Disclaimer: Los personajes que aparecen en está historia, así como el universo donde se desarrolla la trama no son creaciones mías ni me pertenecen, todo es obra de Hajime Isayama.

Disclaimer II: La ilustración utilizada en la portada no me pertenece y tampoco es creación mía, sino de la maravillosa artista Alysiusart.

Advertencias: Spoilers del manga.

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—Mikasa— dijo la brisa, con la voz suave de Eren —.Quédate a mi lado— pese a que la voz no era mas que un susurro, tuvo la sensación de que caminaba a su lado.

—Eren... lo siento tanto— respondió, sollozante. Lo había echado mucho de menos; quería ver su rostro, rodearle con sus brazos y apretarse contra su pecho, pero sabia que, si se volvía, Eren se habría marchado. Estaba soñando. Estaba sola. Estaba sola y perdida.

«Perdida por haber tomado la decisión incorrecta— murmuró la voz en su cabeza tan tenue como el viento—.Sola porque mataste a quien amabas».

—Tenía que hacerlo, o todos habríamos muerto—. Mikasa aún veía el rastro de cadáveres que se habían acumulado durante el retumbar. No era una escena que quisiera volver a presenciar.— Tenía que detenerlo.

«Y lo conseguiste, pero ¿a qué costo?»

Lo único que quería era regresar a su hogar. Estaba cansada. Estaba hastiada de las guerras. Quería descansar, reír, plantar flores y verlas crecer.

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Colapso

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Capítulo 1

La tumba bajo el árbol

La vida de Mikasa posterior a la guerra se transformó en una rutina casi religiosa.

En contraste a sus días como cadete, la última descendiente de los Ackerman disfrutaba de la paz que tanto habían anhelado.

Hacía tres años que su existencia dio un rotundo giro; tres largos años desde que la tierra tembló y agonizó bajo los firmes pasos de la horda de titanes proveniente de las murallas. Tres años desde que las heridas en su interior parecían no sanar.

Luego de regresar a su hogar, optó por enterrar su carrera militar en la parte trasera de la casa, cerca del jardín. Cavó un profundo hoyo en la tierra fresca y lanzó su uniforme y equipo de maniobras al vacío. En el sitio brotaron hermosos crisantemos blancos.

En algún momento de su viaje, levantó la cabeza y, mirando a su alrededor, vio el hermoso firmamento. Mikasa no era el tipo de persona que se enfrascara en el pasado. No. Era una mujer practica. No pensaba mucho en el porvenir; lo único que ocupaba su mente era el presente, aquella basta incertidumbre de sobrevivir un día más. Salvo por los últimos años en los que no podía alejar de sus recuerdos lo ocurrido en la Batalla del Cielo y la Tierra.

Mikasa Ackerman, que había sido una mujer fuerte e ilusionada, era nuevamente una joven fría y solitaria, con una vida anodina y un futuro desolado.

Se decía a si misma que no había ningún cambio evidente en su persona. Nada la había golpeado, ni dañado, ni mutilado. Sin embargo, ¿dónde estaba la Mikasa de ayer? ¿dónde estaba su vida? ¿dónde estaba su futuro?

Cerró los ojos en remolinos de penumbra que parecía flotar alrededor, sus reflexiones acudían negras y confusas. Todos esos años en constante batalla, aquellos planes y las promesas rotas, las consecuencias de sus actos la dejaron desalentada, abatida y sin fuerzas, tenía la impresión de haberse tumbado en el lecho seco de un gran rio.

El recuerdo de los días posteriores a la muerte de Eren acudió a su mente de manera trepidante. Aquella noche escuchó a lo lejos el estruendo de las montañas y sintió la llegada de la avalancha; era incapaz de levantarse para huir. Se quedó desfallecida en el suelo, deseando la muerte. Una solo idea latía con vida dentro de ella a la par que las palabras vagaban por su mente tenebrosa, queriendo ser pronunciadas en voz alta.

«Nadie me puede ayudar».

La conciencia de su vida desamparada, el amor perdido, las esperanzas ahogadas, se cernió poderosa sobre ella en una bruma sombría.

El sonido de las ruedas traquetear acabó con sus pensamientos. Al abrir los ojos, se percató que había arribado a su destino. Sin más demora, tomó la canasta con las compras y descendió grácilmente de la carreta plantando los pies en el barro.

—Gracias por el viaje— dijo Mikasa con una sonrisa perfectamente ensayada.

—No tienes que agradecer, siempre es un placer contar con tu compañía— respondió el hombre sonriendo y meneando la cabeza.

—Debe ser extenuante vivir cerca del risco— comentó la afable mujer con expresión consternada.

Motivada por el egoísta deseo de alejarse de la humanidad, Mikasa se instaló en una pequeña casa en la cumbre del risco.

El sitio donde vivía ni siquiera era una aldea, solo se trataba de un cruce de cuatro caminos, marcado por un poste de piedra, pintado de blanco para vislumbrarse de lejos y en la oscuridad.

Grandes páramos se extendían detrás y a cada lado, era posible atisbar las ondulaciones de las montañas más allá del hondo valle que yacía a los pies de su casa. Era una zona poco poblada, no había transeúntes en los caminos desplegados, blancos, anchos y solitarios, todos tallados en los páramos, con brezales silvestres que llegaban hasta los bordes.

No tenía un vinculo con la sociedad humana, ninguna esperanza la llamaba a regresar al sitio donde se encontraban sus semejantes, nadie que la viese le dedicaría un pensamiento amable ni un buen deseo, pasaría desapercibida ante la mirada de las personas.

—Es un lugar tranquilo, me gusta vivir allí— admitió.

Mikasa notó la mirada compasiva de la mujer recaer sobre ella con un peso descomunal. No era la primera vez que sucedía ni tampoco sería la última. Estaba habituada a esos diminutos atisbos de lástima, pequeños fragmentos de misericordia no solicitada.

—Procura no permanecer mucho tiempo sola ¿sí? Aún eres una mujer joven y hermosa, disfruta eso— espetó la dama con esa extraña inocencia de la gente que no tiene miedo de revelar su ignorancia suponiendo por los demás.

La pelinegra asintió con su triste sonrisa.

—Para ya, mujer, deja de atormentarla— suplicó el hombre en un susurro.

—Hasta pronto, querida— se despidió, agitando el brazo efusivamente.

Al encontrarse completamente sola, se dirigió enseguida a los brezales; caminó por una hondada que surcaba el páramo verde y vadeo los matorrales. Había tres kilómetros de distancia entre la intersección y su casa, pero siempre se las arreglaba para convertirlos en seis.

Transitaba por ese camino una vez a la semana. Procuraba acudir al distrito de Shinganshina en menor medida de lo posible. No porque odiase a las personas, sino porque en la soledad encontraba un aliciente para su dolor.

Instintivamente, dobló a mano derecha y enfiló los pasos hacia el recinto privado de Eren.

Tal como se lo había dicho a Armin, colocó la tumba de su amado bajo la sombra de aquel árbol en medio del prado. Desde ahí era posible vislumbrar al distrito y las montañas.

Al llegar, tocó el brezo: estaba seco y tibio por el calor del día estival. Miró al cielo: despejado y brillante. No soplaba la más mínima brisa.

Tomó asiento en el suelo, precisamente frente a la lápida. Mikasa encontraba placer en ir allí. Luego de la batalla, Historia irguió un monumento en honor a Eren: una estatua de mármol. A ella no le gustaba contemplarlo, el rostro era idéntico al de su amado y decía «Mira lo que hiciste conmigo. Te di todo lo que pude ¿y como me pagaste a cambio?».

Sacudió la cabeza para disipar los pensamientos influenciados por su corazón entristecido. Agotada por esas dolorosas rumiaciones, se puso de rodillas y tomó el ramillete de flores frescas, apartando las viejas y marchitas.

—Es un lindo día ¿no lo crees?— preguntó en voz alta.

Cualquiera aseguraría que Mikasa había perdido la cabeza. En el pueblo corrían historias sobre ella, la mayoría exageradas, pero todas con un tinte de verdad: cómo una soldado de elite renunció a todo tras la pérdida de su amado.

La verdad era que Mikasa temblaba por Eren y su suerte, lo lloraba con amarga pena, lo añoraba con nostalgia infanta, como si fuese un pajarillo indefenso con las dos alas rotas, estremeciéndose en sus esfuerzos por alcanzarlo.

—Acudí a Shinganshina esta mañana— continuó—. Las cosas han cambiado bastante, te habría agradado ver que todo está regresando a la normalidad.

La ligera brisa meció su cabello y los bordes sueltos de la bufanda escarlata.

Motivada por las heridas abiertas, y s y sus fibras destrozadas, deseó con todas sus fuerzas que Eren estuviese allí con ella. Deseaba haber confesado sus sentimientos aquella noche, antes de que él decidiera infiltrarse y ejecutar el plan por su cuenta. Quizás habría cambiado el curso de la historia, ambos huirían a un lugar lejano donde nadie pudiese encontrarlos. Sin embargo, fue una cobarde, una completa y rotunda cobarde al asegurarle que sólo eran familia cuando en realidad ella lo había amado en silencio gran parte de su vida.

Un suspiro monocorde escapó de las profundidades de su pecho. Cuando cerraba los ojos, la primera imagen que se perfilaba en su memoria era la de aquel campo abierto. El olor de hierba, el viento gélido, las crestas de las montañas, los relinchidos de los caballos. Lo recordaba con tanta nitidez que tenia la impresión de que, si alargaba la mano, podría tocarlos, uno tras otro, con la punto del dedo. Peo ese paisaje estaba desierto. No había nadie. No estaba Armin ni Eren, tampoco estaba ella. ¿Adonde habían ido? ¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor, ella, su yo desde entonces, el mundo con el que los tres soñaban, ¿Adonde habían ido a parar? Conservaba un decorado sin personajes.

Lo único que anhelaba con toda el alma era descansar, retomar el rumbo de su vida, ¿pero ¿cómo hacerlo cuando se sentía tan perdida? Había en su pasado, como en el de cualquier persona, acto que juzgaba reprensibles, por los que le remordía la conciencia; pero los recuerdos le atormentaban al punto de consumirla. Esas heridas no cicatrizarían nunca.

Ansiaba dejar toda culpa atrás proseguir, tal como sus amigos lo habían hecho después de la guerra. Pero estaba atada a la culpa, el incesante remordimiento que la carcomía por dentro.

Al menos los acontecimientos modestos, pero importantes, de la vida del campo iba borrando poco a poco los recuerdos dolorosos y sanando su alma.

Transcurrida una hora, Mikasa consideró prudente regresar a casa. Acarició la lápida y con un susurró prometió regresar al día siguiente.

Sin más preámbulos, tomó la canasta, se reincorporó y tomó el senderó que la dirigiría a la pequeña cabaña a la cual llamaba hogar.

Emprendió el camino con paso ligero. Aunque avanzaba a través de un reino verde, no era el verde intenso del verano. Incluso allí se notaba la presencia del otoño, y el invierno no tardaría en llegar. La hierba era más clara de lo que recordaba, de un verde apagado y enfermizo a punto de amarillear. La vegetación estaba muriendo.

A su alrededor zumbaban insectos: libélulas perezosas, brillantes avispas verdes y mosquitos punzantes, tan pequeños que casi no se veían.

Se arrebujó la bufanda alrededor del cuello y continuó. Si apresuraba el paso conseguiría arribar a casa al atardecer.

Con la respiración entrecortada y las piernas entumecidas, Mikasa cumplió con su prometido. Sin embargo, clavó su mirada con desgarradora inquietud en el caballo fuera de su casa.

El aire comenzó a desvanecerse lentamente, descomponiéndose en miles de partículas que se evaporaron junto al tenue eco de la canasta al impactar sobre el suelo.

El mundo a su alrededor daba vueltas, emulando el ritmo inquietante de su corazón, el cual daba vuelcos desesperados dentro de su pecho inmovilizado por la emoción. Quería respirar y recobrar el aliento, pero seguía paralizada, mirando fijamente la figura que descendía grácilmente del alazán, clavando ambos pies en el suelo.

Vertiginosamente, el visitante apartó la capucha que cubría su cabeza para desvelar su identidad. Al inicio, Mikasa no sabía quien era. No reconocía su silueta, o el perfil de su rostro. Pero algo en su memoria conectó de inmediato cuando vio los ojos del silencioso Armin del presente fijos en los de ella.

Fue entonces cuando el corazón dejó de latir en su pecho.

Era él.

Armin.

Antes de que pudiera responder, Mikasa corrió a su encuentro de manera autómata. Rodeó su nuca con ambos brazos al mismo tiempo que Armin la sostenía de la cintura, levantándola un poco del suelo.

Indispuesta a apartarse, hundió la nariz en su cuello, inhalando el aroma a madera, humo y almizcle proveniente de su cuerpo, tal como lo recordaba. Cerró los ojos con fuerza, permitiéndose degustar aquella familiaridad de la que se había privado hace tres largos años.

No dijo una palabra ni lo soltó de sus brazos por lo menos cinco minutos. Necesitaba asegurarse que aquello era real y no un sueño.

—Te extrañe, Mikasa— fueron las primeras palabras que pronunció en su oído, en un tono que no pretendía ocultar su emoción. Lejos de interrumpir el contacto, la devolvió al suelo, manteniendo el agarre en su cintura.

—Por fin regresas a casa— musitó ella con una sonrisa.

El rostro de Armin se suavizó. Ahora que la observaba de cerca se percató del cabello largo y espeso, lo llevaba peinado sencillamente con unas trenzas sobre las sienes. Su aspecto había cambiado mucho, pero aquella transformación parecía conferirle una belleza sobrenatural.

Acarició su faz con ternura; pasó la yema de los pulgares por sus mejillas, borrando el rastro de las lágrimas recientemente derramadas.

—Tu cabello— señaló él, sin mudar la dirección de sus ojos—. Está más largo.

Sonrojada, Mikasa se encogió de hombros.

—Ya no tengo un motivo para cortarlo— contestó.

Ambos sonrieron en complicidad.

Sabían al dedillo que la sugerencia de Eren estaba infundada por los celos. Jean acababa de hacerle un cumplido, resaltando la belleza de su cabellera azabache. Las palabras no pasaron desapercibidas para el posesivo Jaeger, así que aconsejó que era mejor cortarlo o acabaría teniendo un feo accidente con el equipo de maniobras tridimensionales.

—¿Hiciste todo el viaje desde el puerto?— preguntó, colocando una mano sobre su pecho. Sentía que iba a desfallecer por el violento y desigual latido de su corazón que, bajo el exceso de su agitación, golpeteaba de forma visible y audible.

—Si— concedió.

Mikasa estrujo los labios.

—Debes estar cansado— puntualizó—.Entremos a casa, me encargare de preparar la cena mientras tu me cuentas todo sobre ese largo viaje.

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Escuchó atenta el centenar de relatos que Armin tenía preparados para ella.

Durante los últimos tres años, el antiguo decimo quinto comandante del Cuerpo de Exploración recorrió el mundo con el objetivo de enmendar las heridas del pasado, estableciendo alianzas, procurando recuperar la confianza perdida.

Después de todo, las acciones de Eren sólo se vislumbraban desde la punta del iceberg, los verdaderos motivos permanecían ocultos bajo las tranquilas aguas del olvido, en la mente de la Tropa de Reclutas del ciclo 104.

Si bien, mantener la comunicación continua era sumamente complejo debido a que el embajador Arlert cambiaba constantemente de ubicación, Armin procuraba enviar detalladas cartas a Mikasa; en ellas plasmaba relatos de su día a día, las personas que conocía, las diferentes situaciones en las que se veía inmerso y, por supuesto, diminutos atisbos de la vida de sus compañeros.

Mikasa acudía cada mes a la oficina postal para recoger las epístolas de su mejor amigo. Reservaba un espacio del día para leerlas, normalmente lo hacía después de la cena, cuando la sofocante soledad la oprimía y los recuerdos del pasado amenazaban con atormentarla.

Procuraba escribir una respuesta de vez en cuando. Lo cierto era que nunca fue una mujer expresiva, las palabras brotaban de sus labios cuando era sumamente necesario; escribirlas en un papel parecía más complejo de lo que imaginaba y, cuando llegaba el momento de tomar una pluma y papel, su mente se congelaba. Además, dudaba que Armin encontrara placer o diversión alguna leyendo la monotonía que reinaba en su vida. Por lo tanto, se imitaba a responder que se encontraba bien e iba mejorando poco a poco.

Mientras atisbaba la manera en que la mirada cerúlea de Armin se iluminaba cada vez que hablaba, la pelinegra no pudo evitar cuestionarse si en algún momento de su existencia tuvo un sueño.

Ahora que lo pensaba con detenimiento, Mikasa se plantó frente a una triste revelación. Quizás se debía a las circunstancias en las que creció, los traumas de la infancia y la agonía de la adolescencia disiparon cualquier rastro de esperanza remanente en su interior. Durante sus años como soldado de élite, su único objetivo era sobrevivir. Soñar suponía bajar la guardia, y aquellos que se distraían en el camino acababan aplastados o devorados por un titán. Además, nunca tuvo la certeza de que vería otro día. Tenía que recordarse que debía demostrarle a sus compañeros su deseo de seguir viviendo cuando lo único que quería en realidad era parar. No porque estuviese deprimida, sino porque estaba agotada.

Convertirse en soldado nunca fue su sueño; si lo hizo fue para velar por el bienestar de Armin y Eren, porque muy en el fundo sabía que, si se apartaba de ellos, ninguno de los dos sobreviviría.

De repente percibió la bilis subir por su garganta, su estómago retorcerse y el temblor de sus brazos a lado de su cuerpo, se sentía enferma, como si en cualquier momento la fiebre quemaría su piel hasta acompañar el dolor de su nunca y al estallido dentro de su cabeza.

Ajeno a lo que sucedía en la mente de Mikasa, Armin la miro de soslayo, esbozó una sonrisa discreta y dijo:

—Debo estar aburriéndote.

Aún medio atrapada por la telaraña de pensamientos, Mikasa parpadeó, aturdida.

—¿Qué? Por supuesto que no— se apresuró a negar—. Jamás sucedería eso— sonrió.

Aquello era cierto. Mikasa nunca podría aburrirse de la compañía de Armin. Ambos eran dos personas que habían pasado la mayor parte de su vida juntas, día tras día, a quienes no les unía la atracción física ni el sexo, ni una propiedad, o un objetivo en común, tan solo el compromiso de seguir adelante y la glorificación mutua a una unión que nunca podría ser codificada. Su amistar era testigo del lento goteo de tristezas del otro, de las largas rachas de aburrimiento y de algún que otro triunfo. Era sentirse honrada por el privilegio de estar presente en los momentos más duros – los cuales implicaban toda su existencia – y permitirse estar triste en su presencia.

Postrados lado a lado, cerca de la chimenea, Mikasa volvió su cabeza hacia la danza naranja y azul de las llamas. Abstraída, llevó el cuenco de sopa hasta sus labios, tomando un ligero sorbo.

—¿Recuerdas los pasteles de riñones que solía preparar Karla?— la pregunta salió de ella casi por inercia. Era la primera vez que ambos evocaban momentos particulares del pasado.

Los parpados de Armin se cerraron en comprensión. Sus pestañas se batieron ligeramente cuando aquel par de zafiros que tenía por ojos se dirigieron una vez más hacia su rostro.

—¿Aquellos con frijoles y cebollas?

—Hmm— asintió.

—Nunca debimos seguir con el plan de atacar Marley— apuntó Armin en un susurro.

—¿Desearías que pudiéramos volver a ese día?— el murmulló llegó hasta el rubio como el revoloteo de una pequeña mariposa, frágil pero constante.

—Me gritaría a mi mismo, no vayas, idiota.

Mikasa desvió la mirada, como la cobarde que había sido y que aun era, sin poder expresar con palabras lo que se removía en su interior.

—Cómo podríamos saberlo— suspiró ella, resignada.

Su memoria se había alejado de aquel día en la playa, eran muchas las cosas que había olvidado. ¿Acaso no existía en su cuerpo un limbo de la memoria donde todos los recuerdos cruciales se acumulaban y se convertían en fango?

Sin embargo, aquello era cuanto podría conseguir por ahora: asir con fuerza dentro de su pecho remembranzas incompletas que iban palideciendo con cada instante que pasaba.

—Pasé mucho tiempo pensando en lo idiota que fui contigo el día que comenzó el retumbar— Armin sostuvo su mirada con la de ella.

Mikasa se vio en la necesidad de decirle que no, que no debía disculparse. Todos se encontraban bajo mucha presión.

—Ojalá pudiera cambiar todo. Lo que dije fue cruel e inhumano… no lo merecías— entrecerró los ojos, transmitiendo dolor tras su mirada.

—Nos encontrábamos en una situación delicada— se apresuró a excusarlo.

Los días posteriores al finalizar la guerra ninguno hablo del tema, y al siguiente de nuevo lo eludieron. Transcurrió una semana, dos, tres, y luego fue demasiado tarde para tratarlo. Armin partió en un largo viaje y ella se quedó en aquel prado.

—Fui horrible, admítelo— espetó con voz queda. Sus ojos se volvieron a encontrar.

Mikasa sonrió.

—Seguro que yo era muy molesta aferrándome a ti y Eren en todo momento— dijo ella en un vago intento por disipar la tensión entre ellos.

—¿Puedes perdonarme?— solicitó.

—Armin, no hay nada que perdonar.

—Perdóname— insistió con deje infantil.

La pelinegra dejo escapar un largo suspiro y asintió. Aquello era importante para su amigo, tal vez fue duro para él cargar con esa pena en silencio.

—Esta bien, te perdono— suspiró dándole la razón.

Ambos rieron.

Al cabo de un segundo o dos, Mikasa colocó el cuenco vacío en el suelo. Armin se levantó un instante y regresó de la cocina con un tarro de madera en la mano. Había traído consigo suficiente comida y bebida para alimentar a un grupo de diez personas por tres días seguidos.

Curiosa, sus ojos grises recayeron en el tarro, sin decir una palabra, extendió la mano. Armin tan perceptivo como de costumbre, comprendió de inmediato la solicitud queda, así que, sin más preámbulos, le entregó la bebida para contemplarla, expectante.

No era la primera vez que ingería alcohol. En el pasado había bebido hasta perder el conocimiento. Aún recordaba el arrepentimiento que se asentaba en su cuerpo al escuchar las trompetas resonar en el exterior y la voz de Levi reverberar entre los pasillos, bramando ordenes y maldiciones hacia sus soldados. Sin embargo, jamás bebió cerveza. El aroma se le antojaba repugnante, Connie, Jean, Eren, Armin e incluso Sasha lo bebían sin problemas mientras ella se limitaba a arrugar la nariz y dar un sorbo a su copa de vino.

Más pronto que tarde, Mikasa engullo un trago. Notó la sensación del liquido descender por su garganta, el sabor agrio inundando sus papilas gustativas, instalándose en su esófago a la par que las entrañas se le removían. Arrugó el rostro automáticamente, pero su gesto se aligeró cuando escucho la risa de Armin.

Se atragantó.

—¡Por Ymir! ¿Cómo pueden beber esto?— módulo, sintiéndose torpe mientras se aclaraba la garganta y le extendía nuevamente el tarro.

—Es un gusto adquirido— dijo él, divertido.

—Es asqueroso.

—Supongo que aún debemos aprender muchas cosas para hacer una buena cerveza ¿no lo crees?— dijo Armin bebiendo de su vaso.

Se limpió la comisura de los labios con la manga del vestido. Necesitaría un trago más fuerte para eliminar el sabor del lúpulo.

La mirada de Mikasa se desvió de los ojos de Armin, encontrándose de nuevo con las llamas danzantes sobre la madera crepitante.

El silencio surgió con cansancio entre los dos, amenazando con llevar a su fin la amena velada.

Mikasa abrazó sus piernas y recargó el mentón en las rodillas; la luz del fuego confería un bonito color dorado a su piel.

—¿A dónde irás?— cuestionó ella en un susurro.

—A donde iremos— la corrigió el rubio de inmediato—. No quiero que el fantasma de Eren vuelva de la muerte y me asesine— comentó. Tomó un trago sin dejar de vigilar a Mikasa por el rabillo del ojo.

Sabía que entre él y Eren existía un acuerdo explicito que Armin no estaba dispuesto a mencionar.

Los dos guardaron silencio por un rato hasta que ella preguntó:

—¿A dónde iremos?— el cuestionamiento los involucraba a los dos.

Muy en el fondo, Mikasa sabía que no existía posibilidad alguna de que ella y su mejor amigo acabaran viviendo juntos. En la actualidad, Armin era un hombre importante, su posición como embajador traía consigo una serie de responsabilidades y obligaciones que no podía desatender fácilmente. Historia lo necesitaba a su lado, Paradis necesitaba un héroe: Jaeger era el mártir y Arlert el salvador.

Los dedos de la pelinegra se aferraron a sus piernas, estrechándose sobre si misma en un abrazo que intentaba mantenerla caliente y reconfortada.

—Probablemente podríamos regresar a Shinganshina— sugirió en tono casual.

Mikasa permaneció en silencio. Por mucho que le agradara la idea de tener a Armin de regreso, no quería convertirse en una carga para él. Mucho menos deseaba interferir con su vida. El hecho de que ella estuviese estancada no quería decir que Armin también debía hacerlo.

Clavó la vista en el rostro del rubio. Tal vez esperaba encontrar allí las palabras adecuadas. Por supuesto, no las halló. Suspiró y cerró los ojos.

—Mikasa— la llamó Armin de repente—.¿Eres feliz?— le preguntó.

—No creo que la felicidad sea para mi— respondió ella por fin, como si le hubiera ofrecido un plato que no quería probar y lo rechazaba educadamente…, Pero si lo es para ti, Armin.

El rostro del antiguo comandante no mostraba lo que en realidad sucedía dentro de él, de hacerlo, en su cara se reflejaría algo completamente opuesto. A la inexpresividad.

—Me siento perdida— apuntó Mikasa en un susurro—. Cuando estaba en la legión de reconocimiento tenía un propósito y después de la muerte de Eren, ese propósito se desvaneció.

Armin le observaba por el rabillo del ojo, notando como los delgados brazos de ella se envolvían a si misma mientras la luz del fuego danzaba sobre su piel. Escuchaba con sumo cuidado las palabras de Mikasa, atento a cada sonido que surgía de su boca. Sus sentidos podían apreciar, de una forma inexplicable y física, la manera en que el desconsuelo se apoderaba de ella, la forma en que el dolor que se empeñaba a mantener oculto en su interior brotaba como la sangre de una herida abierta.

—No debes tener uno— terció.

Mikasa levantó la vista y lo miró a los ojos.

—¿A qué te refieres?

—No necesariamente debes tener un propósito, solo tienes que continuar— apuntó en un murmullo—. Es lo que Eren habría querido— añadió.

—Me siento tan mal— admitió.

Armin no podía evitar sentirse honrado, aunque conversaciones como esa lo dejaban aturdido y preocupado. En ocasiones imaginaba a Mikasa como una hechicera cuyo único truco era el ocultamiento. Sin embargo, se mostraba amargamente resentido por ese truco, por esperar años enteros sus sector y no recibir nada a cambio más que migajas de información, por el hecho de que no le diera la oportunidad de intentar siquiera a ayudarla o de expresar en voz alta su preocupación por ella.

No obstante, de vez en cuando había cosas perturbadoras que le recordaban que lo que sabía de Mikasa era solo lo que Mikasa le permitía saber.

—Lo entiendo— murmuró él—. Aún así, a pesar de todo lo que sucedió, tu también mereces ser feliz.

Mikasa no respondió de inmediato. ¿Realmente lo merecía? Ahora mismo tenía la impresión de que estaba metiendo a Armin a la fuerza a un juego de complicidades en el que él nuca había querido participar.

—¿Necesitas ayuda para encontrar ese propósito?— extendió su mano; no estaba cuestionándole nada, tan sólo estaba pidiendo permiso para auxiliarla, porque sabía que Mikasa era obstinada, orgullosa, y prefería sufrir en silencio, a solas.

Mikasa intercaló la mirada entre la mano extendida y su rostro; por primera vez, sintió la inmensa necesidad de buscar refugio en los brazos de su amigo, pero en su lugar solamente entrelazó sus delicados dedos con los largos de Armin, permitiéndose disfrutar de la calidez del contacto.

—Eso sería agradable— se encogió de hombros, ruborizada—, pero me tomara tiempo— le advirtió.

—No tengo problema con eso, soy un hombre paciente— se jactó orgulloso.

Mikasa rió.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que rió a carcajadas? Tal vez unos cuantos años, antes de la muerte de Sasha.

—Mikasa— vociferó Armin.

Un suspiro fue necesario para que la aludida aunara las fuerzas necesarias de levantar la quijada y mirarlo. Él aguardó, imperturbable.

—¿Sí?— cuestionó arqueando una ceja.

—¿Quieres venir conmigo a Mitras?— quiso saber.

La propuesta la tomó por sorpresa.

Nervioso, aclaró:

—Se que es apresurado decírtelo y no quiero presionarte— comentó en tono de disculpa—. Historia dará un baile por nuestro retorno a la Isla, todos estarán allí— subrayó sus palabras con una media sonrisa.

Ella enrojeció. Armin pensó que su sorpresa había sido excesiva.

—No tienes que decidirlo esta noche. Hay tiempo.

Mikasa se limito a asentir en silencio.

Lentamente, la mano que segundos atrás estrujaba la de Armin regresó a su regazo.

No estaba segura si tenía la fuerza de voluntad suficiente para encararlos a todos.

—¿Realmente quieres que vaya?— preguntó por fin. Ansiosa, Mikasa se quitó el pasador, se soltó el cabello y pasó los dedos por las hebras azabaches antes de volver a sujetárselo.

—Por supuesto que si, eres mi familia ¿lo recuerdas?, me gusta estar cerca de ti, siempre— esbozó una sonrisa.

—No tengo nada elegante que ponerme— musitó. Volvió a acariciarse el cabello. Ahora lo llevaba más largo, tal como solía hacerlo cuando tenían quince años, antes de que decidiera mantenerlo corto.

—Ya encontraremos algo— comentó.

—Siempre tienes una respuesta para todo, cerebrito— espetó.

El aludido rió, nervioso.

De manera autómata, Mikasa tomo asiento a su lado y apoyó su cuerpo contra el de Armin. Al rodearla, reclinó la cabeza en su hombro y rozó el cuello con la punta de su nariz. Permanecieron inmóviles en esa posición durante largo rato. El fuego de la chimenea comenzaba a extinguirse y la penumbra del exterior se filtraba al interior de la cabaña.

«Es lo que Eren habría querido», aquellas palabras resonaron en su mente con más significado de lo que pretendía.

—Esta bien, te acompañare— concedió sin más.

Entusiasmado, Armin la estrujó contra su cuerpo, esta vez rodeándola con ambos brazos.

—Todos estarán felices de verte— le frotó la espalda con las manos.

—Armin, demasiado apretado— le dijo, refiriéndose al abrazo. Se sentía feliz de haberlo puesto contento.

—Oh, lo siento— se disculpó, soltándola de inmediato.

La habitación estaba agradablemente caldeada pese al frio que se filtraba por la ventana, Mikasa por fin se permitió sentirse aliviada. Armin le sonrió y ella le devolvió la sonrisa; ninguno de los dos eran muy dados a los abrazos, pero la situación lo ameritaba. Después de todo, ambos habían estado separados durante tres largos años.

—Supongo que deberíamos ir a la cama— sugirió al ver las ultimas llamaradas extinguirse poco a poco—.No quiero ser la causa de que el comandante Arlert se quede dormido a mitad del camino— un brillo de determinación surcó su mirada.

Ambos se levantaron de mala gana. Mikasa se dirigió a cerrar la ventana mientras el rubio se aseguraba de preparar el lecho improvisado en el sofá.

—¿Estás seguro que dormirás bien allí?— preguntó un tanto apenada. Su casa no estaba acondicionada para recibir visitas.

—Si, no te preocupes— la tranquilizó.

Antes de dirigirse a su habitación, Mikasa detuvo el paso en medio de la estancia.

—Armin, gracias por venir. Estoy muy contenta—confesó. Su coz era tan equilibrada que aturdía—.Si estar conmigo representa una carga para ti, quiero que me lo digas con franqueza. Si te sucede eso, no dudes en contármelo. No me sentiré decepcionada ni nada por el estilo.

Armin parpadeó en dos ocasiones, aturdido.

—Seré sincero— prometió.

Ambos se desearon buen descanso. Poco después, Mikasa se dirigió hacia su habitación. Se acurrucó en la cama. Arropada por la presencia de Armin, cayó en un sueño mucho más profundo que los que había tenido en años. En aquella casa impregnada de su presencia, durmió profundamente, exprimiendo, gota a gota, toda la fatiga acumulada de cada una de sus células.

Continuara

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N/A: Desde hace un tiempo he estado inmersa en el universo de SNK, así que, a medida que avanzaba la historia hacia el final comencé a armar este fic, es el primero que escribo para este fandom y cruzo los dedos para que sea bien recibido.

Se trata de una historia Jenkasa, desde la perspectiva de Mikasa, donde vislumbraremos como lleva este proceso de duelo, el estrés postraumático entre otras cosas. Lo mismo con Jean y los demás personas que aparecerán a lo largo del fic.

Sin nada más que agregar y reiterando, ojalá sea de su agrado :3 les agradezco de antemano el tiempo que dedican a leer este fic, el primer capítulo es corto, pero prometo hacer más extensas las siguientes entregas. Espero que les guste la idea tanto como a esta amante del angst.

Cuídense mucho, nos leemos pronto.

¡Hasta la próxima!