No dejó de ser un sueño
Hasta donde Regina sabía, contar cuentos hacía que los niños sintieran sueño. Estaba un poco preocupada con aquellos pequeños dentro de la sala de juegos, pensando si aprobarían la versión clásica de la historia de Blancanieves. Pasó un tiempo mirándolos, niños y niñas tan pequeños y tan frágiles, luchando todos los días por la vida, aunque sus pequeñas caritas no demostraran aquello en aquel momento. Regina pensó muchas veces en darse la vuelta y no entrar en la sala. Le iba a decir a Emma que se había echado para atrás, pues a los pequeños no les iba a gustar su manera de contar cuentos y ella acabaría recordando a sus hijos.
Regina miró a los pequeños con algo de envidia, ¿de dónde sacaban aquellas sonrisas? Emma le había dicho que tenían todos los motivos para llorar, pero preferían siempre la risa en lugar del llanto. Había hecho la inscripción y pasada la entrevista, ¿por qué rendirse ahora? Aquellos niños entenderían cómo ella se sentía sin tener que decir una palabra, les bastaba verla sentada en la silla de ruedas. Decidida, empuja la silla hasta la puerta de la sala y la abre sola, con un libro en el regazo. Cuando llega al centro de la sala, sin que notaran su presencia, ella decide abrir el libro. Érase una vez…Un pequeño mira hacia atrás y le sonríe. Regina lo ve y lo considera bonito con tantos dientes de leche en la boca y una pequeña clava en su piel negra. Como en un pase de magia, todos la miran a ella y al libro, y con la curiosidad natural de la edad se acercan, formando un círculo alrededor de ella. Algunos ríen, algunos hablan de su cabello peinado hacia atrás, otros apenas miran y otros esperan. Hay dos pequeños en silla de ruedas como ella y ambos cuchichean algo, aparentemente avergonzados. Regina mira cada uno de aquellos rostros y su única elección es sonreírles.
Ella los saluda tímidamente con un movimiento de cabeza y los peloncitos le devuelven el gesto. El mismo pequeño que se había acercado primero hace un comentario.
‒ ¡Miren su cabello, qué guay!
Una niña presta atención en la ropa que Mills llevaba
‒ ¡Mi madre tiene una igual!
Otra pequeña siente curiosidad por las delicadas cicatrices, pues el sol se refleja en ellas.
‒ ¡Tiene una cara graciosa!
Nadie menciona el hecho de que esté en una silla de ruedas. Ella no reaccionaba, esperando a que la euforia de la curiosidad pasara. Regina mira la primera página del libro. La historia de Blancanieves y los siete enanitos. Entonces los niños decidieron parar y prestar atención a lo que ella fuera a hacer. Mills tragó en seco, colocó el libro en el regazo y comenzó:
‒ Hace mucho tiempo, en un reino distante, vivían un rey, una reina y su hija, la princesa Blancanieves. La hija del rey tenía la piel blanca como la nieve, los labios rojos como la sangre y los cabellos negros como el ébano. Un día, la reina enfermó y murió. El rey, sintiéndose solo, se casó de nuevo. Lo que nadie sabía era que la nueva reina era una cruel hechicera, llena de envidia, además de muy vanidosa‒ Mills espió a los pequeños por encima del libro y nadie, absolutamente nadie, apartaba los ojos de ella. Volvió al libro ‒ La reina malvada poseía un espejo mágico, al que todos los días preguntaba: "¡Espejo, espejito mágico! ¿Hay en el mundo alguien más hermoso que yo?‒ su voz cambia a más grave y cómica y no había niño que no estuviera prestando atención.
Regina leyó cinco páginas más y al bajar el libro recibió la mayor salva de aplausos de su vida― ¿o acaso era la única? La verdad era que los pequeños querían más, quería escucharla. Nadie les había contado un cuento de aquella manera, con bastante información como para prestar atención. Ya habían oído hablar de Blancanieves, pero no con voces e interpretaciones tan divertidas. Los pequeños se agitaron tanto que Regina se asombró. Ellos querían otra más, quería acercarse a Regina y pedirle que leyera Cenicienta o la Bella y la Bestia, solo que Mills tenía poco tiempo y no podía pasarse. Cerró el libro delicadamente, lo puso sobre el regazo y explicó que no podía quedarse, pero prometió volver en breve.
Emma estaba bien allí, de pie en la puerta de la sala, viendo la aglomeración alrededor de Regina. Había llegado a la mitad de la historia, pero pudo escuchar la voz de la señora Mills fingiendo ser una víbora cuando la malvada reina entrega la manzana a Blancanieves. Rió con los pequeños cuando Regina puso la voz de los enanitos, menos Dormilón. Entonces, era así como ella hacía para tranquilizar a sus propios hijos a la hora de irse a dormir. Aquellos dos debían adorar la madre que tenían. Regina mostraba a Emma un lado hasta entonces desconocido, incluso para ella misma. Cada vez era más difícil creer que allí, en aquel cuerpo, hasta hace unos meses había vivido una tirana. Emma percibía la mano de Regina con los niños. Si no fuera empresaria, sería buena pediatra, pensó.
Finalmente Regina la vio y sonrió, dando la sensación de que había cumplido bien su misión. La enfermera empujó la silla por los pasillos de la cuarta planta, bajaron en el ascensor y pasaron brevemente por la cafetería, pues Leopold estaba haciendo la compra del mes para la casa y tardaría una hora en ir a buscarlas. Mills tenía la sensación de que en otro tiempo habría exigido que el chófer estuviera esperándola nada más ella acabara de hacer sus cosas en el hospital, pero ya no era el caso. Mientras Emma endulzaba una taza de café expresso, Regina optó por un zumo de naranja, que no sabía si ya le gustaba antes del accidente o le había cogido el gusto ahora. Existía una serie de dilemas como ese, si ya conocía algunas sensaciones o si eran cosas nuevas en su vida igualmente nueva. Al darse cuenta, Emma aprovechó para saciar la curiosidad.
‒ ¿Cuántas cosas cree que ha rescatado de su pasado?
‒ No muchas. Tengo la sensación de que mucho de lo que estoy haciendo es reciente‒ responde Mills
‒ ¿Como el zumo de naranja?
‒ Sí. Quizás ya me gustara, pero ahora me gusta mucho‒ ríe y termina de beber el segundo vaso.
‒ Dijo que habría montado un escándalo si Leopold no hubiera estado aquí al acabar. ¿Por qué será que también ha cambiado eso?
‒ En teoría me golpeé la cabeza, pero se trata de mucho más que eso, lo sé. Me parece que mi cerebro pasó por un cambio durante el coma. Es gracioso, recuerdo escuchar su voz mientras estaba inconsciente. Eso está muy claro en mi mente.
‒ Espero no tener nada que ver con su cambio.
‒ ¿Cómo que no? Usted forma parte de eso, es lógico. Fue la única persona que mostró preocupación hacia mí, sin siquiera conocerme. Menos mal que sintió empatía hacia mi situación, y sin querer con su dulzura me influyó para actuar de la manera en que necesitaba.
‒ Creo que esta Regina de ahora siempre estuvo en usted, solo esperaba el momento para surgir del caparazón. Hay innumerables factores que pueden haberla empujado a salir.
‒ ¿Acaso fue mi crianza? ¿Mis padres? ¿Mis poses? Porque no recuerdo haberme comportado de manera extraña con mi marido y mis hijos. Brava de vez en cuando, no extraña como Cora me cuenta a veces.
‒ Puede ser que tenga relación. Mucha gente dice que me parezco a mi madre, por ejemplo. Ella quería ser médico, no lo consiguió y plasmó en mí sus deseos. Acabó gustándome.
‒ Esas cosas de familia son tan interesantes, ¿no cree? Hacemos cosas basándonos en lo que nuestros padres entienden como felicidad.
‒ Somos un espejo de lo que ellos nos enseñan, por eso la crianza es algo muy importante.
‒ Usted fue muy bien criada, por lo visto. ¿Sus padres aún viven?‒ Regina preguntó e hizo que Emma sonriera dulcemente.
‒ Sí, viven en la zona de las montañas, forman la pareja más enamorada que he conocido. Esto me recuerda que tengo que llamarlos.
‒ ¿Entonces es hija única?
‒ Sí, lo soy. Tengo gente a la que considero mis hermanos, pero soy hija única. Y a pesar de ser mimada, no me considero una persona consentida.
‒ Va mucho con la forma de ser criada, como usted dijo. Yo creo que no tenía preferencia con los gemelos, pero recuerdo que consideraba a Lisa más educada que Henry. Eran muy parecidos en varios aspectos, sin embargo podían ser distintos en pequeños detalles. Pensé que contarles un cuento a los pequeños hoy sería un trabajo difícil.
‒ ¿Por qué pensó eso?
‒ Porque pensé que me haría recordar a mis hijos. Ahora no veo la hora de poder volver‒ Regina dejó escapar una sonrisa.
‒ Me di cuenta de que se sentía a gusto con ellos. Voy a hablar con mi jefa aquí en el hospital, la enfermera Úrsula, y veo si hay una forma de que venga más días a la semana.
‒ ¿Haría eso por mí, Emma?
‒ Claro que sí, es un placer
Siguieron hablando de los niños mientras volvían a casa, después de que Leopold se sintiera lo suficientemente cómodo para preguntar cómo había sido la experiencia de contarles un cuento. Mills preguntó quién era el pequeño niño negro que había hablado de sus cabellos cuando ella llegó. Emma le respondió que se trataba de Jon, un niño que estaba en tratamiento desde hacía seis meses y que sus padres eran abogados importantes en Amber City. Emma también reveló quiénes eran los dos pequeños que estaban en sillas de ruedas. Curiosamente, aquellos dos eran huérfanos de madre y los padres de ambos se habían hecho amigos durante el tratamiento de los hijos. Cada pequeño tenía una historia, algunas más tristes que otras, sin embargo, todos los pequeños tenían en común la búsqueda de la curación. Emma resaltó que era probable que algunos de aquellos pequeños no volvieran a la sala de juegos, pues estaban en estadíos avanzados de la enfermedad. Regina deseó que todos ellos recibieran la bendición de la sanación o que hubiera en el mundo una manera de tratar aquella dolencia para diezmarla de una vez por todas.
Por supuesto que Mills era consciente de los males del mundo y que no todo sería como ella pedía. Algunas enfermedades jamás tendrían cura, justificándose en que a todo el mundo le llegaría la muerte de alguna manera. Ya no se cuestionaba por qué había sobrevivido al accidente que le había arrancado sus bienes más preciados, solo quería entender por qué había pequeños que tenían que pasar por un proceso doloroso como era el cáncer. Los niños debían ser intocables, inmortales y no abandonar a sus padres antes de crecer.
Cuando llegaron a casa, Regina le pidió a Emma que le preparase los medicamentos, pues las jaquecas eran constantes y aunque estaba sentada sobre un cojín, la posición en la silla cansaba sus músculos. Hablaría con Ingrid para fortalecer las piernas cuanto antes, pues quería volver a andar costara lo que costara.
Regina abrió el portátil que llevaba meses apagado en la mesa de la sala. Lo encendió y esperó ansiosamente para ver qué había dejado en él antes de entrar en coma. La primera pantalla que se abrió era una foto de los hijos, algunas anotaciones en un bloc de notas virtual y diversos archivos administrativos. Con paciencia abrió uno por uno hasta que fue direccionada a la página online de un banco. Menos mal que el login y la contraseña habían sido guardadas automáticamente. Aunque no era difícil adivinar lo que había puesto como clave para abrir su tesoro particular. Así vió cuánto tenía en el banco, y vacilante entró en la cuenta de ahorros. Se asombró al encontrarse con un valor de siete dígitos. Era mucho dinero, que ciertamente sería usado en la educación de los hijos en el futuro. ¿Qué haría con tanto? Es verdad que pagaba a los trabajadores, tenía gastos con la manutención de la casa y sus caprichos, ropas, sus lujos que no eran nada baratos. Aún tenía la contabilidad de Mills & Colter, facturaba bien y conseguía ganar eso solo para ella y Daniel, pero no imaginaba qué podría hacer ahora con todo ese dinero.
Emma le dio la medicación, pero tuvo que llamarla dos veces para que apartara su atención del ordenador. Vio algo diferente en su mirada, cuestionamientos que no tendrían respuestas rápidas, y que quizás no fueran a compartir con una simple enfermera.
‒ ¿Todo bien, Regina?
‒ Ah, discúlpeme, Emma. Sí, todo bien‒ tomó la medicina con un buche de agua y continuó mirando la pantalla del ordenador.
‒ Si necesita algo, estaré en la cocina…
‒ Antes de que se vaya, por favor, respóndame‒ la enfermera dispuesta a salir, se giró para mirarla ‒ ¿Qué haría usted con diez millones de dólares?
Emma desorbitó los ojos. Pensó. Tenía una breve lista de lo que le gustaría hacer cuando ganara la lotería, aunque sentía recelos en contárselo a cualquiera, pues, un día, leyó en una revista en la consulta del Dr. Whale que guardar secretos en cuanto a los deseos era algo fundamental para que se realizaran. Ella no entendía la pregunta o por qué Regina la había hecho en ese exacto momento. Fuera lo que fuera que estuviera observando en la pantalla del ordenador, era algo relacionado con dinero. Trabajaba para ella hacía pocos días, la conocía desde hacía dos meses y medio y sin embargo era como si fueran amigas desde hacía años. ¿Qué mal habría en contarle algunos de sus planes?
‒ ¿Yo? Bueno, me compraría un coche nuevo, una casa, porque vivir en un apartamento dejó de ser sinónimo de comodidad. Creo que también haría una reforma en casa de mis padres, aunque ellos adoren aquel sitio. Ayudaría a mi amigo Killian a casarse, él está ahorrando dinero desde hace dos años para hacerlo. Le daría algo a Bradi y a sus hijas. Lo que sobrase creo que lo donaría a instituciones médicas.
‒ ¡Eso es! ¡Donaciones! ¡Ya sé qué hacer con el dinero!‒ animada se olvidó de que había desaprendido a caminar e intentó ponerse de pie, pero cayó sobre la silla y sintió dolor.
‒ ¡Regina, cuidado!‒ Emma la socorrió
‒ Olvidé que no puedo andar.
‒ ¿De dónde salió toda esa euforia?
‒ Es que tras la muerte de Daniel y los pequeños, pensé en qué destinar convenientemente mi fortuna. Creo que voy a hacer una donación y ver cómo reaccionan.
‒ ¿Va a donar a alguien en particular?‒ Emma la colocó bien la silla
‒ Ya lo verá, tengo que ponerme en contacto primero con algunas personas‒ sonaba animada. Cerró el ordenador, pensando en un plan.
La enfermera la llevó al cuarto, tenía que echarle un vistazo a su columna, pues había notado una rojez por fricción en la zona lumbar cuando el día anterior la había bañado. Tenía que ser bien exigente con la señora Mills y preguntarle todos los días dónde sentía dolores. Regina no sentía nada en aquella parte específica del cuerpo, pero para evitar problemas mayores, Swan masajeaba la región como Ingrid le había pedido que hiciera en determinados casos. Le pasó la pomada, enfrió con una compresa y le pidió que evitara quedarse en la misma posición durante mucho tiempo. Cada vez que Emma tenía que acariciar su cuerpo, Regina sentía cosquillas en el estómago y el corazón se le subía a la boca. Pero para nada era algo malo, para Mills eran las mejores horas del día. Se sentía tan cómoda que podría dormirse con las caricias en su espalda. Era siempre así. Emma ya había notado que Regina se callaba en aquellos momentos, especialmente a la hora del baño, pero no quería crear un clima incómodo entre ellas preguntando si estaba bien.
Regina ya no prestaba atención al hecho de estar desnuda frente a Emma, por eso, la noche pasada, no fue necesario usar el camisón y las toallas para desvestirla. No sentía culpa al notar que los pezones se le endurecían cuando Emma lavaba sus piernas y alrededor de sus partes íntimas, pues sus zonas íntimas ya las podía lavar ella misma e intentaba hacerlo sin tener que mirar aquellos ojos verdes intimidantes. Pues si lo hiciera mirando a Emma, pensaba que echaría todo a perder entre las dos y perdería además de una enfermera, la compañía agradable de la rubia. Regina lamentaba cuando el baño acababa y lamentó el poco tiempo que Emma tardó en darle el masaje en la zona lumbar.
Los sueños de Regina comenzaban a disgregarse de aquel lugar increíble donde solía ver a sus hijos. Notaba el agua que envolvía su cuerpo, abrió los ojos y emergió de la bañera. Está completamente sola. Sus pies están apoyados en el fondo, y los estira, deslizando las piernas a lo largo. Notaba las piernas, una victoria sin igual. Entonces podía salir de allí y secarse sin ayuda de Emma. Se alza de la bañera, sus cortos cabellos gotean sobre sus hombros, siente frío. La toalla está a cinco centímetros, pero Regina no la busca. Pone un pie fuera de la bañera, luego el otro, pisa la alfombra que los seca y camina, desnuda, dejando charcos por todos el suelo. Busca alguna cosa, a alguien, pero no lo encuentra. Mientras, su rastro hecho de gotas continúa mojando por donde pasa, y el frío la domina hasta el punto de no poder andar sin temblar. Está tiritando. ¿Acaso no hay nadie en casa para asistirla? Mills camina por la casa, atraviesa el pasillo, llega a la sala y el silencio llega a dolerle en los oídos. ¿Qué diablo de sueño es ese en que abandona la bañera sin secarse y sin llevarse consigo la toalla? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Acaso es una metáfora de lo sola que está en el mundo? ¿Si se atreviera a salir así a la calle, encontraría a alguien o pasaría a ser invisible? Regina siente que tiene el control y al mismo tiempo no quiere ese control. Ella se protege, se agarra los brazos a la altura del pecho y se gira para regresar, pero choca con una toalla blanca gigante que la envuelve. Mira hacia arriba y ve a Emma, grande, fuerte, sin el uniforme de enfermera ni los cabellos recogidos. Finalmente Emma se había saltado el pelo, y son muy hermosos.
Durante largos minutos, se miran la una a la otra, Regina aún está chorreando. Emma no está allí como enfermera. Aparentemente es la única persona aparte de ella en la casa, y aprovechó para vestirse como lo hace normalmente o sencillamente para no vestirse, porque cuando Mills la mira bien, observa que Emma se viste con algo tan transparente que todo su cuerpo está expuesto. Es un hermoso camisón de seda, igual a los que ella debe tener en su vestidor en la planta de arriba. Emma envuelve la toalla alrededor de Regina con la fuerza de siempre, aquella que hace que su corazón se le suba a la boca. Regina quiere preguntar qué está sucediendo, pero las palabras sencillamente no salen de su boca. Emma tampoco dice nada, la suelta y solo la mira a los ojos, su expresión ni es seria ni está contenta.
Regina no logra entender lo que pasa. Comienza a perder el control del sueño y solo responde a lo que la Regina del inconsciente hace. Emma no aparta los ojos de ella y eso la excita inevitablemente. Emma es hermosa, de rostro, de cuerpo, de presencia. Ella es todo. Es la imagen de una diosa mítica en su forma más pura.
Las gotas descienden por el rostro de Regina y le hacen cosquillas, ella ríe y Emma siente la necesidad de hacer lo mismo. ¿Dios, por qué es tan bonita? Regina intenta decir que es hermosa, pero no abre la boca. Cómo hará, no lo sabe, aunque quiere contarle que si le gustasen las mujeres, con certeza le gustaría Emma. La mujer respira, intentando recuperar el aliento. Entonces lo que sucede es lo más surreal que podría imaginar: ella alza la mano, temblorosa, en dirección a Emma, y toca su rostro. La rubia mira a Regina con un brillo en su mirada, la atrae de nuevo hacia ella, solo que esta vez pegan sus cinturas. Regina no resiste mientras se miran, está casi doblándose en las manos de Emma. Ella se inclina y cierra los ojos, abre la boca buscando y encuentra a Emma esperando por ella.
El nudo hecho por Emma en lo alto del pecho de Regina se deshace y la toalla se desliza al suelo. Regina está deleitándose en el beso cuando siente las palmas calientes envolver sus pechos duros como piedra. Es el auge, el éxtasis, el gozo. Ninguno de los recuerdos de Daniel podía compararse a aquello. Parece música sonando en sus oídos. Está tan impresionada con la sensación que abre los ojos para acordarse de la realidad.
Emma está allí, en el mismo sitio de siempre, en el sofá-cama, pero está sentada, leyendo un libro al caer la tarde, esperando a que ella descansara hasta la hora de cenar. Regina la mira en la distancia, está jadeante, le costaba creer lo que había visto, y principalmente que todo no había dejado de ser un sueño.
