Noche vieja, aurora nueva

El murmullo de las criaturas de la noche le envolvió, como el resplandor brumoso de la luna. La estrella más grande del cielo observaba, enorme, silente, amarilla.

A lo lejos, el bufido de algunas bestias y el clamor de otras no eran más que el acorde acostumbrado de cada noche despejada; no todos se iban a dormir; unos cazaban, otros morían. Un frío recogimiento le embargó de pronto; Kiara sintió aún más salvaje a su mundo, aún más peligroso. Como si apenas hubiese acabado de nacer, como si apenas hubiese llegado a comprender que donde ella vivía, la vida se vivía gota tras gota, inestable, insegura, y no como un interminable lapso de descanso profundo. Su mundo era cambiante, sorpresivo, a veces implacable. Y lo que había sucedido con ella y la pequeña hiena intrusa parecía haberle desestabilizado por completo. ¿Cómo era posible? Entonces, toda esa solidez que ella creía tener, la madurez aportada por los años, ¿no eran más que parte de un gran engaño? ¿Un engaño que ella había urdido en contra de sí misma? Suspiró, inquieta. Le angustió pensar que así fuera. Que había desempañado un papel tan convincente pero tan falso que se había desmoronado ante el primer problema verdadero. Y esto sólo acabó por arrastrarle hacia otro infierno: ¿y si en realidad no estaba preparada para dirigir a una manada con éxito? ¿Podría admitirlo? ¿Podría mirarse a si misma en el mudo reflejo del agua y decirse no puedo ser reina, no tengo el poder, no tengo el temple ni el talento? Y de ser así, ¿cómo decírselo a Kovu? ¿Qué pensaría él? Él provenía de una tierra agreste y hostil, estaba habituado a sobrevivir. Y la vida en La Roca del Rey era tan sencilla y placentera para él como nunca lo había sido para ninguno de los hijos de Mufasa. Quien ha estado en el infierno aprecia y ama cualquier pradera. Y la de Simba, extensa hasta donde los ojos podían ver y exuberante hasta donde la mente podía imaginar, era un Edén de ensueños muy fácil de administrar, si sólo se era un poco organizado. Kiara suspiró otra vez, mientras andaba. Sí, Kovu había aprendido en la escuela dura de una vida ríspida… Por eso tal vez no soportase la idea de debilidad en su esposa.

Kiara se detuvo, sobresaltada. Había sido pillada por una idea alarmante que ahora serpenteaba, como llamas de fuego crujiente alrededor de su mente. ¡Era verdad! En sus fueros internos, en su intimidad, ¿Kovu rechazaría instintivamente la cobardía que se ensortijaba dentro el cuerpo de Kiara? Criado desde la niñez por una estricta forma de pensar, tan afilada y cruda casi como la que emplean las hienas, ¿no consideraría insoportable la flaqueza de una reina? ¿No sentiría vergüenza? En su árido mundo no había cabida para flaquezas. Temores, debilidad, enfermedad, pereza; todas eran aniquiladas antes de que menoscabasen la gran fuerza de toda la manada junta. Sólo así se aseguraban el sobrevivir. ¿No se sentiría, pues, incómodo ante la deshonrosa confesión de Kiara?

"Amor mío, yo no soy… no soy apta para la herencia que me han dejado." Kiara imaginó cómo sonaría su voz al confesarlo, y le supo vergonzante y bochornoso. ¿Y qué diría él? "Me deshonras, cobarde de ti. ¿Cómo gimoteas como cachorro ante una tarea que debe serte natural?"

La leona resopló y sacudió la cabeza, como intentando exorcizar de su cuerpo aquellas ideas fatídicas. No, Kovu la amaba, ¿verdad? Aunque desde siempre se había mostrado más agresivo que ella… la amaba, ¿cierto?

Frunció el entrecejo, asustada. Kovu era más feroz incluso que su padre. ¿No… no escondería dentro de su alma alguna personalidad distinta, o sí?

Un crujido le hizo brincar; había pisado algunas ramas resecas desperdigadas en el suelo y no había reparado antes en que se encontraban allí. Aquello le trajo de nuevo a la realidad circundante; cerca de ahí, no muy lejos, el enorme árbol del anciano Rafiki reposaba silencioso en la noche, teñido de negros y azules. Un reguero de ramitas, troncos, cuencos y frutos vacíos minaban el suelo. Utensilios extraños, propios del ingenio incomprensible de un simio, también dormitaban aquí y allá, conteniendo tintes para pintar u hojas para llamar a los aromas del viento.

Kiara olfateó. Siempre le había llamado la atención la atmósfera impenetrable y misteriosa en la que el anciano sabio se movía. Avanzó, recelosa pero curiosa, acercando el hocico a cuanto artefacto hallase al pie del árbol, oteando de cuando en cuando a su alrededor, desconfiada. El aire fluctuaba fresco pero rasgado por alguna suerte de tensión. La leona olfateó algo más, algo que por el momento no era capaz de interpretar. Algo que carecía de un aroma definido, pero que ya había percibido antes. Soltó un soplo nervioso carcomido por el agonizante sonido de su propio rugido. Su corazón palpitó inquieto; su oído se aguzó.

Nadie pareció sentirse molesto por su intromisión, así como tampoco nadie salió a su encuentro. No recordaba que Rafiki olvidase su hospitalidad evitando salir a saludar con regocijo y jovialidad. Su ansiedad aumentó. No, aquello no era normal.

Espió hacia el dosel, echando las orejas hacia atrás para cubrirse la espalda. No había movimiento alguno en las alturas. Tal vez… tal vez el anciano se hallase tan abrumado por lo acontecido que prefiriese la soledad y sus pensamientos, allá, arriba, donde las intrusiones de los otros se viesen frustradas. Quizá… quizá sería buena idea dejarle dormir.

Pero el súbito fresco del aire nocturno le hizo abrir las zarpas; había un aroma furtivo, como un presagio escondido. Malos augurios en las estrellas, una lamentación extraña en el viento, el quejido suspendido del ocaso que se había ido. Kiara dibujó una mueca, enseñando un colmillo; imposible definir si el gesto se debía a la frustración de no hallar al viejo o a un miedo instintivo. Necesitaba hablar con él, que le colmase de fe como de alimento. Rafiki era todo vestigio cuanto le quedaba de la época dorada del Rey Mufasa. El único que le comprendería. Pero la noche a su vez se vio teñida de un halo denso y asfixiante; un fantasma que hubiese deseado no retener en su memoria. No entendió el por qué de aquél sentimiento repentino, si hasta el límite de las raíces del árbol, el camino había sido sencillo. La angustiante impresión parecía haberse apoderado de aquél sitio, bajo el dosel, o de su corazón al inmiscuirse en la profundidad de su sombra.

Su corazón se encogió; saboreaba el miedo. Dio dos pasos, luego tres más; intentó alejarse del árbol que aquella noche buscaba, pero al dar de frente con las extrañas tintes de colores, que dibujaban caprichosas la estampa de Simba en la madera del tronco, detuvo sus patas y giró sobre sí, de vuelta al hogar del anciano.

- ¿Rafiki? ¡Rafiki! – llamó una y otra vez. – Fiel Consejero, ¿Estás ahí?

Sin aguardar siquiera un momento, agazapó su cuerpo, tensó sus patas y saltó disparada de modo casi vertical. Hundió sus garras en la gruesa corteza del árbol y una vez sujeta intentó escalar. Aquello le tomó varios minutos; hacía tiempo que no trepaba árboles. Y si bien era elástica, la ejercitación continua era clave. La envoltura del tronco crujió develando cada paso que daba.

- ¡Ouff…! – escapó su aliento por entre sus dientes. Había perdido asidero en uno de sus pies y su garganta golpeó la madera, aplastada por la presión que ejercía en ella aquella postura poco estudiada. De su garganta emergió un gruñido y se tensaron los músculos de sus garras. Sus dedos transmitieron el dolor del esfuerzo.

Uno o dos zarpazos más y halló la primera rama robusta, robusta de verdad. Ella sería capaz de soportar todo su peso. Dio un brinco fantástico, ancló sus zarpas hacia adelante y sentóse sólida a varios metros del suelo.

Elevó la vista y siguió llamando, pero no obtuvo respuesta alguna del anciano. Su olor, sin embargo, se hallaba allí, impreso en las ramas, impreso en las hojas,… y también aquél otro aroma. Kiara engulló saliva; evocó en su mente la imagen de su padre y brincó con toda su energía. Una, dos, tres ramas portentosas salvó sin arañar su pálida piel. De pronto dio con un ovillo oscuro que yacía en el hueco formado por un nudo en la madera, un ovillo inmóvil pero de aroma certero.

- ¿Rafiki? – Kiara jadeó, posándose tan próxima como su tamaño se lo permitiese en un dosel cada vez más flaco y tierno. - ¿Amigo…?

- Sabía que vendrías… - le saludó amablemente el anciano. Kiara acercó su hocico. El sabio lucía sereno y lúcido, a pesar de hablar con dificultad. Había un susurro frío, un silbido en su respirar. Su pelaje no mostraba brillo y se separaba en matas, como si se hallase sucio. Sus ojos ya no rutilaban a la luz de la luna. Kiara frunció el entrecejo, angustiada, ¿le habrían atacado?

- ¡Pero qué te ha ocurrido! – exhaló. - ¿Fueron las hienas? ¿Eh? ¿Ellas fueron? Te siguieron hasta aquí. Pero,… pero no había rastro de ellas en el camino, no… Tal vez yo no lo hallé, ¡soy tan…!

- Nadie me ha clavado sus colmillos – rió suavemente el anciano, y tosió.

- ¿Entonces? No entiendo… - Kiara se exasperó. - ¿Por qué me dejaste allí abajo esperando? ¿No me oíste? Es muy, muy necesario para mi que hablemos. Si quieres que regrese al alba o al siguiente sol, lo haré… Aunque prefiero que me hables ahora.

Rafiki no respondió.

- Estabas tan bien en la ceremonia… - continuó la leona. - ¿Qué tienes?

- Ninguna cosa extraña, amiga mía. Hace frío, y es de noche.

- Pero tu pelo,… tu piel,… Te ves… espantoso.

Kiara respingó en su sitio, tomando dimensión de lo que había dicho.

- Perdona.

- Siento el temor debatirse dentro de tu cuerpo – musitó Rafiki con paciente benevolencia. – Como el deseo de estornudar.

- ¿El qué…?

- Recuerda: cuando algo pique en la nariz, no estornudes.

- ¿Qué? ¿No? Pero…

- ¡Ni lo pienses! – exclamó el anciano, levantando un dedo. – Su sonido podría alborotar a los demás.

- ¿Su sonido? – Kiara se inclinó; la rama crujió y eso le puso aún más nerviosa. Sacudió la cabeza, irritada como si un mosquito le zumbara dentro de las orejas. – Yo… Una vez estábamos jugando con los cachorros y nos escondimos de los demás tras un termitero. No sabíamos que aquellos seres fuesen tan territoriales. El asunto es que uno de ellos se metió en mi nariz y sentí terribles deseos de expulsarlo de un estornudo. Pero no quise hacerlo, revelaría nuestra posición de inmediato.

- ¿Y qué sucedió?

- Contuve la respiración. ¡La contuve con todas mis fuerzas! Pero…

- ¿Pero…? – quiso saber el anciano. Kiara soltó una carcajada.

- ¡Pero por fuerza resoplé como un elefante, con un sonido estruendoso y horripilante!

Rafiki no dijo nada, pero se adivinaba en su espíritu quedo el dibujo de una sonrisa mansa.

- Y después… - Kiara continuó, como en sueños, recordando aquella situación. – Todos vinieron sobre nosotros. Supieron de inmediato dónde estaba yo gracias al ruido.

- Ah, ¿ves lo que te digo? El estornudo puede alborotar a los demás.

- ¡Pero no pude contenerlo! – chilló Kiara. - ¡Me provocó dolor inflar el hocico para evitar que saliera! ¡Era más fuerte que yo!

- Y salió.

- Sí, salió.

- Y todos supieron quién era la del ruido… y dónde estaba.

Sus palabras parecieron congelar a la reina. Perdió la mirada, ensimismada.

- El sonido delató mi posición… - meditó en voz alta, como en un trance.

- Te lo dije. Estornudar es malo. Los demás saben quién eres y qué posición ocupas, de inmediato.

Kiara sonrió, atónita.

- Eso es exactamente lo que deseo ahora.

Rafiki se encogió de hombros.

- Pues estornuda – dijo, con naturalidad. – Si es más fuerte que tú y sabes en tu corazón que es lo más sano, hazlo.

- Sólo quiero inspirar respeto y confianza en mis leonas. Tener autoridad. – masculló Kiara, con desdicha. – Temo que intenten rebelarse. O, peor aún, cometer un error y ser muy ruda con ellas.

- Oh, sí… Cualquier estornudo atrae la atención, créeme. Pero, según lo veo, aún puedes escoger entre estornudarles en la cara o mirando al suelo.

Ya no dijo nada más; tampoco la reina. Kiara delineó una sonrisa encantadora, aliviada. Su mente joven aún se inquietaba con preguntas que su padre ya no podría responder, pero aquél simio sabio sabía suplir con creces su ignorancia. El halo denso que otrora oscureciera su corazón pareció disiparse, bajo la límpida aurora de la sabiduría escuchada. Pero tan pronto como encorvó su espina para descender del árbol y dar las gracias a su fiel servidor, esa nube espesa regresó.

Rafiki lo supo. Supo que Kiara instintivamente olfateaba un presagio revelador. Era natural en todos los seres vivos, pero ella era demasiado joven como para distinguirlo con prontitud. Sabía que había un hedor extraño, un hedor a vacío y separación. Y con su silencio, el anciano no hacía más que acentuar aquella impresión.

A Kiara se le tensó la espina; arrojó su mirar desesperado sobre el inmutable rostro silente del anciano. Parecía incapaz de sonreír, incapaz de incorporarse, incapaz de hacer nada. Como demasiado sueño junto de lunas y lunas despierto. Pero no se trataba de aquello,… ¿o sí?

- Mi querida Kiara… - Rafiki sintió pena al verle tan joven y extraviada. Sus palabras, así, susurradas, no fueron sino puñales en el alma agitada de una reina novata que aún deseaba ser guarecida como un cachorro.

- ¡No! – exclamó, exasperada. No sabía lo que iba a oír,… y a la vez sí. De alguna forma.

- Pequeña,… Reina.

- ¡No! ¡Ya basta!

- No puedes evitar el alba o el ocaso. Ellos llegan y se van. No es sabio luchar contra lo que es natural.

- ¡No vas a decírmelo! – sollozó Kiara, y las penumbras atrajeron hacia ella aquél hedor, aquél al que pudo identificar por fin; el de la vida que se va.

- Te lo diré. Porque es tu oportunidad de aprender. Si caminas a ciegas por la pradera, ¿no es factible que te devoren? Así pues, si te niegas a ver la verdad, te devorará el dolor y la incertidumbre.

- No… - Kiara comenzó a llorar. - ¿Por qué ahora?

- Porque todo tiene su tiempo sobre la tierra. – musitó el anciano, con paz. – Lo que ayer fue semilla hoy es árbol y mañana… Mañana será fruto para hacer vivir a alguien más.

- No quiero que te vayas. ¡Todos se fueron!

- Y muchos otros vinieron – sonrió él. – Y todos ellos dependen de ti, ¿no lo ves?

El último haz de fulgor pareció rutilar en los ojos del sabio y Kiara pensó de inmediato en las nuevas camadas de cachorros. Sí, ahora todos estaban bajo su responsabilidad. Bajo su exclusiva responsabilidad. Pero a ella le estaban abandonando.

Una lágrima se hundió en el pelaje terso de su cara; ¿Mufasa habría sentido alguna vez la misma soledad? ¿Y su papá? ¿Alguien habría padecido, como ella, ese punzante dolor, ese terror, esa impresión de hallarse solo sobre la faz de la tierra?

- Debo dormir ahora… - susurró el anciano, exánime.

- Pero, pero… ¿Y todo lo que no te he preguntado hasta ahora? – Kiara jadeó, ahogada entre el llanto y la desesperación. Nada podía hacer para detener aquello. - ¿Y todo lo que no he aprendido todavía? ¿Quién me enseñará? ¡No puedes irte aún, no quiero!

- No podrás saberlo todo de unas pocas palabras. – suspiró Rafiki, delineando débilmente una sonrisa. – Lo que debas saber lo aprenderás tú misma. Oyendo las voces que te han educado y abriendo los ojos para ver, mientras caminas. No se sabe todo y luego se empieza a vivir. Lamento decirte que ambas cosas van a la par, mi pequeña impaciente.

Kiara no dijo más, consumida por la emoción. Acercó su nariz a las manos del viejo para recibir una última bendición. Agradeció tantos años de lealtad con un respetuoso silencio. Prodigó calor al anciano hasta que éste por fin marchó con sus antepasados, y Kiara lloró, continua y amargamente.