Pedro 2:20

Pues ¿qué mérito hay, si cuando pecáis y sois tratados con severidad lo soportáis con paciencia? Pero si cuando hacéis lo bueno sufrís y lo soportáis con paciencia, esto halla gracia con Dios.


Algunos días a la semana, cuando el padre Sephiroth se encargaba de la misa a la hora del rosario, en ese lapso en el que el sacristán salía a dar un paseo, un joven seminarista llamaba a la puerta de la sacristía. A veces se quedaba parado ante la puerta, pensando, sin decidirse a tocar; otras veces se daba la vuelta, dispuesto a irse. Pero cada vez, sin falta, volvía sobre sus pasos, corregía sus gestos y llamaba a la puerta.

«Quiero confesarme, padre», decía. Nunca nadie se acercó demasiado para ser testigo de la mirada de adoración que el seminarista le dirigía, ni ser capaz de escuchar el miedo y la culpa en el tono de su voz, pero si lo hubieran hecho, quizá, hubieran dudado de la fe de aquel joven seminarista.

Dos o tres tardes por semana, acudía, sin falta.

«Quiero confesarme padre»; siempre.

Sus rodillas en el piso de la sacristía, la mano del confesor en su cabello, su boca llena del pecado y la garganta que se ahogaba en él. Ave María Purísima, sin pecado concebida, ruega piedad por mí.


Los últimos días del verano le dieron paso al otoño, que dejó los patios del monasterio llenos de hojarasca. La cercanía de la noche de todos los santos llevó a los devotos a llenar la iglesia, prender veladoras por sus muertos, pedir por ellos. La guerra había dejado a las madres sin hijos y a los niños sin padres. Las armas habían ido arrasando con todos, poco a poco. Cloud recuerda la guerra como una pesadilla larga: los hombres desaparecieron de Nibelheim, las mujeres aprendieron a usar los rifles, la cosecha siempre escaseaba y la zozobra vagaba por el pueblo como un fantasma que nadie podía quitarse de encima. Los ataúdes de madera llegaron tiempo después. Cloud recuerda la mano de su madre en los funerales. «Lo siento mucho». Las palabras dichas, los novenarios, el rosario con el café y el silencio. Recordaba arrodillarse en misa y pedir por la paz, tal y como decían los párrocos.

Recordaba a la gente que se internaba en el bosque y prendía incienso a los viejos dioses, desobedeciendo a los párrocos. «La gente necesita en cosas por las que creer», respondió su madre cuando cuestionó aquella costumbre. «Los viejos dioses del Monte Nibel estuvieron aquí antes que Cristo; antes de él, también nos escucharon». «Es blasfemia», musitó Cloud. «Quizá, pero la gente lo necesita», y con ello, su madre zanjó la situación.

Nibelheim era un pueblo sincretista, y Cloud sólo escuchaba a Dios porque Sephiroth, el héroe, portaba su rostro.

Lo entendía ahora, la devoción con la que había acudido a la misa, la seguridad que, en aquellos tiempos, le proporcionaba hacer la señal de la cruz al poner un pie dentro de la pequeña parroquia de Nibelheim. La frente, el pecho, los hombros. Los ojos cerrados, como si intentara encontrar el rostro de Dios. Nunca encontró a nadie más que no fuera al padre Sephiroth durante la guerra.

Después de ella marchó hasta Midgar, dispuesto a responder a una llamada tenue que no sabía de donde había venido. Trabajó en pequeñas cafeterías durante años, hasta que su entrevista para formar parte del seminario fue aprobada. Hasta que pudo arrodillarse en el confesionario, cerrar los ojos, y musitar: «Ave María Purísima» y escuchar al padre Sephiroth responderle.

¿Por qué le había confesado todos sus pecados? ¿Por qué se los había entregado? ¿Por qué seguía llamando a su puerta?

De rodillas, Santa María, Madre de Dios, el pecado entregado de rodillas, la lengua saboreándolo, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.


La iglesia se llenaba, sin falta, cada víspera de Todos los Santos. La gente llegaba con la puesta del sol con sus flores y sus veladoras, para dejar sus plegarias, para pedir a Dios por las almas de los que se habían ido. Se empezaba a vaciar con la puesta del sol, cuando la gente marchaba a los cementerios con sus flores y sus ofrendas a cuestas. Sephiroth observaba a solía observar también, a los monjes y seminaristas que salían al mundo a buscar también a sus muertos, a sus familias. El monasterio se quedaba completamente vacío y, el ala que este había entregado al seminario, también. Eran pocas las almas que rondaban entre sus paredes. Aquellos que habían llegado de muy lejos, aquellos que no tenían muertos por los que llorar. Y él, que había crecido en el monasterio, entre las faldas de la túnica de Fray Hojo, un hombre demasiado obsesionado con las escrituras.

«Tu madre se llamaba Jenova», le dijo, al enseñarle torno en el que lo habían encontrado.

De niño, Sephiroth miró el lugar donde su madre lo había depositado, sin sentir nada en lo más absoluto. Ni tristeza, ni curiosidad, ni pertenencia. Dentro de él no hubo nada. Se quedó mirando a fray Hojo en silencio, como si hubiera dicho «qué soleado está el día» o hubiera preguntado la hora.

La primera y última pregunta que ha hecho sobre ella llegó cuando Genesis le preguntó si no tenía una tumba que atender la noche de Todos los Santos. Incluso él y Angeal tenían sus muertos, le recordó.

Fue cuando volvió a subir todos los escalones hasta la torre en la que Hojo se había encerrado tantos años antes, llamó a la puerta, e hizo la pregunta.

«¿Qué fue de ella?, ¿Jenova?»

Fray Hojo había levantado la mirada fría, casi despersonalizada y lo había mirado en silencio. Entre ellos flotó tan sólo la desesperanza de los solitarios, los hombres que pasan la noche de Todos los Santos entre las sombras.

«Quien sabe», respondió Hojo; «Cristo tendrá piedad de los desamparados».

Sephiroth nunca le ha dedicado una veladora. Lo único que tiene es un nombre sin ningún sentimiento. No hay añoranza, no hay deseo, no hubo ternura, no existió la curiosidad y la extrañeza murió antes de ser llamada. No hubo nada, más que seis letras en la voz de fray Hojo.

«Jenova».


Cuando recorrió la parroquia, ya con las puertas cerradas, que sólo se abrirían si alguien golpeaba la aldaba, observó a Cloud Strife barrer diligentemente entre las bancas de la iglesia. También se había quedado atrás.

—Strife —llamó.

Lo vio subir la mirada, todavía cargada de inocencia. Los ojos de Cloud Strife eran aquellos que habían visto al mundo y habían creído en él. Creían en la bondad, en la expiación, creían en el perdón, incluso cuando estaban sumergidos de pecado. Era capaces de mirar a la cara a lo profano y entregarles su alma. ¿Lo sabría ya? ¿Lo intuiría cuando Sephiroth le preguntaba si se pondría de rodillas, esperando ese sí con la sed de los deshidratados en la lengua?

—Padre Sephiroth.

—¿No irás al cementerio?

Cloud sacude la cabeza.

—Mis muertos están en Nibelheim.

Eran tan sólo caras que no conocía. El padre que había muerto cuando él todavía se alimentaba del pecho de su madre, los abuelos que yacían enterrados al pie del Monte Nivel, entre las vetas de mako que habían llevado prosperidad al pueblo.

—¿Usted, padre?

—Tampoco tengo muertos Strife.

Sephiroth se dirigió allí hasta el altar que la iglesia procuraba cada noche de Todos los Santos, lleno de flores y veladoras. Se quedó mirándolas, la llama danzando al calor del silencio, la cera derritiéndose, el sonido tenue del ardor del fuego. No se fijó que Cloud Strife lo había seguido hasta que lo tuvo a un lado.

—¿Rezará por ellos, padre? —preguntó.

Sephiroth alzó una ceja y dirigió su mirada hasta Cloud.

—No lo sé, Cloud Strife, ¿lo harás tú?

—Si me lo pide, padre.

Sephiroth sonrió al descubrir allí la oportunidad. Cloud Strife con la camisa negra de los seminaristas, los ojos en las veladoras, la mirada perdida entre los muertos. La piedad en persona, la inocencia reencarnada.

Lo rodeó hasta quedar detrás de él y entonces no le costó empujarlo.

—De rodillas.

Cloud cayó, sus rodillas estrelladas en el mármol y lo único que pudo hacer fue apretar la mandíbula para no delatar el horrible dolor punzante en los huesos. Sephiroth lo miró caer en silencio, fue testigo del suplicio sin decir nada. Tan sólo lo rodeó de nuevo y levantó con sus dedos su barbilla para obligarlo a mirarlo. Sus ojos, después de todo, eran también los ojos del pecado.

—¿Rezarás por ellos, Cloud?

—Si me lo pide, padre —repite.

—¿Si te lo ordeno, Cloud, rezarás por ellos?

Cloud tragó saliva, consideró las palabras lentamente. Sus ojos se mojaron en el preludio de las lágrimas que Sephiroth siempre llamaba para reclamar como suyas. Aquella pregunta era su manera de pedir permiso. Cloud lo entendía, sabía lo que venía después. Lo profano, el pecado, el dolor.

—Sí, padre.

Sus labios tiemblan, sus ojos no se mueven.

—Quítate la camisa.

Ve la confusión en los ojos de Cloud, sus manos temblar mientras desabotonan la prenda, su piel temblar en el frío de los días de otoño. Pronto no temblará por esa razón, pensó Sephiroth. Le daría otras razones. Cuando lo tuvo enfrente, con el pecho desnudo, subiendo y bajando al ritmo de su respiración, las rodillas fijas en el suelo, tan solo pudo contemplar su belleza, bebérsela con la mirada, desear destrozarla hasta dejarla irreconocible.

—Las manos detrás, Strife —ordenó—, entrelázalas. —Cloud tragó saliva de nuevo, pero le hizo caso; sus dedos aprisionaron sus propios brazos. En una mano conservó el rosario que usualmente llevaba colgado al cuello—. Si las mueves, Cloud, las amarraré hasta que la cuerda arda en tu piel.

Nunca había usado cuerda en él. La amenaza siempre había sido suficiente para mantenerlo inmóvil. Cloud Strife no contestó; tan sólo le regresó la mirada, los ojos claros, llenos de confianza.

—Reza.

La voz de Cloud iluminó la iglesia, se volvió un rumor que pudo escucharse en el aire, que llegó a todos los retablos. Su pecho siguió subiendo y bajando, esperando. Creyó, a medio rosario, que tan sólo rezaría; que aquella sólo era la posición en la que Sephiroth deseaba probarlo, que todo aquello sólo sería un atisbo a su vulnerabilidad.

Hasta que Sephiroth levantó la primera de las veladoras.

—¿Crees, Cloud, que los muertos te agradezcan tus plegarias?

La cera cayó, ardiente, en su hombro. El silencio inundó la iglesia una vez más, la oración rota por la mitad.

—No te detengas, Cloud Strife. Los muertos esperan.

—Padre…

Alzó la vista y en ella Sephiroth pudo ver las lágrimas de la confusión. Sonrió y con una mano tomó su barbilla, para que fuera incapaz de bajar la cabeza mientras veía la cera caer, ardiente, sobre su piel.

—Sigue.

Cloud Strife tragó saliva. En su garganta se habían quedado atascadas las palabras del rosario, en su piel descansaban las ofrendas de los muertos; la cera enrojeció su piel clara y de sus hombros cayó por su espalda y su pecho. Era la imagen de un suplicio hermoso, pletórico.

Sus labios temblaron al seguir.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo.

La cera en sus hombros, las manos del padre en su piel, el dolor, el suplicio, el pecado. Lo profano de la imagen del seminarista que, de rodillas, rezó por los muertos y se ahogó en el placer que le entregó Sephiroth.

—Bendita tú eres, entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

La cera corrió por su vientre. Los labios de Cloud temblaron de nuevo y sus ojos se llenaron de lágrimas. De dolor y confusión, las lágrimas del pecado y la herejía de continuar de rodillas. La seguridad de que la palabra de Sephiroth sería capaz de destrozarlo y regar sus pedazos frente al altar.

—Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

Cloud Strife cerró ojos. Las lagrimas cayeron libres y catárticas por su rostro. Continuó el rosario hasta terminar, hasta que Sephiroth hizo sobre él la señal de la cruz.

—Ave María Purísima —musitó, con un hilo de voz.

—Sin pecado concebida.

Y de nuevo, el silencio. En toda la iglesia sólo pudo oírse el murmullo del fuego que quedó en el altar aquella noche. La piel de Cloud, roja e inflamada de cera ardiente brilló en el claroscuro del templo y Sephiroth se maravilló de aquella imagen. Acarició su mejilla hasta que Cloud abrió los ojos y le devolvió la mirada. Nunca soltó sus brazos, atrapados entre sus manos con una fuerza que había acabado por dejar marcadas sus uñas.

—Padre, por favor…

—Me quedaré con tus pecados. Entrégamelos, Cloud.

Allí, parado frente a un Cloud de rodillas, que abrió los labios sin decir nada, que aceptó que jalara su cabello, que le entregó el dolor, no pensó en lo hereje ni en lo profano, tan sólo en la belleza. El pecado en la lengua, camino de la garganta, el jadeo; eso fue lo único que pudo escucharse en la iglesia en la hora de los muertos.

Santa María, llena eres de gracia.


Midgar había sobrevivido gracias a la explotación de mako. La iglesia llamaba milagros a las vetas que le habían permitido ganar la guerra contra Wutai o, al menos retrasar el final. Y con el milagro que les había dado la tierra habían elaborado ungüentos más avanzados para tratar soldados, armado a sus padres y protegido sus pueblos.

La madrugada encontró a Cloud untando ungüento en sus hombros rojos e inflamados, con el tono azul brillante que le daba el poco mako que tenía en su fórmula. Sephiroth lo había dejado a sus pies, sin decir nada, frente al altar de los muertos, antes de marcharse en silencio. Cloud no soltó más lágrimas hasta que escuchó los pasos mucho más lejos y entonces ahogó un sollozo en su puño. Tan sólo fue capaz de inclinarse ante los muertos y suplicar su perdón; suplicar perdón al padre, al hijo, al espíritu santo, a Santa María, por rogar en su nombre. Es por mi culpa, musitó, ante el silencio, por mi culpa, mi culpa, por mi gran culpa.

No podía dejar de seguir los pasos del padre Sephiroth, allí a donde fuera, Cloud sería capaz de seguirlo en el pecado y la herejía, camino de los profanos. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

Pasó un rato hasta que fue capaz de ponerse en pie y tomar entre sus manos el ungüento que Sephiroth había dejado atrás, recoger la camisa negra del piso y rehacer sus pasos hasta los dormitorios de los seminaristas. Zack aún no había vuelto. Cloud sabía que casi todos sus muertos estaban en Gongaga, sus abuelos, algunos tíos, parte de su familia. Pero también había visto la fotografía de la joven de sonrisa amplia y cabello castaño que descansaba en su buró y el mechón de cabello en el guardapelo que llevaba colgado al cuello. Zack no solía hablar de ella. Cloud no conocía su nombre; tan solo pensaba que tenía una mirada compasiva y una sonrisa amplia. Algunas noches, Zack desaparecía con rumbo al cementerio y no volvía hasta muy tarde.

Aquella era simplemente una más.

Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte.

Cloud curó, poco a poco, su piel roja y, para cuando se abrió la puerta e intentó refugiarse en las cobijas, tan sólo uno de sus hombros se veía rojo e inflamado, quemado de cera.

—¿Sigues despierto?

Al principio, Zack no alcanzó a ver lo que estaba haciendo Cloud; tardó todavía unos seguidos en distinguir el pequeño espejo caído frente a él, el ungüento, la fea inflamación del hombro que había intentado cubrir.

—¡¿Qué te pasó?!

Cloud se ruborizó al saberse descubierto, lleno de vergüenza, inundado de culpa.

—Nada —musitó, buscando dentro de sí la explicación más plausible, sin ser capaz de encontrarla—. No importa.

Intentó alcanzar con su mano el ungüento otra vez, volver a sostener el espejo de forma que pudiera observar la piel roja para poder curarla. Zack lo detuvo, tomando su muñeca en su mano.

—Déjame ayudarte —pidió—. ¿Qué ocurrió?

Preguntó con más tranquilidad, la cadencia de su voz mucho más segura. Probablemente tan solo estaba intentando infundir confianza, pero en aquella seguridad Cloud encontró la excusa: la idea de que no tenía por qué ser un secreto oscuro, algo profano y horrible, pero a la vez tan deseado que no podía describirlo. Podría ser tan simple como la cotidianidad. Soltó un suspiro cansado, pero también aliviado por la respuesta.

—Un accidente. Estaba barriendo.

Zack frunció el ceño al abrir el ungüento, pero asintió dando, por un momento, su explicación por válida. Sus dedos tocaron a Cloud con delicadeza, poniendo la cura sobre su piel. Sus dedos siguieron el camino de la cera por todo su hombro, deteniéndose un momento al acercarse un poco más a la piel a la derecha de su omóplato.

—Qué curioso accidente —murmuró y con su voz sembró a duda en Cloud—. ¿Cómo ocurrió?

—No importa —repitió—, sólo fue un accidente.

Pero Zack estuvo en el frente. Podía seguir el camino de la herida; reconoció los patrones de la cera en la piel de Cloud, después de tantos años ver cómo se acumulaba entre las velas. Pudo reconocer una mano humana en su cuerpo, la cantidad que había tenido que caer para dejar el patrón rojo sobre su piel, y el horror se juntó en la boca de su estómago, sin animarse a salir.

—Cloud, ¿quién hizo esto?

—Fue un accidente. —Rechinó los dientes, apretándolos.

—Cloud. Esto no… —Sus dedos depositan el ungüento con delicadeza, siguiendo el mismo camino que horas atrás había seguido la cera de las veladoras de los muertos, todos los ruegos dispersados por la piel de Cloud, todas las oraciones que habían muerto al caer sobre él—. Dímelo, por favor. ¿Quién te hizo sufrir?

Los ojos de Cloud se llenaron de lágrimas, temiendo el juicio, aterrorizado de la verdad, aquella que sólo podía existir en el confesionario del padre Sephiroth, entre las paredes de la sacristía; la verdad de rodillas, ahogada en su garganta, la verdad convertida en un gemido ahogado, frente a las veladoras, frente al altar. No podía existir en ningún otro rincón del mundo.

—Sólo fue un accidente —repitió—. Sólo un accidente.

Suspiró, cerrando los ojos.

—Cloud…

Antes de que Zack pudiera repetir la pregunta, Cloud insistió:

—Sólo fue un accidente.

Ambos supieron que era una mentira, pero ninguno tuvo el valor de obligar a la verdad a asomarse desde las entrañas de la noche de Todos los Santos.


Después de la primera misa del día siguiente, se quedó atrás. Miró durante mucho tiempo a Cristo crucificado mientras la capilla se fue vaciando poco a poco. Sus ojos fijos sobre su cuerpo, sobre la sangre y los clavos, sobre la cruz, como cuando Claudia Strife lo llevaba de la mano a la parroquia de Nibelheim. No fue aquella imagen la que lo llevó a seguir el sagrado camino, como tampoco lo fueron las palabras del padre en aquel entonces. No fue la virgen llorando, Santa María, Madre de Dios, la Dolorosa. No fueron los santos, no fue la biblia. Se había engañado durante mucho tiempo, pretendiendo que sus propios pecados no tenían que ver con los deseos que tenía de convertirse en seminarista. Pero siempre fue Sephiroth.

Nunca fue el cuerpo casi desnudo y sufriente sobre la cruz ni había sido su amor o su compasión.

Esperó de rodillas, aferrando en sus manos el rosario que llevaba colgado a su cuello, hasta que el recinto quedó completamente vacío, salvo por el padre Sephiroth, quien, al notar que se había quedado atrás, también esperó. Cloud lo miró durante un largo rato. En su piel sentía la cera de las oraciones derramados y el placer que le había causado sentirlas, el horror de comprender qué tan sagrado era lo que se estaban atreviendo a profanar.

Sephiroth esperó.

—Padre —llamó Cloud finalmente.

Se puso de pie y se sintió diminuto frente a la inmensidad de aquel recinto, ahogado en la belleza de los retablos.

—Me gustaría que escuchara mi confesión.

—Bien, Strife.

Sephiroth no se dirigió a la silla de la confesión, sino a la sacristía que, a esas horas, ya estaría desierta. Cloud soltó un suspiro y lo siguió. En su espalda cargaba lo profano, por su piel resbalaban las oraciones de la noche de Todos los Santos.

Sephiroth cerró la puerta detrás de ellos y Cloud cayó de rodillas.

Era tan fácil. Caer. Tan fácil soportar el golpe y ahogar el dolor en un gemido ahogado. Bajar la cabeza, humillarse ante Dios. Sentir la culpa. Por mi culpa, mi culpa, mi gran culpa. Resbalaba por la piel. Por mi culpa, mi culpa, mi gran culpa. Rogar el perdón que habría de llegar tan sólo en la incertidumbre. Por mi culpa, mi culpa, mi gran culpa. Había algo fascinante en la sumisión de aquella posición, las rodillas en el piso, la cabeza gacha. Dios, perdona nuestros pecados, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Cloud alzó la cabeza y sus ojos se clavaron en los de Sephiroth.

Antes de pronunciar la pregunta, su corazón ya había perdonado.

—¿Por qué?

—Creí que querías confesarte, Strife. —La mano de Sephiroth se posó en su cabello—. ¿Tienes el descaro de dirigirme la mirada, lleno del pecado que puedo ver en tus ojos?

Lo hizo bajarla, de nuevo.

—Quiero confesarme.

—Dime lo que has hecho.

—Profané la noche de Todos los Santos —musitó Cloud—. Sobre mi cuerpo. Mi cuerpo… En mi cuerpo están…

—¿Las contaste, Strife?

Cloud tragó saliva.

—No.

—¿Cuántos fueron?

—No lo sé.

—¿Cuántas oraciones se perdieron en tu piel, Strife?

—¿Por qué? —preguntó, con un dejo de desesperación. Sus rodillas ardían contra el piso. No importaba lo acostumbrado que estuviera a aquella posición, el dolor penetrante no lo abandonaba. Quizá aquel era el propósito. Aquella sumisión, aquel dolor—. Si pequé, al menos quiero saber por qué lo hice. —Aprieta la mandíbula y sus dientes rechinan, lastimándolo. Sobre su coronilla aún descansa la mano de Sephiroth—. Quiero saber por qué.

Súbitamente Sephiroth jaló su cabello y él profirió un quejido que ahogó mordiéndose la lengua.

—¿No pregunté acaso, Strife?

—Sí.

—Qué respondiste.

—Sí.

—¿Te arrepientes?

—He pecado. —La mano no había soltado su cabello y dolía. Otro quejido amenazó con dejar sus labios, pero Cloud volvió a ahogarlo—. Es lo correcto. Sólo quiero saber por qué. Usted también es un hombre de Dios, dígame por qué.

Sephiroth sonrió, mirándolo. Aquella no era la pregunta correcta. La carne se alimentaba del pecado, se lo traga, lo ahoga dentro de sí. Por mi culpa, mi culpa, mi gran culpa. Y el pecado, había comprendido, en todos sus años al servició del Señor, era hermoso; después de todo, Dios también amaba a los pecadores.

Ah, Cloud Strife, el pecado sobre ti es exquisito.

—Porque te lo pedí —respondió Sephiroth—. ¿Expiarás por él?

Cloud Strife cerró los ojos, rendido.

—Sí, padre.

Las rodillas contra el suelo nunca dejaron de arder. Cuando Sephiroth liberó sus cabellos, Cloud dejó caer la cabeza de nueva cuenta. No podría adoptar aquella posición frente a Cristo crucificado, aquel que había muerto por sus pecados; no se atrevería a profanarlo con su presencia.

—Es aterrador, padre, no saber si sería capaz de negarme a sus peticiones. Si usted me lo pidiera, creo que sería capaz de renegar del nombre de Dios.

—¿Quieres que te lo pida, Strife?

No hubo respuesta. No sería capaz.

—Dígame por qué —insistió—. Expiaré lo necesario. Le entregaré a Dios la mortificación de mi carne, si hace falta, para que perdone mis pecados. Pero dígame por qué, dígame por qué me lo pide.

Sephiroth sonrió; el gesto fue aterrador y Cloud no pudo sino ahogarse en él. Sus manos aferraron el rosario de su cuello hasta que las cuentas se marcaron en su piel.

—Lo aprenderás —respondió Sephiroth—; Dios ama a los pecadores, Strife, es lo que nos hace humanos.

Fray Hojo solía decir que el pecado era impuro; sólo aquel que estuviera libre de él sería realmente merecedor del reino de los cielos. Dios amaba a los pecadores, por supuesto, porque estos se arrepentían y, de rodillas, suplicaban su perdón. Perdónalos, padre, no saben lo que hacen. Sin embargo, convertido en el bibliotecario del monasterio en el que Sephiroth había crecido y donde más tarde había estudiado el seminario como único destino posible, había dedicado su vida a preguntarse si sería posible la existencia libre del pecado, la pureza máxima, el arrepentimiento total, la liberación de las tentaciones intrínsecas de la carne. A su lado, Sephiroth, que había crecido aislado, fue lo más puro que pudo concebir.

Pero la tentación siempre estuvo allí, inescapable.

En la piel de Cloud Strife y en sus ojos claros, en su rostro vulnerable, en la necesidad de ser visto. Llegó a entregársela completa a Sephiroth.

Ruega por nosotros los pecadores, Ave María Purísima, sin pecado concebida.

—Cloud —usó su nombre deliberadamente, imprimiendo el deseo en la voz profunda—, ¿deseabas que te mirara?

—Sí, Padre.

Aquella fue tan sólo la confirmación de la confesión que los había llevado a todo aquello. Antes, Cloud siempre había sido escueto y sus confesiones parecían simples inventos para rellenar el tiempo, para tapar el vacío que tenía dentro, para esconder las dudas. Se arrepentía de nimiedades sin importancia mientras seguía cargando el pecado dentro.

Pero Sephiroth lo observaba y Cloud no deseaba nada más que aquella mirada.

—¿Me entregaras tus pecados?

Cloud suspiró, mirando al piso; en aquel gesto se escondía una añoranza que Sephiroth tan sólo podía soñar ser capaz de destrozar entre sus manos.

—Todos, Padre.

Cloud Strife hablaba poco. Las palabras a menudo se quedaban atoradas en el espacio entre su pecho y su garganta, vueltas tribulaciones que ocultaba en suspiros y silencios. Sephiroth se agachó y jaló el rosario, haciendo que las cuentas se clavaran en la piel de su cuello, cortándole brevemente la respiración. Vio el pánico en su mirada y se deleitó en él.

—Ve a mi habitación más tarde —ordenó.

El rosario se reventó en sus manos y las cuentas cayeron al piso, causando un estrépito. Las rodillas de Cloud se estrellaron contra el piso y de sus labios se escapó un quejido de dolor; se llevó las manos al cuello cuando el aire volvió a invadir su cuerpo, pero no soltó un suspiro de alivio, tan sólo vio las cuentas en el piso y dejó que la desolación invadiera el aire. Sephiroth alzó una ceja al verlo aproximarse a recogerlas con cuidado, preguntándose por qué lo hacía. En muchos sentidos, Cloud Strife era también un enigma. Sus miradas, sus silencios, sus suspiros.

Se llevó la mano al cuello, se quitó el rosario que llevaba puesto y lo tiro al suelo, delante de Cloud.

—Si vienes, sabré que estás dispuesto.

Cloud recogió el rosario entre sus manos y clavó en él sus ojos. Qué hermosos eran los ojos de los pecadores. Santa María, madre de dios, ruega por nosotros.


Después de la cena, Cloud se disculpó con Zack; dijo un par de frases vacías, del estilo «lo siento, tengo algo que hacer, nos vemos más tarde». No sé percató de la mirada interrogante que el otro seminarista le dirigió cuando se marchó ni se volteó para verlo una última vez.

Sabía que Sephiroth le había dado la oportunidad de huir, olvidar todo aquello; quizá lo intuía tan solo. Pero aún tenía la pregunta que le quemaba los labios en la lengua, el porqué sin respuesta. ¿No eran acaso hombres de Dios? ¿No deberían capaces de no sucumbir a las tentaciones terribles? ¿No eran acaso aquellos que guiaban a los demás en un camino libre de pecado? Un día, Cloud se sentaría en el confesionario y escucharía a alguien que, de rodillas, vertería sobre él los lugares más oscuros de su alma. Cómo podría liberarlo de sus pecados, si los propios lo ahogaban, lo encarnaban, en ellos se convertía, Ave María Purísima, sin pecado concebida.

Ya sabía que atendería a aquella llamada. Había llegado al seminario con sueños y se había topado con dudas.

Había seguido la voz de un ídolo sin darse cuenta.

Cuando llamó a la puerta de la habitación del Padre Sephiroth, el pasillo estaba en silencio. Sus manos danzaron alrededor de las cuentas del rosario nuevo, sintiéndolo extraño y ajeno.

En sus manos, horas antes, había tenido las cuentas del rosario que Tifa le había regalado al partir de Nibelheim. La hija del alcalde. Su familia era devota, ella tenía dudas. Decía que, en el aire, también era posible escuchar a los dioses antiguos en las cercanías del Monte Nibel y que era imposible que hubiera uno solo. Cloud siempre la escuchó con ojos brillantes, curioso por aquella forma de pensar. Se vieron por última vez en la torre de agua de Nibelheim, cuando Cloud le dijo que partiría hasta Midgar. No recuerda qué deseaba realmente en ese entonces, perderse es tan fácil. En aquel entonces pensaba en Sephiroth, en cómo los hombres de Dios se habían vuelto héroes con la guerra. Pensó en Dios, también. Se aferró a la llamada, creyendo escucharla.

Se había aferrado a la idea de Sephiroth.

La puerta se abrió y ya no hubo necesidad de decir nada. Cloud había acudido.

La habitación de Sephiroth era mucho más amplia que aquellas destinadas a los seminaristas. Tenía un escritorio cubierto por una fina capa de polvo con un librero al lado que no parecía demasiado consultado. Lo que estaba limpio y pulcro era la espada dispuesta sobre una larga vitrina, cerca de la entrada. Cloud la había visto tantas veces, cuando la propaganda de la guerra llegaba hasta Nibelheim. La Masamune. No pudo evitar sentirse sobrecogido al verla, sentir la necesidad de hacer la señal de la cruz, como si aquella espada misma fuera un símbolo católico.

Si Sephiroth notó su mirada, no dijo nada. Lo dejó observar en todas las formas en las que era humano. La biblia en el buró a un lado de la cama, la sotana colgada de la silla del escritorio, el crucifico arriba de la cabecera de la cama. No había fotografías en aquella habitación, ni decoración alguna que no fuera religiosa. Las veladoras prácticamente nuevas se apilaban en el escritorio, había algunas estampas tiradas y unos cuantos rosarios que colgaban del alfeizar de la ventana. Cloud apostaría a que entre las hojas de aquella biblia no existía la carta de ninguna madre llorosa de ver a su hijo partir, ni ninguna flor. Sephiroth era tan humano como era extraño.

—¿Aún deseas saber los porqués?

Sephiroth cerró la puerta tras ellos. Había en ella colgado un espejo. Al notarlo, Cloud se quedó viendo su figura: aparentemente escuálido —aunque eso era tan sólo un engaño—, los ojos claros, el cabello parado de un chocobo rebelde, los rasgos delicados, como si hubieran sido esculpidos en un taller. La mirada interrogante y perdida, buscando guía.

—Sí, padre.

Lo empujó de los hombros, haciéndolo caer de rodillas.

—A veces encuentro que el pecado es más hermoso que la pureza, ¿no te parece?

Cloud no respondió. ¿Era necesario? La palabra de Sephiroth era también la palabra de Dios. Allí, de rodillas, vio a Sephiroth a los ojos a través del espejo. Sus miradas se cruzaron un momento y Cloud sintió cómo su corazón se saltaba un latido y tragó saliva lentamente. Tanto tiempo había deseado que el confesor le devolviera la mirada que nunca se había preguntado lo que ocurriría si realmente lo hacía.

Después Sephiroth le dio la espalda al reflejo en el espejo y abrió un armario; rebuscó un poco hasta que se dio la vuelta con un objeto entre sus manos y dejó que Cloud apreciara lo que era. La disciplina de cáñamo, el látigo de nudos con varias puntas que usaban los disciplinantes durante la semana santa. Cloud se quedó viéndolo, hipnotizado, aterrado. Por un momento quiso huir, sabiendo que sería incapaz de hacerlo mientras Sephiroth lo mirara.

—Pero hay algo más hermoso que la pureza y más hermoso que el pecado, Strife.

—¿Qué es?

—La penitencia.

Y con cuidado depositó el látigo en sus manos, y Cloud entendió.

Dejó su torso desnudo y en él sólo quedó el rosario que Sephiroth le había entregado más temprano. Sus ojos no apartaron nunca la mirada del reflejo del espejo. Parecían huidizos, quizá estaban aterrados. Cloud fue incapaz de entender sus emociones y de entender el torbellino que llenó su corazón y arrasó con sus pulmones haciéndolo incapaz de respirar.

—¿Confesarás tus pecados, Strife?

—Sí, padre.

—Habla.

Qué orden tan difícil, cuando él siempre había estado habituado al silencio de los suspiros y las miradas profundas.

—He pecado, padre, he sentido el placer de las cosas prohibidas y las tentaciones de la carne. He profanado el templo de Dios y faltado al respeto a los fieles. He sido hereje, padre. —Hizo una pausa y en su mano aferró el cáñamo. Aquella confesión no le pareció suficiente, así que clavó sus ojos en los ojos de Sephiroth, detrás de él, en el espejo—. He tentado a mi confesor, padre, y he pecado en su nombre. Perdone sus pecados, pues mi penitencia es también la suya.

—Sea, Cloud. Que tu penitencia sea también la mía.

El cáñamo en sus manos. Qué pesado era el látigo, qué temible la penitencia.

—Reza.

—¿Cuántas veces?

—Hasta que veas la belleza de los penitentes frente a ti. —Sephiroth posó una mano sobre el cabello de Cloud y lo revolvió en un gesto que, en otro momento, pudo haber sido compasivo.

Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo. Bendita tu eres, entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

El cáñamo golpeó su piel como los amantes desesperados roban un beso y arrancó las lágrimas de los ojos. Una vez, dos veces, las que hicieron falta hasta que el dolor se confundió con el placer y un gemido abandonó sus labios. Ruega por nosotros los pecadores, Santa María. Ruega por los impuros, los herejes y los profanos, bendita eres tú entre todas las mujeres.