Sabía que no debería estar allí. Aquello no era buena idea. A esas horas, cuando los caminos brillaban con la pátina del rocío y solo unas lámparas lo iluminaban, era el momento más peligroso de la noche. Lo sabía y, aún así, allí estaba, dirigiéndose a paso ligero al camino de los artesanos. Francis dejó atrás la calidez de un hogar ostentoso, se cubrió los hombros con un mantón blanco y apretó el paso.

La luna estaba ausente aquella noche y el paseo entre la zona residencial y comercial se volvía más arriesgado. La puerta de la herrería se agitaba bajo la luz del candil que colgaba del tejadillo. El primogénito de los Bonnefoy miró a los lados y golpeó suave con los nudillos. La puerta se abrió casi de inmediato. Un hombre fornido, con el cabello y los ojos igual de profundos que la noche, le examinó.

—¿Te han visto? —le preguntó con una voz afilada como los cuernos de una bestia.

Francis tensó la mandíbula y miró hacia atrás. Se dio cuenta de lo absurdo que era aquel gesto: si lo habían seguido, de nada serviría descubrirlo ahora. Negó con la cabeza.

—Te lo ruego, déjame pasar. Lo que ocurrió el otro día yo… No entiendo cómo pudo suceder. Mi familia, ellos…

El herrero se movió incómodo. Su cuerpo grande se estremeció y, por instinto, entornó la puerta un poco.

—No, no lo pondré en peligro. Márchate, marqués. Las calles son traicioneras a esta hora.

Francis metió el brazo entre la puerta y el marco a riesgo de su propia integridad. Sus dedos se hincaron en la madera y tiraron para abrirla. Aunque no poseyera gran fuerza, la tenacidad que lo llevaba a aquel sitio, a aquellas horas, no se vería arrastrada por el viento de aquel contratiempo.

—Si crees que voy a irme, estás equivocado, herrero. Hará falta más que esto. Si no quieres que monte un espectáculo, déjame entrar. ¡Te lo exijo!

A pesar de lo mucho que le intimidaba, con su altura y anchura, Francis no titubeó. Daba igual que tuviera la nariz roja del frío y que estuviera despeinado del viento. Una vez había tomado la decisión —el paso más difícil—, sólo había una persona que podía hacerle cambiar de parecer y se encontraba tras esos muros: Antonio Fernández.


3. Camino