Este es un drabble (one-shot, lo que sea) que escribí para una amiga en San Valentín owo Las cursivas son textos hablados en francés
Hacía exactamente tres meses que le conocía. Llegó a París en un avión que aterrizó a las doce del mediodía en el aeropuerto de Orly. Después de estar meses en el paro por la difícil situación económica en España, no le había quedado más que emigrar a un país del que no conocía tanto como pensaba. No era lo mismo ver fotografías por internet que estar realmente en la capital francesa, escuchando un idioma que no sabía. Como todo el mundo, chapurreaba cuatro palabras, que no es que le fueran a llevar muy lejos el día que quisiera ir a comprar comida al supermercado. Eso lo sabía, pero aún así tenía que quedarse allí si quería ganar lo suficiente para poder comprar lo que le hiciera falta para no morirse de hambre.
La empresa que le había contratado se dedicaba a proveer a otras de ciertos productos. Los más destacados y que mejor se vendían eran unas cápsulas de café que habían ganado bastante renombre en la urbe francesa. Con su patético nivel de francés, era correcto el suponer que Antonio no ostentaba un cargo de renombre en ese lugar, pero no le importaba tener que hacerles las fotocopias a sus superiores o dedicarse a hacer un montón de cálculos estúpidos que le llevaban de cabeza. El primer día de trabajo fue uno de los más complicados y, aunque sus compañeros no es que fueran esquivos y desagradables, tampoco pasaron demasiado rato a su lado, intentando que se acomodara en ese ambiente. Por mucho que lo intentó durante la jornada, Antonio Fernández Carriedo se sentía un extranjero y nada podría cambiar ese hecho. Aunque hiciera el esfuerzo de empezar a conversar con alguien, no pasaba de las dos frases y, al final, desistió, agotado mentalmente.
No quiso ir a comer con sus compañeros y les dijo que había traído algo de casa, lo cual era mentira. Esperó pacientemente en su mesa, mientras intentaba arreglar otro de esos documentos Word que le habían pasado y que no estaba formateado, hasta que sus compañeros fueran regresando, progresivamente, de comer. Sobre las tres abandonó la mesa, fue al comedor que había en la tercera planta del edificio, y que por ese entonces estaba prácticamente desierto, y se hizo con lo poco que quedaba a esas horas para comer. No estaba caliente, no estaba en su mejor estado, pero aún así era comida. Entonces, mientras degustaba ese plato combinado que había vivido días mejores con la vista puesta en su teléfono móvil, notó que alguien se aproximaba a él.
— ¿Está libre el asiento? —preguntó una voz suave en francés.
Cuando los ojos de Antonio se elevaron para ver al recién llegado, se encontraron con un hombre rubio, cuyos cabellos le llegaban a la altura de los hombros. Sus ojos eran azules, enmarcados por unas pestañas rubias largas, que se ocultaban tras el vidrio moderadamente grueso de sus gafas de montura negra. Su traje chaqueta, de color gris oscuro, definía la forma de un hombre que seguramente dedicaba horas al gimnasio. No podía ver el resto del atuendo ya que quedaba oculto tras la mesa. Al ver su desconcierto, el hombre le sonrió y señaló la silla. No hacía falta mucho para entender una seña como aquella, así que asintió, le hizo un gesto con la mano y se apresuró a añadir, de manera torpe.
— Por favor, siéntese.
Por dentro se llamó de todo. ¿Español? ¿En serio? Debería empezar a quitarse la manía. Además, ¿para qué se sentaba justo frente a él? El comedor estaba prácticamente desierto, podría encontrar una silla fuera donde fuera, sin necesidad de tener que pedirle a un desconocido si el sitio estaba libre. Sus ojos verdes, que se habían fijado en el plato después de haberle dicho que podía sentarse, se elevaron para encontrarse con que los azules le miraban también. Le dedicó una sonrisa, que dejó al español anonadado, y antes de que pudiera decirle nada —o al menos intentarlo— el rubio extendió su mano hacia él y le habló en un español con marcado acento francés.
— Eres Antonio Fernández, ¿verdad? El chico que ha empezado hoy. Me llamo Francis Bonnefoy y soy el responsable de ventas. Por decirlo de alguna manera, soy tu jefe —comentó desairadamente—. ¿Cómo que estás comiendo solo?
Nada pudo aliviar más el corazón de Antonio, que sentía ya la añoranza de su hogar, de su tierra y su idioma. No le importó que ese hombre fuera su superior, se veía demasiado agradable como para ponerse nervioso. Estuvieron hablando un poco de todo, de su puesto, del primer día y, antes de marcharse para su primera reunión de la tarde, Francis le dedicó una sonrisa cordial y le dijo: "Courage!" No sabía francés, pero dedujo que le estaba dando ánimos.
Así fueron pasando los días y posteriormente las semanas. Aunque el idioma se le resistía, era cierto que había empezado a hablar con más soltura que antes y que buscaba la ayuda de su interlocutor para encontrar las palabras que no supiera. Sus compañeros empezaron a hablar más con él, le preguntaban acerca de qué sitios sería mejor visitar en según qué épocas y él hablaba de su tierra y la ensalzaba, añorando su patria por encima de todo. No vio mucho más a ese hombre, Bonnefoy, pero sí se lo encontró en un par de ocasiones en las que, de nuevo, volvió a animarle de aquella manera, volvió a desearle lo mejor. Entonces se dio cuenta de algo: en ese ambiente en el que solía sentirse ajeno, extraño, había una persona que le hacía sentirse mejor, le hacía relajarse y pensar que París no era un sitio tan horrible después de todo, y esa persona era Francis Bonnefoy. Si lo pensaba, era ridículo que alguien con quien apenas había intercambiado palabras le hiciera sentir así.
Para bien o para mal, después de aquello, Antonio empezó a mirarle de manera diferente. Cada vez que se lo encontraba o simplemente le veía andar por uno de los pasillos, se le quedaba mirando. Había empezado a apreciar su físico y, con horror, un mes y medio después de haber entrado a trabajar en ese sitio, se dio cuenta de que le atraía. Le tocó resignarse a ello, cada vez que le veía había algo en su interior que se despertaba y el corazón le palpitaba más rápido. Quería tenerle cerca, le intrigaba saber si llevaría perfume y a qué olería, o cómo sería el rozar esa barbita de dos días recortada con la yema de sus dedos. Estaba colgado de un hombre que, posiblemente, había olvidado que existía ya que hacía semanas que no le dirigía ni un escueto hola. Vale, estaba ocupado, pero podría sacar tiempo, ¿no? —No, quizás no—.
Pero el destino era cruel, caprichoso, y en vista de que Antonio quería olvidarle, decidió que lo mejor era hacer que sus caminos se encontraran aún más. Por eso ideó el plan perfecto y movió los hilos para que el trabajo de Francis se inclinara hacia una colaboración más estrecha con los rangos "más bajos" de su departamento. Necesitaban opiniones de todo tipo y de repente sus cuatro compañeros, él incluido, se pasaban el día reunidos con Bonnefoy, lanzando ideas a diestro y siniestro, sin importar lo absurdas que pudieran ser. Francis demostró entonces ser un tipo inteligente, con saber estar y un buen sentido del humor. Siempre se esforzaba, además, en escoger las palabras más sencillas a la hora de expresarse y cuando usaba algunas más complicadas enseguida su mirada azul se posaba en Antonio, buscando la señal que le diera a entender que comprendía todo lo que había dicho. Lejos de ayudar al hispano a que se le pasara la tontería, ese comportamiento le hizo descubrir otra faceta de él que le gustaba. Y llegó febrero y con él se acercaba San Valentín. Fue el tema de conversación recurrente en las dos semanas precursoras al evento y en la cabeza de Fernández se empezaron a construir las ideas más absurdas que nunca hubo tenido hasta el momento.
Así que allí se encontraban, día 14, tres meses después del primer día en el que se habían visto, reunidos discutiendo posibles puntos de mejora de su modelo de negocio. El bolsillo del pantalón de traje que Antonio llevaba parecía pesar una tonelada y era consciente de que el peso real era irrisorio. Se pasó media reunión mirando a Francis de soslayo y cuando la vergüenza se le subía a la cabeza y le cegaba por completo, bajaba la mirada a su propia corbata. Punto extra: últimamente se vestía elegante cuando venía a las reuniones. Esperaba que nadie se hubiera dado cuenta de qué había propiciado ese cambio.
La reunión terminó, sus compañeros se fueron marchando rápidamente para poder ir a coger un buen sitio en la cantina del edificio y Antonio podía notar en su pecho que el corazón pugnaba por salirse de su sitio. Francis recogía papeles y él le miraba de reojo, pensando de nuevo en cómo iniciar la conversación y dirigirla hacia donde quería. Se levantó de la silla, arrastrándola sin querer en el proceso, se llevó la mano al bolsillo y de éste sacó una pequeña bolsita de plástico, adornada con corazones. Ésta estaba atada en la parte superior por un lazo de color rosa. Acunó la bolsa en su mano derecha y la puso a su espalda. La izquierda se fue a acompañarla y rodeaba la diestra, para asegurarse de que en ningún momento se le caía por los mismos nervios. Se quedó a unos cuantos metros de Francis y carraspeó, para llamar su atención. Sólo iba a darle chocolate, podía interpretarlo como una muestra de agradecimiento por todo lo que le había ayudado y apoyado hasta el momento. Los ojos azules se alzaron y le enfocaron. Le sonrió, se incorporó y se acercó unos cuantos pasos hacia él.
— ¿Estás bien, Antonio? Te he visto nervioso y distraído en la reunión de hoy —preguntó Francis, preocupado por el hispano.
Éste abrió la boca, tartamudeó un momento y Bonnefoy podría jurar que le había visto sonrojarse de manera progresiva. Sus labios se curvaron en una suave sonrisa y entonces el rubio decidió romper el hielo. Estiró su mano derecha, agarró la corbata azul de Antonio y tiró con gentileza de ella hasta tener al español más cerca. Esa mano se alzó, rozó la mejilla de ese sorprendido español, que le miraba con los ojos como platos, y se inclinó para besarle. Puede que aquel fuera un error, pero pondría la mano en el fuego a que no se equivocaba. No por nada Francis había sido testigo de cómo le miraba, de cómo parecía buscarle de manera inconsciente, de la atención que le dedicaba a cada palabra que pronunciaba. En algún momento se dio cuenta de que Antonio ya no le miraba como a un jefe, le miraba como a un hombre, con fascinación además y él había empezado a fijarse en su comportamiento y había ido cayendo preso de él.
Ya desde un principio le había parecido un hombre atractivo, pero había estado dispuesto a dejar todo eso de lado por mantener la profesionalidad. No obstante, desde que había leído el interés en sus ojos, ya poco se había podido resignar. Antonio, atontado por completo después de ese beso, observó sus ojos azules y pudo ver que lo sabía, que entendía todo y se sintió tonto por lo evidente que había sido. Con una tonalidad rojiza adornando sus mejillas, movió los brazos y por fin le ofreció la bolsa con el chocolate que había preparado.
— Feliz San Valentín, Francis.
FIN
