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No lo sueltes… No te desmayes...
No lo sueltes… No te desmayes...
No lo sueltes… No te desmayes...
Ese era el único pensamiento que ocupaba la mente de don Lorenzo mientras gritaba con los ojos entrecerrados, centrado en hundirle los suyos en lo más profundo de las cuencas a el carnicero. El pensamiento que repetía en bucle, sin parar, como un mantra hindú. Pero el jodido cabrón no caía, defendiéndose a ciegas, apuñalándole una y otra vez con el maldito cuchillo.
La primera cuchillada le atravesó el glúteo. Afortunadamente, con el subidón de adrenalina a tope que llevaba, esa casi ni la notó, pero la segunda dio en hueso, en la cadera, enviando un latigazo de dolor nervioso a su cerebro que le hizo incrementar el volumen de sus gritos y la intensidad ferviente de su mantra. Y la tercera… Bueno, esa no habría sido tan mala, si no fuera porque el desgraciado le dejó el cuchillo allí clavado, en el muslo, para después agarrarle de las muñecas con ambas manos, estirando hacia abajo débilmente en un último intento desesperado de que le soltara la cabeza.
Justo en ese momento, al sentir un reguero de sangre caliente resbalar por su pierna desnuda, don Lorenzo se dio cuenta de que ahora tenía una oportunidad real de escapar de allí con vida, al menos si ese cabrón no volvía a tocar el cuchillo. Entonces, cuando estaba a punto de desfallecer, aflojó la presa que estaba haciendo con las rodillas, relajando sus castigados aductores, que ya no daban más de sí, y soltó a el carnicero, encantado de ver como el malnacido se alejaba de él sin preocuparse por el cuchillo, daba un traspiés, y acababa colapsando en el suelo, con un poco de suerte, muerto.
Tras un momento de descanso para recomponerse, el comisario tanteó su muslo con una temblorosa mano izquierda, sin mirar, hasta encontrar el cuchillo. Ahora, vendría la parte más difícil: sacárselo sin desmayarse, y sin que se le cayera al suelo. Así que volvió a usar el mismo mantra que había usado antes.
No lo sueltes… No te desmayes…
No lo sueltes… No te desmayes…
No lo sueltes… No te desmayes…
Centímetro a centímetro, mientras apretaba los dientes y emitía un gruñido gutural proveniente de las profundidades de su ser, donde habitaban su afán de supervivencia, su resiliencia, y la determinación implacable de sus santísimos cojones, al final, a puro huevo, consiguió sacar toda la hoja mientras la sangre seguía brotando de las tres heridas, resbalando por su pierna hasta formar un charquito en el suelo. Cuando lo tuvo fuera, apretó el puño alrededor del mango, y elevó con cierta dificultad la mano hasta la cuerda que sujetaba el gancho.
Continuando con su mantra, empezó a rascar la cuerda con el filo, deseando que pudiese agarrarla con la otra mano para prevenir una caída, pero eso era un imposible. Al suelo se iba a ir igual, sí o sí, pero ese sería un mal necesario si quería liberarse.
A pesar de que ya sabía lo que iba a suceder, y estaba mentalmente preparado para intentar amortiguar el golpe si lograba caer de pie, cuando la cuerda se quebró y cayó al suelo a peso muerto, sus debilitadas rodillas se doblaron como palillos con el impacto, y acabó cayéndose de bruces sin poder amortiguar el talegazo con las manos. Cuando se golpeó el hombro herido, incrustándose el gancho un poco más adentro, la bruma negra le envolvió de nuevo, arrastrándole instantáneamente de vuelta a la nada de la inconsciencia, sin que ni siquiera le diese tiempo a soltar un monumental grito de dolor, ya que ese alarido atroz se le quedó a medio formar, atascado en su garganta.
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"Inspector, Requena ha salido de casa con mucha prisa, poco después de que llegáramos nosotros," dijo el agente Hernández, de la central, hablando con Gutiérrez. "Y ha sido justo después de que el comisario Castro neutralizara a el carnicero."
"Seguidle sin que os detecte, y con un poco de suerte, nos llevará hasta el comisario."
"Sí, ya estamos siguiéndole."
"Evitad el contacto de momento, porque si tenéis que detenerle por cualquier razón, no hablará, y perderemos esta oportunidad."
"Va a ser difícil que no se dé cuenta de que le siguen cuando llegue a carreteras secundarias. Necesitaremos apoyo aéreo."
"Podría tener un dron de vigilancia listo en diez minutos."
"Perfecto. Circula por la N-110 con dirección Soria, en un C3 verde con matrícula 0135 GHL. Vamos detrás. Activaré la baliza de localización del coche K para facilitar el seguimiento del dron."
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Cuando al cabo de un rato empezó a salir de la acogedora pero aburrida nube negra, en ese espacio atemporal donde no existía el dolor pero tampoco el gozo, don Lorenzo oyó un quejido lastimero que le resultaba bastante familiar, aunque no sabía por qué.
¿Qué cojones es eso? pensó entonces, pero al cabo de un momento, cuando sus demás sentidos también despertaron, haciéndole saber sin ningún tipo de equívoco que todo su cuerpo sufría en agonía, se dio cuenta de que ese sonido tan patético provenía de su propia garganta, como si el grito que no había podido dar antes se hubiese conservado allí, enquistado, y su sonido se propagase ahora por voluntad propia, deformado, en diferido, y al ralentí.
Abrió los ojos lentamente, como si los párpados le pesaran más que unas cortinas de plomo, y levantó la cabeza un poco, solo lo suficiente para comprobar que el carnicero todavía estaba inmóvil en el mismo sitio donde había caído, lo cual era un alivio.
En ese preciso momento, se sentía como si un camión de cinco ejes le hubiera pasado por encima. Le dolía absolutamente todo, en especial el hombro y la cadera, pero, por otra parte, estaba libre. Había valido la pena meterse esa hostia contra el suelo, porque si ese era el precio a pagar por su libertad, todavía seguiría valiendo la pena tener que darse diez toñas más, y que el puñetero gancho le acabara asomando por la espalda medio palmo.
Tras otra breve pausa, yaciendo inmóvil sobre esas frías y duras baldosas, con las piernas en adobo en un charco de sangre, y con los cojones más frescos que los sobacos de un pingüino, echó una ojeada a la bodega.
Desde esa posición a ras de suelo, reparó en una mesa. Aunque más que en la mesa en sí, o lo que esta pudiese tener encima, porque ni siquiera llegaba a ver su superficie, lo que le llamó la atención fueron los largos faldones del mantel de lino blanco que la cubría. En seguida supo que tenía que hacer todo lo posible para llegar hasta allí, pero en ese momento, al borde de un shock hipovolémico por la extensa pérdida de sangre, los escasos cuatro metros que le separaban de esa mesa se le antojaron los 40 kilómetros de una maratón, pero encima por el desierto, por lo seca que tenía la boca. Pero, por sus santos y ahora gélidos cojones, que iba a llegar hasta esa puñetera mesa… Claro que sí.
Usar el brazo derecho era un imposible, y la apuñalada pierna izquierda le dolía horrores con el menor movimiento, así que, tras coger el cuchillo con la mano izquierda, empezó a reptar en dirección a la mesa, usando solo su pierna derecha y su brazo izquierdo. Le llevó su tiempo, pero centímetro a centímetro, con gran perseverancia consiguió recorrer los cuatro metros que le separaban de la mesa, dejando una estela de sangre a su paso que parecía el rastro de babas de un caracol menstruante.
Cuando llegó hasta la mesa, se acercó a una de las patas, y con otro esfuerzo mayúsculo, logró darse la vuelta como haría un escarabajo invertido, pero al revés. Poco a poco incorporó el torso hasta acabar sentado, apoyando la espalda contra la pata, lo que favoreció que en esa posición erguida respirase un poco mejor. Finalmente, bajó la vista para mirar el gancho y el trozo de cuerda que colgaba de él.
Dios, cómo cojones voy a hacer esto yo solo…
Si sacarse el cuchillo había sido un infierno, no se podía imaginar lo que le iba a suponer sacarse ese jodido gancho, pero sin pensárselo mucho, para no echarse atrás, lo agarró con la mano izquierda y empezó a tirar de él, recitando el mantra en su mente una vez más.
No te desmayes…. No te desmayes…. No te desmayes…
Esta vez no se cortó ni un pelo, y acompañó su esfuerzo con un horripilante grito que mantuvo a un volumen constante hasta que el gancho estuvo fuera, como si ese alarido fuera el do de pecho de un tenor famoso, de esos que tienen una clara inclinación por el buen comer y la bollería industrial.
Jadeando, dejó la ensangrentada pieza de metal a su lado, junto al cuchillo, y luego se apretó la herida con la mano, ya que, al sacar el gancho, el orificio de entrada del disparo había empezado a sangrar otra vez como una fuente. Pero hacer presión con la mano desnuda no era suficiente para detener la hemorragia, así que empezó a estirar del mantel, y poco a poco lo fue arrastrando hasta que pudo usar esa esquina como una gasa, taponando la herida.
Al cabo de un buen rato aplicando presión directa, la herida dejó de sangrar tanto, así que siguió estirando del mantel. Entonces, de casualidad, una botella de agua de un litro le cayó encima como maná del cielo. La cogió con ansia, y empezó a beber como si no hubiera un mañana, trincándose tres cuartos de la botella de una sentada. Después continuó estirando del mantel, y más objetos cayeron a su lado, algunos muy interesantes, como la pistola con la que le había disparado ese anormal, y un teléfono móvil.
Por un momento miró el móvil con deseo, pero primero tenía que hacer algo mucho más urgente, así que lo dejó a un lado y no paró hasta que tuvo todo el mantel abajo, a su disposición. Entonces, usó el cuchillo para cortar unas grandes tiras de tela que luego utilizó para vendarse y aplicar presión a las cuchilladas de la pierna, fabricándose una especie de falda de tubo que de paso le tapaba las vergüenzas. Colocarse esa venda-faja le supuso un gran esfuerzo, porque tuvo que usar también la mano derecha para pasar la tela por debajo de su lacerado culo y atarse los nudos, algo que no le resultó nada fácil. Por último, cortó otra pieza triangular que usó para fabricarse un cabestrillo, donde dejó el brazo derecho inmovilizado por fin.
Luego, tras beberse el resto del agua, soltó el suspiro más largo de su vida, cerró los ojos, y echó la cabeza un poco hacia atrás. Y entonces, al igual que hizo Dios el domingo, descansó.
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"Pero, ¿le estáis viendo?" dijo Curtis, totalmente fascinado, como el resto. "¡Es que es alucinante!"
"Alucinante no, lo siguiente," dijo Lucas, empezando a enumerar las últimas hazañas del comisario mientras contaba con los dedos. "Se ha cargado a el carnicero. Se ha sacado el cuchillo. Ha cortado la cuerda. Se ha metido una hostia del copón, pero aun así se ha arrastrado hasta esa mesa. Se ha sacado el gancho. Y después, no solo se ha fabricado unas vendas y un cabestrillo, sino que, de forma colateral, ha encontrado agua, una pistola y un teléfono. ¡Si solo le falta un chicle y un clip para hacer una bomba, y ya tendrá más habilidades de MacGyver, joder!"
"Sí, sí, lo suyo es como una mezcla entre Rambo, MacGyver, y Houdini, pero con la suerte de un irlandés en esteroides," dijo Mariano. "¡Que tu suegro es la polla, Paco!"
"Pero, ¿por qué no llama?" dijo Paco, que por fin había recuperado el habla, aunque todavía sonase como un consumidor recreativo de Cannabis sativa, (o lo que toda la vida de Dios, se ha conocido como un porrero), pero uno bastante perjudicado. En la tele, don Lorenzo estaba aporreando la pantalla táctil del móvil, que tenía sobre las rodillas, pero no decía nada. "¿Qué está haciendo, jugar al Candy Crush?"
"Eso es elemental, inspector," dijo Povedilla. "No llama porque tendrá que desbloquear el móvil primero, ya sea con el pin, o el patrón, o la huella, o lo que sea. Si no lo desbloquea, según la configuración, igual hasta ni puede acceder a las llamadas de emergencia. Y mucho menos al Candy Crush."
"Yo creo que ya lo ha desbloqueado, que se está riendo," dijo Kike. "Mirad, ya llama."
Todos continuaron mirando expectantes la pantalla al ver cómo marcaba los números, mientras se aseguraban de tener sus propios móviles a mano, pero cuando el comisario se llevó ese móvil a la oreja, ninguno de los teléfonos de la comisaria sonó.
Silvia, soy yo... Holaaa, ¿me oyes?... No, no sé dónde estoy, no, dijo don Lorenzo en la pantalla, el sonido todavía captado por la cámara que seguía emitiendo online desde el suelo, aunque ahora se le oyese mucho más bajo y lejano que antes.
"¿Dónde está Silvia?" dijo Lucas. "Antes no estaba en el laboratorio cuando fui a buscar la bolsa."
"No lo sé, pero la vi salir con Montoya hace un rato," dijo Aitor. "Creo que tenían una pista."
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Aparcados frente a ese restaurante de carretera, Silvia respiró un poco más tranquila al ver cómo su padre había logrado tratarse las heridas y ya no se iba a desangrar, o al menos, no tan rápidamente. Eso les daría un poco más de tiempo para encontrarle con vida.
Todavía sin saber hacia dónde tirar, Montoya llamó a Gutiérrez.
"Estamos en una vía muerta. Hemos seguido una pista del Mondeo gris hasta la Nacional 110, pero ya no sabemos cuál es el siguiente paso que dio el carnicero. No hemos encontrado más pistas en las grabaciones de las cámaras," dijo Montoya. Luego asintió varias veces mientras Gutiérrez le explicaba la situación. "¿Un C3 verde? ¿En la 110 también? No puede ser una coincidencia... Sí, un Peugeot negro, como el nuestro... ¿Y un dron está también de camino?….. Vale, el 2-5-7. Estaremos atentos."
"¿Qué pasa?" preguntó Silvia cuando colgó.
"Unos agentes están siguiendo a un excompañero de celda de el carnicero, Tomás Requena, alguien al que también ayudó a encerrar don Lorenzo por otro asunto hace diez años. Ese hombre es un experto informático, y salió corriendo de su casa justo cuando el carnicero quedó fuera de combate en el vídeo en vivo. Puede que sea su contacto, y que se esté dirigiendo hacia allí ahora mismo. Viene siguiendo esta misma carretera hacia Soria en un C3 verde."
"Tengo una corazonada," dijo Silvia entonces. "Es él, seguro. Demasiadas coincidencias. Hay que seguirle."
Montoya cambió el canal de la radio al 2-5-7 para estar en contacto con Gutiérrez y los otros agentes del coche K.
"Soy el inspector Montoya. Estamos en el kilómetro 113 de la N-110, disponibles para dar apoyo en la persecución del sospechoso."
"Recibido. En menos de cinco minutos pasaremos por allí," dijo el agente Hernández.
Al poco rato, mientras Silvia repasaba la ficha de ese criminal, vieron pasar un Citroën C3 verde a toda pastilla, seguido a una distancia prudencial por un coche negro del mismo modelo que el suyo, que debía de ser el coche K.
"Son ellos. ¡Vamos!" dijo Montoya, arrancando el coche para incorporarse a la carretera.
Montoya aceleró para seguir al otro coche K de cerca, mientras Silvia seguía recopilando información sobre ese hombre. Entonces, sonó su móvil. El corazón le dio un vuelco cuando vio quién llamaba.
"¡Es mi padre!"
Miró a la pantalla del móvil de Montoya, que todavía mostraba el vídeo en vivo en el soporte del salpicadero. Ocupada como estaba con su ordenador, no se había dado cuenta de que su padre había desbloqueado el móvil y estaba llamando.
"¡Papá! Papá, ¿cómo estás?"
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Tras esa especie de mini siesta reparadora, con todas las heridas más o menos taponadas y bajo control, y ya un poco menos deshidratado, don Lorenzo se sentía muchísimo mejor, y echó mano del móvil para desbloquearlo. Tenía un patrón de bloqueo por puntos, y probó dos veces una figura a voleo, sin suerte, cagándose una vez más en la puta madre de el carnicero.
¿Qué cojones de patrón tendrá este anormal? se preguntó, enfrentándose a la última oportunidad. Espera, no podrá ser tan gilipollas…
Probó entonces a dibujar una "C" de "carnicero", y bingo, el móvil quedó desbloqueado.
"Anormal de carrito," musitó entre dientes, con una sonrisa. Entonces repasó mentalmente los números de teléfono que se sabía de memoria, que eran muy pocos, y optó por la mejor opción: llamar a Silvia, que desde comisaría podría localizar la llamada y encontrarle.
"Silvia, soy yo," dijo cuando contestó, inmensamente agradecido de oír su voz. Pero no entendió muy bien lo que decía su hija, porque la conexión era muy mala. Entonces, meneó el aparato y le dio un par de golpecitos, el viejo truco que lo soluciona todo. "Holaaaa, ¿me oyes?"
"¡Sí, sí te oigo, papá! ¿Dónde estás? ¿Lo sabes?"
"No, no sé dónde estoy, no. Pero estoy bien, no te preocupes," mintió, sin saber que ella lo había visto todo.
"Estoy con Montoya en la carretera, buscándote. Estamos siguiendo a un tal Tomás Requena. ¿Te suena el nombre?"
"Un poco. ¿Quién es?"
"Ayudaste a detenerle hace 10 años, en el caso "Merlín". Era el informático."
"¡Mierda! Ahora me acuerdo de él," dijo con una cierta amargura, dándose un palmetazo mental en la frente ya que no podía hacerlo físicamente con su mano libre, que tenía ocupada sujetando el móvil. "He visto a ese anormal hoy. Me ha pegado un puñetazo cuando el otro imbécil me ha sacado del maletero. Por cierto, ¿ya sabéis que el segundo coche es un Mondeo gris?"
"Sí, sí, lo sabemos. Sabemos la matrícula y todo, pero no lo encontramos."
"Estoy en una finca apartada, en el campo, en lo alto de una colina, pero no sé dónde."
"Escucha, como estoy en un coche, no puedo localizar la llamada desde aquí. Llama a comisaría, date prisa, porque si le perdemos, Requena va a llegar allí antes que nosotros."
"Recuérdame el número, anda."
Silvia se lo dijo, y cuando iba a colgar, el comisario se dio cuenta de que casi no tenía batería.
"Tengo un 2% de batería."
"¡Date prisa pues, corre! ¡Adiós!"
"Te quiero, hija," dijo apresuradamente, pero Silvia ya había colgado.
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