Twilight es propiedad de Stephenie Meyer, esta historia es de Alby Mangroves, yo solamente la estoy traduciendo para todos ustedes con la ayuda de Larosaderosas y sullyfunes01, ¡gracias!


Capítulo 11: El traspaso de la antorcha

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Isabella acarició su deseo como un pensamiento de esos que no para de dar vueltas durante toda una noche de insomnio, hasta que se sintió menos como una revelación y más como el capricho de una mujer solitaria.

Se levantó con el alba y avivó el fuego de la chimenea para hervir la pequeña tetera, luego llevó una jarra de agua caliente a su habitación para lavarse. Se vistió, se quitó el cansancio de la cara, se sentó junto a la ventana y observó cómo la niebla matutina se acumulaba como un manto sobre los nudosos pies del bosque, intentando entrar en razón.

Si Anthony Masen, quien creía que era, se había instalado aquí, entre los altísimos abetos y cicutas, era porque se había vuelto muy descuidado.

Estaba a salvo cuando la gente del pueblo lo creía muerto, pero vivo y en libertad era otra historia.

Sin duda, estaba arriesgando demasiado al venir al pueblo, ¿y para qué?

La respuesta parecía obvia cuando la magia de la luna la iluminaba, pero no tanto ahora que estaba despierta: la duda había empezado a aparecer con la fría luz del día.

Sentada junto a la ventana, observando cómo se despertaba el mundo, se sentía desesperada y mareada, aferrándose a la claridad de la revelación de la noche anterior.

¿Cómo saberlo, realmente de verdad? ¿Cómo podía averiguarlo de tal manera que siguiera estando a salvo?

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Ese domingo, se las arregló para que el joven Ben, el hijo del herrero, llevara a su padre a casa después de la iglesia. Charles la miró de cierta manera, pero no puso objeciones a sus razones de querer caminar a casa para estirar las piernas y llevar un poco de aire calentado por el sol a sus pulmones. Dios sabía que en Forks nunca tenían suficiente de esto último.

Después del sermón, su corazón latió frenéticamente entre sus costillas mientras ella y su padre -el último en irse, como de costumbre- se dirigían hacia el rectángulo de luz de media mañana en la puerta de la iglesia. Hacía tiempo que había dejado de fingir que no vivía y respiraba por la expectación.

Y aunque no era algo inesperado, su clamoroso corazón casi se le sale del pecho cuando vio al vagabundo cabalgando su gran equino por el callejón arbolado desde el bosque, oscuro y melancólico como un antihéroe.

Isabella se sonrojó, preguntándose si él podría sentir su hambre punzándole la piel como un soplo de aire frío.

Guio a su padre hacia la luz, pensando aún en cómo atraer a su hombre hacia ella, cuando el mundo se inclinó sobre su eje.

De no ser por el cálido brazo de su padre y la tierra firme bajo sus pies, podría haberse alejado flotando como una pluma en el viento cuando Anthony Masen levantó la mano, agarró el borde de su desgastado sombrero y lo inclinó lenta y deliberadamente hacia ella.

El corazón de Isabella tartamudeó y gritó, hinchándose en su pecho hasta ocupar todo el espacio y ahogarla.

Cerrando las manos húmedas en puños apretados, Isabella hizo lo único que podía hacer. Inclinó ligeramente la cabeza hacia el hombre que le había robado la razón.

Sus ojos lo siguieron hasta que desapareció en el pueblo. Cuando volvió en sí, fue para encontrarse con la mirada triste y cómplice de su padre.

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Isabella ayudó a Charles a sentarse en la carreta, apretando las manos contra el nerviosismo. Podía ver que su padre sospechaba, pero mantuvo los ojos bajos y su disposición alegre, aunque sintió rosas calientes floreciendo en sus mejillas bajo su escrutinio silencioso.

—Ya está, , ¿estás cómodo? —preguntó ella, jugueteando con esto y aquello mientras Ben se abalanzaba a su lado con las riendas.

—Vete —murmuró Charles, dándole un manotazo a sus manos juguetonas. Isabella se apartó, con la ansiedad burbujeando en su vientre.

—No tardaré, quiero ver si el Sr. Banner tiene un trozo de encaje fino para mi...

—Sí, sí, Bella, ten cuidado al volver a casa por esa colina, hay serpientes —interrumpió él, dando a Ben un suave codazo, y a Isabella una mirada muy aguda cuando por fin se encontró con sus ojos—. Ten cuidado, ¿me oyes, mi niña?

—Estaré pronto en casa —dijo ella con sobriedad, reconociendo su advertencia. Dio una palmada en la grupa del poni para que se pusieran en marcha y, despidiéndolos con un gesto de la mano, se encaminó por la calle principal de su pequeña ciudad.

Isabella nunca había sentido una alegría como aquella. Aunque escarmentada por las palabras de su padre, disfrutaba cada segundo sintiendo una presencia silenciosa que la vigilaba, que la protegía, mientras ella se dedicaba a sus asuntos en la ciudad. Se sentía audaz y temeraria, algo que nunca había sido en toda su vida, o eso creía ella, comparando esas cosas con las aventuras de los libros y los cuentos.

En realidad, su audacia se manifestaba por su valor innato, y la temeridad no tenía nada que ver con una locura peligrosa, sino con la voluntad de jugarse el corazón por lo desconocido.

Cuando se dispuso a caminar hacia su casa, sintió que ÉL la seguía como un centinela, observando cada uno de sus movimientos hasta la mano inquieta que golpeaba sus faldas de percal.

Una hora más tarde, se agarró al banco con los dedos en blanco y vio pasar lentamente a Masen, que le echó un buen vistazo a su casa.

Su sonrisa era tan amplia que dolía, hasta que se giró para encontrar a su padre en la puerta, mirando.

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Se sentaron a la mesa con los labios apretados, aferrándose a su valor junto con tazas de té dulce.

Isabella se mordió el labio, sintiendo que llevaba la cara de otra persona. —No puedo explicarlo.

—Debe de haber una razón —insistió Charles—. Debe de haber algo que haya hecho para que estés tan nerviosa.

Los relatos pasaban como una baraja por su mente, cada uno más obvio que el anterior. Se sintió desfallecer. Sí, había algo, y bien podía contarlo.

Y así lo hizo. Le contó a Charles cómo Anthony Masen la había visto. De cómo interpretó que el descenso del bosque de él coincidiera con su escapada semanal a la iglesia.

Ella lo sabía en su corazón sin una pizca de duda, aunque Charles trató de ayudarla a encontrar esa duda en su mente.

—Nunca, nunca me he sentido tan... tan poderosa en toda mi vida. Poderosa y débil al mismo tiempo. Pensé que gritaría por eso —dijo, coloreándose acaloradamente bajo el escrutinio de su padre—. Me vio en casa, . Pudo haberlo hecho a cien metros de distancia, pero lo hizo.

Charles no dijo nada, y ella se alegró por ello.

No podía hablarle del sofoco que sentía en lo más profundo de su ser, que la apuñalaba hasta dejarla apenas erguida. No podía decirle a su padre cómo sus manos se agarraban con frenesí desesperado cuando pensaba en él.

Isabella no podía expresar lo difícil que le resultaba contener su indecente excitación en los escalones de su iglesia. Cada parte de ella zumbaba de excitación, y sintió que se acumulaba en su interior hasta que su cuerpo gritó con ella- no, no podía decirle estas cosas a su padre. Pero, como suele ocurrir con los padres que aman a sus hijas, él la miró a los ojos y ya lo sabía.

Sacudió la cabeza. —No lo conoces de nada, Bella.

—No. Pero quiero hacerlo.

Charles hizo una mueca y miró por la ventana.

—¿Qué voy a hacer contigo? —dijo en voz baja.

Isabella juntó las manos, olvidando el té frío. —¿Me das tu bendición?

Podría haberse reído a carcajadas cuando él le dirigió una pequeña sonrisa ladeada.

—Mi bendición es la menor de tus preocupaciones.

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Después de cenar, Isabella salió en la penumbra y, por capricho, siguió el camino desde su casa hasta el camino de tierra.

Las huellas compactas de las ruedas marcaban el camino desde el pueblo hasta la casa de los Swan y el puñado de otras más allá, y luego desaparecían en la nada. No había razón para que el camino continuara. Nadie vivía más allá, excepto los quileute, y ellos no necesitaban caminos para carretas.

A Isabella, los nativos le parecían criaturas míticas, espíritus del bosque raramente vistos. Podía contar con una mano el número de veces que había visto uno, y eso que había vivido aquí toda su vida. Eran invisibles.

Mirando los surcos desgastados, se preguntó cuán lejos había tenido que cabalgar Anthony Masen para venir a verla.

El hombre había hecho surcos en su imaginación, igual que estas huellas de ruedas clavadas en la tierra. Lo imaginó como un niño, y la idea de que fuera un niño creció en su interior como el calor del verano. Al menos ella había tenido a su padre para que la levantara después de su pérdida; este niño no había tenido a nadie. Vivía con su miedo y su odio, y eso le había llevado a matar. Se preguntó si matar a aquellos hombres le había dado paz o si sus muertes aún lo atormentaban.

No parecía despreocupado y vivía la vida autoimpuesta de un paria, así que supuso que sería lo segundo.

Isabella se inclinó hacia el camino embarrado y trazó con los dedos ligeros las huellas de los cascos del caballo de Masen, hundidos más profundamente, imaginó, por el peso sobre sus hombros.

Isabella se enderezó y miró a su alrededor. El bosque susurraba y crujía; nunca se sentía sola aquí, aunque a veces su pequeña presencia parecía muy insignificante. Los árboles seguirían aquí mucho después de que ella se hubiera ido, los guardianes inmortales. La tierra no tardaría mucho en recuperarse si la gente desapareciera de repente, la naturaleza simplemente abriría la boca y se tragaría cualquier señal de que alguna vez hubieran existido aquí.

De algún modo era reconfortante saber que la humanidad era tan intrascendente. Nada de lo que hiciera sería recordado a través del tiempo. Eso la tranquilizaba y hacía que sus pensamientos fueran menos atormentados.

¿Sería olvidada también su propia existencia? ¿Qué haría el jinete ahora que se había fijado en ella? ¿Se acercaría o se lo impediría su conciencia?

Isabella siempre había amado la forma en que su casa se adentraba en el denso bosque. Ya de niña le atraía la cualidad mágica y de cuento de hadas de perderse entre los gigantes, y no perdió ni un ápice de su atractivo a medida que crecía.

Ahora que los miraba, se preguntaba si algún día podría desaparecer definitivamente entre ellos. ¿Podría vivir en el bosque como Masen lo había hecho durante muchos años? Cuanto más lo pensaba, más claro lo tenía: él no podía vivir entre los hombres. ¿Podría Isabella vivir entre los árboles?

Con estos pensamientos como compañía, dejó que la resaca del bosque la sedujera como siempre lo había hecho y, envolviéndose en su chal, caminó ligera entre helechos y frondas, alejándose de los senderos trillados y adentrándose en las sombras.

Al caer la tarde, su decisión estaba tomada. Isabella había caminado suavemente por el bosque y encontrado la paz, pero cualquier pensamiento sobre Anthony Masen se desvaneció rápidamente cuando regresó a la casa y encontró a su padre desplomado sobre su silla, apenas respirando, con el cuerpo como un peso muerto.

Cuando ella pensaba en cabalgar en busca de ayuda, Charles la agarró por la muñeca con una fuerza sorprendente y tiraba de ella hacia él. Conteniendo la respiración, Isabella escuchó cómo su padre expelía lo último en sus oídos.

—Sólo sé feliz.