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Hola a todos! Espero hayan tenido una Navidad pacífica y tengan pronto un mejor Año Nuevo. Quisiera hacer un alto en la narración para agradecer profundamente sus comentarios. Me son mucho muy valiosos; gracias infinitas por perder el tiempo con mis pequeñas historias. Gracias porque vuestra compañía es un bálsamo inspirador. Intentaré actualizar tan pronto como me lo permita mi salud. La depresión y yo somos grandes amigas a estas alturas. Un abrazo y un beso enorme a todos. Gracias!
En Marcha
La tierra estaba húmeda; lo supo porque sorbió de ella en su nariz tras el estrepitoso desplome.
Eso y el álgido viento de la última hora de luz le devolvieron a la conciencia. Había rodado por el
suelo luego de perder el equilibrio mientras dormía un sueño agitado. Alguien estaba allí, de pie,
no muy lejos, oteándole.
- ¿Karoo…?
- ¿Puani? – Karoo se incorporó rápidamente, avergonzada.
- ¿Otra pesadilla?
- No, no esta vez – explicó Karoo sacudiéndose la piel y los nervios. – Ha sido sólo un sueño, lo
siento.
Puani era tan novata en la vida adulta como la última flor en brotar del árbol. Su tiempo era ese
instante aparentemente anacrónico entre lo cachorro y lo joven. No había otras hembras de su
edad; o eran adultas, o eran ancianas. Por ende Puani carecía de compañeros de juegos cuando
deseaba ser niña y era apartada del grupo de caza cuando ansiaba ser adulta. Contantemente
frustrada, tampoco le agradaba la idea de aproximarse mucho al nuevo rey, aunque la amenaza
hacia su edad pareciera no existir en él.
Profesaba por Karoo un gran apego, siguiéndole a todas partes, quizá atraída por ese encantador
misterio de las estrellas que ella parecía conocer. Ese misterio tan atractivo para las almas vírgenes
de los cachoros.
- Pues,… yo no pienso que haya sido un sueño – insistió Puani. – Te oí gritar. Y te ves agitada.
Aún jadeante, Karoo se tomó unos segundos antes de responder; Puani no era una hembra tonta.
- La madre Tierra nos mueve. – musitó entonces. Puani le observó, encandilada. – Ella coloca todo
en orden, mantiene el balance de las cosas. Cumpliremos con nuestro destino aunque huyamos
alrededor del mundo. Si no vamos hacia él, él vendrá a nosotros. Debemos aceptar y ocupar
nuestro lugar en el gran Círculo de la Vida.
- ¿Sabes cuál es el tuyo? ¿Cómo sabes? ¿Cuándo lo sabes?
El ocaso rasgó con su última luz las incipientes sombras y los ojos azules de Karoo parecieron una
gema preciosa.
- Lo sabrás, Puani. – sonrió. – No tendrás dudas cuando te sea revelado.
- Pero… eres tan diferente. Si todas debemos saber cuál es nuestro destino, creo que la única que
ha alcanzado tales conocimientos eres tú.
Karoo sonrió.
Haces que me sienta una anciana.
- ¡No lo eres! – Rió Puani, - Aunque… lo pareces.
- ¿Lo crees? – Karoo se agazapó, jovialmente. - ¿Crees que si fuera anciana podría doblegarte?
La enorme leona brincó elástica sobre su indefensa discípula, rodando entre gruñidos amistosos y algunas risas, colina abajo. Puani echó mano a sus escasos y mejores recursos, pero no logró
quitársela de encima. Karoo no sólo era flexible y ligera, sino tremendamente inteligente. Se
anticipaba a los movimientos de sus correligionarios como si fuese capaz de leer sus mentes.
Adivinaba las estratagemas de cualquiera, incluso de leonas experimentadas en la caza. Como si
hubiese recibido un don de los dioses, o algún secreto milenario. Karoo no sufría daños porque,
por regla general, no permanecía ni un minuto tumbada sobre el suelo. Se desprendía de él como
de brasas ardientes, colocándose de pie, protegiendo sus entrañas. Conocía ciertas ciencias que
escapaban al entendimiento del resto. Por eso era respetada y escuchada, incluso por Chemchemi, la madre de las ancianas.
Puani recobró el aliento a borbotones. Soltó una carcajada que le hizo olvidar aquello por lo que
había comenzado la plática y Karoo sonrió prudentemente para sus adentros. Con ello había
evitado dar explicaciones.
La noche avanzaba. Habían decidido iniciar el viaje. A aquellas horas era más seguro; lejos del calors sofocante y con potenciales presas en el camino, envueltas en convenientes y cegadoras tinieblas.
Karoo cotejaba el desempeño de la familia desde lo alto de una dormidera de guepardo ya
abandonada. Se habían agrupado siguiendo estrictamente sus instrucciones: las más jóvenes en
torno a Damara y las adultas experimentadas cerrando los flancos. No había machos en aquella
manada; todos habían perecido junto a Taivadu. Sólo el muy anciano rey les acompañaba,
cojeando. Su avanzada edad no quebraba sin embargo su espíritu; rígido y tenaz, como el de los
rinocerontes. Había jurado ser capaz de emprender aquél largo viaje aún a sabiendas de que sería
el último que haría en su vida. Eso emocionaba y daba fe a las hembras. Sólo una de ellas,
Chemchemi, también anciana y también obstinada, se mostraba contrariada. Lo había estado
desde el momento de la gran tragedia, como todos, pero nunca se había repuesto, quizá porque
para ella, hallarse ante las narices del nuevo líder fue como hallarse ante el mismo demonio.
Ella no tenía descendientes; sus hijos, dos machos, fueron asesinados junto al rey Taivadu. Era
costumbre no conceder la vida a los varones durante un cambio de mando. Pero, ¡qué diablos! Si
aquello no había sido una invasión, ni una conquista, ni un reto. Devastación, eso había sido. Y los
destructores no se quedaron a hacerse con el botín, sino que trillaron a placer, perdiéndose luego
en el olvido, sin quedar explicación.
Chemchemi no comprendía qué había pasado; tampoco las otras, madres, tías, abuelas, hermanas.
Destruidas y asoladas por la pérdida. El ataque de las hienas había sido como el desborde atroz de los ríos en la época de lluvias. Llegaron, destruyeron y se fueron. Los que lograron escapar, se
hallaban ahí ahora.
La pobre anciana debía sacudir la cabeza y menguar las ansias ante el sonido cruel del crujir de
huesos, aún latente en su memoria. Las hienas parecían buscar algo, con ahínco, y atacar furiosas
por no encontrarlo. Había sido todo tan extraño… Pero, en fin, le gustase o no, lo comprendiese o
no, aquello pertenecía ahora al pasado. Y si deseaban sobrevivir debían seguir caminando. Buscó
con sus débiles ojos la figura de una leona, recortada a contraluz de una hermosa luna redonda.
Era Karoo. Le inspiraba fe y confianza. Desde que aquella leona había llegado a la familia sus vidas
se habían unido por la esperanza. Karoo parecía saberlo todo. Incluso más que las más viejas
enseñanzas de la manada. Les había auxiliado a hallar comida, llegando a ella por métodos
desconocidos hasta entonces por ellos. Hablaba de cosas que no llegaban a comprender pero que siempre reportaban buenos resultados. Era una enviada de la Madre Tierra, de los dioses, de los antepasados.
- ¿Vas a decirme por fin lo que has soñado? – inquirió Puani deliberadamente, brincando hasta
Karoo. A menudo se fiaba de esa pureza propia de los infantes que hace que se les perdone toda
indiscreción. Karoo le oteó a rabillo de ojo; aquella párvula no había olvidado sus inquietudes.
- Nada importante. – concluyó Karoo, como al azar.
- A veces quisiera soñar como tú - insistió Puani – Aunque de vez en cuando parece que fuera algo aterrador. ¿Es aterrador lo que sueñas? ¿Oyes a los dioses? ¿Qué hablan, qué murmuran? ¿Te
dicen secretos? ¿Aprendes en sueños?
- Puani…
- Todo el mundo sabe que hablas con los dioses, así que no vas a engañarme. – sonrió la novata.
- ¿Todo el mundo sabe? ¿Qué es exactamente lo que todo el mundo sabe? – Karoo mantuvo su
atención en el paso de la manda, pero no deseaba dejar a Puani huérfana otra noche; necesitaba
hablar con alguien, socializar.
- Pues,… - continuó Puani, engullendo todo el aire que pudo – Dicen que en realidad no eres de la
familia.
- Eso es verdad.
- ¿Eso es verdad? – Puani se ahogó con su propia saliva de un modo poco elegante. Tosió
bochornosamente y siguió: - ¿Cómo que es verdad? ¿De dónde vienes? ¿No eres hija de Taivadu?
¿No perteneces a…?
Karoo se violvió secamente.
- Todo aquel que habita bajo la sombra del Gran Taivadu es hijo por elección.
- No entiendo…
- Existen hijos por la sangre, e hijos por decisión. – Karoo hundió su mirar intenso pero clemente
en las inquietas pupilas que le observaban, fascinadas. – Yo fui bendecida por tu abuelo Taivadu.
No nací de su sangre; nací de su fe en mí.
Puani no pudo sostener su entusiasmo.
- Pero, pero… entonces… - comenzó a brincar de un lado al otro de la leona mayor, como se
supone debería haber dejado de hacer hace tiempo. - ¿Entonces es cierto? ¡Es cierto! ¡Es cierto!
¿De dónde vienes? ¿Por qué llegaste hasta aquí? ¿Te habían abandonado? ¿Dónde están tus
padres?
- Siempre te dirá que su padre es Taivadu. – les interrumpió Damara, llegando por detrás, en un
trote nervioso. – Es lo único que responde.
- ¿Damara? ¿Qué haces aquí? ¡Debes ir en el centro! – le reprendió Karoo con los ojos abiertos de
par en par.
- Me aburrí. – le desafió la jovencita.
Puani miró hacia adelante, hacia abajo, donde se suponía que el grueso de la comitiva escoltaba a
la princesa huidiza. Habíanse enredado en una tremenda agitación al descubrir que, amparada en
la oscuridad nocturna, Damara había burlado a sus escoltas y había subido al terraplén desde
donde Karoo vigilaba.
- ¿Te…? – Karoo iba a lanzarle un rugido de cólera. Luego reaccionó adecuadamente. Miró a Puani
con urgencia – Puani, desciende. Diles a las demás que Damara está aquí, conmigo. Cálmalas.
- Pero…- Puani se paralizó ante una orden que siempre había esperado obedecer, pero para la cual
no se sentía digna.
- ¡Vete ya! – Rugió Karoo - ¡Date prisa o toda la manada se verá forzada a detener la marcha por
culpa de esta travesura!
Puani se lanzó en picado como si el lomo descendente de pura hierba fuese el cauce de un río.
- Y tú… - Karoo encerró en círculos a Damara, dando uno o dos giros completos a su alrededor
antes de continuar. - ¿Crees que es gracioso?
- ¡Ya no quiero seguir con esto! – gritó Damara, alterada, confundida, furiosa. Todo un abanico de
emociones se debatía dentro de su joven cuerpo al punto de hacerle creer que moriría a causa de
la contienda. – No puedo, Karoo, ¡no puedo! Libérame por favor de este trance. Te daré lo que
pidas, todo lo que esté en mis garras será tuyo.
