Day 5: Public display of affection / Omg they were roommates
Los odiaba. Es que no lo podía soportar. Su saber hacer, su caballero interior, se retorcía de la grima cuando los tenía delante. Inglaterra pensaba que era algo que había sido así siempre y que nunca iba a cambiar. Bueno pues se equivocaba. Desde que España y Francia tuvieron la brillante —y, por supuesto, estaba siendo irónico— idea de tener una relación, la cosa había empeorado. ¡Una jodida relación! ¿Qué se creían? ¿Que eran humanos corrientes? ¿Que podían tener una relación que estuviera totalmente alejada de la política? Por eso mismo en un principio nadie los creyó y todos los vigilaron. Si estaban preparando algo grande, verían los indicios. Pero no. Las cosas, dentro de las reuniones, no habían cambiado. Incluso los habían visto discutir con la misma visceralidad de siempre.
Ah, pero fuera…
Fuera, la cosa cambiaba.
Francia ha sido, es y siempre será un pulpo. Tiene la fama y carda la lana porque le gusta. Porque tiene el cerebro podrido. España, por otra parte, nunca ha tenido un concepto muy claro del espacio personal. Es como un Golden Retriever en busca de atención y no tiene ningún reparo en tocarte el brazo mientras te habla o despedirse con dos jodidos besos. Francia es gasolina y España es fuego y se retroalimentan de una manera repugnante. Ahora que eran pareja, la cosa había empeorado. En cuanto se acababan las reuniones y dejaban el hacha de guerra enterrada en el auditorio, daba diabetes. En sus miradas se veía la felicidad, el cariño que se tenían el uno al otro. Sus manos no parecían ser capaces de existir si no estaban apoyadas de alguna manera en el cuerpo del otro. Con lo que le hubiera gustado que se lanzaran al cuello del otro y que hubiera sangre, como en los viejos tiempos.
En cambio, tenía que ver cómo se dedicaban palabras empalagosas, cómo se reían de lo que el otro decía, cómo se daban la mano, cómo el mundo les desaparecía mientras interactuaban. Allí estaban, en el pasillo, frente a los ventanales. El gabacho tenía sus tentáculos alrededor de la cintura del otro. España le acariciaba la nuca con una mano y con la otra enrollaba uno de los mechones rubios en un dedo. No parecía que le importara en absoluto los besos que el pulpo le dejaba en la mejilla.
—Podríais tener un poco de decencia. Sois mayorcitos para estar de esta manera. Es repugnante —escupió Inglaterra, apretando la carpeta contra el pecho.
Francia alzó el rostro y sonrió malicioso. Odiaba esa expresión. La había visto en infinidad de veces durante su vida y en todas y cada una de esas ocasiones había experimentado el deseo de darle un puñetazo en la cara.
—¿Qué te pasa, Inglaterra? ¿Tienes celos? Pobrecito.
—Deja de meterte con él. No tenemos tiempo de pelear si queremos llegar al restaurante —susurró España, aunque Inglaterra pudo escucharlo.
Una prueba de lo en serio que se estaban tomando eso: Francia no había hecho ninguna de sus inapropiadas propuestas junto al comentario de los celos.
—Idos al cuerno —espetó el inglés.
Escuchó la risa y el chistar a sus espaldas. ¿Celos? ¡Y una mierda…! A lo mejor sí… Un poco. Pero no en el sentido que ellos pudieran creer. No se pondría en el lugar de ninguno de los dos. Moriría antes que tener una relación con España o con Francia. Lo que sí le daba envidia es una nación como él hubiera podido aspirar a tanto y que encima lo hubiera conseguido.
