Twilight es propiedad de Stephenie Meyer, esta historia es de Alby Mangroves, yo solamente la estoy traduciendo para todos ustedes con la ayuda de Larosaderosas y sullyfunes01, ¡gracias!
Capítulo 14: El precipicio
.
Isabella se echó el chal sobre los hombros. El frío del atardecer y la sal del aire le resultaban familiares, pero el inquieto murmullo de su interior era algo totalmente nuevo.
Había soportado el sofocante confinamiento de la diligencia durante varias horas y estaba realmente dispuesta a estirar las piernas y los pulmones, a dar pasos en la dirección que había elegido. Cada momento que pasaba sentada en su pequeño banco le parecía tiempo perdido cuando podría estar haciendo, planeando y corriendo hacia delante.
Al otro lado del carruaje, dos mujeres (madre e hija, probablemente) se habían mostrado perfectamente cordiales con ella, pero descubrió que no le resultaba fácil entablar conversación.
Al cabo de un rato, se habían dado por vencidas y ahora estaban sentadas en silencio, ocupadas en alguna labor de aguja, con sus delicadas manos volando hábilmente por encima y por debajo del aro, dejándola a ella con sus agitados pensamientos. Isabella había escondido sus dedos callosos entre sus faldas y había observado cómo tomaban forma sus finos bordados durante todo el tiempo que había podido soportarlo, pero su mente inquieta estaba en otra parte, y su corazón esperanzado yacía aún más lejos. Era una mujer dividida.
Pronto se hizo el silencio en el carruaje. Isabella observó cómo la cabeza de la hija se inclinaba hacia un lado, cada vez más, hasta que por fin descansó sobre los hombros de la madre. El pelo se había soltado del moño de la hija y se mecía con el movimiento del carruaje, rozando una frente aún libre de los adornos que traería la edad. Isabella sonrió, de repente muy, muy cariñosa.
Levantó la vista y notó que ella también estaba siendo estudiada por los ojos azules de la madre, amables y pensativos. Apartó rápidamente la vista de aquella mirada, tragando la piedra caliente que tenía en la garganta.
A partir de entonces, se limitó a contemplar el panorama del frondoso y espeso bosque desde la ventanilla, arrullada por el agradable traqueteo y crujido de la diligencia mientras avanzaba a buen ritmo hacia Port Angeles.
Con sus maquinaciones en marcha durante los últimos días, no había pensado en otra cosa que en Edward en toda la mañana, y seguía en su mente al anochecer, su forma, su emoción, llamándola incluso desde aquella gran distancia.
Lo vería mañana, si todo iba bien.
¿Estaría allí? ¿Vendría a buscarla? No pudo evitar sentir un aleteo de preocupación. Había dado pasos que no podían deshacerse. Si Edward cambiaba de opinión o si nunca había sido su intención, ella quedaría a la deriva como un madero en la marea, libre de todas sus obligaciones y condenada a buscar la fortuna que pudiera una mujer solitaria en un mundo que era para hombres.
Al llegar a Port Angeles, Isabella abrió la boca, decidida. No permitiría que la duda la hiciera tropezar. No ahora, cuando todo estaba a su alcance. Se había cansado de aceptar dócilmente lo que viniera. Que la gente la juzgara indecorosa si querían, que la condenaran por querer algo y cogerlo, pero ella no se echaría atrás.
Un fuerte escalofrío la recorrió. A veces se asustaba a sí misma con la fuerza de su convicción.
A medida que se acercaban, pensó que Port Angeles apestaba a océano, con un sabor salado y amargo en la lengua. Lo acogió con agrado, una muestra más de una vida futura, otro paso hacia algo nuevo.
Cuando el cochero la ayudó a recoger sus modestas maletas, no sintió ningún remordimiento por la mentira que pronto tendría que decir, ya que allanaría el camino hacia el futuro que se le presentaba tan atractivo.
—Es una lástima que se marche de Forks para siempre, señorita Swan —dijo él, y ella sonrió agridulcemente, asintiendo con la cabeza cuando él expresó su respeto por su difunto padre.
Aceptó agradecida sus fervientes deseos de que aún encontraría la felicidad en casa de su tía abuela, en Pensilvania. Durante un breve pero horrible instante, Isabella se preguntó si todo el estado de Washington conocía su pasado y se compadecía de ella. Mirando el rostro inocente del conductor, se tragó el atisbo de vergüenza, recordando que no podía hacer nada para cambiar todo lo que había ocurrido para traerla aquí. Ahora sólo podía tomar las riendas de su propia vida.
Y así lo hizo.
—Gracias —dijo esperanzada, aunque no por una vida al otro lado del país, con una tía inexistente—. Intentaré ser feliz.
.
.
Aquella noche, mientras se acurrucaba inquieta en la cama de un hotel desconocido, Isabella pensó en Edward, conectado a ella una vez más sólo en virtud de la luna en el cielo y el reguero de estrellas. Por primera vez, se permitió pensar en el hombre en sí, después de haberlo conocido, de haber hablado con él, de haberse prometido a él.
Pensó en sus manos, seguras y suaves sobre su caballo y, sin embargo, susurrantes y temblorosas sobre el tacón polvoriento de su vieja bota.
Pensó en su voz, cuyo tono oscuro le hizo sentir un nudo en el estómago. Miró a la luna con los párpados pesados mientras su mano se dirigía a su garganta, rozaba ligeramente su pecho y se introducía bajo su ropa de dormir.
—Edward —le susurró a la luna, enviándole toda la magia que poseía directamente a él, para facilitarle el sueño esta noche y que al día siguiente viniera a buscarla como le había prometido.
A ella misma le resultaba casi imposible dormir, incluso después de que su sangre se hubiera calmado y su fuego se hubiera apagado.
Su mente no descansaba, daba vueltas a lo que podía ser una y otra vez como tierra para plantar, sintiéndose aterrorizada y emocionada, recelosa y confiada a la vez.
Y en la oscuridad más densa antes del amanecer, finalmente se levantó de la cama y se recogió el pelo en un moño, se vistió con la ropa de Charles Swan modificada a su medida por sus propias manos, e hizo su camino con el sombrero bajo.
Atravesando la población que sólo había visitado dos veces en su vida, el corazón de Isabella latía en su pecho como un martillo salvaje. Aquí y allá veía gente, hombres, que iban y venían a sus quehaceres incluso a esas horas tan tempranas, y ella se enterró más profundamente en el abrigo de su padre, echándose la bolsa al hombro como había visto hacer a otros hombres a menudo.
Exactamente como había prometido que haría, Isabella encontró a Ben, el joven hijo del herrero, sentado en la hierba a las afueras del pueblo, bajo el antiguo arce de hoja grande, con su propio caballo ensillado y listo para montar, mordisqueando los brotes verdes.
Ben se puso en pie cuando la vio acercarse, con postura recelosa. No fue hasta que ella estuvo a pocos metros que el reconocimiento le aclaró los ojos y le sonrió, grande y abierto como el cielo, y tan sorprendido que ella rio con regocijo.
—¿Alguien sospecha? —preguntó, pues su plan dependía de que todo saliera como debía, sin que nadie en Forks se enterara.
—Tal como usted dijo, señorita, su caballo fue vendido y cuando usted tomó la diligencia a Port Angeles, yo llevé su caballo a su nuevo dueño, eso es todo. Y si debo dormir una noche a la intemperie, bueno, eso está bien para un joven, ¿no?
—Así es —dijo Isabella, devolviéndole la sonrisa, incapaz de detenerse. Podría haberlo besado, y lo hizo, acariciando su mejilla sonrojada y juvenil con absoluto y total deleite y terror por lo que había hecho y estaba a punto de hacer.
—No debes contarlo —volvió a decir, posiblemente por enésima vez, hasta que él la miró con desdicha.
—Señorita Isabella, nunca lo haría, usted lo sabe, ¿verdad?
Y sus ojos, tan serios, le dijeron que guardaría su secreto, aunque sólo conociera la punta y no todo el iceberg.
—Querido Ben —dijo ella, con los ojos de ambos un poco brillantes—, lo sé. Lo sé y te lo agradezco.
Él le sonrió, inseguro. —¿Estará bien, señorita Isabella? ¿Está segura de que...?
—Oh, sí. —Isabella le sonrió, de repente tan segura como el amanecer que se levantaba—. Estaré bien.
Y así fue como Isabella Swan montó en su caballo como un hombre, de la forma en que siempre lo había hecho cuando era joven y despreocupada, se quitó el sombrero en agradecimiento a Ben, y cabalgó hacia las montañas con su corazón cantando más fuerte que el coro del amanecer.
