Disclaimer: Los personajes que aparecen en esta historia, así como el universo donde se desarrolla la trama no son creaciones mías ni me pertenecen, todo es obra de Hajime Isayama.

Colapso

22

Dale una oportunidad a la paz

En los confines poco iluminados del opulento salón de té, Mikasa yacía de pie junto a la gran ventana, cuyas cortinas ornamentadas estaban descorridas para revelar la extensa ciudad que se extendía más allá donde era posible vislumbrar. Un panorama de vida se desplegaba bajo el brumoso sol de la tarde, donde el frenético pulso de la metrópolis parecía burlarse de la tranquilidad interior. La amplia escena enmarcada por la ciudad no ayudaba a disipar la inquietud que anidaba en su corazón, un dolor que susurraba una desconexión entre ella y el mundo decorado en el que se encontraba.

En un acto reflejo, se abrazó a sí misma y la sencilla tela de su vestido crujió suavemente. La opulencia del palacio le parecía ajena, un esplendor que chocaba violentamente con las asperezas de su propia existencia. Sus ojos claros, pozos de contemplación, vagaron por el paisaje urbano, un ballet etéreo de coches y figuras llamativas oscurecido por las cortinas veladas.

La pesada puerta crujió al abrirse, rompiendo el hechizo de su solitaria contemplación. En un remolino de gracia regia, ingresó la reina, ataviada con el atuendo militar caqui y una sonrisa de disculpa en los labios.

—Perdona el retraso—dijo, con una delicada melodía en la voz que parecía navegar entre las corrientes de la autoridad y la amabilidad.

Mikasa hizo una reverencia, un gesto nacido más de la necesidad que de la inclinación.

—Majestad—murmuró; el suave eco retumbo en la amplia sala.

Historia rechazó las formalidades, con ojos amables.

—No hay necesidad de tanta formalidad. Somos amigas, ¿verdad?—comentó, cruzando la habitación para situarse en el centro.

«Amigas», pensó. Tal vez podrían ser compañeras, incluso, camaradas, pero cuando Mikasa reparaba en Historia, jamás la dotaba con la significancia de tal enlace.

—En efecto, su alteza—respondió.

Un mutismo contemplativo se instaló entre ellas, sólo roto por el lejano zumbido del pulso de la ciudad. Mikasa sintió un temblor de vulnerabilidad bajo la pulida fachada del palacio.

—Agradezco tu paciencia—dijo Historia al fin—. La charla con el nuevo Ministro de Guerra se prolongó más de lo que esperaba—excusó.

—Lo comprendo. El deber llama y estamos obligadas a responder—espetó.

Mikasa conocía a la perfección esa sensación, aquel título que ostentaba era tanto un símbolo de poder como un grillete que la ataba a un destino que no le pertenecía del todo.

—Gracias—musitó; su sonrisa, una suave curva que delataba empatía y curiosidad, suavizó las aristas del momento—. Dime, ¿cómo estuvo el viaje?—quiso saber.

—Estuvo bien—respondió con mesurada calma, reflejando la naturaleza reservada que la definía.

Historia asintió.

—Un año es bastante tiempo. ¿Qué se siente volver a Paradise después de la larga ausencia?

Sus ojos, llenos de contemplación, se encontraron con la mirada de la reina.

—Extraño—confesó. Aquella era la única palabra que destilaba la miríada de emociones acumuladas en su ser.

«El mundo más allá de estos muros es diferente y, sin embargo, yo también me encuentro cambiada», quiso decir.

—Puedo imaginarlo—suspiró—. Por favor, toma asiento—la invitó.

Dubitativa, Mikasa caminó hasta uno de los sofás tapizados de terciopelo.

Frente a ellas yacía una bandeja con una tetera y dos tazas.

—Le pedí a uno de los sirvientes que preparara el té, ya que detestas el sabor del café—comentó Historia mientras vertía el líquido caliente y humeante en dos contenedores de costosa cerámica.

Verla realizar una tarea tan nimia y mundana como aquella le resulto extraño, fuera de lugar.

Alcanzó la taza de té y la llevo hasta sus labios, propinándole un corto sorbo. Lo cierto era que tenía el estómago revuelto, pero no sabía precisar si eso se debía al vaivén del barco o la ansiedad que le producía estar de regreso en la Isla.

En la habitación resonaba el tic-tac sombreó de un reloj antiguo, y cada pulsación rítmica subrayaba el desasosiego que flotaba en el aire. Las sombras danzaban sobre las paredes, proyectando figuras alargadas que parecían imitar el malestar palpable de Mikasa.

—No te retendré más tiempo—anunció Historia mientras colocaba cuidadosamente la taza sobre el pequeño plato de cerámica que hacía juego con el objeto—. Estoy al tanto la desagradable situación con Dreher. Para tu tranquilidad, jamás volverá acercarse a ti o a los demás, ni él ni otro Jaegerista.

Con mesurada elegancia, colocó un documento sobre la mesa, un trozo de pergamino con el peso de la autoridad real. Desplegándolo ante Mikasa, el papel contenía secretos de promesas y perdones. Las palabras entintadas llevaban el sello de la corona, un símbolo que parecía burlarse de la turbulenta coyuntura que pretendía remediar.

Mikasa, tan resguardada y vigilante como de costumbre, contempló a Historia con una intensidad inquebrantable. Las líneas grabadas en su rostro eran prueba viviente de las batallas libradas, de lealtad puesta a prueba en más de una ocasión. Sus ojos, como mares tormentosos, contenían una tempestad de emociones encontradas.

—Podría haberse hecho desde el principio—continuó Historia, mientras sus dedos trazaban delicadamente los contornos del indulto real—. Nos habríamos ahorrado los juicios y demás problemas.

Su estoica fachada se resquebrajó por un instante. Confundida, enarcó una ceja en señal de escepticismo. La sala parecía encogerse a la par que el peso de las palabras no pronunciabas viciaba el aire.

—Eso no habría sido ventajoso para ti. No te habría dejado bien parada como reina, ¿cierto?—dijo sin tapujos.

No era un secreto que, gran parte de las decisiones que tomaba Historia, estaban influenciadas por el grupo de hombres que adoraban a Eren ciegamente. Por esa sencilla razón le era imposible conceder perdones a diestra y siniestra, en especial si se trataba a traidores como ellos.

—Es lo mínimo que puedo hacer—suspiró Historia, resignada.

Mikasa asintió en silencio, sin despegar la vista de las palabras perfectamente trazadas en el cuero.

Aun inmersa en la danza de la negociación, Historia decidió empujar. La corona, en su grandiosidad, pretendía tender una mano con la promesa tanto de absolución como de recompensa tangible.

—A cambio—comenzó a decir, sus palabras se extendieron por la sala como un hilo de humo invisible—, la corona desea concederte una remuneración económica vitalicia.

La oferta, aunque pronunciada con la gracia de la diplomacia cortesana, quedó como una invitación palpable, una señal similar al ofrecimiento de una llave enjoyada de un reino prohibido.

Mikasa, que seguía esquivando la penetrante mirada de la reina, sintió el peso de la proposición sobre sus hombros. Una arruga empaño su frente, y un fugaz momento de contemplación bailó en el fondo de sus ojos cautelosos.

En sus labios se dibujó una sonrisa irónica, una curva marcada por la diversión y el desafío.

—Sabes que no lo aceptare—afirmó.

Historia no contestó enseguida. Estaba rendida, agotada.

—Vale la pena intentarlo.

Se removió en su asiento, incomoda. El té sabia acido y si continuaba bebiendo terminaría vomitando todo el contenido de su estómago en la alfombra.

—Historia, ¿puedo hacerte una pregunta? Eres libre de rehusarte a responder si lo deseas—dijo con cadencia comedida.

Curiosa, la reina parpadeó una, dos, tres veces.

—Adelante—la incitó.

—Se que estas consciente de los rumores que circulan acerca del padre de Freya—comenzó a decir. Historia, aunque aparentemente tranquila, empezó a tensarse. Mikasa, con la misma letalidad que cortaba las nucas de los titanes, acabó con los velos de la presunción y presionó aún más—. Tú y Eren…—la pregunta quedó incompleta.

No era necesario finalizarla para que el cuestionamiento cobrara sentido.

Historia guardó silencio y se quedó mirándola. Mikasa escuchó con horror la afonía que se hizo entre ellas. Se sintió fatal, como si hubiera hecho algo terrible. Lo había dicho. Que cosa más terrible.

—¡Por supuesto que no, Mikasa!—dijo visiblemente indignada por la acusación—. ¿Cómo llegaste a esa conclusión?—quiso saber, pero antes de que ella pudiera responder, alzo una mano para detener sus palabras—. O, mejor dicho, ¿cómo pudiste creer esos tontos rumores?

Mikasa se encogió de hombros.

—Bueno, tú y Eren eran cercanos. Él confiaba en ti—respondió.

Aun no olvidaba el hecho de que la única conocedora de los planes de Eren había sido Historia.

—El hecho de que decidiera compartir conmigo su plan no quiere decir que confiara ciegamente en mi o que estuviéramos envueltos románticamente—corrigió—. Tú sabes que yo amaba a Ymir y él te amaba a ti. Jamás te habría traicionado de esa forma.

Ella tragó grueso. En ocasiones le era imposible concebir ese amor.

—Y-yo…—tragó grueso—.Lo lamento, fui sumamente intrusiva.

Historia cerró los ojos y dejó salir todo el aire contenido en sus pulmones.

—Siempre lo eres, Mikasa, pero me alegro que lo hayas preguntado. Merecías saber la verdad.

Ella volvió a asentir y contempló durante un minuto o dos sus manos.

—Desearía que pudiéramos continuar con esta conversación—espetó Historia, al mismo tiempo que se levantaba de su asiento y pasaba las manos por el elegante saco color caqui para disipar las arrugas imaginarias—. Pero el deber llama, como siempre.

Mikasa también se puso de pie.

—Por supuesto—murmuró.

Y solo cuando la reina se disponía a marcharse, un repentino impulso surgió en su interior, obligándola a salvar la distancia que las separaba. Sin reservas, Historia la abrazó, recitando nuevamente una queda bienvenida.

Aguardó durante un segundo o dos y, solo cuando la vio cruzar el umbral de la puerta, la cámara pareció exhalar un suspiro colectivo. Mikasa volvió su atención a la mundana tarea de recoger sus pertenencias. Si tenía suerte, conseguiría comprar un boleto para el tren de las tres.

Sin embargo, en los silenciosos recovecos de la habitación, donde las sombras bailaban sobre las paredes como espectros, otra presencia se hizo notar.

—¿Mikasa?—llamó él con voz queda, inseguro, como si no tuviese la certeza de que la persona frente a él fuese nada más y nada menos que ella.

En un acto reflejo, se giró. Sus ojos reflejaban el crepúsculo apagado, un mundo de tristeza oculto bajo las profundidades argénteas que habían contemplado demasiados horrores en tan poco tiempo. A medida que se acercaban, su abrazo no solo era físico, sino una fusión de dos almas que buscaban consuelo en la otra.

—Debiste avisarme que llegarías hoy, habría ido por ti al puerto—susurró contra su cabello.

Mikasa, con el rostro apoyado en su hombro, murmuró:

—No quería molestarte.

Una tierna sonrisa jugueteó en los labios de Armin, invisible pero sentida.

—Nunca serás una molestia, Mikasa—susurró, su aliento como un cálido consuelo contra el aire fresco que permeaba la habitación. Sus brazos la sostuvieron con seguridad, como un escudo contra la tempestad de sus sentimientos.

Ambos se apartaron lo suficiente para contemplarse el uno al otro. Él la observó, consternado.

—Luces más delgada—comentó.

Ella tensó los labios. No se trataba nada más de una cuestión de apariencias; era como si Armin hubiera desentrañado los secretos que había intentando ocultar.

—¿Estas comiendo bien?—la pregunta de Armin iba más allá del propósito de conocer sus hábitos alimenticios. Se trataba de un sondeo más profundo, una búsqueda de respuestas enterradas en el silencio que había definido sus últimos encuentros.

—¿Realmente quieres saber la respuesta a esa pregunta?—respondió con desgana.

—De otra forma, no te lo habría preguntado—señaló.

Los ojos de Mikasa se desviaron por un segundo hacia el exterior de la ventana, como si buscara replicas en el bullicio de la ciudad.

—Es una larga historia—admitió finalmente, con un atisbo de vulnerabilidad que rare vez revelaba—. No quiero interferir con tu trabajo.

—No lo harás—le aseguró—. En realidad, solo pasaba para despedirme de Historia.

Mikasa lo miró, por mucho, sorprendida.

—¿Despedirte?—frunció el ceño—. ¿A dónde iras?

Armin se encogió de hombros y rascó su nuca.

—Olvide mencionarlo la última vez que hablamos. Annie y yo nos embarcaremos en un largo viaje, dos años—esbozó una sonrisa tensa.

Mikasa se sentía feliz por Armin, pero lo que debía ser un patético intento por esbozar una sonrisa se convirtió en una mueca tensa, afligida. Por esa razón él lucía temeroso.

—Es bueno saberlo, Armin, en serio—consiguió decir para enmendar su error—. ¿Irán por trabajo?

—No, esta vez es diferente.

—Me alegra, de verdad, es lo que siempre soñaste—respondió ella, su voz sutilmente matizada con un tono afligido.

Pese a las palabras de su amiga, la sombra persistía, y su intento de sonreír se desvanecía al contemplarla en un estado tan vulnerable.

—¿Cómo está el Capitán Levi y los demás?—se apresuró a preguntar para cambiar el curso de la conversación.

—De maravilla. Sorprendentemente, el capitán se mostró renuente a mi partida, incluso intento detenerme.

—¿Qué fue lo que dijiste?

—Que ya era momento de dejar de huir y regresar a casa.

Armin estrujó con fuerza su mano y luego le dirigió una mirada grave. Tenía aspecto demacrado y estaba ojerosa.

—La última vez que nos vimos, prometiste que me contarías lo sucedido con Dreher—le recordó, cauteloso.

—S-si—titubeó.

—Bien, estoy listo para escuchar.

Ambos tomaron asiento en el sofá más amplio, uno frente al otro.

Sin más dilaciones, Mikasa desplegó ante él la pesadilla que había vivido en los últimos meses. Cada grotesco encuentro con el General se desplegaba como un relato oscuro y angustiante, como capítulos de un episodio que ella prefería olvidar. Sus palabras fluían moduladas, frías, con un detalle desgarrador, describiendo cómo Dreher la había amenazado en más de una ocasión, actuando como una maraña oscura que se enroscaba alrededor de su voluntad.

Derramó algunas lágrimas al reparar en su incapacidad para responder con la fortaleza que todos esperaban de ella. Cada minuto que pasaba corría las cortinas de las ventanas a su tormento, una mirada directa al abismo de sus miedos más profundos.

Sin lugar a dudas, Dreher se las había apañado para proyectar una sombra sobre ella, había oscurecido la luz más tenue de su espíritu.

Durante todo ese rato, Armin escuchó el relato en silencio, sin decir una sola palabra. Cada detalle compartido por Mikasa era un doloroso eco en su alma. Incluso, la habitación parecía encogerse ante la intensidad, era como si las paredes mismas se estremecieran al oírla.

Continuó sin titubear, sumergida en la narrativa de su propia impotencia, en la manera que las palabras le fallaban cuando más las necesitaba, cómo la sombra de Dreher se alzaba como un titan insuperable en su camino. Cada descripción era un golpe al corazón, una revelación cruda de la lucha interna que había estado librando en silencio, la misma que la orilló a autoexiliarse sin ninguna explicación.

—¿Por qué nunca me dijiste nada o Jean?—preguntó Armin con un hilo de voz.

—Lo último que quería era que ustedes sufrieran—sollozó; las lágrimas rodaban por sus mejillas a goterones.

—Mierda, Mikasa, eres tan testaruda como Eren. Ambos pueden actuar como unos verdaderos idiotas—dijo, frustrado.

En medio del llanto, Mikasa dejó escapar una risita.

—¿Qué te resulta tan divertido?—profirió, molesto.

Se secó el rastro húmedo con las palmas, sin delicadeza, demasiado hosco para el gusto de Armin o de su propia tez.

—Ya no tienes que preocuparte, el asunto está zanjado—meneó la cabeza como si le hubieran dado algo que ella no mereciera.

—¡Por supuesto que no! ¡No lo está!—protestó—. Sacrificaste tu felicidad con tal de que nosotros estuviéramos a salvo.

Mikasa levantó una mano.

—Con eso es más que suficiente para mí.

—Por favor, detente, no lo hagas más—le pidió. Desesperado, sostuvo sus manos con fuerza—.Deja de pretender que nada de esto es importante, de poner en juego tu felicidad porque crees que no eres merecedora de ella—Armin sintió que le acometía otra vez la ira—. Estas muy, muy equivocada.

Mikasa tensó los labios.

Por supuesto que no era merecedora de nada bueno. Había infligido mucho dolor. Sus manos estaban manchadas de sangre y sobre su espalda reposaba el peso del centenar de cadáveres que perturbaban sus sueños.

—Mikasa—volvió a llamarla Armin, obligándola a despegar la mirada del regazo y contemplarlo directamente—. Ven conmigo. No tienes por qué quedarte sola. Acompañanos—le suplicó.

La idea de abandonarla en un estado mental tan frágil le parecía sumamente imperdonable.

Mikasa sollozó y tragó grueso.

—Oh, Armin…—suspiró—. En mi vida hay un velo que solo trae dolor a todos aquellos que están cerca de mi…

—Mikasa…

Ella siguió llorando sin parar; ni siquiera se le ocurría qué decir. Un dardo se había clavado en la diana. Respiraba entrecortadamente entre sollozos que arrancaban de lo más hondos de sus entrañas y la obligaban prácticamente a doblarse hacia delante.

Solo cuando consiguió tranquilizarse un poco, lo suficiente para extraer del bolsillo de su impermeable un sobre arrugado y maltratado.

—¿P-podrías entregárselo a Jean?—su voz sonaba entrecortada, a duras penas audible.

Armin examinó el sobre durante un segundo o dos.

—Por supuesto, cualquier cosa—accedió.

—G-gracias—gimoteó, y se echó a llorar de nuevo.

Él busco su mano, ofreciéndole un anclaje en medio de la tormenta; sus dedos se entrelazaron con suavidad, un gesto de consuelo silencioso que hablaba más allá de las palabras

Con el transcurso de los minutos, las lagrimas cesaron. Él, con una paciencia infinita, espero en silencio, permitiendo que el susurro de su respiración entrecortada se transformara en el único sonido audible dentro de la habitación.

Cuando finalmente logró recobrar la compostura, se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Era algo simbólico, puesto que no solo estaba borrando el rastro húmedo de sus mejillas, sino también las marcas de sufrimiento pasado.

—Creo que será mejor que me vaya—murmuró con un tono apacible.

A pesar de su despedida inminente, su cercanía con Armin no se veía afectada. Al contrario, se inclinó ligeramente hacia el frente y depositó un beso cálido en su mejilla. Un suave "gracias" escapó de sus labios.

Sin más preámbulos, consiguió ponerse de pie y, con paso decidido, caminó hasta la puerta, dejando a Armin a solas en la habitación.

En algún momento de la tarde, levantó la cabeza y, mirando alrededor, vislumbró el ocaso teñir el cielo de un manjar de colores.

La carreta la dejó en el mismo cruce de siempre. No podía llevarla hasta la cabaña porque la única forma de arribar era a pie.

Sabía lo que tenía que hacer y lo hizo mecánicamente. Con la valija en mano y las fuerzas, algo mermadas últimamente, comenzó a desplazarse por el sendero de tierra y hierbas.

No se permitió reflexionar en ese momento, ni mirar atrás, ni siquiera hacia adelante. No se permitió pensar en nada, ni sobre el pasado ni el futuro. Se sentía terriblemente triste y sabía que si sucumbía a las profundidades de su mente, acabaría por destrozar sus energías. Ahora la vida se situaba ante ella como una página en blanco: algo así como el mundo después del Retumbar.

Bordeó los campos, los setos y los senderos hasta el oscurecer. Era una espléndida noche de verano, pero no miró a la luna, ni el firmamento plagado de estrellas. Continuo caminando como un preso que atravesaba el bello paisaje camino al patíbulo, sin pensar en las flores que alegraban el paso, sino en el tajo y la cuchilla del hacha, en la separación de huesos y venas, en la sepultura esperando abierta para recibirla después.

En medio de la agonía del corazón y de la lucha descarnada con sus principios, se odiaba a sí misma. Había herido y abandonado a Jean. Sin embargo, no era capaz de desandar en el tiempo. Su voluntad y conciencia, el dolor apasionado había apasionado la primera y ahogado la segunda. Lloraba desenfrenada al hollar su camino solitario: iba cada vez más deprisa, como una demente.

Solo cuando llegó a la tumba dispuesta bajo el enorme árbol, la debilidad la invadió, aquella sensación que empezó dentro de su pecho, que se extendía a sus extremidades, obligándola a caer de rodillas en el suelo: permaneció tumbada sobre la tierra y el paso durante algunos minutos, con la cara aplastada contra la turba húmeda.

El viento nocturno soplaba sobre las colinas y sobre ella, para extinguirse con un gemido en lontananza; Si hubiera podido entregarse a la escarcha silenciosa, al amable entumecimiento de la muerte, no le habría importado que el viento siguiente, porque no lo habría sentido, pero su carne aun viva se estremecía.

Sin embargo, lejos de morir, cuando las lágrimas dejaron de brotar y sus sollozos se convirtieron en gemidos, se sumió en los encantos de un largo y profundo sueño.


Querido Jean:

Tus muchos gestos de bondad siempre los llevare conmigo. Tanta generosidad no había sido parte de mi vida y te agradezco por tu amor y comprensión.

En mis más aterradores y solitarios momentos, estuviste presente. Y me trajiste mucha luz.

Pero fui hecha para la oscuridad, esto lo sabemos los dos. Estoy hecha para un solo lugar y debí estar ahí hace mucho tiempo: En la fría silla de una colina olvidada.

Tu camino tal vez sea difícil, pero el mío está condenado.

Así que caminaremos solos.

Escrito con amor.

Mikasa.

Las lágrimas cayeron sobre el papel, llevándose consigo algunos retazos de tinta hasta desprender el contorno de las letras perfectamente trazadas.

Dispuso la hoja sobre la mesa y tragó grueso.

En un intento por borrar el rastro del llanto, pasó una mano por su rostro cansado.

Poco tiempo tuvo para continuar reflexionando cuando escuchó el chirrido de la puerta al abrirse, anunciando la llegada de otra persona a la habitación.

—¿Necesitas un minuto más?—preguntó Armin, cauteloso. Su voz sonaba estruendosamente modulada.

Puede que con el fin del Retumbar hubiese perdido su título de Comandante, pero en esencia continuaba actuando como uno cuando se trataba de ellos.

—No, está bien—contestó al cabo de un rato.

Lo cierto era que no era capaz de detener el llanto, mas no quería que su amigo volviese a contemplarlo en tal estado de vulnerabilidad.

—¿Leíste la carta?

Cerró los ojos con fuerza y volvió a tragar grueso; el maldito nudo asentado en su garganta se rehusaba a desaparecer.

—Sí, lo hice.

—¿Y bien?

La carta, una misiva condenatoria que había destrozado su mundo, yacía arrugada en sus temblorosas manos. Las palabras entintadas, cada trazo de la escritura de Mikasa, grababan la decepción en su alma. Sus razones, como un viento frio, barrían los recovecos de su entendimiento, dejando a su paso el doloroso hueco del abandono.

La verdad, cruda e impecable, se alzaba ante él. Había creído que su amor era eterno, una llama que iluminaba los rincones más oscuros de su existencia. Sin embargo, ahora se encontraba sumido en las sombras, su corazón víctima de secretos ocultos y sueños rotos.

Desvió la mirada hacia el horizonte, donde el sol se ocultaba bajo el mundo. Las vibrantes tonalidades del crepúsculo relajeaban el caleidoscopio de emociones que sacudían sus entrañas: agonía, incredulidad y el mordaz aguijón de la traición. Aferró la carta con más fuerza, como si con eso fuese a reescribir las palabras, cambiar el relato que había desarrollado en más de cinco páginas.

A medida que la realización se asentaba en cada recoveco, la habitación que lo rodeaba se transformaba en una versión distorsionada. Las fragantes flores que yacían en un jarrón bajo la ventana parecían emitir un aroma dulzón y enfermizo, burlándose de la mentira de la que una vez había creído. El melodioso canto del ruiseñor, que antaño daba serenatas a los amantes bajo la luz de la luna, resonaba como un inquietate recordatorio de la fugacidad del amor.

—Y-yo…—titubeo. No sabía qué decir al respecto. Durante todos esos meses se había empeñado en alejarla de su memoria, odiarla, en hacer que todas las células de su organismo la detestaran—. ¡Mierda! ¿Tú lo sabias?—lo increpó con acritud.

—No, no hasta ayer—mascullo.

El papel crujió entre sus manos.

—Todas esas veces…—siseó—. La noche en que ella llamo, debí ir a buscarla, regresar con ella.

El resentimiento, que antes era una llama ardiente alimentada por la traición, ahora ardía en un frio lecho de culpa. El peso de la siniestra presencia de Dreher en la vida de Mikasa presionaba fuertemente su pecho, y a cada momento que pasaba, Jean se encontraba enredado en una grotesca telaraña de remordimiento y autorreproches.

Los ecos de la voz llorosa de Mikasa al teléfono reverberaban en su mente, persiguiéndole como un fantasma. Ella le había llamado en un momento de desesperación, en busca de consuelo y tranquilidad. Fue entonces cuando se desveló la verdad, la revelación de que Dreher había invadido el santuario de su casa horas antes, dejándole una pérfida marca en la mejilla.

Una oleada de nauseas recorrió a Jean al imaginar la escena: el retorcido encuentro, las siniestras intenciones que flotaban en el aire. Se le revolvió el estómago al darse cuenta que el depravado demonio podía haberle infligido algo más que un golpe físico. La sola idea le producía escalofríos. Encendiendo una ira descomunal que bailaba con las sombras de la culpa.

Sin embargo, en medio de esa tumultuosa tormenta de emociones, otra ola se abatió sobre él: la conciencia de su propio fracaso. No había estado a su lado cuando ella más lo necesitaba. La promesa que había hecho de protegerla, de ser su escudo, yacía destrozada a sus pies. No solo la había defraudado, sino que también le había fallado a Eren, y el peso de aquel compromiso tácito era ahora una pesada carga sobre su juicio interno.

Su pecho se estrujo con el peso de su propia incapacidad.

La mirada de Armin se suavizo con comprensión al escuchar el lamento de Jean, testigo mudo de todo el infierno que se desenvolvía entre ellos.

—Es tan testaruda—murmuró Jean, su voz teñida con una mezcolanza de frustración y afecto.— Nunca pide ayuda, nunca lo hace. Es como si pensara que llevar el peso ella sola es algún tipo de virtud.

—Ella creía que podía protegernos así—dijo Armin—. Tal vez pensó que era una carga que podía soportar sola, librándonos de la oscuridad que la ensombrecía.

Jean pasó una mano por su cabello revuelto, un suspiro frustrado escapó de sus labios.

—Bueno, estaba equivocada—admitió amargamente—. Ninguno de nosotros está destinado a navegar solo por este mundo, Armin. Ni ella, ni ninguno de nosotros.

Las manos de Jean temblaron ligeramente al dejar la carta desgastada sobre la mesa, un pequeño montículo que parecía contener el peso del mundo entre sus bordes. Los ojos atentos de Armin seguían cada movimiento, expectante.

La botella, medio vacía, se abrió paso hasta las manos del nuevo general. El líquido ámbar se vertió en el vaso con un sorbo silencioso, haciéndose eco de la pesadez que se apoderaba de la habitación. Era un ritual de solaz, un intento inútil de adormecer el suplicio.

Cuando acercó el vaso hasta sus labios, fijó la mirada en el líquido ambarino como si buscara respuestas en el fondo del vaso. Armin, un espejo en el que se proyectaba la preocupación, esperó el momento oportuno para romper el silencio.

Finalmente, con una exhalación mesurada, rompió el silencio.

—Ella aun te ama, Jean y ansia que la perdones.

—Armin…—dijo de forma censuradora.

—Jean, está arrepentida—insistió.

El alcohol le quemó la garganta. La irritación brilló en sus ojos mientras contemplaba a Armin.

—Eso ya termino—declaró, las palabras como una aguda replica a la decepción que aún se aferraba a su corazón—. Acordamos no volver hablar de ello.

Armin exhaló con más fuerza de la que pretendía, cansado.

—La última vez que visite la tumba de Eren—murmuró Jean mientras dejaba caer su cuerpo en el sofá—, había un par de campesinas, muy jóvenes. Estaban cortando flores y haciendo coronas con ellas. Pensaban que estaban haciendo algo malo. Cuando me vieron, huyeron riendo. Yo quería decirles: "No pasa nada… tomen todas las que quieran"—guardó silencio, con los ojos abnegados en lágrimas por el peso del momento.

La voz de Jean tembló al continuar:

—Después de todos esos años, me di cuenta que era su alma lo que amaba—confesó—. ¿Era todo una ilusión?—dijo más para sí mismo que para su amigo.— Una vez, intentó hablarme de una anciana que conoció en el bosque, había sido amable con ella. Intentaba encontrar las palabras adecuadas para expresarlo. Fue un momento muy especial.—Hizo una pausa—. No encontraba las palabras, pero no importaba. Estaba en sus ojos.

Armin asintió. Entendía el punto al que quería llegar. Pocas personas habían vislumbrado esa faceta de Mikasa, la misma que mantenía oculta tras una fachada serena, implacable. Para los demás era ella "La chica que valía cien soldados", pero a la vista de sus amigos, en la intimidad, era la tímida y vulnerable Mikasa Ackerman.

—Era su alma lo que amaba—repitió Jean con amargura—. Y ese maldito animal de Dreher, todo lo que vio en ella fue una forma para conseguir más poder—sus palabras estaban atestadas de veneno, denotando el profundo desprecio que sentía por el antiguo general.

—No se ha acabado, Jean—replicó Armin negando con la cabeza.

El aludido, frustrado, declaró:

—Tiene que acabarse. No podemos seguir dándole vueltas a esto.

La convicción de Armin era inquebrantable.

—Por supuesto que no—dijo en tono apremiante—. Hay cosas sin resolver, heridas que necesitan sanar. Fingir que no existen no hará que desaparezcan.

Jean, de pie una vez más, lanzó una mirada enfática.

—Basta—exigió. Volvió a pasarse una mano por el cabello ya alborotado.

—Estas siendo demasiado orgullo solo acusó Armin, una suave reprimenda para un corazón demasiado testarudo para doblegarse.

Jean esbozó una sonrisa irónica.

—Acabas de leer la carta… ¡tú mismo leíste las razones por las que se fue! Y, aun así ¿ni siquiera puedes considerar perdonarla?

Él se quedó de pie en medio de la estancia, contemplativo.

Lo que Armin le estaba pidiendo era algo relativamente sencillo, sin embargo, por alguna extraña razón, se sentía nuevamente como el Jean de quince años que estaba por primera vez frente a la muerte, ante la inmensidad de un titan.

Un destelló de frustración surcó sus facciones cuando se encontró con la mirada cerúlea de su amigo.

—Me traicionó—señaló—. Lejos de pedir ayuda, me ocultó la verdad todo este tiempo, permitió que las cosas llegaran tan lejos.

Sabía que era una excusa patética porque, durante todos esos meses, se había empeñado en culparla sin remordimiento.

—Cuando le propuse matrimonio, Dreher ya había ido a verla—espetó.

—La amenaza era latente. Aunque hubieras querido huir con ella, no habría funcionado—espetó Armin sin consideración a sus sentimientos. Alguien debía hablarle con la verdad y dejar de compadecerlo.— Solo estaban esperando a qué cometiéramos un error, y tú lo hiciste. Tú fuiste el detonante. La decisión de Mikasa evitó que todos acabáramos en la horca.

La gravedad de la revelación se instaló en la habitación como una espesa niebla. Los ojos de Jean se abrieron de par en par, absorbiendo el peso de la gravedad. El amargo sabor de la traición y la bilis estaba asentado en sus papilas gustativas.

—¡Ella tenía una opción!—protestó.

—¡Por Ymir, Jean!—exclamó Armin, furioso—. En ocasiones eres tan obtuso que no puedes ver más allá de las grietas, los espacios. Sí, Mikasa tenía una opción y no dudó en tomarla. Era marcharse o permitir que los hombres de Dreher te molieran a golpes y continuaran con la tortura hasta matarte.

Jean tragó grueso.

Cerró los ojos un momento, centrándose en el agitado palpitar de su corazón.

A medida que la verdad se desenrollaba cruelmente, se encontró mirando la cadena de acontecimientos desde una perspectiva diferente. Las decisiones de su amada, antes vistas como traiciones, ahora se revelaban como sacrificios por el bien de todos ellos. Se dio cuenta de que lo había salvado en más de un sentido.

La culpa se instaló como una pesada piedra en su alma. El peso de su propia ignorancia lo oprimía, y las piezas del rompecabezas empezaron a formarse una imagen más clara. Había sido tan estúpido, demasiado orgulloso, tan ciego ante el peligro que les acechaba, ajeno a la precariedad de su situación. Mikasa con su silencio y sacrificio, los había protegido de las sombras que amenazaban con consumirlos a todos.

Le dolía el corazón al recordar la última noche que estuvieron juntos, seis meses atrás. La imagen de su hermoso rostro, manchado de lágrimas, le atormentaba. El eco de sus crueles palabras reverberaban de forma molesta en los recovecos de su mente, acusaciones pronunciadas con la equivocada intención de autoprotegerse, un débil intento de alejarla.

Su pechó se estrujó. La memoria de sus lágrimas, la vulnerabilidad en sus ojos y la agonía que le había infligido persistían, grabando profundos surcos de arrepentimiento en su interior. Ella había soportado la carga de pecados colectivos, dejando tras de s un profundo sentimiento de gratitud y un abrumador deseo de redención.

Se hizo un gran silencio durante un minuto antes de que Armin hablara.

—Ha vuelto a Shinganshina—reveló, rompiendo la quietud—. Puedes encontrarla en su casa si deseas visitarla.

Jean continuó contemplando algún punto a lo lejos mientras asimilaba la información. La perspectiva de enfrentarse de nuevo a ella, de encarar a las enmarañadas emociones, pesaba mucho en su mente.

Sin más preámbulos, ocultó las manos en los bolsillos de su pantalón.

—Todo el mundo merece una segunda oportunidad, ¿no lo crees?

Sin decir nada más, Armin dio media vuelta y comenzó alejarse, dejando a Jean con sus propios pensamientos.

»»»»««««

Tenía un recuerdo muy borroso de los tres días y noches que siguieron a su llegada. Recordaba algunas de las sensaciones que experimentó en ese intervalo, pero de pocas de las ideas que pasaron por su mente y de ninguno de sus actos.

Desconocía la manera en que había llegado a la cabaña. Sabía que se hallaba en la cama dispuesta en su habitación. Parecía formar parte del lecho, donde yacía inmóvil como una piedra, como si arrancarla de allí supondría matarla.

No tenía noción del paso del tiempo: del cambio de mañana a tarde, de tarde a noche.

Fue hasta el tercer día, cuando su cama estaba inundada por la luz que ingresaba de la ventana y la protesta de su estómago vacío que abrió los ojos.

Le tomó un momento reconocer sus alrededores. Todavía estaba desorientada y su mente se había convertido en su peor enemiga. Aun así, consiguió reincorporarse en el lecho, arrastrando las cobijas consigo.

Volver a dormir sería imposible. Tambaleante, consiguió ponerse de pie. Dedujo que su estado de letargo se debía a la fatiga excesiva y prolongada.

Con mucha dificultad, consiguió arribar al cuarto de baño y, una vez frente al espejo atisbó su rostro demacrado: los círculos oscuros debajo de sus ojos, hinchados de tanto llorar.

Los ecos de la soledad reverberaban en su interior, pero un hambre insistente retumbaba en su estómago, exigiendo reconocimiento. Tras un largo baño caliente que no sirvió de mucho para calmar su mente atormentada, se obligó a abandonar los confines de su hogar en busca de sustento.

Al salir al mundo, se maravilló ante la mundana tarea de vestirse, un acto tan sencillo que en su estado actual era similar a escalar una montaña. El viaje a Shinganshina fue como un borrón y se encontró frente a una panadería, atraída por el reconfortante aroma del pan recién horneado.

Sin dudarlo, ingresó en el establecimiento: una campana situada en el marco de la puerta alertó a los dueños de su llegada, sin embargo, estaban demasiado enfrascados en sus pequeñas tareas para reparar en ella.

Aturdida, compró una hogaza, cuyo exterior caliente y crujiente era incitante. El simple hecho de adquirir sustento se convirtió en un salvavidas, un paso pequeño pero significativo para romper las cadenas de desolación. Con el pan en mano, volvió a la calle, sometiéndose al hambre desesperada que la obligó a devorar el alimento con frenesí.

Los transeúntes le lanzaban miradas críticas, que reflejaban tanto preocupación como desdén. Sumida en un torbellino, apenas prestó atención al escrutinio silencioso. El pan le servía de sustento físico y simbólico, un débil intento de llenar el vacío de su ser.

Consciente del decadente estado de la cabaña y la ausencia de alimentos en ella, continuó con algunas compras. Nuevamente, las tareas ordinaria de la vida diaria se transformaba en hazañas hercúleas, y el mundo a su alrededor parecía moverse lentamente.

Una vez de regreso, mientras navegaba por los senderos familiares del prado, tropezó con el matrimonio que la había acompañado por aquel camino en numerosas ocasiones. La sorpresa de la mujer era evidente en su expresión cuando comentó:

—Ya estás de vuelta. Por un momento pensamos que no volveríamos a saber de ti.

Era natural, pensó. Después de todo se había marchado cerca de dos años.

Mikasa los miró y tragó saliva, traicionado las emociones que se agitaban en su interior.

—Un largo viaje—dijo, con el peso de las experiencias vividas durante su ausencia.

—Debió haber sido muy emocionante para mantenerte alejada tanto tiempo—comentó la mujer.

—Sí, lo fue.

—Bienvenida a casa—espetó, un sentimiento del que se hizo eco el hombre que estaba a su lado.

Mikasa asintió en señal de gratitud, reconociendo sus buenos deseos.

Sin más preámbulos, continuó su camino de regreso a la cabaña, tomando un sendero opuesto en dirección a su hogar recluido.

Frunció el ceño ligeramente al atisbar el coche solitario aparcado en medio del camino. Su mera visión, una anomalía en un paisaje por lo demás sereno, despertó en ella una inquietud premonitoria.

A medida que se acercaba, su corazón latía de forma violenta, como un aleteo preludio de una tormenta inminente. Sus manos, que agarraban el asa de la cesta, se tensaron involuntariamente. Tragó grueso, incapaz de sacudirse la sensación de inquietud que comenzaba a filtrarse en todas y cada una de sus células.

En la claridad del día, una figura tomó forma: una silueta de espaldas, sumida en sus pensamientos, con los hilos de humo del cigarrillo arremolinándose a su alrededor. Notó que se le cortó la respiración al clavar la mirada en aquel contorno familiar, una presencia espectral de un pasado que había añorado y del que había intentado escapar.

El mundo pareció detenerse cuando reconoció los rasgos de aquella silueta que estaba grabada a fuego en su memoria. Jean se encontraba de pie cerca de la puerta, con la mirada fija en algún punto distante, perdido en el laberinto de sus propios pensamientos. El cigarrillo le colgaba de los dedos, como una brasa parpadeante y a duras penas visible bajo la inclemencia de la luz del sol.

Su corazón revoloteó dentro de los confines de su caja torácica. Lucía igual de guapo que la última vez que lo vio: la estatura y las perfectas proporciones de su cuerpo, las finas y aristocráticas facciones, la manera en que habían sido combinados todos sus elementos físicos para lograr un resultado perfecto y acabado que ninguna divinidad solía prodigar en sus criaturas.

Aferró la cesta con una fuerza rayana en la desesperación, asiéndose a la realidad tangible del presente.

El primer pensamiento que cruzó por su mente fue huir. Necesitaba irse de ahí de inmediato, antes de que Jean reparara en su presencia. Aun podía dar media vuelta y caminar hacia otro punto en la colina, tan lejos como fuese posible.

Pero no lo consiguió. El ceño fruncido de su rostro se suavizó cuando se volvió hacia ella. Mikasa, con la respiración entrecortada en la garganta, sintió la intensidad de su mirada.

—Jean…—masculló: el nombre escapo de sus labios, trémulo, inseguro.

Se quedó congelada en el camino, asimilando desesperadamente la visión de él, tan real después de los meses del fantasma que había bailado a su alrededor.

La mirada avellana pasó del lejano horizonte a la fuente de la suplica susurrada que había cortado el aire vespertino. La sorpresa se dibujó en sus rasgos, proyectando el asombro que danzaba en los ojos de Mikasa. El mundo, por un momento fugaz, pareció reducirse al espacio que los separaban.

Sus miradas se cruzaron, cada par como el agua cristalina que reflejaba las tumultuosas emociones del cielo. En aquel mutismo, las palabras no dichas en el pasado y la tímida esperanza de un futuro colgaban entre ellos como los hilos de una frágil telaraña.

—¿Qué estás haciendo aquí?—murmuró ella, perpleja.

Jean, en respuesta, apagó el cigarrillo con un movimiento de los dedos y cambio torpemente de peso.

—Armin me dijo que podría encontrarte aquí—explicó, sus palabras acarreaban el peso de una disculpa implícita—. Espero no ser una molestia.

Mikasa, aun asimilando el inesperado encuentro, negó con la cabeza.

—No, no lo eres. Sólo estoy… sorprendida.

Saber que estaba tan cerca y no poder tocarlo era infinitamente más doloroso que estar a miles de kilómetros de él. Sus sentidos agudizados percibían su aroma embriagador y el monstruo que había en ella se desbordaba de deseo. Cada parte de su cuerpo lo suplicaba, lo pedía a gritos. Había experimentado muchos momentos en el pasado en los que su amor por Jean la abrumaba, desde los primeros días en que lo observaba fascinada, hasta sus oscuras noches en Marley pensando en él. Todo esto palidecía ante lo que sentía al estar de nuevo ese lugar y no poder hacer nada al respecto. Estaba paralizada por todo lo que sentía por él, paralizada por la mezcla del agudo dolor que le había provocado. Ese era su castigo, esa agonía devoradora. Se lo merecía.

Lo observó rascarse la nuca, un gesto viejo y familiar que revelaba destellos del adolescente que una vez fue, a pesar de los años transcurridos.

Mikasa se aclaró la garganta, señal sutil de su malestar, y pregunto:

—¿Llevas mucho tiempo esperando?

Jean, apartando momentáneamente la mirada, respondió:

—Cuarenta minutos más o menos.

—Lo siento—se disculpó.

—No tienes por qué lamentarlo. ¿Fuiste compras?—dijo con tono ligero, procurando tranquilizarla.

—Así es—confirmó—. Necesitaba algunas cosas.

¿Qué podía ofrecerle para compensar lo que había hecho? No había nada, pero le debía algo. Le debía una disculpa por haberlo abandonado, aunque sabía que no penetraría la dura coraza en la que se envolvía. Más que eso, le debía la capacidad de decirle cómo lo había herido. Merecía el derecho de castigarle como ella lo había castigado.

No se atrevía a mirarlo. Resultaba curioso que lo que había sido el rostro más hermoso del mundo para ella se hubiera convertido en algo demasiado doloroso como para poder contemplarlo. De repente, estaba callada, sin saber bien por dónde empezar.

Tras una pausa contemplativa, tomó aire y pregunto:

—¿Quieres pasar?

—Sí, por supuesto—su respuesta fue rápida y afirmativa.

Sabía que aquello era muy mala idea. La última vez que ambos habían estado en una habitación a solas, las cosas se salieron de control.

Sin más preámbulos, giró la llave en la cerradura de la puerta y la abrió. Una ráfaga de aire frio los recibió cuando entraron en la calidez de la cabaña. Mikasa respiró hondo, como si se preparara para lo desconocido, y se dirigió al interior, seguida de cerca por Jean.

—Puedes dejar tu chaqueta y sombrero en el perchero—ofreció.

Él obedeció, despojándose de las capas que lo protegían del cálido exterior.

Con un rápido movimiento, se dirigió a la cocina: la cesta encontró un hogar temporal en la mesa. Jean se quedó de pie en el centro de la habitación, su mirada recorrió los alrededores.

Atenta al escrutinio, se quitó el chal y la bufanda colocándolos meticulosamente en el perchero.

—Se que no es un palacio ni nada pareció a los lugares en los que has vivido—admitió, con un matiz de vulnerabilidad en la voz.

—Es bonita. Acogedora. Me gusta—respondió.

Mikasa esbozó una tensa sonrisa.

Necesitaba centrar su atención en otra cosa que no fuese Jean y su presencia embriagadora.

—Estaba a punto de hacer pan y té—reveló.

—Pan y té—repitió Jean—. Suena delicioso.

Rápidamente, regresó al refugio de la cocina, intentando no fijarse demasiado en él. Sus manos temblaban y el corazón latía implacablemente en su pecho. El aire de la cabaña estaba cargado con la tensión del reencuentro.

Jean, aparentemente al tanto de la situación, decidió romper con el silencio.

—¿Cuándo volviste?—preguntó, su voz un trasfondo de calma en la habitación.

—Hace tres días—respondió, concentrada en la tarea que tenía entre manos. El peso de esos tres días, llenos de lo no dicho y lo no resuelto colgando de sus extremidades.

—¿Fue un largo viaje?

—Sí, lo fue.

Con la olla en el fuego y los ingredientes del pan dispuestos sobre uno de los muebles de la cocina, Jean continuó con la conversación.

—¿Cómo están el capitán y los demás?

—Estupendos. Todo el mundo está bien—aseguró.

—Es bueno saberlo—reconoció.

Su cercanía la tomó por sorpresa. A medida que se acercaba a ella, su corazón amenazaba con detenerse por completo: su presencia, su olor, la vibración de él mismo, cochaban contra ella al punto de desorientarla.

—¿Puedo ayudarte en algo?—se ofreció, la preocupación evidente—. Realmente odio verte haciendo todo sola.

Mikasa, con los ojos fijos en la tarea que tenía ante sí, lo miró de reojo.

—No te preocupes. No quiero estropear tu atuendo—respondió, con una pizca de desvió juguetón en el tono.

Jean puso los ojos en blanco.

—No seas así. Dejame ayudarte.

Una punzada de culpa le atenazo el pecho. Lo último que deseaba era arruinar la ropa cara de Jean. Sabía lo mucho que le gustaba comprar prendas de calidad y daba la impresión que, desde que había ascendido a General, sus atuendos estaban hechos a la medida.

Por segunda vez en el transcurso del día, reparó en su apariencia. Lo cierto era que tenía un aspecto terrible. La ropa le venía grande, pues había adelgazado mucho. Su rostro lucia enjutado y demacrado. Aun así, una pequeña sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios mientras consideraba su oferta.

—En ese caso, puedes ayudarme a preparar la masa—decidió.

Jean, con una inclinación de cabeza y un sentido de propósito, se puso manos a la obra. La tarea compartida, un simple acto de cooperación en el intimo espacio de la cocina, se convirtió en un puente silencioso que los unía. Los movimientos rítmicos, el objetivo compartido y los ecos de su pasado convergiendo con el presente formaban el telón de fondo de una anhelada tregua.

Durante un breve y delicado instante, el peso de los agravios pareció evaporarse, y era como si se transportaran a los días en los que fingían ser un matrimonio en la granja, saboreando las sencillas alegrías de la vida en común.

En ese efímero interludio, los ecos de las risas compartidas y el calor de su conexión colmaba el ambiente. La ilusión pintaba la imagen de una época en la que su amor no estaba contaminado por las complejidades que habían surgido desde entonces. No obstante, Mikasa, basada en la realidad de su fracturada historia, reconocía que aquellos idílicos días estaban firmemente anclados en el pasado.

—Es demasiada levadura—señaló mientras tomaba las hierbas para preparar la infusión.

Jean asintió. Podía notar la manera en que la escudriñaba de cuando en cuando con el rabillo del ojo.

—¿Cómo esta tu madre?—quiso saber.

Él, con la atención momentáneamente fija en la tarea que tenía entre manos, levanto la vista y respondió:

—Estupendamente. Fuerte como un roble.

Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios.

—Nunca tuve la oportunidad de disculparme—confesó.

—¿Disculparte por qué?—pregunto Jean, confundido, con un toque de recelo.

—Por todo lo que te hice—se limitó a contestar.

Jean suspiró.

—Supongo que debe odiarme.

—No. Todo lo contrario, mi madre te adora.

—No veo como eso pueda ser posible.

—Todo lo que sucedió fue entre nosotros dos. Jamás le conté a mi madre los… detalles de nuestra separación.

—Sí, claro, detalles—dijo Mikasa con un tono sarcástico. Sabía que no debía dirigir su desdicha contenía a Jean, pero en ese momento no pudo evitarlo.

Era consciente de que él era tan víctima de las circunstancias como ella, pero no podía mirar aún más allá de su propio dolor.

—Jean…—lo llamó—. Sobre nuestro último encuentro… después de reflexionar, llegue a la conclusión de que actúe de forma imprudente.

Jean negó con la cabeza, despacio.

—Mikasa, eso quedó en el pasado.

Ella cerró los ojos.

—No, no estuvo bien—lo miró—.Te orille a sobrepasar tus limites, fui egoísta y el saber que te cause tanto daño me mortifica—las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

Al verla llorar, Jean dio un paso tentativo al frente, pero no se aproximó a ella, era como si hubiese cambiado de opinión de último minuto.

—No, no, por favor. Yo también actúe mal, jamás debí decirte esas cosas tan crueles.

Ambos se contemplaron durante un par de minutos, ininterrumpidamente. El tiempo pareció suspenderse. La tensión alcanzó su punto álgido, una fuerza palpable que los mantenía cautivos en la delicada danza de una conversación plagada de verdades no recitadas.

Con un repentino e inesperado tintineo, la olla sobre el fogón rompió el silencio. El sonido resonó por toda la habitación, una intrusión perturbadora pero necesaria. Cuando sus miradas se apartaron por fin, ambos se vieron con la pesada tarea de lidiar con los fragmentos de una historia rotada.

Rápidamente y con manos temblorosas, Mikasa se acercó a la estufa para apartar la tetera, en el proceso su mirada se cruzó brevemente con la de Jean.

—Podemos dejar reposar la masa ahora—murmuró.

Con una inclinación de cabeza, Jean pasó sin problemas a otra tarea. Con una facilidad practicada, Mikasa preparó su té, emulando la forma en que había observado a Jean hacerlo innumerables veces.

Cambiando de tema, Mikasa se aventuró en un asunto menos cargado de peso emocional:

—¿Cómo va el trabajo?—preguntó, con un tono ligero, como si buscara refugio en lo mundano.

Jean, sin embargo, fue directo al punto.

—Es un verdadero dolor en el trasero. Lo odio—admito, el descontento evidente en su respuesta.

—Ahora eres una persona importante. Aunque, a decir verdad, siempre lo fuiste. Estás hecho para ello.

Mikasa recordaba a la perfección el nombramiento de Jean como capitán. Aquel había sido un reconocimiento por parte de Hange y los demás.

«A este paso, te convertirás en Comandante», rememoraba haberle dicho.

«Por Ymir, espero que no». Respondió él.

—No me lo creo. Es que le he dedicado la mayor parte de mi vida. Es lo único que sé hacer—dijo, aparentemente convencido, desestimando sus elogios.

—Entiendo lo que dice—murmuró al mismo tiempo que le extendía la taza.

Sus dedos se rozaron en el proceso, enviando un latigazo de electricidad por sus nervios.

Cuando Jean bebió un sorbo de su taza, apreció un sutil cambio en la atmosfera, reviviendo esos sentimientos y emociones. Mikasa, bajó la miranda, refugiándose en sus propios pensamientos.

—¿Ha decidido la gran Mikasa Ackerman qué hacer con su vida?—cuestionó, con una sonrisa irónica.

—Por favor, no me llames así—rodó los ojos.

—Bueno, a mi parecer, eres grandiosa.

Mikasa mordió su labio inferior y su rostro se sonrojó al punto de adquirir la tonalidad de un tomate.

—Mientras estuve en Marley, trabaje en una pequeña clínica. Me he planteado seguir con ello.

Jean parpadeó, con un deje de sorpresa en su expresión.

—Nunca pensé que estuvieras interesada en la medicina.

—Yo tampoco. Pero es la única forma en que puedo ayudar a la gente.

Los dos guardaron silencio.

Mikasa se percató que, estar cerca de Jean y negar sus sentimientos era más complejo de lo que imaginaba.

Mientras colocaba el pan en el horno, pensó en lo mucho que amaba a Jean, y que la profundidad de dicho sentimiento superaba su capacidad de imaginar amar a alguien más. La muerte de Eren la había destrozado, dejando atrás fragmentos de una vida que parecía irremediablemente dañada.

Sin embargo, el reingreso de Jean en su mundo le pareció una oportunidad concedida por alguna fuerza divina: la oportunidad de empezar de nuevo, de reconstruir entre las ruinas. En su presencia encontró consuelo, un santuario donde curar las heridas causadas por la pérdida y la traición.

De un modo u otro, había permitido que los monstruos del pasado se entrometieran en la posibilidad de un nuevo comienzo. El peso de sus propias acciones, las traiciones tanto percibidas como reales, ensombrecían los frágiles cimientos que habían construido.

A medida que el aroma del pan llenaba el aire, parecía llevar consigo la agridulce fragancia de las segundas oportunidades, teñidas de la conciencia de que no todas las oportunidades pueden recuperarse una vez perdidas.


Pasaron el resto de la tarde charlando. Las horas habían transcurrido en medio de risas y confidencias susurradas, disipando la mundanidad del discurso cotidiano. Su dialogo, una sonata de palabras que bailaban entre lo profundo y lo trivial, llenaban los inquietos rincones de la mente de Mikasa.

A medida que avanzaba la velada, recorrieron el paisaje de sus pensamientos, explorando el vasto terreno de las incertidumbres de la vida. Mikasa, a pesar de su reticencia a hablar, encontró consuelo en las elocuentes reflexiones de Jean. Era una demostración de intelecto, en la que cada palabra recitaba iba acompañada de la comprensión. Mikasa, sentada frente a él, no podía dejar de admirar la audacia con la que navegaba por el laberinto de ideas.

En medio del flujo y reflujo de la conversación, sus sentidos se agudizaron, atentos a los sutiles matices de las expresiones de su amado. Se maravillo ante el caleidoscopio de emociones proyectadas en sus rasgos: momentos de vulnerabilidad intercalados con destellos de ingenio.

—Vaya, es tarde—espetó Jean cuando echó un rápido vistazo al reloj de pulsera—. El tiempo pasa volando—agregó.

Sin lugar a dudas, los minutos, como escurridizas luciérnagas, se les habían escapado de las manos.

—¿Conducirás hasta Trost?—preguntó Mikasa al mismo tiempo que llevaba los platos sucios al lavadero.

—No, tal vez me quede en Shinganshina encontrare una posada decente.

—Puedes quedarte aquí si lo prefieres—le contestó su lengua sin pedirle permiso.

El corazón le golpeó las costillas al darse cuenta de lo que acababa de decir. Sintió que, una vez más, estaba actuando de forma imprudente y de que, tal vez, Jean interpretaría la invitación como un acto desesperado por retenerlo a su lado.

—Me refiero…—Quiso aclarar, nerviosa—. No necesariamente conmigo, hay mucho espacio, no tienes que pagar por una habitación… mierda—suspiró, derrotada.

—Tranquila, Mikasa, lo entiendo—repuso Jean en tono juguetón—. Aun así, no creo que sea lo más apropiado.

Lejos de sentir como su corazón revoloteaba de la emoción, fue como si le hubiesen clavado un puñal directamente en el pecho.

La mirada de Mikasa permaneció fija en la ventana. Cerró los ojos e inhaló profundamente, como si intentara aspirar no sólo el aire, sino la esencia de la habitación y de la interacción entre los dos. Con un suspiro que llevaba el peso de pensamientos no expresados, decidió atacar de frente, ir directamente al punto.

—Se que no viniste desde Mitras solo para tomar té y comer pan—señaló.

Jean no respondió de inmediato, en su lugar, se tomó el tiempo necesario para pensar en su respuesta, lo cual pareció una eternidad.

—Tienes razón—admitió.

—¿Y bien?—preguntó aun sin encararlo.

—Tomaste una decisión que no te correspondía tomar, Mikasa Ackerman. Cuando yo no tenía voz ni voto. Cuando no podía hablar por mí mismo. Tú me quitaste eso—su voz gruesa hizo eco en la cocina, erizándole la piel.

Mikasa aferró las manos a la superficie del mueble, intentando contenerse. Lejos de responder, permitió que él continuara hablando.

—Espere… espere por ti durante seis malditos meses. Seis jodidos meses—dijo, iracundo—. Me quede en Paradis donde podrías encontrarme y espere a que te dieras cuenta del jodido error colosal que habías cometido. Pensé que volverías y lo afrontarías. Lo arreglarías.

Mikasa negó con la cabeza, despacio.

—Jean…

—Armin tuvo que afrontarlo. Yo tuve que afrontarlo. Annie, Reiner, Pieck, Connie. Todos tuvieron que afrontarlo. ¿Pero tu? No—espetó Jean levantándose de un salto de la silla—. Y luego tuve que… tuve que encontrarte en la boda de Armin. Con ese aspecto que tenías, Ymir. Tuviste el maldito descaro de parecer tan viva, sana y bellísima.

—Jean—volvió a llamarlo.

—No puedo creer que tu… no puedo creer que….

Giró hacia él. La mesa situada en el centro servía de barrera tangible entre los dos. Agradecía por la distancia física que le proporcionaba, Mikasa reconoció en silencio el alivio que le ofrecía. Hasta el momento, alguien había tenido que desempeñar el papel de guardián cauteloso, impidiendo que ella se precipitara a sus brazos. El recuerdo de su último intento de abordar el tema persistía, donde toda la situación se había vuelto más afilada de lo esperado.

—¿Si quiera leíste la carta? No se trataba solo de ti.

La tristeza se había transformado en furia en algún punto entre las cinco y las dos.

—¡Por supuesto que se trata de mí!—exclamó Jean—. No digas que no es así. ¡Se trataba de nosotros dos!—Pasó una mano por su cabello desordenado—. Tú me dejaste, me abandonaste todo este tiempo. Me dejaste despertar en soledad en la sala de ese jodido apartamento.

—No estabas solo—lo contradijo, señalando la obviedad de que, en cierta forma, los demás lo habían acompañado en todo momento.

—Lo sé, pero no estaba la única persona que importaba.

Un vertido de sensaciones se desató cuando, sin un plan preconcebido, la distancia entre los dos se desvaneció. El compás del encuentro cambio, y antes de comprender completamente cómo, la proximidad entre ellos se volvió palpable. Fue entonces cuando Jean, en un gesto posesivo entre la confianza y el error, posó ambas manos en su cintura.

El simple contacto fue suficiente para desencadenar una cascada de sensaciones sobe su piel. Como si una corriente eléctrica recorriera su cuerpo, sus poros reaccionar al roce inesperado.

La incertidumbre abarcó sus rasgos, momentáneamente tomada desprevenida, con la guardia baja en un rincón de su ser que no estaba preparado para ese nuevo terreno.

La mesa, que hasta entonces había sido su protectora aliada, ahora parecía encerrarla, su cuerpo acorralado contra la superficie de madera. Era un cambio sutil pero significativo en la danza que habían estado realizando, un paso que llevaba consigo el peso de lo inexplorado.

Un cosquilleo brotó en su vientre al notar el cálido aliento de Jean sobre su rostro. Era la primera vez que él la tocaba durante meses, y cada fibra de su ser respondía en armonía y disonancia a la vez.

En un acto de urgencia y deseo, Mikasa se dejó llevar por un impulso visceral. Sin pausa para la contemplación, se acomodó sobre la superficie de la mesa, barriendo con un gesto apresurado cualquier obstáculo que yacía en su camino, arrojándolo al suelo. Era una coreografiá antigua, un baile de complicidad que ambos habían perfeccionado con el paso del tiempo.

Abrió las piernas de manera instintiva, creando un espacio que Jean ocupó sin obstáculos.

—Jean…—susurró.

—Estoy tan harto y cansado de que tomes decisiones por los dos—murmuró sin apartar la mirada de ella—. Ese fue tu gran y único error, decidir lo que no puedes tener sin preguntar.

Jean se inclinó hacia delante y le besó con sutileza la comisura de los labios. La ternura de ese gesto la hizo anhelar el peso de su cuerpo. Sus alientos se mezclaron. Sintió la leve aspereza de sus mejillas, olió su aroma, aquel perfume querido y familiar, solo que esa vez acompañado de cálida realidad, de carne y hueso.

El beso fue un acto de rebelión y rendición simultáneas. Todas las caricias, todos deseos meses de amarga lucha, los habían conducido a ese momento. Las cicatrices que el alma de Jean había usado a modo de armadura se desintegraron con las caricias de Mikasa. Ella le permitió la tierna invasión de su lengua, emitió un sonido de placer. Aquel contactó adquirió un cariz peligroso y soñador, era una forma de comunicación básica y deliciosa, tierna y ávida a la vez.

—¿Por qué lo hiciste?—cuestionó. Paseó los dedos por la cara interna del muslo y lo acaricio, provocándole un ardor que la recorrió del todo, hasta las yemas de los dedos. Mikasa soltó un gemido de impaciencia—. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué cuando todo se sentía así?

Una vez más, Jean se inclinó hacia delante y la besó en la boca. Mikasa se estremeció y separó los labios para dejar que la saboreara. Los definidos músculos de sus muslos se tensaron cuando se dio cuenta de la mano que ascendía por su pierna. El pulgar que antes descansaba contra la delicada piel de la cara interna de su muslo, ascendió, lentamente y trazando círculos, hacia los rizos de su sexo. Rozó la parte superior del vello, agitándolo con caricias que despertaron ecos de sensaciones en su piel.

—Precisamente por eso, porque se siente así—instintivamente, tomó una de sus manos y la colocó sobre su pecho, permitiendo que sintiera el desbocado palpitar de su corazón—. Porque se siente así y no lo merezco.

Jean detuvo sus movimientos.

—Eso es jodidamente ridículo, Ackerman—suspiró él, perverso.

Mikasa frunció el ceño.

—¿Ahora soy Ackerman?

—Cuando actúas de esa forma, lo eres—espetó.

—Jean…—dejó la frase en el aire cuando sintió que le introducía dos dedos entre los suaves pliegues de su sexo, acariciándola hacia adelante y hacia atrás.

—Me debes una enorme disculpa por tomar una decisión tan mala—susurró; con el pulgar y el índice, acarició cada labio mayor como si estuviera liberando el perfume de los pétalos de una flor. Mikasa gimió al tiempo que se arqueaba para que la acariciara con más firmeza. Jean rodeó el clítoris, cerca pero sin tocarlo, y masajeó el capuchón que lo cubría.— Por desperdiciar nueve meses de nuestras vidas.

—Ya lo hice.—Lo miraba fijamente con las pupilas dilatadas, cada vez más sonrojada, mientras el seguía acariciando la sedosa y misteriosa entrada de su cuerpo.

—No, no lo hiciste—le acaricio la mejilla con los labios.

—No me diste la oportunidad—lo acusó.

—Ahora lo estoy haciendo.

Extendió un brazo y separó los labios con dedos, acariciándola hasta que sintió la humedad. Notar ese sedoso elixir femenino, tan fresco y ardiente, hizo que el deseo le corriera por las venas. Le acaricio la entrada e introdujo la punta de un dedo. Al sentir que sus músculos se tensaban para impedirle la entrada, le susurró palabras dulces al oído, para tranquilizarla, y la penetró con mucho tiento. Ella se quedó inmóvil al sentir que ingresaba en su interior. Que la invadía.

—M-me siento avergonzada. Soy una cobarde. Huyo de las cosas. Soy débil, siempre lo he sido—lloriqueó ella.

Mikasa notaba que la piel le ardía de deseo y vergüenza.

Con un simple movimiento, la obligó a recostarse de lleno sobre la mesa a la vez que se arrodillaba frente a ella. Tenía los pies al borde de la mesa. Medias de algodón blancas, botas de paseo robustas. Esa postura, con las piernas separadas, la hacía ver como una diosa.

—No eres débil y no quiero escucharte decir eso nunca más—murmuró. Besó su rodilla hasta subir a su muslo y situar el rostro a escasos centímetros de su sexo—. Aun así, no me has pedido disculpas—le recordó.

Le insufló un aire caliente que la hacía estremecerse con cada exhalación. Mikasa empezó a retorcerse, moviendo las caderas como si le estuviera haciendo señas para que se acercara, y cuando por fin lo hizo, notó la lengua de Jean entre sus pliegues.

—J-Jean—empezó ella, sin aliento.

—Mmm, sabes igual—murmuró, deleitado.

Cualquier atisbo de sentido común la abandonó. Toda su atención se concentró en lo que él estaba haciendo, en la yema del dedo que poco a poco se introducía en ese lugar palpitante de deseo. Ese dedo burlón que se deslizaba hasta el fondo y comenzaba a moverse con un ritmo lento y delicado, mientras sus músculos internos se cerraban en torno a él y sus entrañas se tensaban. Sintió la trémula caricia de su aliento en el clítoris. Aquello era el paraíso. Era una tortura. Quería matarlo.

Un segundo dedo se sumó al que la penetraba y sintió que el placer la invadía poco a poco la sensación se extendió por sus extremidades y subió hasta abrasarle la cara, el cuello e incluso las orejas. Jean curvó los dedos con suavidad en su interior y los detuvo en un punto concreto justo cuando, ¡por fin!, empezaba a acariciarla con la boca y la lengua, como si fuera un gato danto lametones.

—¡Lo siento, lo siento!—exclamó, alcanzando un clímax distinto de cualquiera que hubiera experimentado antes. Un éxtasis puro sin un principio ni un final precisos, un largo espasmo que no cesaba.

Sintió una nueva oleada de humedad cuando por fin retiró los dedos, aunque siguió devorándola con los labios y la lengua ansioso. Jean gimió entre sus muslos y, acto seguido, le separó los pliegues con los dedos y mordisqueó el clítoris con suma delicadeza. Ella gimió a la vez que enterraba los dedos en su cabello, tirando de algunos mechones.

Jean se apartó de repente, jadeando.

—Jean, perdoname…—dijo, agitada, con la voz quebrada.

Sin decir una palabra más, lo miró desabrocharse el cinturón y bajar su pantalón.

—Jean, aguarda un momento—le pidió. Era como si hubiese tenido un momento de lucidez.

Él la miro, por mucho, confundido, expectante.

—Debes saber que he estado sola todo este tiempo—lo contempló con desesperación—. Y me hablo de la soledad que atormenta. Del tipo del que no puedo deshacerme y esto me ha vuelto codiciosa. Famélica—tragó grueso—. Recibiré más de ti que lo que tu recibirás de mi—le advirtió.

Jean abrió los labios para decir algo, atónito.

Mikasa colocó el peso de su cuerpo sobre sus brazos, reincorporándose un poco.

—Aunque al final esto sea insignificante para ti, en mi opinión, nunca será lo mismo—dijo con un hilo de voz—. Cuando te vi… el hecho de que estuvieras frente a mi puerta significa que las cosas han cambiado fundamentalmente para mi—confesó—. Creo que es justo que lo sepas. Debes ser consciente del desequilibrio que hay entre nosotros dos en este momento.

Jean comprendió que Mikasa le estaba dando la oportunidad de decidir, de tomar sus cosas, marcharse y no regresar jamás.

Sin embargo, lejos de desistir, tiró de ella hasta el borde de la mesa, acomodándola, dejando sus pies en el suelo, tras lo cual le separó las piernas y se colocó entre sus muslos.

Se inclinó hacia ella, lo suficiente para que sus pechos se rozaran. Con habilidad, entrelazó sus dedos con los de ella al mismo tiempo que introducía una mano entre sus muslos para acariciala y abrirla. Acto seguido, lo notó en la entrada de su cuerpo mientras buscaba el ángulo perfecto y empezaba a penetrarla despacio. Lo sentía tan duro como el acero, pero se mostraba suave y delicado, tomándose su tiempo.

—No voy a dejarte—susurró contra su oído.

Mikasa jadeó: sus músculos cedieron aceptando la invasión por completo y por fin se hundió en ella.

La expectación hizo que sintiera un hormigueo en todas sus terminaciones nerviosas. Levantó las caderas un poco, permitiéndole hundirse despacio hasta el fondo, penetrándola como nunca antes lo había hecho. El ángulo era perfecto y la fricción resultaba maravillosa, justo donde más lo necesitaba. Tensó el cuerpo a su alrededor. Estaba al borde del orgasmo, cerca de ese mar de placer infinito donde el pensamiento no tenía cabida.

—No voy a dejarte—repitió Jean por encima del clamor de su corazón—. Ni al amanecer, ni al día siguiente.—Se retiró apenas un centímetro, y luego de hundió de nuevo en ella y rotó las caderas.

Mikasa gimoteó y se retorció, sintiendo su miembro en lo más profundo de sus entrañas.

Las suaves caricias de esos dedos en el clítoris, sumadas con las rítmicas embestidas, desencadenaron un estallido de placer que la invadió por completo, recorriendo su cuerpo una y otra vez como si no tuviera fin. El clímax fue tan intenso que la dejó aturdida y demasiado débil para moverse. Apenas si fue consciente del orgasmo de Jean, del gruñido silencioso que soltó contra su piel, de los bruscos estremecimientos que lo recorrían.


Poco a poco emergió de las profundidades del sueño, las sombras de la inconsciencia cediendo ante la luz de la realidad. Le tomó un momento orientarse, comprender que no estaba en su habitación habitual, y que la cama bajo él no era la suya. Sin embargo, un aroma familiar, impregnado de sus recuerdos más íntimos, lo envolvía con una dulce embriaguez.

No obstante, el pánico se apoderó de él al notar la ausencia de esa figura tan esencial en su mundo. En lugar de permitirse despertar lentamente, se incorporó bruscamente en la cama.

—¿Mikasa?—llamó una vez, rompiendo el silencio de la habitación—. ¿Mikasa?—repitió.

Solo cuando la puerta se entreabrió, vislumbró su entrada. Ella, completamente desnuda, deslizándose con gracia y plenitud, como si fuera un ser de otro mundo.

—Lo lamento, ¿te desperté?—preguntó en voz baja, preocupada.

Jean cerró los ojos y tragó grueso.

Se metió en la cama y se acurrucó en su costado. Ella le apoyó la cabeza en el hombro y frunció el ceño con curiosidad al admirar su rostro.

—Por un momento me asuste—confesó.

—Lo siento, Jean. Solo fui al baño—explicó.

Él asintió, sintiéndose repentinamente avergonzado por su exagerada reacción.

—¿Qué hora es?

—Pasada la medianoche.

Jean asintió, consciente de que volver a dormir seria complicado. Aun así, eso no fue impedimento para sentir el peso del agotamiento en sus huesos. El recuerdo del resto de la tarde resonó en su mente.

La pasión los había llevado por distintos rincones de la casa, dejando una estela de encuentros apasionados. Desde la mesa, donde todo comenzó, hasta el sillón, y finalmente la habitación.

Permanecieron acostados un rato, ella sobre su pecho, acurrucada contra él, con una de las piernas encima, las caderas curvadas y la mano apoyada con gesto posesivo en su cintura. Recostado sobre un codo, Jean contempló los reflejos anaranjadas y rosados de las llamas sobre su piel.

Con suavidad, deslizó la mano sobre Mikasa en una tierna caricia. Cada vez que respiraba, sentía el roce de sus pezones.

—Creo que debemos hablar—dijo ella, incapaz de interpretar su expresión.

—Creí que ya lo habíamos hecho—respondió, ausente. Tomó su mano y le besó el dorso de los dedos, tras lo cual se los pasó por el mentón.

Mikasa se sentó de golpe.

—No, no del todo, lo que sucedió no se parece en absoluto a hablar.

Jean vislumbró maravillado el sonrojo en el rostro de Mikasa, y un palpitar errático en su pecho lo hizo completamente consciente de la magnitud del momento.

—Bueno, soy todo oídos—resopló.

—¿Qué sucederá con nosotros?—preguntó, con la mirada fija en él, directa y sin rodeos—. ¿Esto quiere decir que hemos regresado?

—Creo que fui bastante claro—murmuró.

—No, no lo pediste—suspiró—. La última vez que sucedió, regrese a mi habitación, humillada—le recordó.

Jean interrumpió la caricia y bajo los ojos. Parecía presa de una sincera agitación ante aquella transgresión.

—También me disculpe por eso.—El gesto de su boca se endureció.

Volvió a buscar su mano y, con delicadeza, besó sus nudillos. El gesto tierno, pronto se transformó en algo más. Jean, con determinación, la atrajo hacia su cuerpo, como una fuerza magnética que no puede resistirse. La posición de invirtió, y Mikasa pronto se encontró bajo él, pegada a su ardiente y duro cuerpo.

Jean le separó más las piernas, provocándole un cosquilleo placentero en lo más profundo de su ser.

Introdujo la mano entre sus cuerpos y fue bajando, tras lo cual ella sintió la caricia de la punta de su miembro en el vello púbico, separándole los pliegues de su sexo.

Se aferró a sus hombros y se le escapó un gemido satisfecho cuando Jean comenzó a penetrarla, despacio, y con cuidado, lentamente.

—Pensé que estabas cansado—suspiró, rodeándole la cintura con ambos muslos.

—Por Ymir, Mikasa, jamás me cansare de ti—susurró en su oído.

Las embestidas eran lentas, flojas.

—Te hice una pregunta—murmuró.

Jean la miró directamente a los ojos.

—¿Quieres jugar a eso ahora mismo? ¿Preguntas y respuestas?

Mikasa puso los ojos en blanco.

—No es un juego—rebatió. Jean movió las caderas con habilidad. La penetró con cuidado exquisito, y su invasión no era posesiva, sino un acto de adoración, una forma de acariciarla por dentro y por fuera.—. Joder… más… justo ahí—gimió.

—Ahora mismo estoy en un predicamento—gruñó Jean.

—¿En serio? ¿Cuándo estas dentro de mí?

—Dices una cosa y terminas haciendo otra—respondió con la voz entre cortada, ronca.

Mikasa enarcó ambas cejas.

—Aceptaste casarte conmigo, pero terminaste huyendo—dio una embestida lenta y profunda para enfatizar su punto—. Hablamos sobre comenzar una vida juntos, pero en cuanto tuviste la oportunidad, escapaste.

—¡Por Ymir, Jean! ¿Cuál es tu punto?—preguntó, frustrada.

Jean se detuvo.

—Dices que me amas, pero todo lo que haces es causarme dolor—murmuró contra sus labios, buscando su mirada un segundo después.

—Dolor—repitió ella, casi sin aliento.

—Si, dolor.

Las sensaciones la abrumaron y borraron todo pensamiento coherente de su cabeza, todo aquello que la rodeaba, y solo fue consciente de ellos dos, cuando Jean se derramó en su interior.

Luego de recuperar el aliento, le besó todo el cuerpo mientras la elogiaba y la acariciaba. A la postre, encendió otra vela y se dirigió al lavamanos. Volvió con un vaso de agua fresca y un paño húmedo. Mikasa apuró hasta la última gota de agua y luego de tumbó mientras el limpiaba su sexo. Podría haberlo hecho ella misma, pero era maravilloso dejarse cuidar y se sentía totalmente flácida, como si tuviera los huesos empapados en miel.

Después de atender sus propias necesidades, Jean regresó a la cama.

—Nunca respondiste por qué te fuiste—dijo, cayendo en cuenta que en ningún momento de su convivencia, Mikasa había enlistado las razones de su partida.

—No solo leíste una, si no dos cartas—susurró.

—Sí, lo hice, y luego las queme y pase todos esos meses, semanas y días tratando de deshacer cada palabra—besó su frente y después su nariz—. Eso debería ser indicador suficiente para darte a entender que tu respuesta no fue buena.

Mikasa elevó la mirada hacia su rostro, curiosa.

—¿Quieres la verdad?—cuestionó.

Jean asintió.

—¿La cruel y dura verdad?—indagó nuevamente, buscando la aprobación.

—Sí.

Tomó una enorme bocanada de aire y, a bocajarro dijo:

—Odiaba la idea de nosotros dos juntos. La detestaba.

Jean enmudeció durante un segundo o dos. A lo largo de los años había aprendido que, Mikasa Ackerman, pocas veces hablaba en sentido figurado y, cuando su opinión era solicitada, respondía sin tapujos.

—Después de la conversación con Dreher. Llegue a la conclusión de que era la ley básica de las cosas. Lo bueno debería tener lo bueno. Lo malo no merece nada. La luz necesita más luz. La oscuridad solo piensa en sí misma.

—¿Yo soy luz?—atinó a cuestionar.

Mikasa asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Puede que te cueste recordar, pero hice cosas imperdonables.

—No fuiste la única—le recordó; colocó un dedo debajo de su barbilla y la atrajo hacia él para besarla lentamente—. También has hecho mucho bien. Salvaste mi vida en incontables ocasiones. Detuviste el Retumbar. ¿Por qué no puedes estar satisfecha con ello? En mi opinión, somos un área gris.

—Supongo que he hecho las pases—suspiró.

Jean se reincorporó sobre un codo, contemplándola de lleno una vez más.

—Entonces, regresa conmigo, volvamos a ser una pareja—dijo Jean con vehemencia—. Podemos ir lento esta vez, lo prometo.

—Jean…—los ojos de Mikasa estaban al borde de las lágrimas, demasiado abrumada por la alegría como para pronunciar una palabra más.

Él tomó una de sus manos y la llevo hasta su pecho.

—Necesito esto. Me gusta esta vida… es buena para nosotros. A tu lado me siento fuerte. Útil, capaz.

—Nunca imagine que podría tener ambas cosas… jamás pensé que podría… que lo merecía—dijo con la voz entrecortada.

Jean la atrajo hacia su cuerpo, abrazándola con fuerza.

—Eres testaruda, solamente tenías que preguntar—respondió, haciendo que ella soltará una trémula carcajada.

Sus labios se encontraron nuevamente. Era el tierno ballet que se encuentra con la gracia de dos almas que finalmente se reconcilian.

—Te quiero a ti—murmuró—. Quiero estar a tu lado, dentro de ti, cerca de ti, al despertar por la mañana, todas las mañanas. Y si tengo que volver una y otra vez en el tiempo y volver a vivir la misma vida, lo haría, lo haría sin dudarlo—le aseguró.

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

—Simplemente, ámame—murmuró mientras depositaba un beso sobre su frente.

—Sí—sollozó.

—Quiéreme—continuó, desperdigando otro beso sobre la punta de su nariz, en sus pómulos, degustando el sabor salado de las lágrimas.

—Lo hago. Siempre lo he hecho—respondió Mikasa, rodeando su nuca con ambas manos.

—Quédate conmigo—dijo, mirándola directamente a los ojos.

—Por siempre, Jean—prometió.

Continuara