Día 2: Heat / Cottage and Farms
Las manos enguantadas de Francia arrancaron los últimos dos tomates de la fila y los dejó en la cesta de mimbre. En cuanto se levantó, sus miembros crujieron y gimió por lo bajo mientras se secaba la frente con el dorso de la mano. A lo lejos, el sol se escondía detrás del caserón de piedra y madera. La piel le escocía del sol, no importaba que se hubiera puesto crema, y el sombrero, aunque le había protegido la cara, le había sofocado. Se notaba el sudor bajo la ropa, que se pegaba a la piel. A su izquierda, España recogía a mano los últimos tomates de su fila. En esa posición, su trasero respingón se ofrecía como una tentación. La camiseta de tirantes se pegaba a cada músculo, cada pectoral. Francia se debatía entre el deseo de ser esa camiseta o el deseo de ser sus pantalones. Podría estar en cualquier sitio del mundo, sentado frente a un ventilador, pero Francia estaba allí, echando una mano con el campo a su vecino porque, sí, le gustaba aquella tarea tan antigua y manual, pero todavía le gustaba más regodearse en lo perfecto que era el cuerpo de España. El moreno del verano lo tostaba y a él le entraban ganas de hincarle el diente.
A lo mejor luego lo intentaba.
Francia sujetó la cesta contra el pecho y se puso a su altura.
—¿Necesitas que te eche una mano? —Donde él quisiera. Él se la ofrecía. Fuese en el campo o sobre su cuerpo.
—No, gracias, con esto ya lo tengo todo —respondió España, ajeno a las vueltas de la mente del otro. Se incorporó y le examinó. Lucía su eterna sonrisa que tan bien le sentaba. De alguna manera, lo intimidó y Francia desvió la mirada, nervioso.
—¿Qué? ¿Tan mal me veo? —le preguntó, intentando recuperar el control.
—¿Mal? No sé si esa es la palabra. Te ves trabajado, como en los viejos tiempos.
España se encaminó hacia el caserón y Francia, después de un instante perdido, arrancó detrás de él. No estaba acostumbrado a que su vecino diera tantos rodeos para contestar a una pregunta, así que había algo más.
—¿Trabajado en el buen sentido? ¿Te gusta? ¿Me encuentras atractivo en este lamentable estado, Espagne querido?
El español se echó a reír.
—Anda, no hagas más el payaso. Mientras preparo la cena, te puedes dar una ducha. Es lo mínimo que puedo ofrecerte después de lo mucho que has trabajado.
Francia entrecerró los ojos. Evasivas. No le costaba nada echarle un piropo por una vez. Se resignó y se fue hacia la ducha. España siempre sería así: distraído y denso en los temas que a Francia más le interesaban. El agua fría fue una bendición después de la tarde trabajando en el campo. Se peinó, se secó el pelo como pudo con una toalla y regresó a la cocina. España cocinaba, de espaldas, canturreando una vieja canción que reconocía aunque no le podía poner nombre. Se acercó a él, entrelazó sus manos sobre el pecho de España y enterró la nariz en la nuca, en los mechones cortos. Sobre el tenue olor del sudor, España olía a tierra, a tomates, a olivas, a naturaleza, a campo. Como una ninfa de aquellas tierras. Francia no pudo resistir la tentación y le mordió la nuca. España se encogió, se rio y trató de escapar.
—La cena está en la terraza —le dijo, sin poder esconder la diversión en su mirada.
—Sólo tomaba un tentempié —respondió Francia, fingiendo inocencia.
Esa noche, nada quedaba descartado. De alguna manera se tenía que cobrar el trabajo en el huerto.
