duellum deorum

Saori, Julián, Shun, Isaac

Post-canon - UA

Se puede discutir con palabras.

Se puede discutir con puños.

Se puede discutir con miradas.


Saori no era ninguna santa y Atenea no era ninguna damisela. Como humana y como diosa la mujer no bajaba su vista ante ningún rival, fuera en reuniones de negocios o en el campo de batalla. Mientras crecían, la menuda muchacha maduró en una hermosa mujer con el carácter de una reina; dulce ante sus seguidores y despiadada ante sus desertores.

Julián era un heredero, tanto de fortuna humana como de sangre divina. En términos prácticos, era lo más similar que existía a un rival para la joven diosa en la Tierra, pues habían recibido educación similar, pero, Julián era solo un descendiente de Poseidón. Sangre divina o no, el hombre debía sonreír y conceder ante su «prima lejana», quien pese a lucir menor, resultaba ser mucho mayor que él. Debía hacerlo, cuando deseaba solicitar un favor. Bajo otras circunstancias, lucharían, fuera con palabras o (rara vez) con armas.

Shun sabía que se encontraba como guardaespaldas no para evitar una pelea, pues los dioses tenían la discordia en las venas, en el núcleo más interno de su ser. Eso lo sabía porque Hades le permitió sentir su dolor, su ira y su frustración, durante un corto período de tiempo; una desesperación que ellos solo sabían quitarse por medio de la violencia.

Hacía mucho tiempo que dejó de intentar enseñales maneras más humanas, pues no tenía sentido.

Aún así, el caballero de Virgo sentado junto a su diosa no pudo sino entrecerrar los ojos con dolorosa empatía hacia el escolta al otro lado de la mesa, el Kraken que acompañaba por primera vez a su dios.

—La armadura del Cisne se halla sin dueño —comentó casualmente Saori durante una de las pausas para el café que tomaron tras la primera hora de serena discusión sobre importaciones marítimas.

Julián casi escupe su bebida al oírla, pues la insinuación no eran sutil como el tono de la mujer. Tras las primeras palabras, los gritos no se hicieron de rogar.

El marina de Kraken mantenía la mirada gacha, como si quisiera refugiarse de su propio dios y la diosa que un día adoró.

Atenea era una diosa amable para con la humanidad, eso era cierto. Pero no dejaba de ser una diosa y la historia de Aracne servía como el mayor testimonio de su temperamento. La disputa entre el dios de los mares y la diosa de la sabiduría probablemente jamás acabaría, no tras el desastre del voto en favor de «Atenas» y el castigo del mar ante los hombres griegos del puerto que no habían hecho nada malo. Siempre era así; los dioses se enfurecían y los humanos pagaban el precio. Pedir perdón parecía ser un tabú entre ellos.

—¡Ya tienes a mi Dragón Marino!, ¡si cuidaras a tus caballeros apropiadamente, no intentarían abandonarte, ni intentarían clavarte dagas en el corazón! —Julián se impulsó de pie colocando las palmas sobre la mesa—. Y aún si así él lo quisiera, ¡¿el Cisne?!, ¡¿en serio te imaginas que dejaría a mi Kraken arrastrase de nuevo a la superficie por una miserable pieza de bronce?!

Cuando Saori se puso de pie, sus tacones retumbaron en el cuarto más que el rechinar de su silla hacia atrás.

Shun suspiró y se levantó también, pero sabiendo que ninguno de los dioses se alzaría sobre la mesa que aún tenía tazas de café llenas y papeles importantes ya firmados encima, decidió rodear el mueble y acercarse al preocupado guardaespaldas que no sabía si interrumpir el contraataque de la diosa o apartarse. Lo tomó del antebrazo y le ahorró la decisión.

—Debemos darles espacio —comunicó severamente antes de arrastrar al Kraken hacia el balcón. No había ni siquiera cortinas y las puertaventanas de vidrio no se cerrarían esa tarde. Era un lugar lo suficientemente lejano para dejar a los dioses discutir en paz y lo suficientemente cercano como para saber si una intervención se volvía necesaria.

De cualquier forma, no estaban allí para salvaguardar a los dioses de ellos mismos, sino las apariencias y peligros externos.

Isaac lo siguió sin mucho reparo cuando notó hacia dónde se dirigían. Se apoyaron contra el barandal, aún oyendo los reproches que retumbaban como olas y rayos desde el interior del cuarto. El día era precioso, una tarde de verano fresca y con buen sol, apenas cubierto por nubes pasajeras.

—Había oído que podían ponerse así, pero…

Shun sonrió a medias ante el comentario.

—Sí, es más frecuente que poco común —el caballero encaró a su acompañante—. A Hyoga le hubiera gustado que vieneses en su turno, pero, seguramente esto sería mucho más incómodo —el otro asintió.

—Mis compañeros dijeron que sería mejor venir cuando fuese tu turno en la rotación. Dicen que es más cómodo tomar las pausas contigo —ante ello, el caballero arqueó una ceja.

Los demás marinas parecían disfrutar, en mayor o menor medida, de los arranque de ira repentinos de los dioses. Porque luego no cerraban la boca, ahogándose en quejas cuando se apartaban, casi queriendo imitarlos.

—Ah —suspiró—, ¿hay algo de lo que desees hablar? —Isaac frunció el ceño.

—No particularmente, pero, ya que lo mencionaste —Shun esperaba oír algún insulto disimulado hacía el temperamento de su diosa—, ¿cómo está Hyoga?

El caballero de Virgo parpadeó un par de veces.

—Bien, está mejor que la última vez que se vieron.

Isaac tan solo asintió antes de regresar su atención al cielo azul, en silencio.

Cuando regresaron al tranquilo interior, como resultaba ser usual, los dioses ya habían dejado de gritar y las tazas de café se encontraban vacías. Los empresarios estaban preparando los siguientes papeles que debían resolver; los que dictaban las nuevas regulaciones de exportación. Cada escolta se posicionó junto a su deidad y esperó.

Dos miradas esmeralda se cruzaron varias veces durante el proceder de la reunión, con mucha más frecuencia de lo que resultaba ser usual.