Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo solo estoy jugando con los personajes.
•Sepsis•
A pesar de las acusaciones que ha enfrentado a lo largo del tiempo, ha habido escasas ocasiones en las que Kagura se ha sentido activamente loca, pero ahora, cree que está perdiendo el control.
Nunca fue una mujer de mucha paciencia; su mecha siempre ha sido corta, y la más mínima provocación puede hacerla desatar tornados y convertir a las personas en restos humeantes. Nadie echa de menos a esos hombres y yōkais que desafían su paciencia hasta el punto de hacerla actuar, bastardos débiles y maliciosos. Sin embargo, a ella le desagrada profundamente la idea de perder el control sobre sí misma. Quizás tenga más en común con Naraku de lo que imaginaba, en el sentido de su aversión a perder dicho control.
Y, sin duda, Naraku, ese canalla, siempre logra que su sangre hierva. Como lo está haciendo ahora mismo.
Lo más crucial en este momento es que no puede creer que ese desalmado haya sido tan increíblemente estúpido e irresponsable. ¿Por qué demonios no pudo haber ejercido autocontrol en una sola noche o día, en lugar de reproducirse como un maldito conejo trastornado? De todos los monstruos posibles, ¡Naraku, por supuesto, sería el culpable de algo tan antinatural!
Kagura se lleva una mano a la frente, sintiendo una punzada de dolor. Todo esto es tan absurdo, tan incomprensible. Ella, la encarnación del viento, convertida en espectadora de un acto tan surrealista.
—¿Tienes idea de lo que has hecho, Naraku? —dice en un susurro afilado, una súplica en forma de acusación, como si Naraku estuviera presente—. ¿Tienes alguna idea de las consecuencias de esto?
Kagura permanece sola en medio del silencio del bosque, sus palabras flotando en el aire como hojas secas dispersadas. No espera que Naraku le responda, y, de hecho, sabe que no puede obtener una respuesta de él. El maldito no está aquí, al menos no físicamente. Pero eso no reduce su furia ni su necesidad de expresar su indignación. La estúpida tregua fue lo único que la detuvo de seguir pinchándolo durante la comida. ¡Por supuesto, Naraku tenía que embarazarse!
—Qué maldito imbécil —masculla para sí misma, incapaz de dejar de repetirlo una y otra vez. Pero por mucho que lo maldiga, por mucho que lo critique, ha sucedido. Y Kagura se ha involucrado.
Técnicamente, no debería. No es su problema. Pero, aún así...
El viento se divierte con sus cabellos, danzando en un frenesí salvaje. Sus ojos rojos destellan con frustración mientras da vueltas en su lugar, como si persiguiera una respuesta invisible entre los sombríos árboles. Kagura se detiene abruptamente, sus puños tensos a ambos lados de su cuerpo. La noción de lo que Naraku ha logrado, la concepción de esos dos demonios, la llenan de un desprecio que la consume desde lo más profundo. ¿Por qué justo Naraku, de todos los demonios existentes?
—¿Te has detenido por un momento a considerar cómo esto afectará tu miserable existencia? —continúa, sus palabras llenas de amargura—. Eres un ser mezquino y despreciable, pero incluso tú deberías darte cuenta de que esto es un nuevo nivel de estupidez.
Camina de un lado a otro, sus pasos rápidos dejando un rastro de hojas revueltas en su estela. Y en medio de su enojo, Kagura se detiene en seco. Si Naraku se ha convertido en un eslabón débil en su cadena de supervivencia, entonces ella misma se encargará de fortalecer ese eslabón o eliminarlo por completo. No permitirá que nada ni nadie amenace su... ¿qué?, ¿qué es exactamente lo que quiere de Naraku?, ¿venganza?, ¿dolor?
Una vez que la despiadada tormenta de su ira cede, dando paso a la siguiente etapa de su crisis, descubrir que su primer pensamiento es rastrear a Sesshomaru la sume en una mezcla de molestia y vergüenza, incluso en la privacidad de su propia mente.
Está bien. En realidad, no hay nada de malo en ello. Kagura y Sesshomaru tienen sus propias agendas, pero cuando se reúnen, siempre disfrutan de agradables momentos juntos. Lo mejor es que ninguno de los dos espera nada del otro, y están perfectamente conformes con su alianza, que ocasionalmente se convierte en un amorío. Es divertido. No hay ninguna esposa a la que Sesshomaru traicione, y no hay pensamientos en su mente que sugieran que él sea del tipo que aceptaría cualquier cosa que una mujer no le brindara con entusiasmo.
Más importante aún, Sesshomaru sabiamente no se hace ilusiones acerca de tenerla, y mucho menos retenerla.
Kagura comparte ese entendimiento.
Es curioso, de verdad, la forma en que sigue volviendo a ese trozo de piel desnuda en su espalda. A pesar de yacer ahí, desprovista como el mismísimo pecado, recostada entre sábanas manchadas, su mirada se posa en el hombre junto a ella. Y aún así, para Kagura, la verdadera vulnerabilidad se despierta al sentir el cosquilleo en esa zona, donde reposa la rugosa cicatriz, un vínculo tangible con Naraku, entre tantas otras cosas que la unen a él.
—Un pequeño y divertido recuerdo —murmura Sesshomaru mientras desliza una mano por su espalda—. Para atesorar... ¿qué dices?
—Sí, es el legado de ese idiota —responde Kagura.
Nunca se sintió lo suficientemente valiente para entonar, pero tarareaba de vez en cuando (antes de que Naraku le arrancara el corazón, antes de que la traición surcara su cerebro, antes de que algo enfermizo y peligroso creciera dentro de ella como mala hierba). Ya no lo hace, pero sigue rebobinando en su mente, tratando de recuperar esos fragmentos de recuerdo. Es un desafío, contener todas esas memorias, evitar que se deslicen entre sus dedos, y probablemente sería aún más difícil si fuera débil.
—¿Piensas mucho en él, verdad?
—Es la naturaleza de los recuerdos, sí —deja que un toque de sutil intensidad se entrelace en sus palabras: a Sesshomaru le agrada eso, en la medida justa.
—Mmm... —el demonio albino se queda en silencio, con el semblante sombrío. Kagura ha sido testigo de múltiples expresiones a lo lago de los años (¿ocho? ¿Nueve? Su percepción del tiempo ha estado un tanto distorsionada últimamente) que han compartido, pero nunca de esta manera.
—¿Estás celoso? —su tono es una mezcla entre broma y seriedad. Una parte de ella, ese pequeño y loco fragmento que susurra sobre lo encantador que es cuando Sesshomaru se pone celoso y se entrega a su tacto como si fuera una gracia divina, está intrigada. Sin embargo, otra parte siente un miedo frío, un nudo en la garganta.
—¿Celoso de quién? —Sesshomaru vuelve a acariciar su cicatriz, trazando líneas sobre ella una y otra vez—. Es sólo un bastardo muerto que aún vaga.
«Oh, si supieras lo que ha hecho Naraku». Kagura endereza su espalda, en un intento por contener el temblor que amenaza con sacudirla por dentro.
—Aún te aferras a esos vínculos. No te permiten avanzar.
Un destello de frustración cruza por los ojos de Kagura.
—No es una elección que haya hecho. Está grabado en mí, una marca de mi pasado que se niega a desaparecer.
«Los lazos que no podemos cortar son a menudo los que más nos duelen».
Silencio. Sesshomaru la observa fijamente por un instante, con los ojos entreabiertos. Kagura aprieta los dientes y retrae las rodillas hacia su pecho, sintiéndose diminuta, mancillada. Irritada consigo misma y con Naraku, una ira latente bullendo en su interior. También experimenta una punzada de molestia al recordar que los ojos crueles del híbrido no mostraron ni un ápice de remordimiento, ni señales de cambio alguno. En realidad, se siente un poco loca.
—Por favor —murmura en voz baja, enfadada pero lista para desmoronarse si eso es lo que Sesshomaru desea. Quizás Kagura también anhele deshacerse. O puede que esté nerviosa porque la piel desnuda de su espalda se siente tan sensible.
—Oye —Sesshomaru extiende una mano y con suavidad toma su abanico, apartándolo delicadamente para luego depositarlo en la palma de ella con una exquisita sutileza. Kagura lo recoge con dedos temblorosos, consciente de su tibieza, calentado por el toque del daiyōkai.
Las miradas intensas de él hacen que se sienta igualmente cálida, de formas extrañas y confusas.
—Mantén eso cerca —dice Sesshomaru—. Pronto tendrás que forjar nuevos recuerdos, nuevos lazos, pero para ti —pronuncia esas palabras como si fueran lo más natural del mundo. Aunque, considerando las otras piezas del rompecabezas, nunca habría imaginado que las cosas podrían ser diferentes.
Kagura presiona sus dedos contra las púas del abanico, lo suficientemente fuerte como para sentir el filo clavarse en sus dedos, lo suficientemente fuerte como para hacerle daño. No confía en sí misma para responder.
No es sorprendente, realmente, que en sus sueños donde le cortan el cuello, siempre sea Naraku quien ejecuta la acción. Sí, la mano que empuña el abanico siempre es la suya, la mano de Naraku enredada en su cabello mientras la empuja contra la pared, su rostro deformado por el tipo de odio que Kagura ha contemplado en sus propios ojos, reflejado en el espejo de doble faz, manchado de sangre, y en el espejismo de iris rojas y furiosas.
En teoría, debería ser más alto, más fuerte que ella, especialmente porque siempre se imagina como humana en esos sueños. Sin embargo, aún no se ha habituado a la idea de ser menos vulnerable que su propio creador (Naraku está enfermo, debilitado). Es desconcertante cuando los roles se invierten y es Kagura quien hunde el abanico en su cuello. Sigue con el corte, sin detenerse, porque a diferencia de Naraku, no está mintiendo en lo más mínimo.
En el fondo, es todo lo que ella es en su esencia, por lo que, al asesinar al yo onírico de Naraku, la falta de sorpresa resulta evidente, después de todo.
Eso es todo lo que Kagura puede ver en sus ojos, ardiendo como brasas, mientras su sangre se derrama sobre sus manos. Aunque no tiene idea de cómo suena su voz ahogada en una angustia real, las palabras se cuelan en su mente como agujas. «Mía», dice. Ella lo odia, ¿y quién no lo haría? En su tiempo, Naraku le arrebató su libertad. Hizo lo mismo con toda su progenie. Los creó, los explotó y los desechó. Es un hombre malvado, una causa perdida. Ha segado la vida de tantos, traicionado a innumerables seres. Todo lo que toca, lo convierte en cenizas. Y no va a cambiar.
En un susurro, Kagura le arroja todas estas palabras mientras despliega su abanico, y las arterias salpican su rostro. El viento silba a través de los restos destrozados de los pulmones de Naraku cuando ella despierta, jadeando en silencio, al ritmo distante del rugido de una tormenta. Permanece inmóvil para no perturbar el sueño de Sesshomaru, mientras su mano temblorosa encuentra su camino hacia la garganta, aunque, por una vez en su sueño, no es ella la herida.
Por supuesto, nunca encuentra nada ahí, aunque jura que aún puede percibir la línea que trazó el abanico en la suave y tersa garganta de Naraku. Incluso si no puede evitar sentirse un poco decepcionada cuando sus dedos no salen teñidos de rojos.
—¿Dónde te has metido, Kagura? —interroga su hermano menor.
Byakuya se encuentra erguido frente a un imponente armario, sus finos dedos deslizándose sobre los lomos envejecidos de varios libros como si acariciaran reliquias valiosas. Su postura recuerda a Naraku cuando está inmerso en sus pensamientos: los ojos azules de Byakuya, curiosamente, reflejan esa misma cualidad, como si la astucia estuviera grabada en la sangre que comparten.
No resulta extraño. Después de todo, ambos provienen del mismo monstruo.
—Es una larga historia —murmura Kagura, cruzando los brazos sobre su pecho mientras se sumerge en un recuerdo enredado y extraño—. Es la trama más retorcida que jamás haya presenciado —asegura con una expresión grave que denota la seriedad de sus palabras. No exagera en absoluto. Sabe que lo que está por revelar dejará boquiabierta incluso a la vívida imaginación de Byakuya.
Y entonces, con una breve pausa, continúa:
—¿Dónde está Kanna? —es obvio que lo que está a punto de compartir también debe llegar a oídos de Kanna.
Los tres son demasiado extraños: un torrente de estímulos, repletos de gritos desgarradores, aullidos ensordecedores, muertes siniestras y una sangre deslumbrante que les define. Su presencia resulta abrumadora. Pocos se atreven a acercarse. La mayoría los mira con desconfianza, preguntándose en silencio, "¿serán estos seres una proyección fiel de su creador?"
«Algunos no se inmutan, los más serenos y de paso más lento, aunque son escasos», reflexiona con una mueca. «Pero sinceramente, ahora mismo no deseo adentrarme en eso», está completamente centrada en cómo, exactamente, les revelará esto a Kanna y Byakuya.
—Kanna está en el jardín —responde Byakuya, su voz resonando en el aire como una suave melodía, antes de volver a centrar su atención en los libros que tiene delante.
Kagura se dirige al jardín, donde encuentra a Kanna absorta en la contemplación de una flor, su mirada inmutable fija en la delicada belleza que se despliega ante ella. A pesar de no mover un músculo, Kanna parece capturar cada suspiro de brisa que atraviesa el jardín. El viento juguetea con sus cabellos, mientras el aroma del aire impregnado de tierra mojada anticipa la inminente lluvia. El presagio se cumple con la llegada de unas cuantas gotas después.
—Kanna —llama Kagura con suavidad. La niña de cabellos blancos, ligeramente más alta que antes, gira con parsimonia hacia ella, sus ojos desprovistos de emoción irradiando una calma sobrenatural—. Tengo que conversar contigo y con Byakuya. Se trata de... Naraku.
La mención del nombre de su creador le provoca una ligera inclinación de cabeza, una señal sutil pero suficiente para indicar que está dispuesta a escuchar. Kagura y Kanna se dirigen hacia la sala donde Byakuya aún está inmerso en su... eh, actividad.
—Tenemos que hablar —anuncia la domadora del viento, su tono seco e incisivo, rompiendo la tranquila contemplación del más joven.
Byakuya levanta la vista, sus ojos azules destellando con una inteligencia afilada. La interrupción parece apenas afectar su tranquilo aire.
—¿Qué más inquietante y, probablemente, absurdo, has descubierto sobre el desalmado de Naraku esta vez? —su voz es un murmullo sardónico que apenas se eleva sobre el silencio del lugar.
Kanna, sin mostrar emoción alguna en su rostro, asiente levemente.
—He encontrado a Naraku, y la situación es un desastre. Resulta que nuestro... encantador creador ha... eh, engendrado dos... hijos. Transformado en mujer, por cierto —su voz se quiebra ligeramente al tratar de mantener la seriedad—. Y no, no es una broma. Estoy hablando completamente en serio.
Los relámpagos destellan, esculpiendo marcados contrastes en las paredes. El mundo se estremece ante el rugido inminente del trueno, dejando únicamente el eco de la lluvia golpeando con furia las ventanas, como un tambor desbocado.
Otra vez, la habitación se ilumina bajo el feroz resplandor de un relámpago. Un sutil zumbido roza el límite de su conciencia, una mera sombra del poder latente que retumba en su interior. Un poder que anhela escapar de su estricto dominio, deseando derramarse como un tsunami en una inocente aldea costera. A pesar del estallido de risa maníaca que amenaza con brotar por lo absurdo de su comentario, ella controla el impulso con destreza, manteniendo su rostro inexpresivo. Cualquier reacción sería inapropiada en este momento.
No puede culpar a Byakuya si decide seguir la misma senda, sobre todo porque Kanna, en su mundo enigmático, es incapaz de emitir una risa. Es un hecho indiscutible: ella nunca lo hace. No obstante, en Kagura, la tentación de reír, gritar y danzar como si la locura hubiera finalmente conquistado su ser estalla con fuerza. Los obstáculos y las palabras condescendientes, ahora olvidadas, ya no tienen relevancia alguna.
Byakuya arquea una ceja, su rostro bañado por la luminiscencia de un relámpago. Su mirada se desliza entre Kagura y Kanna, como si intentara desentrañar algo. Kanna, en un gesto inusual, deja escapar un suave suspiro, un murmullo casi imperceptible. Byakuya parece abordar la situación con una serenidad inusual, muy diferente al horror que se reflejó en el rostro de Kagura cuando ella recibió la noticia. Su semblante, lejos de mostrar una consternación profunda, denota cierta calma que es francamente perturbadora. A su vez, Kanna permanece inmutable, como si las noticias no hubieran provocado ni la más mínima inquietud en ella.
Kagura empieza a creer que es la única loca a la que le importa esto.
Byakuya se retuerce ligeramente, incómodo bajo su mirada inquisitiva. De repente parece muy nervioso.
—Eh... sobre eso... —su voz vacila, luchando por encontrar el tono adecuado—. Ya lo sabía —dice finalmente.
Kagura arquea una ceja, sorprendida por su revelación.
—¿Ya lo sabías? —la incredulidad la invade mientras mira a su hermano menor con sorpresa y un atisbo de indignación.
Byakuya, sin alterar su sereno semblante, asiente con calma.
—Sí, tuve conocimiento de este... peculiar acontecimiento hace algún tiempo. No es tan sorprendente como podría parecer. Las excentricidades de Naraku son casi una constante —se encoge de hombros.
Kanna, imperturbable como siempre, observa a ambos con una neutralidad que podría confundirse con desinterés. Kagura, aún sorprendida por la calma de Byakuya, se queda sin palabras por un momento. Luego, su mente aturdida no puede evitar cuestionar:
—¿Y no consideraste necesario informarme?
Byakuya vuelve a encogerse de hombros con desdén.
—Supuse que si lo descubrías, lo manejarías a tu manera. No vi la necesidad de intervenir. Y ahora que lo sabes, aquí estamos. Sin embargo, créeme: no estuve tan tranquilo cuando lo descubrí.
Kagura aprieta los puños con frustración, luchando por contener las emociones que la embargan. Se siente desconcertada por la actitud calmada de Byakuya ante este extraño suceso.
—¿Y qué opinas tú, Kanna? —Kagura dirige su mirada hacia la niña de cabellos blancos, buscando alguna pista en su rostro inexpresivo.
—Eso es tan... extraño como predecible, viniendo de él —Kanna rompe su usual mutismo con su voz enigmáticamente tranquila.
—Por cierto, la última vez que lo vi en ese estado, le solté: "Parece que estás a punto de estallar". Claro, sé que usualmente no es lo más amable para una mujer embarazada, pero ¿sabes? Con Naraku, siempre hay excepciones a las reglas sociales Aunque, en retrospectiva, quizás mi sentido del humor no era tan apropiado para la situación —comenta con un toque de ironía—. Además, su carita... oh, la pobrecita lucía tan miserable. Siempre he dicho que embarazarse no le sienta bien a algunos, ¿verdad?
La revelación de Byakuya despierta una extraña mezcla de emociones en Kagura, que se reflejan en un sutil temblor de sus labios mientras intenta contener su exasperación.
—¿"La última vez que lo vi en ese estado"? ¿Te has topado con Naraku en forma de mujer más de una vez? —pregunta, con una ceja alzada.
Byakuya vuelve a encogerse de hombros.
—No es como si fuera un evento frecuente, pero sí, me he cruzado con él en esa forma, aunque fue sólo una vez. Siendo honesto, es bastante difícil ignorar a Naraku, especialmente cuando lo ves con una apariencia tan... llamativa —responde con una calma pasmosa, como si hablar de Naraku embarazada fuese tan común como el clima.
Kagura frunce el ceño, oscilando entre la incredulidad y el fastidio.
—Así que todo este tiempo sabías que Naraku andaba por ahí engendrando descendencia de manera... peculiar y decidiste mantenerlo como un secreto. Gracias por tu confianza, hermano.
Byakuya, con una sonrisa sutil, replica:
—¿Por qué romper la burbuja de tu paz mental si no era necesario? Además, ¿cuál es la gracia de mantener un secreto si lo sueltas inmediatamente?
Kagura exhala con cierta frustración. No es precisamente impactante que Byakuya estuviera al tanto desde el principio; tal vez comprende plenamente su posición al guardar silencio, pero aún así se siente un poco... desairada al ser la última en enterarse. Y luego está Kanna, probablemente ajena a todo esto, aunque quién puede decirlo con certeza.
Suspira, intentando dejar de lado su molestia.
—Así que, ¿tuviste una charla cordial con la futura madre? —pregunta con una media sonrisa burlona, jugando con el absurdo de la situación—. Debe haber sido un momento conmovedor.
Byakuya asiente, su expresión de cinismo apenas se desvanece mientras sigue relatando:
—Claro, tuve una charla con la futura "madre" —empieza—. Fue como presenciar la personificación de un desastre, algo curioso. Y esa expresión en su rostro... era como si llevara un cartel gigante que dijera "no me miren, estoy en un estado lamentable". Aunque fue porque estaba bastante avanzado que me di cuenta de lo que realmente ocurría. Me sorprende que los pájaros no hubiesen caído muertos alrededor suyo, tanta era el aura de desdicha que irradiaba.
Kagura inclina la cabeza, con una chispa en sus ojos rojos mientras escucha la descripción de Byakuya.
—Imagino que habrá sido todo un espectáculo... ver a Naraku en semejante estado de desastre. Aunque no puedo evitar preguntarme... ¿qué aspecto tenía exactamente? ¿Cómo lucía en esa... peculiar forma femenina? —sus palabras revelan una curiosidad que choca con su marcado desdén hacia su creador.
Byakuya reflexiona unos instantes, como si estuviera tratando de plasmar en palabras la extraña visión que presenció.
—Bueno, definitivamente era... extraño. Inusual, si me permites el eufemismo. No es algo que se olvide fácilmente, créeme —responde, buscando en su memoria esa imagen surrealista—. Sus rasgos eran... digamos que él... ella... parecía tu hermana mayor o algo así... Sí, algo así. Aunque, debo admitir, en cierto modo, sentí lástima. No se veía nada bien, Kagura.
Kagura asiente, su expresión mezcla de disgusto y fascinación ante la mención de aquel encuentro que no presenció. Sí, está frustrada. Cuando encontró a Naraku y el bastardo le confesó, a regañadientes, lo que había pasado, había estado un poco decepcionada por no ver su miseria de primera mano.
—Lástima... —repite Kagura con un tono dubitativo—. Extraño, ¿no crees? Sentir lástima por alguien que ha causado tanto dolor. Es... curioso. Me parece increíble que lograra sobrevivir a eso —comenta con cierta incredulidad—. Aunque, en su caso, la desdicha parece ser su compañera constante.
—Supongo que tener niños debería ser una experiencia interesante para nuestro ilustre creador. ¿Lo imaginas alguna vez enseñándoles a jugar a la mancha o contándoles historias sobre sus múltiples traiciones? Sería un día familiar bastante peculiar. Imagina las clases de moralidad que podría ofrecerles.
—Oh, no —Kagura niega con la cabeza—. Ese no sería Naraku.
Naraku ha logrado estabilizar su energía, al punto de que los zarcillos flotantes a su alrededor, surgidos de la cicatriz, han desaparecido. En ese momento, observa a los dos engendros con ojos atentos y escrutadores. A simple vista, es innegable que son sus descendientes; los pómulos altos y afilados, la piel pálida y delicada, y esos ojos rojos que lo desafían con su misma mirada fría y calculadora. Sin embargo, hay algo que falta en ellos, algo que lo perturba más de lo que está dispuesto a admitir.
No son completamente suyos.
Ha pasado un tiempo muy corto para que los niños hayan crecido desde su nacimiento, y Naraku ha estado observándolos con atención meticulosa. Ha buscado cualquier indicio de la otra parte, del otro "padre" en sus gestos, expresiones o incluso en la manera en que utilizan sus habilidades demoníacas.
Los niños juegan en el jardín, sus risas resonando en el aire mientras corretean entre las sombras alargadas por el sol poniente. Naraku se sume en sus pensamientos, sintiendo el peso de la ausencia de ciertos rasgos. Sus ojos oscuros se desvían hacia los mechones de cabello que caen grácilmente sobre los hombros de la niña, capturando la esencia plateada que se refleja en la luz. Una mueca de disgusto se forma en sus labios mientras observa el resplandor característico que le resulta extrañamente familiar.
Aunque no lo admitirá en voz alta, el mismo matiz plateado que adorna la cabellera del otro progenitor parece haberse transmitido a través de algún vínculo innegable, como un rastro genético indiscutible. La ironía de esa conexión se despliega ante sus ojos, y una mezcla de emociones indescifrables se agita en su interior. No es sólo el cabello. Hay sutiles destellos de... algo, en la forma en que la niña sostiene su cabeza, algo que no puede provenir únicamente de él. Había pensado que era repugnante que se le parecieran, pero es aún más repugnante saber que no son completamente de Naraku.
Naraku, en su autocrítica constante, encuentra difícil ignorar estas evidencias silenciosas de la dualidad de su descendencia.
El niño, por otro lado, exhibe destellos de astucia y determinación que desafían su propio carácter. Cada signo de inteligencia y resistencia retumba de manera extrañamente armoniosa, y en esos momentos, Naraku siente que está observando un reflejo distorsionado de sí mismo en su juventud.
A pesar de sus similitudes innegables, esos toques esquivos que no pertenecen a Naraku, que no pueden ser rastreados hasta su propia esencia oscura, son los que más lo desestabilizan.
Se acerca lentamente, su figura ominosa enmarcada por la luz dorada del atardecer. Los niños se detienen en seco al sentir su presencia, y levantan la mirada hacia él con ojos curiosos y expectantes. Naraku se agacha a su nivel, su mirada penetrante fijada en sus rostros jóvenes.
—¿Qué están haciendo? —pregunta con voz áspera, y se oye un poco molesto.
Los niños intercambian una mirada rápida antes de que el más grande hable con confianza:
—Estamos explorando. Buscamos criaturas interesantes en el jardín.
"Baba". Naraku se burla internamente ante la elección de esa palabra. China, ¿en serio? La ironía lo golpea, pero no puede evitar preguntarse dónde demonios la han recogido. No es como si él les hubiera enseñado esa palabra. Quizás la atraparon de alguna conversación mundana mientras rondaban el bosque. Aunque, honestamente, la procedencia no le importa tanto como la inevitabilidad de tener a esos estorbos aquí, clamando su atención con una palabra tan inoportuna.
Naraku también nota, con cierta perplejidad, que ellos han mejorado considerablemente en sus habilidades lingüísticas. En un breve lapso de tiempo, han experimentado un rápido desarrollo que desafía toda lógica, considerando que, en términos humanos, apenas tienen cinco semanas desde su nacimiento. ¿Quizás la mera presencia de Kagura ha ejercido alguna influencia en su repentina mejora? Parece que estos pequeños demonios pueden absorber el conocimiento de su entorno como esponjas sedientas de experiencia.
Naraku frunce el ceño, sus ojos violeta escudriñando cada rasgo en sus rostros.
—¿Y han encontrado algo interesante?
La niña asiente vigorosamente, su cabello blanco cayendo sobre su frente.
—¡Sí, baba! ¡Encontramos una mariposa con alas moradas!
—¿Una mariposa con alas moradas? —repite él, ligeramente intrigado. Se incorpora lentamente, su expresión ilegible—. Muéstrenme.
Los niños se apresuran a guiarlo hacia donde han visto la mariposa, y Naraku los sigue en silencio, su mente trabajando en una multitud de pensamientos, y es entonces cuando surge una avalancha de recuerdos:
El aroma de las flores es ajeno a cualquier fragancia conocida. Pesa en el aire, dulce y sutilmente amortiguado, como una fruta madura bañada en miel, pero no se limita a eso; también es visual, una neblina blanca resplandeciente que se acumula en su cabeza, al acecho justo detrás de sus ojos. Lo experimenta en su piel, como la electricidad estática en una manta de lana. Puede degustarlo, una sinfonía agridulce que despierta lo repulsivo y seductor simultáneamente, evocando la sensación de morder cerezas que danzan en el paladar. Resuena atronador sin producir sonido alguno, una paradoja del silencio. Sus ojos y boca permanecen ampliamente abiertos mientras la flor maldita le arrebata toda la razón.
Su disputa los ha conducido a este sitio, y al ver al demonio, de alguna manera, los nombres se desvanecen, sus identidades se desdibujan en la penumbra. Sólo les queda el anhelo compartido; lo percibe como una extensión de sí mismo (o ella misma). Y cuando sus labios convergen, desata una explosión de sensaciones que reverberan en cada rincón de sus cuerpos.
(En esa región, las uniones matrimoniales son prácticamente inexistentes. En tiempos pasados, el amor forjaba vínculos; sin embargo, en la actualidad, ni siquiera se considera necesario. La presencia de esa orquídea demoníaca ha vuelto obsoleto el amor genuino. Esta flor desencadena una atracción instantánea e irresistible en quienes la inhalan, lo que lleva a que tanto yōkais como humanos la eviten diligentemente).
Entonces: un fragmento de hilo carmesí serpentea alrededor de su dedo, surgiendo desde la desgarradura del kimono, y en ese instante, ella (¿o acaso él?) se cuestiona: ¿fui yo quien provocó esa ruptura?
Luego: caen juntos en el prado, deslizándose y arañándose como niños en un campo de entrenamiento polvoriento, extrayendo sangre y fracturando costillas. El yōkai debería ser capaz de someter al hanyō sin esfuerzo, pero este último lucha con la ferocidad de un animal salvaje. Al final, el yōkai gana, hundiendo sus colmillos en el hombro del hanyō y arrancando un trozo de carne.
Una descarga ardiente brota de la herida, deslizándose por su columna vertebral, menos como dolor y más como excitación. A pesar de que el demonio golpea su cabeza contra el suelo con férrea fuerza y lo inmoviliza, las garras venenosas del híbrido trazan líneas irregulares en los brazos, aunque la letalidad de su ponzoña parece haber sido disipada por los efectos de la flor, mitigando sus ansias asesinas.
El yōkai lo observa de reojo, sus ojos con las escleróticas completamente enrojecidas, mientras la sangre le gotea por el mentón. Muerde con voracidad el pedazo de carne entre sus colmillos, escupiendo el cartílago con desdén. El hombro del hanyō emana humo, impregnado tanto por su propio veneno como por la ponzoña ajena, regenerándose sin dejar rastro de tejido cicatricial, mientras la sangre se desliza sobre su piel suave con una aparente indiferencia. Quizás tenga mucho que ver con lo desagradable y depravado que es, con la certeza de que no deberían encontrarse en esta situación, que nunca se permitirían esto si no estuvieran sometidos a un hechizo envolvente.
Sus costillas se agitan bajo la piel, luchando por realinearse. Traga con esfuerzo y le dirige una sonrisa al demonio purasangre.
Dicho demonio se inclina, hunde sus colmillos en su labio inferior y saborea la sangre que brota de su boca. El híbrido emite un sonido gutural desde lo más profundo de su garganta, un gemido tenue y reprimido. Libera una muñeca del firme agarre, deslizándola hacia la nuca ajena mientras engancha una pierna sobre la del demonio, intensificando la proximidad con un gesto impulsivo.
El yōkai retira su mano de la muñeca ensangrentada del hanyō y hace algo, y el híbrido lo permite. Puede que sea una decisión cuestionable, una que en circunstancias normales lo sería, pero ninguno de los dos se encuentra en sus cabales en ese momento, así que simplemente dejan que ocurra. Entonces, no se sorprende cuando el yōkai se desplaza sutilmente, siendo lo único que el hanyō percibe antes de que el otro sumerja una mano entre dos de sus costillas.
Es maestro en desentrañar, excesivamente hábil, deslizando las uñas a través de los músculos. Curva sus dedos entre la carne desgarrada, explorando el laberinto de órganos y tejido blando. Los introduce bajo el esternón, entre los pulmones, descendiendo luego hasta alcanzar los intestinos con destreza inquietante, transformando las orquídeas blancas bajo él en formas teñidas de rojo. Los órganos exhiben una elasticidad suave y dócil, palpitando alrededor de la muñeca del yōkai, deslizándose fuera de su camino como si tuviesen consciencia propia. Sin embargo, el resto es un desafío, con una mano apenas logrando ajustarse en la parte más estrecha de la caja torácica del hanyō.
Sorprendentemente, el hanyō no ha emitido ni una sola queja.
Pero esto no es simplemente una pelea, no realmente; tan sangrienta como parece, resulta tremendamente divertida. El yōkai no puede matar al hanyō y nada de lo que haga para lastimarlo durará mucho tiempo.
Entonces: Naraku cierra los ojos con fuerza, pero la imagen permanece.
Despierta en medio de la confusión, su mente envuelta en neblina. Flota en una euforia que parece más un sopor, una dulzura empalagosa que lo sumerge en un estado ilusorio. En la penumbra, se filtra el perfume avasallador de mil orquídeas, una fragancia repulsiva que se adhiere a cada pensamiento. «Estoy percibiendo el olor de las flores», piensa. A través de la niebla llega la comprensión de que algo anda mal. Algo pasó. Con un esfuerzo titánico, gira la cabeza y mantiene los ojos abiertos el tiempo necesario para dirigir la mirada hacia el yōkai de cabellera plateada.
Aunque su visión sigue siendo borrosa, logra captar lo suficiente como para percatarse de que el otro está vistiéndose, con la mandíbula tensa y una expresión extraña que escapa a su comprensión. Simultáneamente, toma conciencia de su desnudez, con sólo la cascada de cabello negro que le cubre parcialmente el pecho. Y en ese instante, él entiende.
Quiere decir su nombre, pero no logra hablar.
Siguiendo con curiosidad a los niños, Naraku llega al lugar donde la mariposa se posa, sus alas titilando con matices que capturan la luz del sol descendente. La niña se inclina con gracia, cautivada por la belleza efímera, mientras su hermano, con ojos centelleantes, se agacha a su lado. Naraku los imita, su presencia más una condescendencia silenciosa que un interés genuino.
—¡Es tan bonita! —exclama ella.
Naraku arquea una ceja.
—¿De dónde vienen las mariposas? —pregunta el niño, sus ojos curiosos fijos en él.
La pregunta parece simple, y en esencia lo es, pero para Naraku, encierra capas de ironía y contradicción.
—Las mariposas nacen de capullos —responde, sus palabras medidas. Pero el niño no parece satisfecho con esa respuesta.
—¿Y los capullos? ¿Cómo llegan a ser capullos?
La niña asiente con entusiasmo, esperando la explicación de Naraku.
—Provienen de larvas, pequeñas criaturas que se transforman para convertirse en mariposas.
—¿Y cómo llegan las larvas allí? ¿Es por magia?
Naraku entrecierra los ojos, lidiando con la inusual sensación de ser molestado de esta manera.
—No es magia, es un proceso natural. Las larvas se desarrollan y se transforman a lo largo del tiempo —responde, tratando de simplificar la explicación.
Un fugaz intercambio de miradas entre los niños revela una complicidad secreta antes de que sus ojos, llenos de curiosidad infantil, se centren nuevamente en Naraku.
— Baba, ¿por qué esos ojos tuyos son tan oscuros? —indaga la niña, rozando con sus diminutos dedos la mejilla del híbrido—. Parecen el tono de las alas de la mariposa, pero como si hubieran perdido su brillo.
Naraku se distancia levemente, todavía incómodo con la cercanía, y una sombra de disgusto oscurece su expresión. «Porque ustedes me robaron el color de mis ojos», reflexiona, recordando cómo el carmesí de su mirada se fue desvaneciendo a medida que avanzaba el embarazo. No aconteció de manera abrupta; más bien, fue un cambio gradual conforme su cuerpo se debilitaba. Y ahora, se enfrenta a dos demonios puros (nada de híbridos) que lo cuestionan, dirigiéndose a él con un descarado "baba", demostrando confianza y desenfado a pesar de que Naraku no ha sido más que cruel y negligente con ellos; niños que confían plenamente en él, y Naraku simplemente... odia esto. Él todavía no siente nada, o al menos nada parecido al amor.
Es constantemente fatiga porque está enfermo y hay cosas que no puede eliminar con magia ni dárselas a un perro. Es frustración porque ha estado solo durante tanto tiempo que nunca ha sabido compartir un espacio cuando no puede exigirlo a voluntad. Es hambre y territorialismo porque estas cosas son literalmente una parte de él, y aún así no puede llamarlo amor.
— Mis ojos recuperarán su color original en algún momento—responde, alejando la mano de la niña.
El niño, sin embargo, no se deja intimidar. Sus ojos rojos parpadean mientras formula su propia pregunta:
— Baba, ¿por qué a veces hablas solo?
La pregunta, tejida con la delicadeza de la inocencia, corta el aire con una agudeza inesperada, resonando en la conciencia de Naraku. ¿Por qué sostiene conversaciones consigo mismo? No es exactamente con él mismo, sino con Onigumo, la única voz en su mente entre miles de susurros demoníacos. Es esa presencia que, en raras ocasiones, encuentra digna de su atención.
— No es asunto tuyo. No hagas preguntas innecesarias —responde, con un atisbo de desdén en su voz.
La niña inclina la cabeza, aparentemente insatisfecha con la respuesta.
— ¿Baba, por qué a veces haces esa cara? —pregunta, tocando la mejilla donde alguna vez había residido la expresión de Naraku.
El demonio se aparta bruscamente, como si el simple contacto pudiera despertar algo indeseado. La mirada inquisitiva de los niños lo desarma.
— No te incumbe. No hay razón para que te preocupes por cosas que no comprendes —declara, pero su voz carece de la frialdad usual, más bien teñida de algo tembloroso.
Ellos asienten como si hubiesen obtenido la respuesta que esperaban. La niña, sin embargo, parece insaciablemente curiosa.
—Baba, ¿por qué te llamas Naraku? —indaga, sorprendiendo a Naraku.
Naraku frunce el ceño.
—Es simplemente mi nombre —responde evasivamente.
—Pero es un nombre extraño. ¿Qué significa?
Naraku vacila por un momento, deliberando si dar una respuesta honesta o mantener la ambigüedad. Finalmente, ofrece lo primero:
—Significa "abismo" o "infierno".
Los niños asimilan la información con la naturalidad de quienes no cargan el peso de las connotaciones. Naraku los mira, sintiendo que una punzada de incomodidad se arremolina en su abdomen, un pinchazo agudo que se desliza por su cuerpo, diferente al dolor de una herida o al revuelo de las náuseas. De algún modo, se siente repulsivo y febril, como si su cuerpo aún albergara un órgano que ya no debería existir.
—Tu piel está caliente y hay algo extraño en tu olor —comenta ella, arrugando la nariz con delicadeza.
Naraku intenta descartar sus observaciones, pero la sensación febril que lo envuelve no puede ser tan fácilmente ignorada. A medida que se concentra en su propio cuerpo, siente la temperatura elevándose, y una repentina debilidad amenaza con doblegar sus piernas.
—No es nada. Tal vez es sólo el calor del día —responde, aunque su voz suena un tanto ronca.
Se percata de que, en realidad, la fiebre no se ha ido. De pronto se siente tan mal que debe arrastrarse de vuelta a la cabaña, mientras los niños lo siguen.
Se desploma nuevamente sobre el antiguo futón improvisado en este pequeño refugio que eligió para sí mismo, mientras el polvo danza en suaves nubes. Aunque el lugar sea modesto y de aspecto miserable, la puerta cumple su función y a nadie se le ocurriría buscarlo aquí. Ni la legión de enemigos que lo persiguen ni...
La niebla ondea ante sus ojos mientras percibe que el mundo empieza a desmoronarse, fragmentos y trozos deslizándose desde la parte posterior de su cerebro y dispersándose por el suelo. Es como algo cálido, poderoso y veloz, una mano que emerge desde la oscuridad para arrastrarlo hacia abajo con una fiebre intensa.
El niño se arrodilla a su lado, sus garras tocando su frente. Naraku siente el calor arder a través de su piel. El conocimiento médico debería ser parte de su extenso repertorio, pero la información sobre su propio cuerpo parece escabullirse entre las rendijas de su mente.
— Baba, tu frente está caliente. ¿Te sientes mal? —pregunta él, con un toque de preocupación en su voz.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que... ? ¿Un mes y una semana... ? Naraku no puede recordar...
Su cuerpo huele a infección, pero para ser honesto, no hay muchas cosas que puedan matarlo en estos días. Ya ha pasado lo peor. Deja caer la cabeza hacia atrás y el cabello sudoroso se desliza sobre su rostro con un suave suspiro. El techo palpita, los colores se estremecen y bailan sobre la superficie. Él se ríe y ellos se dispersan ante el sonido, desprendiéndose de las sombras que hay debajo.
Es sublime. Todo es tan increíblemente hermoso y aterrador que siente ganas de llorar, pero en cambio, continúa riendo. Risas estridentes y entrecortadas rebotan en la ventana, en medio de una delirante cacofonía. Puede oír su voz ondeando como un zumbido distorsionado, voces demoníacas y silbidos de serpientes que se desvanecen en un inmenso y desastroso caos.
Después, su risa se desvanece en toses y gemidos mientras inhala profundamente. Está ascendiendo demasiado alto, demasiado rápido, consumiéndose en la atmósfera, y se siente malditamente enfermo. Su cabeza se mueve, el mundo se transforma y se vuelve borroso, las paredes y techos se desdibujan en las esquinas y puertas, los detalles escapan como pequeños puñetazos.
Las náuseas lo acosan mientras su sien late dolorosamente; varias partes de su cuerpo protestan, pero es en la pelvis y el abdomen donde prevalece un calor febril y anómalo. Hay algo allí... algo que debería haber vuelto a la normalidad hace más de un mes, pero en cambio persiste, pulsando con fiereza y en carne viva. Un estremecimiento de horror y repulsión lo invade al darse cuenta de que cierto órgano femenino no ha desaparecido aún.
Esto es... sepsis.
Los niños, sin entender completamente la magnitud de la situación, instintivamente se acurrucan junto a él, intentando brindar consuelo.
Luego, una figura se yergue en la puerta de la habitación. Una mujer avanza con paso silencioso, la barbilla altiva, la falda ondeando sobre el suelo, el cabello elegantemente recogido, y una mueca de desagrado en su rostro. Cuando abre la boca, es como si Naraku pudiese vislumbrar carbones danzando en su lengua. Oh. Él parpadea varias veces, tratando de disipar el velo que empaña su mirada. La mujer sigue allí. Y ahora, hay otras dos figuras detrás de ella: una semioculta en las sombras y otra más pequeña, de un blanco inmaculado.
— Parece que logras atraer problemas incluso en tu estado lamentable —escucha, aunque la voz suena distante.
Entre murmullos y conversaciones, los dos niños a su lado se tensan, claramente desconfiados de los recién llegados. Experimenta calor y, al mismo tiempo, escalofríos.
El aire escapa con dificultad de sus pulmones cuando siente que lo sujetan de las extremidades. Tiembla y balbucea en la cama durante lo que parece una eternidad, luchando por alejar a los invasores. Para ser honesto, es sorprendentemente fácil para ellos someter a Naraku. Él nota que no se esfuerzan en absoluto mientras su pulso se acelera, liberando pequeños gruñidos y gritos que convergen en un único lamento.
Jadea, escupiendo improperios a medida que su cabeza zumba dolorosamente y su piel se siente excesivamente abrasada. Tiembla por todas partes cuando la habitación se retuerce y se derrite ante sus ojos; rostros imaginarios mirando lascivamente desde la madera, a la vez que las garras se arrastran desde las mantas para raspar su carne.
—No —sisea Naraku, forcejeando para liberarse—. Eso no, no es... —no es lo que hacen las extensiones de Naraku. Al menos no cuando se trata de Naraku. Tal vez si él no las hubiese lastimado, habría sido diferente, pero ¿por qué diablos debería haber sido mejor? No es un buen hombre.
¿Qué están tramando Kagura, Kanna y Byakuya?
Su rostro se contorsiona de dolor al sentir que le abren el kimono y una mano se posa sobre su abdomen, palpándolo bruscamente en busca de evaluar el daño. Naraku se retuerce, incapaz de reprimir la sorpresa y el disgusto que se reflejan en sus rasgos. Aguarda a que la mano se retire, dejándolo solo en la cama, con su maldita enfermedad. Es lo único que quiere en este momento.
—Eh... parece que aún tiene útero. Ese es el problema —oye a Byakuya.
Las palabras reverberan en su mente, confirmando lo que temía y al mismo tiempo lo que no se atrevía a aceptar por completo. La mezcla de enojo, vergüenza y horror lo envuelve mientras la realidad de su situación se aclara ante él. Ellos lo sientan con torpeza, y percibe cómo le acercan un recipiente a los labios, obligándolo a beber agua fría. El líquido se revuelve desagradablemente en su estómago, mientras el sudor resbala por su frente.
—¿Quieres decir que sigue siendo mujer internamente? —pregunta Kagura, y Naraku puede oír la incredulidad (indignación) en su voz.
—Pues... así parece. Experimenta... esa cosa que suele afectar a algunas mujeres humanas después de parir, al estar en malas condiciones. ¿Cómo se llamaba... ?
—Fiebre del parto —dice Kanna.
—¿Eso era... ? ¿En un demonio?
— Bueno, no te olvides de que este es Naraku. ¿Realmente deberíamos sorprendernos por algo inusual? Todavía tiene órganos femeninos. Es un milagro que haya llegado hasta aquí sin que esto se descubriera antes. Además, su factor curativo no parece estar en su mejor momento si una simple infección lo afecta.
Kagura suspira y se dirige a él:
—Esto es verdaderamente perturbador. No es todos los días que uno se topa con alguien con tu... peculiar anatomía. Da la impresión de que has dejado algunos asuntos sin atar en esa transformación tuya para regresar a ser un hombre —murmura, deslizando sus dedos por el cabello sudoroso de Naraku como si acariciara a un animal herido—. Naraku, ¿olvidaste mencionar tus pequeñas complicaciones anatómicas en nuestra última conversación?
— Por supuesto que no mencionó sus "complicaciones anatómicas". ¿Cuándo alguna vez ha sido honesto con nosotros? —responde Byakuya.
—¿Qué hacemos con él? —indaga Kanna de repente.
Kagura frunce el ceño, como si la situación le resultara molesta.
— No creo que encontremos a alguien dispuesto a tratar a Naraku, y mucho menos a resolver su... problema. Así que, necesitamos arreglárnosla. No podemos permitir que muera aquí. ¿Alguno tiene idea de las hierbas que se usan para esta clase de situación?
Naraku se esfuerza por incorporarse, respirando con dificultad, y se aparta abruptamente de la mujer con gesto combativo. Trata de desentenderse de la sensibilidad aguda en su vientre y la debilidad de sus músculos. Entonces, en un instante, experimenta la perturbadora sensación de algo fracturándose dentro de él, en la región baja, la sangre contaminada filtrándose a través de la tela con un penetrante olor a infección mientras se alza, desencadenando un vértigo nauseabundo que lo hace vomitar violentamente.
—¡Naraku, podrías ahorrarnos este drama inútil! ¡Quédate quieto! —exclama Kagura.
Naraku, con los dientes apretados y los ojos llenos de furia, sisea entre respiraciones entrecortadas:
—Deberían dejar de actuar como si les importara...
Antes de que alguno de ellos pueda responder, el mundo se vuelve negro con un fuerte golpe.
Los vicios que heredó de Naraku pueden dejarle las entrañas amargas como el humo, pero si Kagura quisiera un santo sin pecado, ella misma habría tallado uno en roca fundida. Además, no sería ella sin estos vicios. Cada vez que su afilado abanico atraviesa el cuerpo carnoso de un demonio, el eco de gritos y maldiciones se desvanece, dejando tras de sí un rastro de muerte que persiste incluso sin la influencia de su creador. En sus manos, la terrible huella de la sangre se intensifica con cada danza mortal, y en el fondo de su cabeza, Naraku se ríe, una risa que parece el crujir de huesos rotos y estómagos desgarrados. A pesar de sus esfuerzos por ignorarlo, aprieta los dientes, luchando contra el sonido que resiste la mayor parte del tiempo.
Naraku la engendró con odio, entregándole no sólo su afilado abanico, kimono y accesorios para cometer crímenes en su nombre, sino también devolviéndole su propio corazón, aunque fuera con la intención de llevar a cabo su asesinato. En medio de las llamas de Naraku, Kagura fue forjada como una flor criada en el infierno. Algo como Kagura no existiría sin algo como Naraku; es tan simple como eso.
Un vínculo retorcido une a ella, Kanna, Byakuya y ahora esos niños: son el resultado de un monstruo que desgarró la tierra hasta los huesos, en una guerra donde, paradójicamente, se canibalizaría a sí mismo. Un legado macabro que los conecta a todos. En ocasiones, cuando la palabra "demonio" se vuelve asfixiante y la enfermedad se arrastra con dedos hambrientos por las costillas y la parte posterior del cráneo de los tres, aparece la pregunta: "¿cómo hubiera sido, en otra vida?
Pero no, Naraku decidió su destino mucho antes de que la duda surgiera.
Kanna, Kagura y Byakuya son sus creaciones, su propia sangre; lo equitativo es que tengan el mayor derecho sobre él, incluso si eso implica un toque de egoísmo.
Siempre habrá individuos, ya sean humanos o yōkais, que duden de ellos, y algunos observarán hasta el punto de aterrorizarse. Todos los seres con la sangre de Naraku llevan consigo una marca, de una forma u otra, pero eso no implica que estén destinados a seguir su mismo sendero. Kagura, sin lugar a dudas, se niega a emular sus pasos, incluso en medio de una guerra.
(No está en medio de una guerra en ese momento, pero nunca ha conocido una vida sin conflicto, sólo esta paz que a veces se percibe temblar bajo la superficie. Se pregunta cómo identificará la auténtica paz cuando finalmente la encuentre).
Ella es una asesina, no simplemente una guerrera o una cazadora, sino una verdadera asesina. Ha matado a innumerables seres, tan fácil como respirar, y quizás un día la alcance la cuerda que rodee su cuello. Conoce su cartel de búsqueda y es consciente de que figura más arriba en la lista que cualquier demonio común, al ser de la sangre de Naraku.
Hasta ese momento, ella permanece imperturbable, compartiendo su vida con sus hermanos, luchando su propia guerra (no la misma de Naraku y la Perla, pero una guerra al fin), confrontando a cualquiera que amenace con hacerles daño. Si el camino para salir de la oscuridad debe teñirse de rojo, Kagura no dudará en derramar lo necesario. No le importa nada más.
La gente la subestimará, la ha subestimado por diversas razones: su edad, género, las sombras que Naraku proyecta, incluso si se ha liberado de su control; su odio y su sangre corrompida, sus compulsiones y su peculiaridad. Habrá momentos en los que esta subestimación le juegue en contra, momentos en los que obstruya su camino y momentos en los que simplemente le cause dolor; las raíces de Naraku son perversamente seductoras, especialmente cuando se trata de ejercer la crueldad, especialmente cuando la sangre comienza su melódico canto.
Entre todos los nombres que le asignan, "alcaudón" es el que más capta su atención, avivando antiguos recuerdos de cuando estaba bajo el servicio de Naraku y despertando las supersticiones de la gente. "Bruja" es otro apodo, una palabra que resuena en boca de los cazarrecompensas mientras apuntan con sus armas. Conoce la imagen de occidente: vuelo por el aire con bastones de escoba largos y delgados, proezas que mezclan asombro y terror, aunque Kagura no lleva una escoba, sino una pluma.
Quizás empiece a intentar una carcajada de bruja, sólo porque sí. Solían salirle muy bien. Ella cree que se le puede ocurrir una bastante buena, incluso si está un poco oxidada.
Ha llegado a comprender que hay una pureza en el acto de asesinar que nunca acompaña a la curación. Matar es un destello rápido, ejecutado en el breve espacio entre los latidos del corazón mientras te desplazas hacia el próximo objetivo. En cambio, la curación es un proceso prolongado, doloroso y complicado, una maraña constante de esfuerzo que debes desenredar continuamente para mantenerla impecable.
Sin embargo, Kagura todavía sabe cuál prefiere.
Ella proviene de las entrañas de un monstruo; el viento encarnado en un demonio, cosido en un arma viviente con la forma de una mujer. "¿Qué eres?", le preguntan una y otra vez, y todo lo que puede ofrecer es un simple "soy Kagura".
Está decepcionada. No sabe por qué. El sentimiento no parece requerir una causa.
Luego, está Naraku; una parte de ella quiere simplemente matarlo. Cree que sería la ruta más fácil. Kagura nunca recordará el cómo ni el porqué lo sostuvo, pero de repente está en sus brazos. A pesar de ser una idea innegablemente pésima, decide que lidiará con esto de una manera más manejable si lo lleva a su guarida. Byakuya, por su parte, tiene a los gemelos firmemente agarrados de la mano, y Kanna, en su característico silencio, no expresa objeciones.
Atraviesan el cielo y los sombríos bosques que rodean los acantilados costeros. La travesía se siente como un eco, como un reflejo. A Naraku, la fiebre y la infección lo devoran, otorgándole una apariencia más humana que demoníaca. Kagura intentó ofrecerle nuevamente su sangre, pero la respuesta fue visceral, terminando en vómito.
Sobre ellos se alza la casa del acantilado, apenas iluminada, como un barco encaramado en la cresta de una ola helada. La luz de la luna se filtra en rayas a través de los racimos de hojas perennes, pintando una larga columna en la garganta de Naraku. Más tarde, Kagura revisa el recuerdo nublado, observando el ángulo en el que pendía su cabeza. Busca señales de desdén, si parecía inerte, si se balanceaba más de lo necesario con cada movimiento, si ya entonces estaba claro que las cosas habían terminado. Ahora, nada le provoca sorpresa. Debería verificar el pulso, tendría que haberlo hecho, pero no lo hace porque no hay necesidad; Naraku tiembla y arde. El monstruo Naraku, tan frágil como el cristal en sus brazos. El agua se torna fría mientras la noche permanece cálida, y Kagura no logra percibir el calor de ninguno de los dos.
Carga a Naraku, de manera extrañamente ligera, como si el peso careciera de conexión con la agonía que florece lentamente en su pecho. Experimenta una sensación extraña, como si algo caliente y rojo fuera desgarrado fibra a fibra. Observa cómo Kanna arregla un futón y luego despojan a Naraku de su ropa, dejándolo yacer desnudo y deshuesado sobre las sábanas en el centro de la habitación. Kagura, en ese momento, no está tan distante, ni tan fría ni tan cansada como para no poder apreciar la ironía. A sus ojos, Naraku parece la encarnación más vulnerable que jamás haya presenciado, y sus pupilas se entrecierran ante la escena.
— No pensé que vería el día en que Naraku se doblegara así —dice Kanna en voz baja, sin apartar la mirada del convaleciente demonio.
Byakuya se encoge de hombros nuevamente:
—Tal vez deberíamos considerar cómo manejar esto de la manera más práctica y menos... sentimental. No es como si tuviéramos una base moral que seguir por parte de nuestro querido progenitor.
—Tendré que secuestrar un sanador —concluye Kagura mientras vuelve a salir.
—¡Eso no es ser neutral!
—¡Nada de esto lo es!
Los ojos de la niña se posan en él, rebosantes de curiosidad pero carentes de temor. Mientras tanto, el niño parece más desconfiado, con una mirada suspicaz. Byakuya les ofrece dos pasteles de miel. Ambos tienen cabello rizado, blanco como la nieve, aunque el albinismo que comparten difiere ligeramente del de Kanna. Byakuya está seguro de que ha visto ese cabello en alguna parte, pero no puede precisarlo.
—Parece que me he excedido con la compra de éstos. ¿Les gustaría ayudarme a darles fin?
La niña reflexiona un momento antes de asentir y tomar un pastel de su mano. Sonríe mientras le da un mordisco, y aprovechando la oportunidad, Byakuya los observa más detenidamente, también al gemelo que permanece un tanto frío y distante. Son pequeños y demasiado delgados, con ropas notoriamente grandes y sucias. Su... ¿padre?, ¿madre?, evidentemente no los cuidó bien.
Tampoco es que Byakuya imponga muchas exigencias. Es prácticamente un milagro que estos niños estén aún vivos.
—¿Cómo se llaman?
La niña dirige una mirada a su hermano, quien niega con la cabeza.
—Sin nombre —responde él.
Byakuya arquea una ceja ante la respuesta, sorprendido por la falta de nombres para los gemelos. Es consciente de la peculiaridad y la negligencia de Naraku en su cuidado, pero aún así se pregunta si es una elección del híbrido o simplemente otro reflejo de su indiferencia.
— Sin nombre, ¿eh? Bueno, eso no puede seguir así. Cada uno merece su propia identidad. ¿Qué tal si les buscamos nombres?
La niña parece intrigada por la idea, mientras el niño mantiene su mirada imperturbable.
— Puedo buscar algo interesante para ustedes. ¿Les gustaría eso? —pregunta Byakuya, esbozando una sonrisa.
La niña asiente entusiasmada, pero el niño se muestra más reservado.
— No necesitamos nombres. No son útiles —declara él.
Byakuya vuelve a sonreír, aunque su sonrisa carece de humor.
— Los nombres tienen un poder especial. Te dan una identidad, una conexión con el mundo. No siempre se trata de utilidad práctica, sino de algo más profundo. Prometo encontrar algo significativo para ustedes.
La niña asiente de nuevo, como si la idea de tener un nombre propio fuese algo novedoso y emocionante.
— ¿Y tú? —le pregunta al niño, pero éste permanece en silencio—. No importa si no quieres uno ahora, te lo pondré de todos modos —añade, sin mucho interés en respetar la reserva del mocoso.
Byakuya se queda reflexionando un momento. Kagura le reveló los poderes peculiares de ambos niños. Uno dominando el hielo y el otro, el fuego. La dualidad asombrosa de un niño que puede teñir el mundo con la gélida frialdad y una niña cuyo toque despierta llamas ardientes es... curiosa. La mera idea de tener al hielo y al fuego en un mismo lugar despierta la diversión de Byakuya.
—¿Qué te parece "Kasai"? Significa "incendio" —se dirige a ella.
La demonio, a partir de ahora llamada Kasai, ilumina su rostro con una sonrisa ante la sugerencia del nombre. La prontitud con la que ella lo ha aceptado deja a Byakuya un tanto sorprendido. Se pregunta qué resonancia tiene ese simple acto en su mundo interno. Por otro lado, su hermano mantiene una expresión impasible, observando la interacción con un escepticismo palpable, como si estuviera evaluando cada detalle con cautela.
— Kasai. Sí, me gusta. Es bonito, ¿verdad, hermano? —comenta ella mientras su hermano asiente levemente.
Byakuya se vuelve hacia el niño, considerando la dualidad de sus habilidades y personalidad.
— Para ti, algo que refleje el frío y la fuerza del hielo. ¿Qué opinas de "Kōri"? Significa "hielo" —propone con una sonrisa.
Kōri, el demonio recién nombrado, no exhibe una reacción llamativa, pero tampoco se opone al nombre. Byakuya es consciente de que la aceptación puede ser un proceso que requiere tiempo, especialmente para aquellos que han vivido sin identidades definidas.
— Kōri. Suena bien —responde él en su lugar.
El niño frunce el ceño.
El pueblo desvela su tamaño modesto, como era de esperar. Kagura observa una calle repleta de tiendas y casas que culmina en una pintoresca plaza de mercado. Decidiendo buscar a un curandero, se acerca a una mujer al azar para solicitar indicaciones. La mirada de la mujer se tiñe de terror, pero finalmente le proporciona lo que quiere. Kagura sigue la ruta señalada, alejándose de la bulliciosa calle.
El estrecho y desaliñado callejón alimenta sus sospechas sobre haber tomado un camino incorrecto. Sin embargo, emerge en una calle mucho más amplia que la principal, flanqueada por viviendas con fachadas decorativas. Evidentemente, se encuentra en la parte más adinerada, la que podría albergar a un sanador. Sigue la ruta hasta llegar al final, y allí se presenta una casa de madera de una belleza sorprendente, en concordancia con la descripción de la mujer. Kagura se acerca a la puerta y llama.
Una mujer pelirroja la recibe con un saludo, pero su rostro se horroriza al instante al verla. Es obvio que la mujer teme a sus ojos rojos y, por supuesto, al hecho de que Kagura no es humana. Lamentablemente, en ese momento, Kagura no está dispuesta a suavizar las cosas.
— Necesito tus servicios—declara Kagura, sin preámbulos, manteniendo la mirada fija en la mujer, cuyos ojos denotan temor y recelo.
La pelirroja titubea, pero antes de que pueda responder, Kagura prosigue:
— Tengo a alguien herido. Soy un demonio, pero sé que puedes tratar a demonios también. No soy una amenaza, y no estoy aquí para causar problemas. Sólo necesito que vengas conmigo. Te devolveré una vez te desocupes.
— ¿Qué tipo de condición? —pregunta la mujer, tratando de ocultar su temor.
— Una infección severa. No creo que puedas ignorar tu deber profesional sólo por prejuicios, ¿verdad? —responde Kagura con un toque de sarcasmo.
La mujer vacila por un momento.
— Estás perdiendo tiempo. Cada segundo cuenta para él. ¿Vas a ayudarme o no? —añade, sus ojos intensificando su mirada—. No es una tarea sencilla, pero necesito que lo cures. No me interesan las preguntas innecesarias, sólo haz tu trabajo y serás recompensada —sentencia, sin mostrar ninguna intención de suavizar sus modales.
La pelirroja, después de sopesar la situación y darse cuenta de que no puede negarse, asiente con cautela y agarra su bolso de instrumentos médicos.
Ha transcurrido un tiempo, o al menos eso estima Naraku, cuando vuelve a despertar. La habitación está saturada con el aroma de hierbas y es considerablemente más lujosa que la mugrienta cabaña en la que se encontraba. Parece que lo han despojado por completo de su ropa, porque ahora viste un delicado nagajuban blanco. Siente frío, con el cabello húmedo y apelmazado.
Naraku apenas logra enfocar a Kagura y... a una mujer pelirroja. Se tensa de inmediato al ver a ésta última, aunque afortunadamente parece... humana. La mujer pelirroja, sosteniendo su bolso de instrumentos médicos, exhibe una expresión que oscila entre la sorpresa y el desconcierto al observar a Naraku. Sus ojos recorren detenidamente el cuerpo del demonio. No obstante, la sorpresa inicial pronto da paso a un atisbo de horror que se refleja en sus facciones.
— ¿Qué... qué tipo de criatura es ésta? —pregunta, sin poder evitar que un rastro de miedo asome en su tono de voz—. ¿Es... hombre o mujer?
Kagura responde sin mostrar preocupación por la reacción de la sanadora:
— No pierdas el tiempo con preguntas irrelevantes. ¿Puedes curarlo o no? —su voz, aunque firme, no deja de llevar consigo una pizca de impaciencia.
La mujer parpadea, como si tratara de procesar lo que acaba de decir. A pesar de sus intenciones profesionales, la extrañeza de Naraku y la aparente incapacidad de categorizarlo la desconciertan. Sin embargo, finalmente asiente con cierta vacilación. Realmente no puede negarse, incluso si quisiera. Se encuentra entre monstruos que podrían despedazarla a la menor oportunidad.
— Sí, puedo... intentar tratarlo. Pero necesitaré hierbas específicas. Además, deberías darme más información sobre lo que ocurrió exactamente —dice ella, su voz temblando ligeramente.
Kagura, impaciente, resume de manera concisa lo esencial, basándose en sus observaciones previas de Naraku. Naraku escucha de forma vaga, captando fragmentos de conversaciones y susurros. La comprensión le es esquiva. Lucha contra la tentación de desmayarse de nuevo. Pasivamente, observa el intercambio, sintiendo la debilidad que le impide actuar como lo haría normalmente. Luego, abandona toda resistencia, dejándose arrastrar por la corriente manipuladora de sus pensamientos, permitiendo que éstos floten, danzen y colisionen como polillas cautivadas por la luz de una lámpara. Se entrega al delirio, ansioso por volver a la inconsciencia.
— Deberías agradecer que estemos dispuestos a salvar tu miserable vida, Naraku —oye a Kagura.
Naraku emerge de la oscuridad hacia la consciencia. La sanadora lo escruta con atención. Sus músculos parecen petrificados, incapaces de ceder ante el más mínimo intento de movimiento. El tiempo se dilata en su percepción: ¿horas?, ¿minutos?, ¿segundos? La mujer se arrodilla en la cama a su lado, y sus labios se tensan en un gesto de reproche. En su rostro, está impresa la desaprobación, como si Naraku fuera un niño desobediente e irresponsable. Ella suspira, abriendo suavemente la parte superior del nagajuban mientras niega con la cabeza. Con delicadeza, posa una palma cálida sobre su estómago, moviéndola con destreza a lo largo de sus abdominales hasta alcanzar la parte inferior del vientre. Naraku frunce el ceño con dolor cuando ella aplica presión en ambos lados.
Sus músculos permanecen bloqueados en su lugar, y las hendiduras de sus orejas zumban con una consciencia aguda de lo que debería hacer, lo sabe. Sin embargo, la mano de la mujer explora ciertas áreas con un frío profesionalismo (aunque el miedo parece haber disminuido un poco), presionando partes tiernas y sensibles como si él fuera simplemente otra mujer destinada a ser casada y a engendrar mocosos, de esas que viven en condiciones tan miserables que se enferman inmediatamente después de parir. Naraku no reacciona cortando su mano, su pecho o su garganta por tener la osadía de tocarlo sin su permiso. No lo hace porque comprende que la están obligando y, técnicamente, no es culpa suya. Es más bien porque sus extremidades yacen inertes, sin fuerzas para emprender acción alguna.
—Has perdido demasiada sangre, y tu abdomen está infectado —declara ella, soltándolo al fin. Aún lo mira con reproche, como si fuera su culpa, algo que él no puede negar—. Deberías haber buscado ayuda antes —la obviedad pesa en sus palabras.
Sintiendo náuseas, Naraku logra moverse un poco, apenas lo suficiente como para acurrucarse en posición fetal, tan pronto como la mujer retira sus manos.
— Eres un caso único, eso es seguro. Aunque no estoy segura de si eso es un halago o una maldición —murmura ella, examinando las hierbas y utensilios que le trajo Kagura.
Naraku lucha por formular una respuesta coherente, sus pensamientos persistiendo como una sombra, o quizás él mismo sea la sombra; un fragmento de podredumbre cuyo aroma oscuro impregna el entorno, como un cuerpo que no ha sido descartado adecuadamente.
— No sé quién eres ni qué te ha llevado a este estado, pero no me corresponde juzgar. Aunque debo admitir que tus peculiaridades anatómicas no facilitan las cosas —comenta ella, sin apartar la mirada de sus quehaceres—. Pero una vez que comienzo algo, lo termino.
Naraku traga saliva, sintiendo que su estómago se revuelve desagradablemente. Él está tirado sobre la cama. en una maraña sudorosa y zumbante, con la cabeza retumbando, como si su cerebro estuviese derritiéndose dentro de su cráneo.
— Sea lo que sea que hayas hecho para terminar así, deberías considerar ser más cuidadoso en el futuro. No todos los demonios tienen la suerte de tener a alguien que los rescate de sus propias tonterías —continúa, sin levantar la vista—. Aún no entiendo del todo tu cuerpo. No es común encontrar a alguien con una anatomía tan... única. Y la fiebre del parto, eso es algo que, hasta donde sé, sólo afecta a mujeres. Creo que no necesito decirte las razones.
—¿Se supone que debe sangrar tanto? —la voz de Kagura lo sorprende por un momento. Había pensado que ya no estaba allí.
Cada centímetro de su piel arde; se siente sudoroso y, a la vez, helado. Sólo cuando Kagura lo menciona, es consciente del charco de sangre que yace debajo de él.
La mujer niega con la cabeza.
—Debería haber estado disminuyendo. No sé exactamente qué funcionaría en él. Sólo le he estado aplicando medicina humana.
Inhala profundamente, una y otra vez, pero resulta muy difícil cuando es el foco de atención, y no de la manera que desearía ser el centro de todas las miradas. El dolor hace que Naraku quiera retorcerse, vomitar por lo mucho que está sintiendo en ese momento. De hecho, la idea de desmayarse parece más atractiva. Es una pequeña rebelión lamentable, pero ahora mismo no hay nada más que pueda hacer.
Un dolor sordo y abrumador en la parte inferior de su abdomen sigue a esos pensamientos.
