beatus caelum
Acuario, Virgo
Pre-canon
Los sentidos a veces pueden ser engañosos.
—El cielo huele delicioso el día de hoy, espero que llueva.
—¿Eh?
—Para poder oírlo alrededor.
El santo de Acuario levantó su cabeza ante el cielo azul, un brillante celeste despejado de cualquier nube que le impidieran al sol hacerlo entrecerrar los ojos. Más confundido que antes, creyendo que por un momento había perdido la consciencia y no había notado una tormenta acechar, regresó su atención a su compañero, el santo de Virgo.
Entrecerró todavía más los ojos, juzgando con solo la vista qué podría haber de malo con su compañero. El más joven no lucía cansado, no había una gota de sudor o rubor en su inmaculada piel; así que no era ni un golpe de calor ni alguna fiebre. ¿Tal vez era un fallo de percepción causado por una contusión provocada durante su entrenamiento junto al santo de Tauro? Dudoso. Virgo apenas había recibido tres golpes y el muchacho más grande había mesurado su fuerza.
Aún así, el menor mantenía sus ojos cerrados y una sonrisa afable, a pesar de haberse detenido cuando dejó de oír a su compañero caminar a su lado.
—¿No lo disfrutas también, Acuario?
—¿Qué cosa? —preguntó sin prestar verdadera atención, pues aún seguía intentando averiguar qué mal afectaba a su hermano para hacerlo delirar.
—Sentir la frescura del cielo a tu alrededor —el santo de Virgo tomó su mano derecha, sin dudar de su posición y sin fallar en su predicción—. Sé que alzaste el rostro y creo saber en qué estás pensando. Deja de hacerlo, no pienses. Cierra los ojos.
El joven santo de Acuario dudó un momento, pero al notar que su mano seguía aprisionada y sin tener ganas de discutir, decidió contentar a su compañero. Tal vez solo era una broma. Eran jóvenes después de todo, apenas más que unos niños, e incluso si el de Virgo no era el más adepto a las monerías, hasta él debía tener sus deslices...
—Ya.
—Respira, conmigo.
El santo de Acuario centró su atención en la respiración ajena. Era bastante ridículo, pero, también reconfortante. Nunca, a diferencia de algunos de sus demás compañeros, cuestionó la afición de Virgo por la meditación; aunque solo callaba por respeto. Al no ver nada y no pensar en otra cosa que la tibia mano sobre la suya y la respiración acompasada con la propia, pensó que tenía más sentido el que aprendices, soldados y santos simplemente se tomaran algunas tardes para meditar junto a Virgo.
Por supuesto, los demás santos de oro eran los que debían interrumpir o finalizar esos encuentros esporádicos ante la sospecha de que alguno de todos los presentes estaba desatendiendo sus obligaciones. Algunas veces también debían discutir con Virgo para convencerlo de regresar a su templo temprano pues no podían dejarlo dormir en la intemperie y a ninguno de los residentes de las cinco casas frontales les gustaba tener que despertarse en la madrugada por un muchacho que perdió la noción del tiempo pensando —o, más bien, no pensando en absoluto— en las arenas.
De hecho, por éso Acuario estaba escoltándolo de regreso a las doce casas.
Pero la tarea no pesó en su conciencia pues Virgo no le presentó problemas a la hora de convocarlo de regreso.
Acuario inspiró y exhaló al ritmo de su hermano de armas. La sangre, aún así, fluía con mayor rapidez hasta la punta de los dedos de Virgo que la propia; tenía sentido, pues la mano del menor era más cálida que la del mayor.
Entonces olió el frío a su alrededor por primera vez en mucho tiempo, un frío que le recordaba a las tierras del norte. Sintió el cosquilleo de una nieve suave sobre su piel, que se derretía al mínimo contacto. Vio una luz blanca aún con sus ojos cerrados.
Así que los abrió.
No había nieve. No había luz además de la solar.
Solo estaban el frío de su propio cosmos y la calidez del ajeno. Los ojos azules de Virgo lo miraban de regreso.
—Ah —soltó cuando el menor liberó su mano.
—¿Lo entendiste?
—Sí —el mayor, aunque fuera por solo unos meses, recobró su postura e indicó que siguieran caminando—. Pero, no puedo hacer que llueva. Si quieres agua real, deberías volver a tu casa y beber, no hidratarte con el olfato o el oído.
El santo de Virgo volvió a cerrar los ojos con otra sonrisa, apenas distinta a la anterior aunque lo suficiente para diferenciarla como «divertida» antes que «afable», decorando sus labios.
—Suena bien.
