Frain Week 2023 - Día 3: Sunset & sunrise
Aquellas eran las primeras vacaciones juntos desde que habían oficializado lo suyo. Ponerle nombre a su relación era un compromiso, un voto de fidelidad, una intención de construir algo a futuro. A España todo aquello le daba miedo. Y no porque su compañero, su pareja, fuese Francia, no. Quizás porque, por el momento, todo iba muy bien y él estaba acostumbrado a que algo siempre se fuese al garete. Por el momento sus teléfonos no habían sonado ni una sola vez y, para desconectar, habían cruzado el océano y se estaban alojando en un resort caribeño. Llegaban a la piscina, España se quitaba la camiseta y Francia lo paraba antes de que le diera tiempo a ir al agua para ponerle crema. Con la mirada perdida en las aguas cristalinas de la piscina, España podía sentir las manos del otro paseando por su cuerpo y su atención, gradualmente, regresó a lo que pasaba a su lado.
—¿No te estás pasando un poco poniéndome crema? Estás a un paso de entrar en lo obsceno.
—¿Obsceno? No sé a qué te refieres. ¿Me pones cremita en la espalda?
España lo miró con los ojos entrecerrados mientras el francés se daba la vuelta y se apartaba la coleta para que no se manchara. El alarido que pegó Francia cuando le echó la crema directamente sobre la piel le hizo sonreír. Se lo tenía un poquito merecido. Paseó la mirada por su espalda, por cada rincón, cada pequeña marca sobre la nívea piel. El hambre de una temporada sin contacto físico le fue dolorosamente patente. Sacudió la cabeza y le dio una palmada.
—Listo. Me voy al agua.
Francia lo despidió y continuó echándose crema. Desde el agua, mientras hacía unos largos que casi parecían paseos, España vio que se ponía las gafas de sol y se echaba en la tumbona bajo la sombrilla. Parecía una estrella de cine y, con las miradas que cosechaba, no dudaba que algún inconsciente pensara eso. Francia descansaba siempre un rato, decía que prefería que la crema se absorbiera para más protección, pero él sabía que, una vez mojado, Francia no podría pasar muchas horas sin tratar su cabello. Cuando el calor se le hacía insoportable, se le unía en la piscina. No desaprovechaba la oportunidad de abrazarlo, manosearlo bajo el agua o besarlo. Y él… se sentía en una nube: en lo alto, eufórico y al mismo tiempo temiendo que en cualquier momento desaparezca y se caiga al vacío. Creía que había ocultado ese tormento a la perfección, pero esa noche, sentados en la terraza del restaurante, con el atardecer como espectáculo, Francia le preguntó si estaba bien y le pilló desprevenido.
—Claro. ¿Por qué lo preguntas? ¿Por qué no iba a estarlo?
—A veces pareces perdido en tu cabeza y eso, lo creas o no, es muy peligroso.
—No sé si me has llamado estúpido o me lo tendría que tomar como un halago —se rió España.
Pero Francia estaba serio, le miraba fijamente, preocupado. Había tanta emoción en sus ojos, que la sonrisa de España se apagó poco a poco. Estrechó la mano que tenía sobre la mesa y fijó los ojos verdes en el mantel.
—Lo estoy pasando muy bien y a ratos eso me asusta.
—No estamos acostumbrados a tener cosas buenas, ¿verdad? —preguntó Francia. En su voz se percibía la ternura de una sonrisa. España asintió—. Lo sé. Pero estamos aquí, ahora, juntos. El resto funcionará. Estoy seguro. Quiero estarlo.
España alzó la mirada y la expresión de Francia le derritió. El cariño de años, las experiencias vividas, el amor que traspasaba el tiempo y la complicidad que siempre los había acompañado le estremecieron. Sí, tenía razón. Iba a funcionar. Iba a luchar por esa relación. Por ellos y por muchos más amaneceres y atardeceres juntos.
