Capítulo 5
El noviazgo entre Edward y yo floreció en una serie de momentos encantadores y llenos de complicidad. Una tarde, decidí llevarlo a mi laboratorio para mostrarle mi mundo de células y microorganismos.
—Es aquí donde pasó la mayor parte de mi tiempo —le dije, con entusiasmo.
Edward observó con admiración los microscopios y las muestras, haciéndome preguntas curiosas sobre mi trabajo. Incluso me sorprendió su interés genuino por el fascinante mundo de la biología.
—Sabes en la secundaria yo no tuve el corazón para hacer lo de la rana— dijo apenado
—Yo tampoco, jamas he trabajando con animales, está fuera de mis límites — confesé
—Y los puntitos rojos son diferentes a los violetas, por?— dijo mirando mi tinción de gram
—Pues, los puntitos rojos indican la presencia de bacterias gram negativas, mientras que los violetas representan las gram positivas. Es sorprendente cómo estas pequeñas diferencias pueden tener un impacto significativo en la microbiología y la salud humana —expliqué, sintiendo cómo la emoción por mi trabajo brillaba en mis ojos.
Edward sonrió, admirando mi pasión por la ciencia. Se acercó lentamente, sus ojos verdes buscando los míos.
—Nunca pensé que la biología pudiera ser tan fascinante hasta que te conocí a ti —dijo con suavidad, su voz resonando con un tono cálido que enviaba escalofríos por mi espalda.
Me sentí agradecida por tener a alguien que compartiera mi entusiasmo y comprendiera mi mundo. Y no pensara que era una engreída sabelotodo adicta al trabajo. Tomó suavemente mi mano y la apretó con ternura.
—Es increíble lo apasionada que eres por tu trabajo. Me haces ver la ciencia de una manera totalmente nueva —confesó, acercándose más.
Nuestros rostros estaban ahora tan cerca que podía sentir su cálido aliento. El laboratorio, con sus luces tenues y el zumbido suave de los equipos, creaba un ambiente íntimo.
—Quizás podrías enseñarme más sobre tus investigaciones de una manera más... práctica —susurró Edward, con una chispa traviesa en sus ojos.
Sonreí, emocionada por la sugerencia. El laboratorio estaba impregnado de un aura diferente, una mezcla de ciencia y romance. Mis manos se deslizaron tímidamente por su pecho, sintiendo la conexión eléctrica entre nosotros.
—¿Práctica, dices? Tal vez haya algo que pueda mostrarte en un nivel más... experimental —respondí con un tono juguetón, mi corazón latiendo con anticipación.
Edward inclinó la cabeza y nuestros labios se encontraron en un beso lleno de pasión y curiosidad, como si estuviéramos explorando un nuevo territorio. Pasamos el resto de la tarde creando inolvidables recuerdos en mi pequeño rincón de descubrimientos científicos.
A su vez, Edward me invitó a su departamento, revelándose su refugio personal lleno de libros, partituras y recuerdos de sus viajes.
—Y este es mi dominio — dijo teatralmente, revelando un departamento increíblemente acogedor.
—Es increíble — dije yendo al estante repleto de literatura inglesa y francesa.
—¿Quieres algo de beber? — me ofreció educadamente.
—Claro, lo que sea está bien — dije distraída, viendo su gran colección de música que iba desde ópera hasta rock clásico. Reconocí algunos de mis favoritos.
Edward regresó con dos copas y vino tinto, sirviendo con elegancia el líquido carmesí en copas de cristal. Nos sentamos en su acogedor sofá.
Brindamos, nuestros ojos entrelazados, expresando más con miradas que con palabras. El ambiente estaba cargado de una tensión emocional palpable, como si la conexión entre nosotros fuera a través de hilos invisibles que nos unían.
—No puedo creer que compartas mi amor por la música clásica y los libros clásicos. Es como si nuestros mundos estuvieran destinados a cruzarse —dijo Edward, su voz suave como una melodía.
Sonreí, sintiéndome afortunada por haber encontrado a alguien con quien compartir no sólo mi pasión por la ciencia, sino también por las artes y la cultura.
—Quizás el destino nos ha estado guiando hacia este momento —respondí, acercando mi copa a mis labios y saboreando el rico sabor del vino.
Edward se inclinó hacia mí, sus ojos verdes intensificándose con deseo. La proximidad entre nosotros generaba una electricidad que era imposible de ignorar.
—¿Te gustaría escuchar algo especial? —preguntó, tomando delicadamente mi mano y llevándome hacia un rincón donde un piano negro se destacaba en la penumbra.
Asentí con entusiasmo mientras se sentaba frente al piano. Sus dedos comenzaron a acariciar las teclas con maestría, llenando la habitación con la melodía apasionada de una pieza clásica. Cerré los ojos, permitiéndome perderme en la música, sintiendo cada nota resonar en mi corazón.
Cuando la última nota se desvaneció en el aire, Edward se giró hacia mí con una mirada intensa. Sin decir una palabra, me tomó suavemente de la mano y me llevó hacia el centro de la habitación, donde la luz de las lámparas de la calle resaltaba nuestros rostros.
—Baila conmigo —murmuró, acercándose lentamente.
Nos movimos juntos en armonía, nuestros cuerpos sincronizados con la melodía que aún flotaba en el aire.
La noche avanzó entre risas, susurros y caricias, creando recuerdos que quedaron grabados en nuestros corazones. En ese pequeño rincón de amor y pasión, descubrimos que nuestros mundos, aparentemente separados por la ciencia y el arte, se entrelazaban de una manera mágica, creando una historia única y eterna.
Compartimos risas y confidencias, descubriendo más capas el uno del otro. Nuestras citas románticas se volvieron innumerables. Desde cenas íntimas en acogedores restaurantes hasta paseos a orillas del Sena bajo la luz de la luna, cada encuentro fortalecía nuestra conexión. Edward, con su encanto y caballerosidad, siempre encontraba formas creativas de sorprenderme.
Una tarde, nos aventuramos a explorar los encantadores callejones de Montmartre, donde nos topamos con un artista callejero que capturó nuestro retrato con rápidos trazos de su pincel. Aquel cuadro se convirtió en un preciado recuerdo de nuestra historia lo coloque sobre la chimenea de mi apartamento, donde todo el mundo pudiera verlo.
Los domingos eran sagrados para nosotros. Juntos, descubrimos la magia de los mercados parisinos, degustando quesos y vinos mientras disfrutábamos de la calidez del sol. Edward incluso se aventuró a enseñarme algunas frases en francés, y cada intento mío de pronunciarlas igual que él se volvía un motivo de risas y ternura.
—Entonces, aquí vamos. Primero, la frase básica: "Salut, comment ça va?" —dijo Edward con una sonrisa, animándome a intentarlo.
Hice mi mejor esfuerzo, pero la pronunciación de las palabras francesas parecía una tarea imposible.
—¡Salud, comment za va! —exclamé, provocando risas incontenibles de parte de Edward.
—Casi, casi. Pero es "Salut, comment ça va?" y suena más como "Salú, comon sa va". Inténtalo de nuevo.
Repetí la frase con más concentración, tratando de imitar su acento. Edward asintió con aprobación.
—¡Eso es mejor! Ahora, una más. "Je ne sais pas" —dijo, desafiándome con una expresión juguetona.
—¿Jenesis pa? —intenté, recibiendo otra ronda de risas.
Edward me corrigió con paciencia, y después de varios intentos, logré decirlo correctamente. Celebramos mi pequeño logro con una risa compartida.
—Sabes lo básico —dijo riendo—. Lo de los libros por eso suena raro.
La tarde continuó con lecciones de frases más útiles y expresiones coloquiales. Entre risas y gestos exagerados, aprendí a desenvolverme un poco en francés callejero.
Al final de la lección, mientras saboreábamos el último sorbo de café, Edward me miró con complicidad.
—Quién hubiera pensado que aprender francés podría ser tan divertido. Ahora, deberíamos ponerlo en práctica en la calle.
Con una sonrisa cómplice, nos dirigimos juntos hacia las bulliciosas calles de la ciudad, listos para poner a prueba mis recién adquiridas habilidades en francés.
