- Limbo II -

Soris no ha regresado a casa.

El hogar es un sitio remoto al que le ha dado la espalda. Ahora, deambula entre corredores azotados por la tormenta, atrapado por la sombra que proyecta la mansión del arl. Se ha convertido en un fantasma en habitaciones con paredes que escurren escarlata. Lejos de la gente que lo ama. Perdido.

Soris sangra también, culpa y consternación.

Arrastra el cepillo sobre la madera, tratando de lavar sus culpas con agua, frotando con vigor un segundo antes de que la vívida memoria lo alcance. El sabor de la sangre está en su boca, el pulsante malestar de la rodilla herida regresa, el olor de la muerte lo envuelve. Siente náuseas y aprieta los párpados, abortando el llanto que se anuncia en el escozor de sus fosas nasales.

No está allí de nuevo, se dice. Intenta ahuyentar este espectro antes de que le domine y haga como ha hecho con Kallian, arrebatándole toda razón. Soris es libre; no obstante, no se siente así. El sol aplasta la ciudad, el calor hace resbalar gotas de sudor sobre su frente. No está huyendo entre la lluvia, insiste, no tirita de miedo y frío como en aquel entonces.

«Soy libre».

Aspira profundamente. Sostiene con fuerza el cepillo en su mano derecha, aferrándose a este pedazo de realidad para así no naufragar en el mar de sangre que aguarda por él dentro de los muros de la casa del arl. Abre los ojos y las imágenes dejan de reproducirse. Se halla limpiando la fachada de la casa el mensaje que le recuerda que ni Kallian ni él salieron de la mansión intactos.

ASESINOS.

Soris, perseguido por la angustia, sumerge el cepillo en el balde de agua y retoma la labor con ímpetu. Si consigue borrar este vituperante mensaje tal vez se le conceda el perdón.

«Soy libre».

Nadie en la elfería llora la muerte de Vaughan. Nadie extraña al heredero muerto y nadie los odia por la necesaria muerte. En cambio, son los asesinos de su propia gente.

Kallian le obsequió libertad, queriendo saldar la cuenta por el rescate durante la madrugada. Lo recuerda bien. El empujón al dar un paso al frente, la vehemencia de su interrupción. Se entregó a la guarnición, ávida de muerte y reacia a compartirla. Unos ojos grises fríos y vacíos como nunca. Kallian estaba tan muerta como Nelaros la última vez que la vio.

Primero, el corazón ansió devolverla a ese pedestal, donde era una valiente y desde donde podía ser una heroína, tal cual lo había sido desde su infancia. Sin embargo, el supuesto acto de abnegación y amor hacia los suyos, al pasar las semanas, la ha convertido en poco más que una cobarde. Casi tan débil como él mismo.

Gozando de inocencia, un mes atrás, juzgarla de este modo habría sido impensable. Kallian fue osadía encarnada a ojos de un niño pelirrojo, ambos compartiendo silencio en la rama más alta del Árbol del Pueblo. Actualmente, su admiración por ella se diluye en los días que han transcurrido desde que la vio desaparecer, parado frente al vhenadahl, entre la niebla de la madrugada.

El desencanto lo abruma. Sus brazos caen muertos a sus costados. Algo duele, como una herida que continúa supurando, solo que él no ha conseguido localizarla todavía. Tal vez no es eso, tal vez simplemente no desea palpar la lesión, causándose ese dolor adicional porque anticipa que será terrible.

Kallian, recuerda, se había adelantado para colocarle una mano sobre el hombro la mañana en que partió. Soris cree que puede sentir el repentino peso todavía. Si voltea, se le ocurre, la verá mayor y exhausta. Más pálida, casi transparente… Un fantasma. Un reflejo de sí mismo que aborrecería contemplar.

Perdóname, Soris —dijo. Sonaba como una forastera en un acto de fuga, poco sincera y distraída y ya muy lejana. Soris no tuvo voluntad para dar media vuelta y comprobarlo.

Hicimos lo que teníamos que hacer —replicó él, sin convicción.

Aún ahora no puede enfrentarse al escarnio de la elfería. Ha regresado a la casa de su tío, tratando de llenar el espacio que sobra y vigilar el bienestar de Cyrion como su prima le rogó.

La realidad es que Soris apenas puede cuidar de sí mismo.

Shianni se encargó del funeral de Nelaros cuando enviar su cuerpo a Pináculo fue imposible. Valora ha trabado amistad con Flynn. El padre del niño amaneció muerto en un callejón. El asesinato de un borracho pendenciero no es nada que preocupe a la elfería. Nadie parece sospechar y, si lo hacen, no les importa. Pero incluso para Flynn es obvio quién estuvo detrás de esto y su espanto rivaliza únicamente con su alivio.

Tampoco le importa a él.

Tanto es así que, arrodillado ante la señal que le grita «ASESINO», Soris se da cuenta de que nada de esto importa demasiado. Ya no.

Importa recuperarse a sí mismo, todo lo demás estará perdido si no logra algo tan simple. Todo lo demás está condenado si Soris no regresa a casa. Todavía guarda una excusa -una esperanza- que podría amparar a los dos: no ha sido culpa de ninguno. Nunca lo buscaron, se derrumbó sobre ellos y los destruyó. El pecado fue haber luchado por sobrevivir cuando el juicio había dictaminado su muerte. Vaughan los ha roto a ambos. Incapaz de matarlos, ha hecho monstruos de ellos.

Kallian dijo que las amenazas y la hostilidad se irían con ella.

—No te llevaste los problemas contigo, querida prima —dice con amargura y la voz estrangulada.

La nostalgia por ese hogar al que no ha regresado lo asfixia.


Tu postura es lamentable.

Para de reír en el acto. Ha quedado paralizada con el arco entre las manos. Los dedos le rozan la barbilla y el cuello; los brazos le arden. Se vuelve consciente de su respiración, advierte como, poco a poco, esta se acelera. Detrás de ella, Anora celebra la aparición de su padre. La elfa agacha la mirada y todo lo que está haciendo y, sobre todo, la forma en que lo está haciendo, le parecen absurdos.

Su postura es, efectivamente, lamentable.

¿En qué estaba pensando?

Siente arder sus orejas y su rostro. Temblorosa, se sacude la ridícula pose, apoya el arco sobre el muro más próximo y camina hasta donde se hallan padre e hija. Desde la escasa altura de la niña, el humano es un gigante. Más imponente cuanto más se aproxima a él, despierta miedo y admiración. Su presencia basta para arrebatarle toda la compostura que sus solemnes nueve años pueden darle.

Mi señor. —Efectúa una rígida reverencia, su mirada fija en el suelo—. No he debido distraer a vuestra hija con juegos, pero si me permitís, hay algo que quiero agradeceros.

Un silencio apenas lo bastante prolongado para considerarlo preocupante. La observa con fijeza.

¿El qué?

Kallian titubea. La curiosidad ella no puede rastrearla en su pregunta, no cabe en su pensamiento de niña aterrorizada la posibilidad de que este humano ostente una emoción semejante hacia una mera sirvienta; únicamente es capaz de procesar la inflexión brusca del teyrn. Traga saliva con esfuerzo, su garganta está seca.

La lección, el recordatorio —responde, tratando de recordar los consejos que su madre dispensó con amargura, allá en el barrio élfico: «La voz nunca se alza ante un noble, pero no hables en susurros o se irritarán; que no parezca que los aleccionas en ningún momento; no los mires a la cara a menos que te lo exijan; recuerda los títulos y las fórmulas de trato…». Los latidos de Kallian retumban en sus oídos; se halla nerviosa y avergonzada, con ganas de echar a correr. Ha olvidado una importante instrucción, ya no de su madre, sino de papá: no convertir sus juegos con la niña Anora en la ilusión, a plena luz del día, de que pueden llegar a ser iguales, porque el mundo se encargará de recalcar que no lo son—. Con vuestra venia, mi señor.

De manera fugaz contempla a la niña que será reina. El rostro de la pequeña Anora vibra con tristeza y confusión… y, un instante antes de que Kallian encamine sus pasos hacia el interior, deseando estar lo más lejos posible del patio de entrenamiento y aborreciendo el momento en el que ambas han decidido meterse allí, hay también un destello de entendimiento: las cosas no cambian tan fácilmente.


Unos ojos azules la observan debajo de un ceño fruncido. Pálidos témpanos que no dicen nada son la joya con la que corona su expresión severa. Extraviada en sus años de adolescencia está la última vez que el héroe humano consiguió descomponer su temperamento a los elementos esenciales de su carácter con una de esas miradas: no ha sentido miedo o fascinación por él desde que es una adulta y la convivencia en la corte los hizo desarrollar una especie de animadversión mutua.

Ella no lo busca, más bien procura mantener la concentración. Sabe que Loghain Mac Tir está de pie a cierta distancia a sus espaldas, al lado del rey, hastiado ya del joven monarca y sus delirios de gloria, como si esto fuera un juego.

Cailan ha bajado al valle, un viento de esperanza, de vida para los otros reclutas y los veteranos. La presencia real en el campamento de los guardas grises se recibe, de cualquier manera, con apenas suficiente entusiasmo de parte de Duncan... Y ninguno de parte de ella. Aprendió a odiar al rey hace tiempo, mucho antes de albergar la sospecha de que su plan para la batalla contra los engendros tenebrosos no es un plan en absoluto porque, por supuesto, es rey solo porque su padre antes que él también lo fue. Cailan vive de estúpidas fantasías en su pequeño mundo.

Lo ha odiado por demasiado tiempo, reconoce perfectamente la sensación que bulle en su pecho. Lo odió cuando lo vio tropezar hasta una habitación acompañado de una mujer que no era la reina; tristemente, su actual torpeza no es el peor de los desencantos que el hijo de Maric Theirin le ha causado.

No es nada que deba preocuparla. No después de todo lo que ocurrió en la mazmorra de Denerim, imaginando la construcción del patíbulo en el que se la ejecutaría por el asesinato de Vaughan. Anora y su regio esposo no son problema suyo. Lo que trama Loghain Mac Tir, por otro lado… Kallian sacude la cabeza, ahuyentado el pensamiento, y eleva el arco.

—Bájalo. Separa los pies un poco más —le instruye Daveth, con una seriedad que se granjea una ceja alzada de parte de ella—. No metas el hombro, mujer.

Kallian obedece. No obstante, sin éxito.

—No, no, no. —Daveth se aproxima para corregir la postura él mismo.

Privada de la capacidad de sentirse avergonzada, tal cual hizo años atrás en el palacio real, la elfa aguarda y relaja el cuerpo para permitir que el humano ajuste las imperfecciones de su técnica. El bochorno lo ha pasado en el bosque, junto a Alistair y Amell, cuando no pudo llevar a cabo su parte en la defensa del grupo. En otras circunstancias, esa ineptitud pudo haberles costado la vida. De eso sí debe sentirse avergonzada.

Los ojos azules son una incomodidad menor en el fondo de su mente -perforándole la nuca-, quizá tratando de alcanzar sus recuerdos y devolverles la vida. Tonta de ella si se lo permite.

—Ah, venga, Kallian. Te he dicho que no cojas así el arco. Relaja tu mano.

Atiende las indicaciones, una y otra vez.

—Muy bien —gruñe él la enésima vez que Tabris tensa el arco y su codo va demasiado arriba—, me hago una idea de por qué Duncan reclutó al caballero, pero… El mago y tú… Mira, no te ofendas, pero hubiera sido mejor que os quedarais en casa.

Kallian cree que Daveth, el bribón al que atrapó en medio de su fallido intento de seducir a una joven rubia, ha sonado preocupado. Detrás de palabras por las que ella podría ofenderse, detecta una fluctuación y esta revela inquietud.

Impropio.

Kallian ladea un poco la cabeza.

Está haciendo su mejor esfuerzo por desmantelar la reacción de Daveth, fisgoneando en el significado que posee, así que no advierte la cercanía del teyrn de inmediato. Quizá sea, también, que ha pasado los últimos dos años sin identificar el tenue sonido de su armadura o la firme pisada de sus botas. Del modo que sea, no se da cuenta de su proximidad hasta que se halla a unos pasos detrás de ella.

—No permitas que nadie te diga que no estás a la altura.

Tabris respinga a pesar suyo. El arma cae al suelo. Azorada, vacila entre agacharse para recoger el arco y realizar la condenada ceremonia.

Daveth todavía posee un cerebro en funcionamiento. Coge el arco y saluda debidamente al general. Kallian mira al humano más joven entre el horror y el asombro, porque lo hace ver tan endiabladamente fácil.

—M-Mi señor —dice, pero no se inclina.

Contiene el deseo de cerrar los ojos y se limita a respirar profundamente, reuniendo sus pensamientos e instaurando orden sobre ellos. Luego, coloca el puño derecho sobre el lado izquierdo de su pecho, irguiéndose.

El teyrn despide a Daveth con una gélida mirada. El joven entiende de inmediato y se marcha, no sin antes obsequiarle a ella un gesto curioso que nada bueno augura. Se hace una idea de la clase de preguntas con que va a atosigarla al caer la noche. La perspectiva basta para colocar una momentánea mueca en su cara.

—De modo que de esto se trata, una guarda gris. —Loghain mastica el título casi con repugnancia, interrumpiendo el ceño fruncido con el que Kallian le dice adiós a su compañero recluta—. Un destino singular para una hija de la elfería.

Ella se vuelve de golpe. Intriga es lo que rastrea finalmente. Lo que no ha podido advertir durante dieciocho años, pero que, ahora sospecha, ha estado allí desde el inicio. Desde aquella tarde en el patio de entrenamiento del palacio de Denerim.

—Un cambio menos drástico que un granjero convertido a la nobleza.

El general sondea la impasibilidad que Kallian ha conseguido restaurar para sí y asiente una vez. Los vellos de sus brazos se erizan bajo el escrutinio. Se frota con la otra mano tratando de aplacar la piel de gallina. Bien puede tratarse de alucinaciones suyas, pero es como si la estuviera tratando como una igual. No en el sentido de las jerarquías sociales, sino como una cuestión de mérito medido según un criterio propio. Tal vez es que, aquí afuera, tan cerca de derramar sangre por la misma causa, la distancia impuesta por los títulos y las razas es más fácil de superar.

O quizá…

La suspicacia que una vez salvó la vida de la reina, le dice que lo peculiar de la situación enmascara lo que sea que el hombre está elucubrando. Le dice que trama algo y que ella debería poner pies en polvorosa antes de...

—Cualquiera diría que ser la espía predilecta de la reina era preferible a esto —asiente hacia el campamento.

Ella alza la vista y lo mira directo a los ojos. Aprieta los labios, mordisqueándolos por dentro. Un motín de dudas golpea contra la barrera que ella erigió. De todas las cosas que podrían (que deberían) preocuparle, la menos útil de todas asalta su mente, avasallando todo lo recientemente vivido.

Daría cualquier cosa por no estar aquí, piensa con desesperación. Cualquier cosa por volver a ser la sombra de Anora, sin importar cuánto le irritó el título, porque entonces todavía conocía su valor, o creía saberlo, porque tenía un propósito que podía entender incluso si no era el suyo.

«No quiero ser una guarda gris», más de una vez ha estado a punto de gritar. «No deseo convertirme en una guarda gris», ansía poder confesarle ahora al teyrn, como rogando por un rescate. No desea estar en este lugar, donde se siente una intrusa. Porque en Ostagar el exilio es real y piensa que Anora tuvo razón cuando dijo que preferiría la muerte.

No pertenece a este lugar y desearía volver a casa, aunque sabe que no merece ni el anhelo del hogar que ella misma ha condenado. Siente vergüenza de sí misma al pensar que todavía es digna de volver a Denerim. No lo ha dicho, pero Kallian entiende por qué no le preocupa esa espesura que aguarda por ellos y que ha puesto paranoicos a los otros reclutas. Theodore ha querido verbalizarlo, pero quizá teme que el motivo de Kallian se identifique tanto con el de él, que se ha quedado a la mitad del camino.

«No parece que tengas muchas ganas de vivir».

Y es cierto. No las hay. Por más que ha buscado, cada noche, dentro de sus pensamientos no ha encontrado esa razón, no así, no bajo estas condiciones. Si muere durante la batalla, será una victoria para ella. Si su muerte sirve para algo -y Kallian ruega que así sea-, habrá saldado también sus deudas.

Lo otro. Sobrevivir y luego existir desterrada se el antoja tan repugnante...

—¿Habéis recibido alguna noticia de vuestra hija? —aventura, un peso se instala sobre su pecho mientras saborea esta dosis de veneno que se ha suministrado a sí misma.

No parece dispuesta a dejarla ir. Quizá es que no hay sitio dónde esconderse de la reina en todo Ferelden. Quizá es que, en los ojos de su padre, Anora vive, aferrándose al presente de Kallian. No aprendió a vivir sin ella durante los dos años desde aquella noche en el palacio; no puede castigarse por no tener valor para expulsarla hoy de su vida, cuando parece necesitarla más que nunca.

Él arquea una ceja, mas no existe en su expresión nada que se asemeje a la hostilidad. No hay nada que aventaje la anuencia que concede a su cercanía por primera vez en toda una vida. Loghain Mac Tir está obsequiándole un momento de confianza. Kallian vuelve a pensar en esa suerte de intimidad en la que su valor y trascendencia dentro del esquema de las cosas se ha equiparado.

—Ninguna que pueda compartir —dice, casi indulgente. Cualquier otro día, el humano le habría respondido con nada más que un gruñido antes de alejarse a zancadas.

Hoy es diferente, no obstante.

«Nadie da nada sin esperar algo a cambio.»

¿Pero qué posee Kallian que él pueda querer? ¿Qué tiene ella que el teyrn necesita?

«¿Importa?»

No.

Ella mueve la cabeza en un movimiento afirmativo y vuelve la vista al suelo. Apoya su peso sobre el lado izquierdo de la cadera y con la punta de su pie derecho comienza trazar figuras en el suelo. La situación es lo bastante extraña como para descolocarla, pero justo ahora necesita apartar las bruma de todos sus pensamientos.

—Que tengas suerte —dice él, haciendo amago de marcharse y ganándose su atención en el acto—. Mantente con vida, elfa…—Su titubeo aviva las sospechas de Kallian a la vez que la castiga con un nudo en el estómago—. No seas insensata… Y por Andraste, no deposites tu confianza en tu nueva orden. —Se detiene en el último instante, hablándole sobre el hombro—. Has dejado el lado de tu reina en un mal momento, espero tengas la seguridad de que ha valido la pena.

Ella alza ambas cejas. En un acto desesperado, se encuentra hablando antes de poder evitarlo.

—Es extraño escucharos decirlo ahora.

Si ella ha observado bien, el teyrn se tensa un instante antes de soltar el aire y volverse, usando una expresión que no diría nada si sus ojos no lo traicionaran con su fijeza.

—Sé por experiencia propia lo que una amistad como la vuestra significa a largo plazo. Quise ahorrarle a Anora el amargo desenlace.

Las facciones de Tabris se relajan. Parpadea rápidamente. Él no sé está disculpando. Habla los hechos, nada más. Y lo que no dice, pero que ella comprende tras todos estos años, es que siempre se ha visto reflejado en ella; repetido con crueldad en la elfa que solía acompañar a su hija. Una visión casi dolorosa de sí mismo hace años. Insoportable.

Muchas cosas cobran sentido de un momento a otro, pero Kallian tampoco intenta consolarle cuando se atreve a hablar.

—No había modo de solucionarlo, pero lo habéis intentado.

El humano se vuelve por completo, muy serio. Suelta su siguiente pregunta sin ninguna vacilación, acaso temiendo que la prudencia le haga perder una oportunidad.

—Si el bienestar de Anora hubiera estado condenado en algún momento por la existencia de Cailan Therin, ¿qué habrías elegido tú?

No replica de inmediato. Lo medita, dedicando un escrutinio que sospecha de todo. Piensa otra vez en las circunstancias, en las dudas a las que ha dado lugar entre algunos soldados. En Ostagar se habla de las peleas constantes entre el rey y su general. Se habla de alocadas estrategias, que poco reflejan al Héroe de Río Dane. Se habla de Orlais y de cómo es que el teyrn se crispa nada más escuchar el nombre de la nación vecina, olvidando toda ceremonia con el rey.

¿Qué está mal con Loghain Mac Tir?

—No me exijáis honestidad —decide hablar—. No hace mucho que salvé la vida como para conceder a la propuesta de vuestro alocado escenario una réplica.

El teyrn, visiblemente descolocado por la contestación, asiente de nuevo y aparta la vista. Es imposible que el hombre no haya notado el énfasis que ella ha hecho al pronunciar una de las palabras. Kallian, a su vez, advierte la consternación. El gesto del humano grita contrariedad.

Y, al final, decisión.

Algo está mal, muy mal, y ella debería correr antes de quedar enredada en estas maquinaciones. Luego, la verdad la golpea y siente la agitación en su pecho: quizá ella desea quedar enredada en esas maquinaciones. Tal vez siempre lo ha querido.

«¿Qué habrías elegido tú?»

Dulce Andrastre, ¿qué ha elegido él?

—En ese caso, no la regales a los guardas grises. —Frunce el ceño y la observa con intensidad. Kallian no puede apartar la vista, encandilada. Por todo lo que la vida le ha arrebatado, le entrega de vuelta la fascinación por el héroe de su infancia—. Al ponerse el sol —comanda lacónicamente—. Los guardias no te darán acceso a la tienda. Quiero creer que eso no supondrá un obstáculo. —El teyrn de Gwaren levanta una ceja—. Sobra decir que nadie debe verte, elfa.

Hay un punzante malestar en su pecho. Algo que pide arder hasta volverse cenizas. O, a lo mejor, algo que ya se ha consumido y no es más que el rescoldo. Una vieja herida que le incomoda y no sabe cómo llevar. Este antiguo fuego, esta antigua devastación exige poder y control… y cambio.

Kallian necesita cambiar las cosas o todo habrá sido en vano.