Twilight es propiedad de Stephenie Meyer, esta historia es de Alby Mangroves, yo solamente la estoy traduciendo para todos ustedes con la ayuda de Larosaderosas y sullyfunes01, ¡gracias!


Capítulo 10: De fantasmas y visitas

.

Isabella volvió a su cama y se sumió en el sueño más profundo que había tenido en años, el mismo al que sucumben los niños después de un día corriendo y riendo, engullendo aire fresco.

En marcado contraste, su padre permaneció despierto casi toda la noche en la habitación contigua, con el peso de la culpa y el remordimiento envolviéndolo como un sudario.

Su hija, su única hija, había rechazado la que él consideraba su última oportunidad de tener un futuro familiar respetable en su pequeña comunidad. Había rechazado al pastor, y ya no habría más pretendientes. Newton había sido el único en años, y había sido lo bastante indulgente como para pasar por alto lo que la estirada gente del pueblo consideraba defectos de Isabella. Como hombre de Dios, tal vez tuvo que hacerlo.

Isabella era testaruda y obstinada, eso era cierto; nunca sería una esposa sumisa y amable. No era piadosa ni devota, y le costaría mucho intentar serlo. En una pequeña epifanía, Charles admitió a regañadientes que habría sido infeliz como esposa de un eclesiástico. Se habría asfixiado bajo ese yugo.

Y aunque ella lo negara hasta el último aliento, Charles sería un lastre alrededor de su cuello. Sabía que ella había rechazado al pastor en parte por él. A ningún nuevo esposo le gustaría que el decrépito padre de la novia viniera con la dote, y ella nunca lo dejaría abandonado a su suerte.

Charles no se hacía ilusiones; él mismo había condenado a Isabella a la soltería.

En el transcurso de los últimos meses, a medida que su salud se deterioraba, Charles había empezado a recordar. Había estado observando a su hija con nostalgia, viendo pequeños y preciosos recuerdos, como motas de su madre brillando en su interior.

Mientras la distancia de tiempo que los separaba crecía cada día, su reconciliación se acercaba. Podía sentir a Renée a lo largo del camino de su vida, como una cuerda invisible que había estado siguiendo todo el tiempo. Pensar en ella de ese modo le hacía sonreír, esperándole más allá del crepúsculo.

Echaba tanto de menos a su mujer, ver un eco de su sonrisa, su porte, su terquedad, reflejados en su progenie.

Isabella tenía los pies recogidos mientras leía, y su falda era una cascada de percal que se desparramaba libremente por el borde del sillón. A veces aparecía una arruga seria entre sus cejas oscuras cuando estaba sumida en sus pensamientos, y si la arruga coincidía con cierta inclinación de su barbilla desafiante, él parpadeaba y miraba hacia otro lado antes de que sus ojos se nublaran con años de melancolía por su Renée muerta hacía tiempo.

Cuanto más la observaba, más se daba cuenta Charles de que había mucha más profundidad bajo su seria apariencia que la criatura práctica e impermeable que había creído que era. Isabella era atrevida y valiente, y no era ninguna tonta, pero, al menos en cierta medida, era una criatura sensual, como lo había sido Renée.

Isabella no era el reflejo de su madre, pero Charles había empezado a darse cuenta de que tampoco era un eco de sí mismo. Tal vez la edad lo había vuelto sentimental, pero sus ojos se ablandaban y su corazón goteaba de cariño al ver cómo ella era ambas cosas, y ninguna de ellas.

La había visto abrir los ojos con asombro cuando observaba los relámpagos que surcaban los cielos tormentosos con sus rayos atronadores. Cuando caminaba, su mano se extendía y sus ágiles dedos se desplegaban para tocar una flor silvestre junto al camino. Él amaba su belleza silenciosa.

Cuando cuidaba de su pequeño caballo, le acariciaba el morro aterciopelado y le rascaba ligeramente bajo las crines, una sonrisa iluminaba su bonito rostro mientras el animal resoplaba de placer.

Oh, sí, Renée vivía dentro de ella en esos momentos.

Pero también había otros momentos en los que Charles se veía a sí mismo.

Empezó a ver que era su soledad lo que la había hecho más parecida a él. Ella había amado una vez, y, Charles pensó, una vez era suficiente para ella. En esto, ella era más parecida a él de lo que a él le importaba admitir. Cuando se trataba de amar, eran dos gotas de agua. Se le oprimió el pecho al pensar que tal vez le había enseñado a su única hija a estancarse en el dolor.

Se sentía tan viejo, y muy cansado.

.

.

Pasaron las semanas, y Charles Swan y su hija siguieron viviendo como antes, salvo por aquella punzada bajo su piel.

Seguían asistiendo a la iglesia los domingos, pero ahora, en lugar de intentar equivocadamente que Isabella coincidiera con él, el viaje se había convertido en una agradable rutina para ambos. A veces, ella iba sola, reacia a dejar a su padre enfermo hasta que este perdía la paciencia con ella y la echaba a pesar de todo.

Isabella ya no le temía al pastor Newton, no desde que se dio cuenta de que los Stanley -incluida la señorita Jessica- se sentaban últimamente en los primeros bancos, justo enfrente del púlpito, donde observaban al pastor con ojos adoradores. Isabella no le guardaba ningún rencor y respiró aliviada de que hubiera seguido adelante tan libre de resentimiento.

Por supuesto, su atención también estaba en otra parte, desde luego no en los aburridos sermones. No, no había cambiado de opinión sobre el valor de aquellos.

A Isabella le pareció que de repente sentía al jinete por todas partes. Volvía la cabeza para hablar con alguien, y allí, entre la multitud, ¿estaba? No. No podía ser. A veces lo único que veía era la cola de un abrigo cuando un hombre desaparecía en una tienda, y el corazón le latía tan deprisa que la cabeza le daba vueltas con él. Caminaba por el fangoso camino de vuelta a casa y se imaginaba que sentía que la miraban, excepto en dos ocasiones en las que no tuvo que imaginárselo en absoluto, sino que lo supo con certeza.

Las dos veces lo había visto en el pueblo. Una calma engañosa lo cubría como una manta, pero debajo era vigilante y peligroso: un resorte en espiral. Aléjate, él exudaba, atrayéndola cada vez más cerca.

Anthony, canturreaba ella en voz baja, lanzándole su voz silenciosa. Te conozco. Te veo.

Isabella se preguntaba qué hacía que sus manos se apretaran con tanta fuerza, con los dedos blancos clavándose en las palmas callosas. Su rostro barbudo, envuelto en sombras, no revelaba nada.

Se preguntó si cabalgaría hacia el pueblo por el sendero del bosque, no lejos de su casa. Imaginó que lo hacía, y que ella podría aventurarse por ese sendero, casi siguiendo sus pasos. Paseando entre las frondas bajas y los jóvenes arbolillos al borde del camino, Isabella extendía la mano y recogía las gotas de rocío de la mañana en la palma, preguntándose si las minúsculas gotas se posaban en su barba del mismo modo que lo hacían en los helechos, como diminutos y preciosos globos de arco iris.

A veces lo imaginaba con los ojos entrecerrados, desenfocados, como si fuera un brillante producto de su imaginación.

Al principio, sus apariciones parecían aleatorias, una sorpresa encantadora y emocionante. Hasta que dejaron de parecerlo.

Una noche despejada, Isabella yacía bajo sus edredones, observando cómo la inquietante luz de la luna jugaba con el encaje de las cortinas. Observó cómo las nubes humeantes surcaban el cielo nocturno como carros etéreos, el espectro del jinete persiguiendo cada latido de su corazón.

Levantó la mano para atrapar la luz de la luna y, al ver el brillo sobrenatural que bañaba su piel, se dio cuenta de algo increíble.

Al igual que había puesto su mano en el camino de la luz, podía ponerse en el camino de él.

De hecho, era posible que ya lo hubiera hecho.

A través de una rendija de su cortina de encaje, pudo ver la luna de uñas brillando con su luz fantasmal sobre el dosel del bosque y pensó que tal vez, sólo tal vez, sus visitas no eran tan aleatorias como parecían. Siempre llegaba cabalgando al pueblo a la hora exacta en que terminaban los sermones, aunque no todos los domingos. Ella siempre lo buscaba cuando salía a la luz de la mañana, lanzando miradas furtivas desde la seguridad de la iglesia tenuemente iluminada.

Súbitamente despierta, Isabella no podía descartar fácilmente la idea de que él hubiera venido a verla.

Una vuelta brusca, una presencia casual, la hora conveniente y el mismo lugar... no eran casualidades.

En el momento en que lo comprendió, la idea se hizo sólida y real. Se esfumó toda esperanza de conciliar el sueño mientras la solterona se sonrojaba como una niña, soñando con cosas largamente olvidadas.

¿Podría este hombre, que había atormentado sus pensamientos de vigilia, estar también atormentado? ¿Eran los dos del mismo tipo, despreciados y anhelantes?

Isabella dio un grito ahogado y se sentó en la cama. Susurró un conjuro a la luna, para que así fuera, para que fuera real.

«Que me vea como yo lo veo a él».

Volvió a tumbarse entre las almohadas y le envió un pensamiento deseoso, una caricia iluminada por la luna, un suspiro atrayente, con la esperanza de que la magia que sentía en aquel momento llegara hasta él en las montañas.

.

.

Por su parte, el hombre con el que soñaba Isabella yacía en su estrecho catre con su tosco colchón relleno de paja, atado al mundo sólo por su voluntad. La desesperación, tan poderosa como un cuchillo en las tripas, torcía su rostro en una mueca, y se sentía tan cerca del llanto como nunca lo había estado en su vida.

No era frecuente, pero había momentos como el de aquella noche, en que la soledad lo aplastaba por dentro y quería gemir como un lobo a la luna para aliviar la presión que sentía en el pecho.

Se aferraba a los bordes de su humanidad, de su civismo, y se abrazaba a sí mismo para no deshacerse, para no estallar como un saco de grano demasiado lleno.

Aún tenía amigos en este mundo, y la tribu de piel rojiza de Shĩ-Pa siempre lo había acogido bien. Las mujeres quileute eran orgullosas y valientes, y él le había echado el ojo a una en el pasado, hacía muchos años, pero la vieja angustia de su alma era demasiado fuerte, demasiado incapacitante para que el afecto calara en él.

Sus uniones no habían tenido nada de malo, aunque sólo se tratara de una conexión momentánea, de un placer fugaz. Él lloraba por su familia y ella por su pareja, y se gritaban mutuamente la angustia de su duelo, hasta que ella se quedó ronca de esa canción y acalló su voz para siempre en el violento océano bajo los altos acantilados quileutes.

Cuando se enteró de su elección, se sintió pintado por el color de la muerte, el paria, el leproso. Ese día se habría arrancado la piel a arañazos, si fuera tan fácil liberar el alma.

Y ahora, años después, aquí estaba una mujer cuyo atractivo parecía infinito, y aunque era un completo misterio para él, la deseaba como a ninguna otra. Ansiaba su aroma y sólo podía imaginar lo que el sabor de sus labios rojos haría a un hombre hambriento.

Bajo la luna, en lo más profundo bosque, resonaban suspiros desgarrados y modales desechados y, de repente, aquel cuchillo en sus entrañas se convirtió en un anzuelo. Lo habían agarrado bien fuerte.

Decidió no esconderse más de ella.

«Que Isabella me vea, como yo la veo a ella».