vanae cogitationes

Asterión, Albiore

Saga de Hades

La idea de que la mente puede trascender a la muerte es, finalmente, nada más que una banal ilusión.

Es el espíritu de batalla el único capaz de vencerla.


—Así que… Al final, incluso alguien como tú accedió a algo como ésto.

La sentencia de Misty no contenía pena, sarcasmo o repudio; parecía genuinamente interesado por la decisión de Albiore.

—El patriarca lo pidió —resolvió el otrora santo de Cefeo sin apartar la mirada.

—… Ja —bufó el santo de Lagarto, dando media vuelta para dirigirse al campo de entrenamiento donde los espectros juzgarían cada uno de sus actos para decidir cuál tarea le sería asignada.

Asterión de Perros de Caza observó la escena maravillado. Espectros o no, aún la mente era lo que los movía, a todos y cada uno de ellos; enemigos o aliados, todos eran guerreros que obedecían las órdenes de sus superiores sin rechistar. Escuchó los coloridos insultos en los pensamientos de Misty y las súplicas de perdón en la cabeza de Albiore, desde su rincón en la oscurecida habitación, donde aguardaba al tiempo propicio para salir a luchar.

Albiore notó su presencia demasiado tarde, habiendo estado tan pendiente del santo de Lagarto hasta su retirada; demasiado tarde, su cabeza se convirtió en un vacío de pensamiento. Asterión alzó los hombros.

—Si no me incumbió en vida, no me incumbe ahora. Tranquilizate, Cefeo —Asterión sabía muchas cosas que preferiría no saber, millares de secretos que se llevó a la tumba y no pensaba sacar de allí.

Además, con todo el trabajo que tenían encima ahora, no era momento para que el otro par de santos finalmente se dispusieran a hablar sin tapujos sobre la irracional «atracción» que sentían el uno hacia el otro. En verdad, había cosas que preferiría jamás haber averiguado. La curiosidad mata al gato, después de todo.

Mas entonces, con los gritos de los espectros de bajo rango de fondo, un pensamiento se liberó de la cabeza de Albiore y Asterión silbó impresionado.

—Tú siempre apuntado a lo más alto, ¿no es así?

Albiore tomó asiento a unos banquillos de distancia.

—Deseo ponerlo a prueba. Hermanos o no, no confiaré en su poder hasta sentirlo por mí mismo.

—Todos lo que lo han enfrentado, créeme, no quieren volver a hacerlo. Tanto, que yo tampoco lo deseo —a pesar de su advertencia, el santo de Cefeo sonrió con una expresión tranquila.

—¿No te alegra? —Asterión quiso decirle que midiera sus palabras por los oídos que se escondían en las paredes, pero Albiore prosiguió—. Que yo no lo haya enfrentado aún, entonces.

Mintió tan felizmente que Asterión suspiró de alivio porque solo fueran oídos y no ojos los que los vigilaban.

—Alguien debe hacerlo —resolvió—. Tiene sentido que seas tú, supongo, ya que enviarán a los exquisitos de oro al santuario.

En medio de su pronunciado silencio, la voz de un juez declaró el destino de Misty y Albiore se puso de pie primero.

—Adiós —el caballero incluso agachó la cabeza al despedirse y ni aún así Asterión pudo corresponder.

Claro, era seguro que a Cefeo le darían la tarea de enfrentar al Fénix y a Perros de Caza, por ser el último, lo enviarían con cualquier grupo que considerasen falto de personal. El santo suspiró agotado por tanto pensar en un futuro que ni siquiera le pertenecía.

Mientras contemplaba desde la lejanía el primer enfrentamiento de Albiore, Asterión ni siquiera notó cuándo el espectro de Papillón entró en la habitación, hasta que lo oyó reír directamente en su cabeza, desde un rincón del techo. Una risa cruel e invasiva, como una puñalada trapera a su cerebro.

—Me he estado preguntando, ¿sobre quién hablaban, tú y el caballero de Cefeo?

«Qué idiota» se recriminó a sí mismo el santo. Jamás habían nombrado ni al Fénix ni a Ikki en voz alta. Aunque fuera inútil, el santo alzó los hombros y se alejó del umbral que daba hacia la arena en un gesto despreocupado.

—Me pregunto lo mismo, espectro. Quizás no lo sepas, pero Cefeo siempre ha sido un tipo raro, es mejor seguirle el juego y no hacerlo enfadar —contestó con una sonrisa y veneno en la voz. Al igual que él no podía oír a Papillón, Papillón no podía oírlo a él.

—… Tal vez sea así —una risa corta iluminó la cabeza de Asterión con una idea poco clara pero que supo adivinar sin necesidad de leer los pensamientos ajenos—. Olvídate de estas pruebas arcaicas y regresa a tus aposentos. Pediré permiso para ser yo quien juzgue tu utilidad, Sabueso de Atenea.

Un sonido entre carcajada y bufido eructó de la garganta de Asterión, pero, asintió de todas formas.

—Como desee —reverenció con mucha más confianza de la que sentía.

Mientras disponía a marcharse, el otrora santo vio a uno de los jueces —uno particularmente enfadado— plantar cara a Albiore, y visualizó su futura derrota contra Myu de Papillón así como la pronta victoria de Cefeo.

«Uno contra uno» la idea, si bien no resultaba esperanzadora para sí mismo, lo tranquilizó un poco.