero Naraku igual nota una combinación de sorpresa y precaución en sus ojos.

—Entonces, por ahora, seremos... colaboradores, en lugar de enemigos —dice, su voz calmada pero con un atisbo de ironía—. No estoy segura de cuánto tiempo durará esto, pero al menos es un comienzo. Podría ser interesante.

Sus pensamientos fluyen rápidamente, como el agua que cae en una cascada, y finalmente Naraku empieza a comer. A pesar de las emociones tumultuosas que lo embargan, su cuerpo anhela nutrientes y el hambre supera momentáneamente cualquier otro sentimiento, al menos para intentar recuperar un poco de lo que ha perdido durante esos nueve meses. El hecho de tener que depender de la comida humana es otra cosa que le disgusta. Suele alimentarse de yōkais, y sus papilas gustativas están mayormente acostumbradas a los tejidos suaves y vivos de muchos seres. Sin embargo, al parecer, esta peculiaridad se ha vuelto menos extraordinaria desde...

No son sólo los instintos y las compulsiones dentro de él los que han cambiado, sino la forma en que percibe su entorno exterior. Antes, los olores y los sonidos parecían magnificados cien veces, convirtiendo incluso la habitación más familiar en un nuevo reino de sensaciones: el suave correr de los insectos dentro de las paredes, el leve olor a vino que uno de los habitantes originales de esta cabaña había derramado meses atrás...

Ahora, el mundo se siente de alguna manera aburrido y congelado contra la punta de sus dedos. Duro y suave, caliente y frío: aún detecta estas cualidades táctiles, pero de una forma extrañamente distante, como a través de un velo.

Sentidos humanos, similares a los de Onigumo o los del Príncipe Kagewaki Hitomi; un recordatorio constante de que todo lo que toca pertenece ahora a un mundo que ha perdido. Aunque todavía está miserablemente atado a un cuerpo físico, experimenta una sensación de humanidad más fuerte que la de ser demonio. Anteriormente había estado en una encrucijada entre ambas naturalezas, pero en la actualidad parece estar siendo inexorablemente atraído hacia su lado humano, tanto literal como figurativamente, y no le gusta.

Sin embargo, son sus ojos los que más dan testimonio de ello. La luz de la luna y las estrellas solía ser tan clara como la del día; donde un hombre mortal estaría cegado por la oscuridad, era capaz de atisbar cada línea y sombra de su entorno con sorprendentemente nítido detalle; ahora, sin embargo, se le dificulta ver en la penumbra y los colores no son lo que eran. Los azules y negros de la noche dominan su visión, drenando el calor de todo lo que debería brillar con tonos de sol.

«Más ciego que un topo».

Pero de alguna manera, no el rojo. El rojo no ha desaparecido, incluso cuando sus iris han dejado de brillar.

Lo ve brotar de gargantas cortadas, de la herida de Kikyo, de sus enemigos, cada vez que su mente emerge del sueño y la fiebre para encontrar a los dos cachorros acurrucados en su pecho. Lo ve detrás de sus propios párpados cuando piensa en ella, en Onigumo y en mismo. Lo más curioso es que lo vislumbra en las venas de aquellos a quienes aún no ha dañado, como la seductora ola de lo que debería ser una bandera de advertencia, pero eso no lo sorprende.

Es una parte deliberada de su naturaleza que el rojo siga siendo tan vívido para él, cada gota subrayando el círculo vicioso del que no quiere salir. Cuán propio de Naraku sería esforzarse tanto en su búsqueda, considerar hasta el último toque final de su obra que posiblemente podría potenciar su camino hacia la autodestrucción.

Por eso, siempre ha matado por sus propios motivos y no por el sinfín de demonios que habitan bajo su piel. Nunca ha sido impulsivo, ni se ha dejado guiar por sus instintos, a diferencia de esos híbridos propensos a ser dominados por su sed de sangre. Aquellos que han incitado su ira sin duda encontrarán la muerte, de una forma u otra, y contribuirán al mar rojo que ha derramado durante décadas; pero siempre de manera lenta, calculada, con sus rostros distorsionados por el dolor y la pérdida, la desesperación reflejada en sus iris. Es extraordinario que pueda llevar a cabo las acciones más destructivas con una eficacia inesperada y meticulosa. La rabia sólo deja su mente fría y clara, perfectamente en control de su violencia hacia sus enemigos más íntimos; no obstante, sus planes también lo conducen a destrozar los cuerpos y las almas de extraños por quienes no siente rencor. La verdad es que los inocentes sufren mucho más a causa de él, tanto por sus ambiciones como por sus deseos.

Y lo admite, y no se arrepiente de nada.

Sus crímenes son los que lo marcan con ese rojo, con la sangre de los asesinatos que comete con gusto. Tal vez, en ello resida algo más profundo de lo que se pensaría, porque no pueden ser sólo sus metas las que lo han habilitado para llevar a cabo todas esas atrocidades, ¿verdad?

¿Qué tan maligno es su corazón, qué grado de podredumbre alberga, que siempre ha considerado matar y dañar más allá de lo que sus propios objetivos lo demandan?

Sinceramente, a Naraku no le interesa mucho, pero a veces se encuentra formulándose preguntas sin importancia. Supone que incluso él puede sorprenderse a sí mismo en ciertos momentos (literalmente, se ha sorprendido en estos últimos meses). Arrugando ligeramente el ceño, se levanta de la mesa y se sirve otro plato de estofado. Está bien, otro condenado tazón no le causará ningún problema. Ni siquiera se molesta en actuar con disimulo y simplemente se dedica a comer, ignorando a Kagura. La mirada en su rostro no pasa desapercibida, y aunque él intenta no prestarle atención, la sensación de ser observado de cerca lo pone un poco nervioso.

¿Así se sienten todos cuando Naraku los observa?

—Despacio, despacio. Nadie te va a quitar la comida —dice ella con un tono que roza la burla, levantando una ceja en un gesto de fingida preocupación—. Aunque a este ritmo, me pregunto si alguien podría siquiera intentarlo. En fin, pasando a otro tema... Naraku, hay algo que quiero preguntarte.

Naraku toma otro bocado de su estofado. ¿Qué tipo de pregunta incómoda podría plantearle ahora? Espera que no esté relacionada con los cachorros. Levanta la vista de su plato, encontrándose con la mirada inquisitiva de Kagura. A pesar de la aparente normalidad de su conversación, es sólo una fachada. El sabor amargo del odio y el desprecio persisten en el aire.

—¿Qué es lo que quieres saber? —indaga con cautela, su tono neutral pero atento.

—La verdad es que no deseo seguir llamando a tus engendros "niño 1" y "niña 2". ¿Podrías decirme sus nombres?

Naraku deja de comer. La magia tiene una sensación distinta cuando se mueve a través de un cuerpo, un flujo como el aire en los pulmones y la sangre en las venas. Pero ahora, lo hace sentir como si estuviera tirando y retorciéndose dentro de su propia piel, a un solo pinchazo de distancia de estallar en sus costuras.

—No tienen un nombre —responde bruscamente.

Kagura parpadea.

—¿No les has dado nombres? —pregunta, su voz incrédula.

Levantando las cejas, Naraku se siente al mismo tiempo engreído y poco impresionada por la sorpresa en su rostro. Ya intuye que se le precipita una avalancha de reproches y maldiciones. Pero, ¿no era eso lo que ella quería? ¿Que fuera sincero?

—Naraku, has estado cuidando de ellos durante cuatro semanas, en lugar de asesinarlos. Sabes más de lo que estás dispuesto a admitir. No te lo pregunto por curiosidad, sino porque es importante para mí —dice ella, como si fuera un animal salvaje al que intenta acercársele sin que la muerda. En otras circunstancias, Naraku se hubiera sentido irremediablemente orgulloso del recelo en su voz, pero ahora ese sentimiento se desvanece en una oleada de molestia cuando le recalca lo que ya sabe—. Son tus hijos. A todos nosotros nos has dado un nombre. ¿Por qué a ellos no?

Naraku quiere retorcerle el cuello. ¿Qué pretende Kagura? ¿Es su curiosidad genuina o busca clavarse en las grietas de sus muros, explorar las rupturas de su resistencia? Está acostumbrado a manejar la intriga, a usar a los demás según sus propios designios, pero esta conversación parece tener un rumbo propio. Un rumbo que él no puede controlar por completo.

—¿Y por qué debería darles nombres? —responde—. Los he dejado vivir, ¿no es eso suficiente?

Kagura aprieta los puños, evidentemente irritada por sus palabras. Seguro que se está proyectando mucho en los niños.

—Son parte de ti —insiste—. Aunque su origen sea... poco convencional, eso no cambia el hecho de que existan. ¿No tienes ningún sentido de responsabilidad hacia ellos?

De alguna manera, la omisión de sus nombres parece descolocarla más de lo que cabría esperar. Y hasta cierto punto es entendible: si había puesto nombres a sus extensiones, ¿por qué no a su propia descendencia? En realidad, es bastante simple: nunca había considerado darles nombres. Ni siquiera se le había ocurrido. Y la razón detrás de esto es terriblemente clara para él: otorgarles nombre significaría... aceptar que son más que una carga, y no puede permitirse ese lujo.

Este hecho parece tener un peso desproporcionado en su existencia actual.

—¿Qué más esperas de mí, Kagura? —murmura, su tono más suave pero aún lleno de amargura—. ¿Esperas que me convierta en un padre amoroso y cariñoso de la noche a la mañana? Ya sabes cómo soy. Ya sabes lo que soy.

Los ojos del color de los rubíes se estrechan, y no es como si Kagura no supiera que Naraku es un demonio malvado y embustero, pero aún así sigue adelante.

—No estoy pidiendo que te conviertas en un padre amoroso —sisea—. Pero estos niños son una parte de ti, y eso no puede ser negado. No importa lo que seas o hayas sido, eso no cambia el hecho de que existen por TU culpa. No estoy buscando que seas una persona completamente diferente, pero ¿es tan difícil darles al menos un poco de reconocimiento?

Naraku aprieta los puños bajo la mesa, aún con la cuchara entre sus dedos, sintiendo cómo la tensión en su pecho aumenta con cada palabra que sale de la boca de Kagura. Lo único predecible de su estado de ánimo es la turbulencia constante. Difícil de controlar, sin ton ni son, tiende de lo bueno a lo peor y a lo francamente miserable. Ha sido así desde hace nueve meses. No hay nada en particular que lo entristezca, pero su corazón aún está en carne viva y demasiado desgastado como para entender lo que siente.

—No tienes idea de lo que estás pidiendo —masculla, su mirada desviándose hacia su plato, sus dedos apretando con fuerza la cuchara.

Kagura suspira. Es obvio que ella también está lidiando con sus propias emociones y desafíos internos al enfrentar esta situación.

—Supongo que no debería haber esperado mucho más —dice en voz baja, casi para sí misma—. No sé por qué me sorprende. Quizás creí que, después de todo lo que has pasado, podrías haber adquirido una nueva perspectiva. Pero, al parecer, eso es demasiado pedir.

—Nueva perspectiva. Esas son palabras interesantes para elegir. ¿Esperabas algo más, Kagura? ¿Que me convirtiera en el padre de la década y comenzara a actuar como un hombre de familia ejemplar? —Naraku le lanza una mirada sarcástica—. No sé de dónde sacas la idea de que soy capaz de eso, considerando mi historia y lo que he hecho.

—Soy consciente de que eres un jodido alacrán, pero hay una diferencia entre ser el monstruo que has sido y simplemente ignorar a dos seres que llevan tu sangre. Puedes no ser un buen hombre, pero eso no significa que no puedas hacer al menos lo mínimo con tus crías, infeliz.

Los músculos de Naraku se ponen rígidos, y en lo profundo, una inquietud persistente lo carcome. ¿Y qué si a todas y cada una de sus extensiones les otorgó un nombre, si no eran nada más que piezas en su siniestro tablero de ajedrez? Habían sido creadas específicamente para ese propósito. No eran sus hijos como tal. Pero estos niños... estos niños son como destellos de una luz distinta, y a pesar de sus intentos por ignorar cualquier lazo, no puede borrar el hecho de que literalmente nacieron de él. Pudo haberlos matado después de eso... y sin embargo, no lo hizo. Podría haberse librado de un torrente de problemas si hubiera escogido ese camino.

¿Por qué no los aniquiló? Lo había intentado innumerables veces antes, y luego...

Un niño y una niña con su genética son sólo una receta para el desastre, dado que el propio Naraku actualmente es un desastre. En todo caso, asesinarlos hubiera sido él dando una muestra de misericordia por primera vez en su vida, algo que nunca se hubiera permitido con ninguna otra criatura sobre la tierra.

Pero se detuvo.

Fue tan débil.

Durante nueve meses, los niños crecieron dentro de él, como lo hace un tumor en su huésped; extrayendo nutrientes de su cuerpo, insaciables en su impulso por la supervivencia. Nueve meses de nada más que agonía, porque incluso sus noches de debilidad se habían anulado en pos de conservar las vidas de esos seres. Nueve meses de llevar a dos parásitos en su interior, de nutrirlos con su propia esencia, su propio tejido, y todo lo que hizo falta en una sola noche para que le estallara el abdomen; una génesis sangrienta, había yacido retorciéndose y marchitándose en el suelo de esa granja.

Los niños, como tumores abandonados, son parte de él. Sólo que se supone que los tumores expiran una vez son cortados del icor del cuerpo; incluso las tenias mueren cuando se eliminan del huésped. No continúan respirando ni creciendo, ni articulando palabras a medida que lo hacen.

Naraku hubiera preferido una tenia.

Los demonios se comportaron revoltosos al nacer; terriblemente irritantes, necesitados, pero, en su delirio, todo lo que podía pensar era en «por favor, por favor, por favor, basta».

Encogido en el suelo, había mirado a su descendencia con una expresión torcida por el dolor. Por primera vez en dos horas y media, sintió el impulso irracional de aplastar las pequeñas cabezas de ambos bebés, como había intentado hacer antes cuando estaban en el útero. Recuerda cómo sus propios poderes, como un veneno traicionero, se habían vuelto en su contra, convirtiéndose en la misma esencia que los alimentaba y protegía. Su energía interna, una vez aliada, ahora parecía rebelde, y Naraku había luchado por mantener el control sobre ella, incluso cuando su cuerpo permanecía débil y enfermizo.

En nueve meses, su prole había sido expulsada de su organismo como si su propio cuerpo rechazara su presencia.

Debería haber llorado ese día (todos lloran, ¿no es así? Cuando nacen sus hijos), pero lo único que sintió fue un inmenso vacío, como si no tuviera peso en un abismo oceánico.

Con la debilidad consumiendo sus células, había presenciado cómo sus hijos, en pocos días, pasaban de ser diminutos bebés a niños pequeños. Estos niños, al igual que todos aquellos creados a partir de su propia carne, también llevaban su esencia impresa en su piel; reflejos de la luna incandescente, como si hubieran nacido para nunca trabajar bajo el sol. Dos criaturas de la noche. Y a medida que crecían, Naraku había visto que los pómulos de ambos infantes, aunque todavía suavizados por la juventud, estaban destinados a ser altos y afilados como los de él.

Sin embargo, las características más discordantes eran sus ojos, robados directamente de su cráneo (robados, no heredados). En ocasiones se había sorprendido con la guardia baja, observando fijamente su propia mirada fría y suprema; una vista que dominaba, una mirada que gobernaba. Sus ojos permanecieron iguales, sin importar su corta edad, burlándose de Naraku a medida que se desarrollaban.

«He lidiado con incontables enemigos y desafíos, pero esto... esto me ha desbordado», piensa, apretando los puños imperceptiblemente. «¿Por qué no pude asesinarlos en ese momento, cuando nacieron? Ya no estaban protegidos por mi energía. No había nada que me lo impidiera. Ridículo. Pero cuando vi sus ojos... »

Se siente atrapado, incapaz de encontrar una respuesta clara a su propia pregunta. La mirada de esos seres, con sus ojos tan similares a los suyos, lo persigue como una maldición. Los niños, por su parte, parecen tener una fascinación innata por él, aunque aún no entienden completamente su verdadera naturaleza. Lo siguen a todas partes, intentando emular sus movimientos y actitudes con una inocencia desalentadora. Naraku siente una extraña incomodidad ante esa cercanía, como si estuvieran invadiendo su espacio, arrancando pedazos de su identidad con cada sonrisa o gesto que comparten.

La sensación de ser consumido, de ser un mero recipiente, es algo que aún lo atormenta.

¿Quiénes fueron ellos para exigir su fuerza vital, para usurpar sus recursos con una voracidad insaciable? No debería haber cedido, no debería haber permitido que esta situación llegara tan lejos. Pero aquí está, en este patético estado, lidiando con la humillación de su propio cuerpo traicionándolo.

Su mente, su voluntad, su orgullo, todo se ha visto eclipsado por la presencia de estos parásitos. Ha enfrentado enemigos más allá de la imaginación, ha urdido conspiraciones y manipulado a su antojo, y sin embargo, aquí está, sometido a la voluntad de dos seres insignificantes que no deberían haber existido.

Esos niños son suyos, en el sentido más literal, y sin embargo, son una afrenta a su control y a su poder.

¿Los padres deben amar a sus hijos, verdad?

Si hay algo que no se debe poner en duda, es lo que Naraku siente por ellos: no es amor, sino un sentimiento desagradable y familiar que se agita bajo su piel; una posesión territorial que viene junto con todas sus pertenencias personales. Son, literalmente, una parte de él, como un tumor adherido. ¿Puede haber algo más íntimo que eso?

No hace mucho tiempo, ambos demonios habían sido expulsados de su cuerpo y prácticamente se llevaron todo lo que necesitaban . En medio del caos del dolor y el penetrante olor a sangre, una profunda fatiga se asentó. Era una sensación agotadora, de esas que se hunden en los huesos y hacen que los pulmones se sientan tan pesados que parece posible ahogarse en el aire puro. Una fatiga que persiste sin desvanecerse.

¿Amor? No es amor, en definitiva, y la posesión apenas constituye una milésima parte de lo que verdaderamente siente. Es un sentimiento visceral, primitivo dentro de él, instintivo e irracional, pero no se le puede llamar amor. Es una opresión en los pulmones y una irregularidad en el corazón. Sea lo que sea que invoquen estas criaturas, no es algo bueno; por el contrario, es una cosa punzante y aterradora en lo más profundo de su ser.

Un latido retumba en su estómago, un hambre insaciable.

Una necesidad imperiosa de consumir, de reclamar lo que le pertenece.

Desea aferrarlos con fuerza, nunca dejarlos escapar.

Quiere ocultar a los niños del mundo, protegerlos; devorarlos por completo.

Este sentimiento no es cariño, no es amor. Es algo mucho más siniestro, más profundo.

Alguien alguna vez lo describió como, precisamente, amor; una emoción tan intensa, tan inconfundible, que se asemeja al apetito. El hambre de una madre: una expresión de adoración, de dulzura.

Naraku no es un hombre bueno y el hambre que siente es voraz, un anhelo por devolver a sus hijos a donde pertenecen, de volver a estar completo una vez más.

Sin embargo, siempre ha sido excepcional en ignorar esos impulsos.

Kagura parece a punto de decir algo más, pero la intensidad en sus ojos la hace detenerse. Esa mirada le es desconocida, casi extraña. No está segura si lo que ve en sus ojos es odio, tristeza o algo completamente distinto, pero su intensidad es innegable. Y esa mirada la toma por sorpresa, tanto que ella baja la vista por un momento, casi como si necesitara un respiro.

—No importa. No quiero discutir más —murmura, recogiendo su plato y llevándolo hacia la cocina—. Saldré. Volveré en unos días. Espero que sigas aquí, Naraku. Y si no... allá tú.

El demonio la observa irse, pensativo. Una parte de él quiere gritarle, decirle que no se involucre en asuntos que no le conciernen, pero entonces no hubiera tenido sentido tolerar su presencia en primer lugar. Pero otra parte, la parte que está sorprendentemente en conflicto consigo mismo, también la quiere retener. ¿Por qué se preocupa por estos niños? ¿Qué la motiva, o a cualquier persona, a invertir emociones en algo que, en última instancia, no beneficia sus propios intereses?

Naraku se queda solo en la mesa, su mirada perdida en el plato a medio terminar. Una sensación de vacío se apodera de él, y aunque siempre ha estado familiarizado con la soledad, esta es diferente. Es una soledad que no puede llenar con odio, poder o ambición. Es la voz de la Perla de Shikon negándose a cumplir su deseo; es la sombras de todos acorralándolo en la batalla final y los segundos de su vida pasando frente a sus ojos. Es ese abismo en su pecho, esa inquietud sin fin.

Se pregunta si quizás, en este momento, comprende un poco más a aquellos a quienes ha lastimado a lo largo de los años.

En contraposición, su estómago finalmente está satisfecho y una inusual somnolencia lo envuelve mientras divaga, casi haciéndolo caer dormido sobre la mesa. Un suave toque en su brazo, seguido de un "Baba" lo sacude lo suficiente como para levantar los párpados. Naraku se encuentra con los ojos rojos del primer cachorro, el niño. El moretón en su pálida mejilla, aquel que él mismo le infligió, ha desaparecido. Su curación es sorprendentemente rápida, comparada a la de cualquier yōkai, incluso si todavía no alcanza la velocidad de la suya. Es posible que mejore con el tiempo.

—Baba —repite el niño con una expresión curiosa en su rostro—. ¿Estás bien, Baba?

Siempre le hace esa pregunta. Una y otra vez. Su hermana yace a su espalda.

Naraku los mira atentamente. Ambos ostentan cabellos blancos, como si sus hebras hubieran absorbido la luz lunar, y aunque carecen del tono ébano de él, han sacado sus rizos. Y lo que es aún más sorprendente: son demonios puros.

(La ironía no se le escapa: un ser híbrido, Naraku, quien se esforzó tanto en alcanzar la perfección, ha sido responsable de dar a luz a monstruos que de alguna manera poseen más pureza que él).

De repente, la comida pesa mucho en su estómago.

Naraku siente que su ritmo cardíaco se acelera, una tensión familiar instalándose en su cuerpo cuando dos voces en él comienzan a luchar por el control. Para la mayoría en el mundo, esto no sería notable ni importante. Se perdería, una breve mota en el tiempo, que a la larga, se volvería aún más nebulosa hasta que inevitablemente desapareciera.

Pero para Naraku, él piensa que este momento podría permanecer para siempre grabado en su mente. Se pregunta cómo sus enemigos los matarían si alguna vez los descubrieran. ¿Lo harían de manera rápida y sin dilación, o los dejarían retorcerse en agonía? ¿Arrancarían sus delicados corazones o les cortarían la cabeza de un solo tajo?

Hay algo que se agita en sus entrañas, la sensación que da el mundo cuando está a punto de cambiar. Puede sentir sus costillas temblando, amenazando con colapsar sobre sí mismas, los órganos haciendo lo mismo. El niño, con esos ojos rojos como el fuego del infierno que vio nacer a Naraku, lo mira con intensidad, como si estuviera tratando de entender algo más allá de las palabras. Naraku siente una punzada de incomodidad ante esa mirada penetrante. Y sin su consentimiento, su mano se cierra en un puño y mira a su alrededor para ver si alguien está vigilando, a pesar de que Kagura acaba de irse y sabe que su campo de energía protege el lugar.

El niño finalmente se aferra a la tela de su ropa, y Naraku nota la vulnerabilidad en sus iris. Es casi irónico cómo la misma mirada que tantas veces ha intimidado a otros ahora le llega desde los ojos de su propia descendencia.

Luego, observa a la niña, que está totalmente concentrada en sus palmas vacías.

(¿Qué es esta preocupación en su pecho? ¿Qué es el temor que le revuelve el estómago? ¿Por qué los latidos de su corazón están tan acelerados? Naraku no puede encontrar una respuesta).

El ceño de la cachorra todavía está fruncido, y él se toma un breve segundo para escanear la habitación nuevamente, cuando una voz joven y familiar grita muy emocionada:

—¡Baba, mira! ¡Fuego!

Sus palmas arden, una llama naranja brillante danzando sobre su pálida piel, y no muestra rastros de ampollas. La demonio parece moldear el fuego con un talento innato. Naraku ya lo sabía, pero ella había sido un poco más torpe a la hora de controlar su elemento, a diferencia de su hermano.

El temor que lo embarga se endurece, hasta que se siente como una piedra, asentándose en la base de su estómago. La cachorra ha vacilado lentamente ante su falta de respuesta, por lo que automáticamente se arrodilla, lo que hace que Naraku se tense aún más (si es posible).

Ella levanta la mirada hacia él, sus ojos rojos y llameantes pareciendo buscar su aprobación. En ese momento, una pequeña flama titila entre sus dedos, como si fuera un juguete nuevo que ha descubierto. Su mirada es inocente y llena de expectativa, esperando una reacción de su "Baba".

(¿Por qué esa maldita inocencia?).

Naraku se obliga a mantener su expresión neutral, aunque por dentro la tensión aumenta. La visión de la niña jugando con el fuego que parece brotar de sus propias manos lo desequilibra profundamente. Aunque es consciente de que son demonios y que podrían manifestar habilidades mágicas, verlo en persona es un recordatorio palpable de la peculiaridad de su situación.

Su mirada alterna entre el fuego en sus manos y los ojos de ella, y por un momento, sus pensamientos parecen caóticos y turbados.

Tantos enemigos acechando, buscando eliminar a estas cosas si alguna vez descubren que existen, si descubren la verdad.

Las palabras se atoran en su garganta, incapaces de encontrar una salida mientras lucha por entender esta nueva revelación. La sensación de estar atrapado en una telaraña de emociones contradictorias lo envuelve, y se resiste furiosamente a caer en este absurdo sentimentalismo, en esta repugnante debilidad. Pero le duele el pecho. Como si alguien estuviera clavando una daga al rojo vivo en él.

La malicia corre por sus venas. Naraku lo supo desde el principio. No es como si tuviera muchas opciones al respecto, o como si quisiera cambiar. Había nacido de un hombre cruel, sumido en la desesperación, quien tal vez hubiera sido diferente bajo otras circunstancias. Sin embargo, las circunstancias lo condenaron, al igual que sus desiciones, al igual que sus crímenes, al igual que los cientos de demonios embrutecidos y sanguinarios que se comieron su carne. Ciertamente, de esa unión no podía surgir nada bueno.

De esa unión sólo podía surgir el infierno.

Y está bien. Es el infierno. Es una de las pocas cosas con las que puede estar en paz.

Porque no es virtuoso, ni benigno, ni un consuelo ni un hombro para llorar. No es un señor modelo, y no es el chico de traje rojo cuyo torpe corazón está oculto bajo capas y capas de tosquedad, esperando a ser domesticado. No es el amado de Kikyo. No es una sonrisa en un día lluvioso ni una mano para sostener cuando los tiempos se ponen difíciles, porque él es la razón por la que los tiempos son difíciles.

Naraku es la razón por la cual las pesadillas y los monstruos aterrorizan a los inocentes en la oscuridad. Es la razón por la que los cielos se oscurecen y las personas son asesinadas.

Y está bien con eso. Es lo que es.

Finalmente, en un tono que apenas es más que un susurro, murmura:

—Habilidad interesante.

Una pequeña sonrisa de satisfacción ilumina el rostro de la niña, como si hubiera logrado lo que quería. Naraku siente la urgencia de separarse, de retirarse de esta presencia abrumadora, pero al mismo tiempo, unas garras invisibles e inmateriales lo mantienen fuertemente atado a su lugar. ¡Mierda!

Ella extiende las manos, ofreciéndole el fuego en un gesto que le parece asquerosamente inocente y cautivador. Naraku duda por un momento, sus dedos temblando levemente antes de estirar la mano y permitir que el fuego toque su piel. La sensación de calor es inusual y desconcertante, pero no quema ni daña.

Mientras tanto, el niño observa a su hermana con curiosidad, y luego dirige su mirada a Naraku.

—Yo puedo hacer hielo, Baba —anuncia con orgullo, su voz suave pero emocionada.

Naraku asiente ligeramente, sintiendo la extraña presión en su pecho aumentar mientras observa la llama en su mano y luego el hielo formándose en la palma del niño.

—Habilidad interesante, también—su voz, más segura ahora, intenta ocultar el cóctel de inquietud que bulle en su ser.

Los niños parecen satisfechos con su aprobación y se miran el uno al otro con alegría. A medida que los observa interactuar y hablar con entusiasmo, la punzada en su pecho se profundiza y es aguda y dolorosa. El dilema que ha estado evitando finalmente emerge en su mente, como un susurro persistente: ¿Qué debería hacer ahora con ellos? ¿Qué hará él? ¿Qué sucederá? Ha acumulado poder, ha tejido una red de intrigas y traiciones, ha conseguido lo que quería y ha perdido lo que quería. Pero, ¿hacia dónde se dirige ahora? ¿Qué sigue después del final?


Notas Finales: Inicialmente, no tenía en mente incluir secuencias de acción en esta historia. Sin embargo, Kagura tomó un rumbo inesperado, así que en el próximo capítulo habrá una escena en la que luchará (necesita liberar tensiones, aunque postergue ciertos temas que abordará más adelante). Encima, Naraku volverá a encontrarse en aprietos, porque, sinceramente, es divertido complicar su existencia. Un par de capítulos más y terminamos. Además, sobra decir que Naraku NO se convertirá en un buen padre.