NOCHE EN CALMA
El calor de la noche tropical de Wano olía a humedad de condensación, a hibisco y a tierra negra. Los grillos cantaban igual que lo hacían los corazones de los habitantes de aquel país en reconstrucción. Kaido había sido derrotado, después de dos décadas de terror y sus lugartenientes estaban muertos o desaparecidos.
Los héroes de Wano, los Akazaya y también la banda de piratas del Sombrero de Paja, capitaneadas por Monkey D. Luffy recibían los más altos honores y eran mimados y agasajados por los ciudadanos que tanto habían sufrido a manos de aquella bestia sin corazón que se transformaba en un terrorífico dragón legendario.
Luffy empezaba a estar harto de tantas atenciones. Se había recuperado completamente y su ansia de aventuras, más viva que nunca, le impulsaba a seguir hacia adelante. Sentía que su viaje entraba en una fase crítica y que su objetivo estaba más cerca que nunca. Impaciente como era, ordenó a su tripulación cargar de suministros el barco, con la intención de zarpar en un par de semanas. Mientras tanto, para calmar su ansiedad, se dedicaba a molestar a los capitanes rivales, Kid y Law, que empezaban a estar hasta el gorro de aquel joven adulto con hiperactividad.
Nami que manejaba los fondos mejor que nadie, les había alojado a los tres juntos en un hotel en la Capital de las Flores, con el beneplácito de sus respectivas tripulaciones y para horror de Law quién refunfuñaba como un viejo y se quejaba a su querido amigo Bepo de la bruja de sus rivales. No le servía de mucho, puesto que el mink estaba encantado de pasar su tiempo con los Mugiwara y en especial, con el Dr. Chopper, con quien compartía su afición por la herbología y las plantas medicinales, no en vano el osito polar formaba parte de la tripulación del mejor cirujano del mundo.
La navegante había dispuesto a sus propios compañeros en una de las antiguas casas de las oirán que habían quedado en pie después del destrozo de Onigashima. No habían sufrido daños al encontrarse más alejadas del núcleo de la pelea.
Sin embargo, a Sanji y a Zoro, les había enviado a la Capital de las Flores, junto a Luffy, alquilándoles una habitación para los dos, junto a la del Capitán y sus nuevos amigos. La excusa que les dio la pelirroja, cuando el espadachín se quejó de que siempre era demasiado tacaña cuando se trataba de ellos dos, fue la de decirles, de forma contundente, que las dos Alas del futuro Rey pirata no podían permitirse estar lejos de su protegido y menos en ese momento, en que la recompensa de Luffy era de de Berries.
―Siempre igual por culpa de esa bruja… – se quejó Zoro cabreadísimo, mientras caminaba detrás del cocinero por el pasillo de la fonda dirigiéndose hacia la habitación asignada ―Siempre acabo compartiendo habitación contigo, Rizos de Mierda.
―Te jodes, Marimo… – Sanji no iba a entrar en discusiones aquella noche y mantuvo el tono de voz calmado. Había cocinado sus fideos soba todo el día. Dar de comer a una población que tanta hambre había pasado durante los últimos años, le daba fuerzas para seguir dando lo mejor de sí mismo por muy agotado que estuviera, pero de alguna forma, esa misma situación le tenía consumido emocionalmente y no tenía ningunas ganas de pelearse con el espadachín. – No hables mal de Nami, lo hace por tener vigilado a Luffy… Ya sabes cómo es.
Zoro guardó silencio sin entrar al trapo, como hubiera hecho en cualquier otra ocasión. Ni en un millón de años iba a reconocerle algún mérito al Príncipe Rizado, y menos en voz alta, pero le conocía y entendía lo suficiente como para saber que se tomaba muy en serio el hambre de los desfavorecidos. Sabía que estaba realmente agotado después de estar todo el día sirviendo a los demás.
Como si entendiera su muestra de respeto, el rubio cocinero se giró a mirarle, enarcando una ceja y esbozando una sonrisa de comemierda.
Zoro sonrió a su vez y no añadió nada más. No hacía falta.
La paz entre ambos duró exactamente el tiempo en que tardaron en localizar su cuarto, abrir la puerta y comprobar que Nami, en su afán ahorrativo, había alquilado una habitación con una sola cama de matrimonio.
―¡La cama es mía! – Sanji saltó hacia adelante y se lanzó sobre el colchón como si se tratara de los pechos de la navegante.
―¡No! ¡Ni hablar! – gritó Zoro ―¡Esto sí que no!
Le agarró por el tobillo y tiró de él hacia el suelo, pero el cocinero era rápido y previendo algo así, se había agarrado con las dos manos al cabezal de la cama.
―¡Anormal! ¡Suéltame!
―¡Sal de ahí, mamón! ¡Tú lo sabías! ¡Sal de mi cama!
―¡Yo qué coño iba a saber! ¡La cama es mía! ¡La he pedido primero!
―¡Duerme en el suelo! – le gritó Zoro con las venas del cuello a punto de estallar.
―¡Duerme tú en el suelo! ¡No sería la primera vez!
―¡No cuando hay una cama!
―¡Siempre duermes en cubierta! ¡Es mi cama! ¡He trabajado todo el día! – gritó Sanji indignado.
―¡Y yo también!
―¡Mentiroso! ¡Solo has hecho que beber!
Zoro le soltó y se puso en pie.
―Idiota de mierda…
Se dio la vuelta, ofendido y se encaminó hacia la puerta de la habitación.
―¿Ahora dónde vas, estúpido Gorila? – Sanji le miró por encima de su hombro, sin soltar el cabezal de la cama.
―A ti qué te importa, imbécil…
―¡Me importa si te pierdes, pedazo de Brújula Defectuosa, porque Nami se enfadará conmigo! – y repitió la pregunta de nuevo ―¿Dónde vas?
―A seguir bebiendo, Rizo Inútil…
Zoro abrió la puerta de la habitación y se fue dando un portazo, dejando al cocinero solo.
En cuanto Zoro salió, Sanji soltó el agarre de la madera y se tumbó boca arriba suspirando.
―Idiota, idiota, idiota…
Siempre igual. Aquella Montaña de Musgo buscaba cualquier excusa para luchar, beber y pelear con él. No cambiaba, con los años se había vuelto peor.
Se levantó de la cama y se dirigió a un pequeño cuarto de baño con una pequeña ducha que se encontraba en una esquina de la habitación. No era lujoso, pero sí cómodo y estaba muy limpio.
Volvió la cabeza hacia el único mueble que había en la habitación además de la cama, era un pequeño armario ropero. Se dirigió hacia él y lo abrió. Encontró toallas, ropa de cama y pijamas.
Cogió lo que necesitaba y se dirigió hacia la ducha. El agua helada se deslizó por su cuerpo, provocándole escalofríos. No necesitaba calor, ya lo irradiaba él de sobra.
De pronto, de improviso, empezaron a caer lágrimas de sus ojos, resbalando por sus mejillas.
Incontrolables.
Se echó el pelo empapado hacia atrás, las dos cejas al descubierto y el agua de la ducha se mezcló con la de sus ojos. El primer sollozo rompió su pecho y terminó en un llanto desgarrador. Se vació por dentro, volcando toda la frustración que sentía.
Estuvo más de dos horas metido en la ducha, llorando amargamente y cuando finalmente, se calmó y salió, tenía la piel de las mejillas en carne viva.
No importaba, se le pasaría rápido. Ahora era un humano mejorado, gracias al hijo de puta de su padre biológico.
Se envolvió en un kimono color azul grisáceo con la insignia del Clan Kozuki bordada en la parte superior izquierda. Cogió una toalla y empezó a secarse y peinarse el pelo con los dedos, suavemente. Se miró en el espejo del cuarto de aseo. Tenía los ojos extremadamente hinchados y las mejillas enrojecidas de haber llorado tanto.
Sus ojos azules brillaban febriles con el rastro de las lágrimas.
"Vaya cara…", pensó intentando sonreír, "Estoy horrible…"
Tenía un cuerpo bien proporcionado, de pectorales amplios, musculosos y suaves, la piel de porcelana brillaba por las gotas de agua. Su pelo rubio ondulado era como el trigo dorado al sol del verano, aunque se empeñaba en alisarlo para cubrir una sola de sus cejas espirales, odiosa herencia genética. Sus facciones delicadas, masculinas, de mandíbula cuadrada y simétrica. El abdomen trabajado y marcado de forma natural y dos piernas largas como dos columnas de algún templo de Skypiea.
Nada que ver con el adolescente delgaducho, informe y cabezón que fue una vez.
"Soy apuesto" reconoció, orgulloso de sí mismo, "Entonces… ¿Por qué él no me desea? ¿Por qué no me ama?"
Las lágrimas volvieron a llenar sus ojos, provocando prismas diminutos al reflejarse en la luz.
"Ojalá no fuera un hombre".
Salió del cuarto de aseo y se dirigió hacia la cómoda donde había visto un hervidor de agua. Prepararía un poco de té para tranquilizarse.
Y se llevó un susto tremendo cuando se encontró a Zoro apoyado en el marco de la puerta de la habitación, con los brazos cruzados en un gesto muy suyo, mirándole desde su único ojo sano. No había sentido su presencia.
―¡¿Qué coño haces, Marimo de mierda?! ¡Entrando como un ninja!
Reaccionando rápidamente para impedir que el espadachín detectara cualquier rastro de lágrimas en su rostro, Sanji se volvió a lanzar hacia la cama, aunque esta vez se incorporó, sentándose con las piernas cruzadas.
Zoro no dijo nada. Permanecía apoyado contra el marco de la puerta de la habitación y una mueca de enfado se le había pintado en la cara.
―¿No me oyes, imbécil? ¡Vamos a dormir!
El espadachín, resopló con desprecio. Se abrió la capa, se quitó el haramaki y se desabrochó el cinturón que llevaba siempre oculto debajo de aquella prenda. Las tres espadas quedaron liberadas de su cintura. Con cuidado, las colocó contra la pared.
―No me des órdenes, Cocinero de Mierda. Soy tu superior.
Sanji se erizó como un gato callejero ante un perro callejero.
―¡Tú qué cojones vas a ser mi superior, Mamarracho Verde! ¡Ni en un millón de años podrías superarme en nada!
―Tienes un lamentable cuarto puesto en la lista de recompensas ¿no te da vergüenza?
―¡Tu ego sí da vergüenza! – Y tumbándose otra vez en la cama añadió – No tengo ganas de jugar contigo hoy Niño Marimo, tengo sueño, estoy cansado y mañana me tengo que levantar muy pronto.
Zoro no dijo nada más. Se quitó la capa, el resto de ropa y se quedó en calzoncillos en el centro de la habitación. Miró hacia ambos lados de la estancia buscando algo, confuso.
―Oi, Cejas, ¿dónde está mi pijama?
―Y yo qué sé… ―Sanji volvió a incorporarse, apoyándose con un codo en el colchón y señalando el armario ―He sacado el mío de ahí, así que ahí debe de estar.
―Hm… ―Zoro se dirigió al punto indicado por Sanji y rebuscó entre las prendas. – Oi… Aquí solo hay esto…
Le enseñó un minúsculo yukata de dormir de algodón de color rosa, con flores de cerezo estampadas. Sanji soltó una carcajada.
―Es de mujer… ―Zoro enarcó la ceja.
Sanji siguió riendo. El espadachín, al verlo, esbozó una semi sonrisa y frunció los labios con guasa. Se intentó meter la prenda por la cabeza.
―Me es pequeño… ―bromeó.
Tiró el pequeño yukata al suelo, apagó las luces de la estancia y se lanzó hacia la cama, haciendo que Sanji rebotara en el colchón.
―¡Eh! ¡¿Qué haces?! ¡Aquí duermo yo!
―No pienso dormir en el suelo, idiota… Hazte a un lado… ―Y Zoro le empujó hacia el extremo sin miramientos, colocándose después boca arriba, con el único ojo abierto mirando al techo.
Sanji refunfuñó como un viejo, pero se apartó, poniéndose de lado, mirando a su compañero. La cicatriz en el pecho al descubierto de Zoro brillaba bajo la luz tenue de la luna que se filtraba por la única ventana de la habitación. Tragó saliva. La había visto mil veces, pero siempre quería… tocarla.
Se quedaron un buen rato de esa guisa, en silencio, escuchando los grillos que cantaban en la noche tropical de Wano. Todo estaba tranquilo y era reconfortante saber que aquella calma era en parte, gracias a ellos.
―¿Por qué llorabas? – Zoro rompió el silencio. ―¿Qué te pasa?
Sanji se sobresaltó. Le había oído llorar o se había dado cuenta. En ambos casos, que le preguntara era raro, no era como si a Zoro le importara demasiado lo que él hacía o dejaba de hacer.
―Nada, Marimo… ―musitó. – No me pasa nada.
Zoro giró la cabeza hasta que Sanji entró en el campo de visión de su único ojo, le observó con la ceja enarcada. El espadachín suspiró. Sabia perfectamente que no iba a obtener información de ningún tipo.
―No es bueno guardarse las cosas… ―comentó indiferente. – Se ulceran… A veces, hay que soltar lastre.
Sanji bajó la mirada. Se ruborizó al sentirse expuesto.
No hacía ninguna falta que le explicara a Zoro por qué había llorado hacía un rato, ni por qué, desde hacía más de dos años y medio, también lloraba cada maldita vez que acababan una aventura y el puto espadachín de mierda conseguía salir ileso aun después de haber estado a punto de palmarla mil veces.
No hacía ninguna falta que le explicara por qué lloraba en silencio cada vez que Zoro se recuperaba milagrosamente, pidiendo sake como si tal cosa… Como el borracho que era.
No hacía ni puta falta que le dijera que cada vez que Zoro aparecía con la cabeza partida y cortes de cabeza a pies sentía un miedo insuperable, un terror que casi le paralizaba, ante la idea de que muriera.
No hacía falta que le dijera que le quería con todo su corazón, que le amaba con toda su alma, con todo su ser, que se desbordaba de pasión cuando le miraba
No hacía falta decirle que cada vez se le hacía más difícil ocultar ese huracán llamado amor que le había arrasado la primera vez que le vio.
No hacía falta, porque Sanji sabía que Zoro lo sabía.
Y también sabía que Zoro jamás correspondería su amor.
Así que permaneció callado, intentando tranquilizarse, respirando acompasadamente, intentando evitar hacer pucheros y las ganas de llorar estrangulando su garganta.
―¿Sabes? – Zoro rompió nuevamente el silencio – Estamos cerca del final…
―Lo sé… ―le costaba trabajo hablar.
―Cuando todo acabe, Luffy sea el Rey y todos hayamos cumplido con nuestros objetivos ¿Qué harás?
Sanji le observó sorprendido. Zoro, parco en palabras, tampoco era muy dado a preguntar cosas que no eran de su incumbencia. No se esperaba que le interesara lo que, precisamente él, haría después.
―No sé… ―le contestó en un murmullo―Supongo que lo primero que haré será ir a ver a Zeff.
―Hm… ¿Le añoras? – Zoro se giró entonces hacia él, quedando los dos frente a frente. Sanji contuvo un escalofrío.
―Sí… ―reconoció – Mucho… Ese Viejo de Mierda es mi padre.
Zoro hizo un amago de sonrisa y asintió con la cabeza.
―Yo iré al dojo de Koshiro… ―le explicó―Visitaré la tumba de Kuina. Después, me quedaré allí con él.
―¿Te harás cargo del dojo? – preguntó Sanji en susurros.
―Si Koshiro quiere, sí… ―y de pronto, añadió―Estaremos lejos, Cejas. Quizá nunca volvamos a vernos.
Sanji sintió su corazón oprimirse al escuchar esas palabras. Una angustia horrible le atenazó el estómago y se le subió a la garganta, como si hubiese tragado cristal.
―No digas eso… ―la voz le salió entrecortada―Claro que nos veremos… Todos nos veremos.
―¿Me echarás de menos, Rizos Raros?
Sanji sintió sus ojos anegarse en lágrimas. Estaba seguro de que Zoro se daba cuenta, aunque no decía absolutamente nada. Solo le miraba con calma, en la semi oscuridad de la habitación.
―No te echaré de menos, porque te veré. – Sanji se lo dijo con la certeza de un hombre que cumple sus promesas.
―¿Y eso…? ―Zoro torció la boca e hizo una mueca divertida.
―Iré a tu dojo…
―¿A qué?
―A verte. – Sanji estaba absolutamente convencido de ello.
―Y cuando me veas ¿qué harás?
―Me quedaré allí contigo.
―¿Y si no quiero?
―Claro que quieres… – Sanji hablaba con seguridad infantil. Zoro resopló una risa cuando Sanji se ruborizó al pronunciar aquellas palabras con total convencimiento.
―¡¿Qué!?
―Nada… ―Zoro le miraba con tierna diversión brillando en su único ojo.
―¡¿De qué te ríes Marimo Idiota?!
―Nada, nada… ―el espadachín sonreía como un comemierda.
―¡Dímelo o te pateo! ¡Ridículo!
―Que no puedes vivir sin mí…
Sanji abrió la boca para darle la réplica, pero la cerró. Ahí estaba. Zoro sabía todo, tenía el conocimiento de todo, siempre lo había sabido. Cerró los ojos y suspiró profundamente, se había vuelto a ruborizar, se sentía muy vulnerable.
Cuando los abrió, Zoro seguía observándole con serenidad. Sanji tenía claro que el espadachín había provocado aquella conversación, le había llevado por su camino de mierda para que, como le había dicho hacía un rato, soltara lastre.
Pues bien, lo había conseguido, si eso era lo que quería, soltaría lastre, pero lo haría a su manera. Total, ya sabía la respuesta.
―No… Supongo que no puedo vivir sin ti… No sé por qué. – musitó la última frase, pero era mentira, sí lo sabía. Y Zoro también.
―Es lo que es… ―añadió el espadachín sin más aderezo.
―¿Te molesta? – preguntó Sanji con la voz en un hilo.
―No… – Zoro permaneció un rato en silencio y después, susurró la pregunta que realmente quería hacer. ―Eso… ¿Te hace daño?
―Un poco… ―Mintió de nuevo. No era poco, era mucho daño. Dolía terriblemente.
―Lo siento.
―Tú no tienes la culpa.
―Ni tú. Y entonces, si te hace un poco de daño… ¿no sería mejor que no vinieras conmigo al dojo? – preguntó el espadachín.
―Supongo que eso sería lo recomendable… ―Sanji asintió.
―Contacto cero, ¿eh?
―Sí, eso dicen los expertos.
―Los expertos… ¿en qué?
―En amor no correspondido.
―Ah. Esos expertos… ―Zoro había tardado varios segundos en contestar.
―Sí… Esos…
Otro silencio entre ellos. Fuera, el chirrido de los grillos era el único sonido en la noche. Ya no quedaba ninguna duda. Las cartas estaban sobre la mesa. Estaba todo dicho.
―Cejas… El amor adopta muchas formas. No solo existe el amor romántico. – añadió Zoro suspirando profundamente. ―Lo sabes.
Sanji sonrió. No se había dado cuenta de que una lágrima le escurría por la comisura de su ojo visible. Le dolía tanto que creía que se le iba a desgarrar el pecho.
―¿Me estás diciendo que me quieres a tu manera? – resopló una risilla, intentando quitarle hierro a la situación.
―Hm…
―¿Ves? Por eso no me importará ir contigo al dojo… ―y al fin, rio suavemente.
―¿Y si me caso?
Zoro estaba siendo gentil y brutal, en una extraña paradoja, valorando todas las hipótesis, sopesando las posibilidades, exponiéndole una supuesta futura realidad. La puñalada fantasmal que recibió el estómago de Sanji ante sus palabras, hizo que el cocinero se retorciera un poco sobre sí mismo. Era una tortura.
―Entonces cocinaré el mejor banquete de bodas del mundo para ti y tu preciosa esposa y también cuidaré de tus hijos.
―Eso es muy triste.
―Es lo que es.
―Ojalá fueras una mujer. – dijo Zoro mirándole de nuevo.
―¿Te casarías entonces conmigo? – rio Sanji, medio en broma, medio en serio. Ahora, sus lágrimas brotaban libres y sin pudor. Qué más daba.
―Claro…
―Es injusto.
―Es lo que es.
Sanji bajó la mirada, se secó los ojos con una mano y fijó los ojos en un punto indefinido del colchón.
―Oi…Cejas. – Zoro seguía observándole.
―¿Qué? – el cocinero volvió a levantar los ojos enrojecidos. Reprimió un sollozo.
―Eres más fuerte que yo.
―Lo sé. – Sanji rio sin alegría.
―Me haría muy feliz que vinieras conmigo.
―Lo sé.
―Pero debes seguir tu propio camino… Encontrar la felicidad en otra parte.
―Lo sé.
―Duérmete. Yo vigilo.
―Oui, Marimo de mierda.
Volvieron enmudecer y poco a poco, la respiración de Sanji se hizo más pesada. La catarsis emocional y el agotamiento físico ayudaron a que le venciera el sueño.
―Cejas…
―Dime… – Sanji le observó de nuevo, soñoliento. El espadachín levantó la mano y le palmeó la cabeza torpemente.
– Se te pasará…
Y Sanji asintió, cerrando los ojos y dejando que las últimas lágrimas de desamor de aquella noche cayeran mansamente por sus mejillas.
Las siguientes dos semanas pasaron con rapidez.
Sanji continuó alimentando a la población e incluso enseñó algunos trucos culinarios a los cocineros locales. Preciosas damas se arremolinaban entre risitas alrededor de aquel guapo y genial chef que siempre les sonreía y ayudaba a todos. Su amabilidad innata y su empatía sincera, hacía que siempre tuviera cerca a un ejército de niños, que al final del día volvían a sus casas encantados con los sobrantes de los platos de fideos, pastelitos y golosinas.
Zoro, por su parte, pasaba los días entrenando, bebiendo o tumbado en la hierba mirando al ancho mar. La princesa de Wano, Kozuki Hiyori, solía acompañarle en silencio, observándole con admiración y procurando que su taza de sake siempre estuviera llena. Pronto empezaron las especulaciones sobre un supuesto romance entre ambos, pero el espadachín, hacía caso omiso de las habladurías e ignoraba gentilmente a la princesa, aunque nunca rechazaba su compañía.
Por las noches, las dos Alas del futuro Rey pirata compartían habitación y no había día en que el resto de los huéspedes del hostal no escucharan una serie de insultos floridos, gritos y peleas que nunca llegaban a mayores.
No tuvieron otro momento de intimidad sincera, porque ninguno de los dos, y cada uno por sus propios motivos, estaba interesado en ahondar en los profundos sentimientos tan distintos y a la vez iguales, que compartían.
Sus objetivos eran otros y debían centrarse en lo que en ese momento interesaba: acompañar a Luffy en su aventura, derrocar a los desgraciados del Gobierno Mundial, restaurar la paz en la medida de lo posible y ayudar a sus compañeros a cumplir sus sueños, alcanzando los propios algún día. Después, ya se vería.
El día de la partida, después de despedirse con pena de sus buenos y nuevos amigos samuráis, levaron anclas en medio del caos que supuso tener a Luffy compitiendo contra los Capitanes Kid y Law por saber quién tenía más pelotas lanzando su barco por la cascada de entrada a Wano. Zoro puso los ojos en blanco y se agarró bien a la barandilla, mientras que Sanji intentaba alcanzar a Nami para que la navegante, que gritaba de puro terror, no saliera despedida hacia el océano.
Horas después, cuando ya navegaban en calma y aun sin fijar el rumbo, Sanji se desprendió por fin de su kimono, poniéndose unos pantalones de terciopelo negro y una de las camisas blancas de seda de blonda que se había llevado de Germa. Faltaban un par de horas para que se pusiera a hacer la cena y se había apoyado en la balaustrada de la preciosa carabela que era el Thousand Sunny, mientras se fumaba un cigarrillo. La luz cálida del atardecer hacía chispear los reflejos dorados de su pelo. Era una sensación agradable, aunque de una nostalgia inexplicable.
―Oi…
Zoro apareció a su lado, apoyándose también y dirigiendo la mirada hacia el mismo punto infinito del mar que Sanji parecía observar. El cocinero le miró y no dijo nada, aunque no le molestaba en absoluto la compañía del espadachín.
Permanecieron mucho rato en silencio, disfrutando de su mutua compañía, hasta que Zoro se dio la vuelta y se recostó con ambos codos contra la baranda. Abrió la boca con la intención de decir algo. Sanji le miró expectante, el azul del mar se reflejaba en sus ojos confiriéndoles una intensa tonalidad turquesa. Zoro se volvió hacia él. Se observaron con detenimiento durante segundos. El espadachín esbozó una leve sonrisa.
Aquello que fuera a decir Zoro, no lo pronunció jamás.
―Tengo hambre, Cejas Raras… ―dijo en su lugar.
Y se fue, dejándole solo de nuevo. El espacio vacío que antes había ocupado el espadachín se hizo muy pesado, el dolor apareció otra vez, clavándose directamente en su estómago y retorciéndose como una culebra. Sanji le observó alejarse, dirigirse hacia donde estaban Franky y Brook riendo con alguna historia que Usopp explicaba. Le vio unirse a las carcajadas.
La risa de Zoro era un extraño tesoro, un bien preciado y Sanji le observó embelesado, sin pudor, durante minutos; podría estar horas así, mirándole, grabando cada gesto y expresión, para poder recordarlos cuando ya no estuviera, cuando se marchara para siempre y no le permitiera acompañarle.
Sus ojos empezaron a arder, inundándose de lágrimas. Se volvió a girar hacia el océano para que nadie le viera llorar.
El espadachín se equivocaba en una cosa, aquellos sentimientos nunca se le pasarían.
Lo que Sanji sabía y Zoro, pragmático como era, ignoraba, era que el amor verdadero, si era real, sincero y generoso, permanecía intacto para siempre, fuera o no correspondido.
Fin.
