Capítulo 5: El festival de las noticias

"Te prometemos que en la alegría y la risa del festival nadie osará dar una interpretación siniestra a tu repentina vuelta a la forma humana."

Apuleyo

Inmediatamente después de ordenarles entrar las llamaron a cenar, pero ni Mikoto ni sus visitantes acudieron al comedor junto a ellas. Este hecho no pasó por alto entre el circulo de artistas, quienes comentaron entre emocionados susurros aquél hecho, cada uno suponiendo las causas de ese cambio de rutina.

Kushina escuchó a hombres y mujeres cambiar pareceres. Algunos pensaban que era una reunión de amigos, sin importancia. Otros expresaron que podían ser noticias familiares. Otros dijeron que quizá era una reunión de negocios, que quizá el visitante fuera uno de los patrocinadores del festival. No obstante, un grupo de jóvenes vestidos con túnicas y que rara vez aportaban a los cuchicheos del grupo, expresaron una preocupación diferente.

—Quizá son noticias de la capital —dijo uno de ellos, sin tocar aún la comida—. El señor Namikaze frecuenta la capital del país, quizá trae noticias de la guerra.

La palabra guerra pareció acallar aún más los murmullos de la gente ahí reunida. No era un secreto que muchos de ellos tenían familia que vivía en pueblos civiles ubicados en las tierras fronterizas, las zonas en las que precisamente se había encrudecido la violencia.

—Hablar de guerra son palabras mayores y extralimitadas —contradijo Yoshino, sentada al lado de Kushina. Hasta ese momento ella comía con tranquilidad, sin alterarse por las suposiciones de sus compañeros—. Es innegable que el país del Fuego enfrenta dificultades de orden público y que hay escaramuzas en las fronteras, pero dígame, ¿cuándo ha habido paz realmente? El que haya enfrentamientos militares entre países no es una novedad.

El chico del fondo la miró un momento con un deje de desprecio en el rostro.

—Una mujer qué va a entender de estas cosas —dijo, haciendo un ademán de burla con la mano—. Cuando dejen de llegar las exquisitas telas de tus vestidos y cierren las finas tiendas que ofrecen los caros perfumes que utilizas, ahí sí podrás dimensionar los alcances de la guerra.

Yoshino detuvo en seco los palillos de cocina que tenía en las manos y clavó su mirada furibunda en el joven. Las personas alrededor contuvieron el aliento, mirando de uno hacia el otro. Kushina tomó un pequeño trago de agua y analizó la reacción de la mujer que había dejado atrás su rostro jovial, para dar paso a un destello de peligro en el brillo de sus ojos.

—Nací y crecí en Konoha —dijo. Su voz pausada y dura. Kushina vio que agarraba los palillos de una manera distinta, sopesándolos entre sus dedos como si fuese un instrumento más peligroso que un sencillo artículo de cocina—. He oído, visto y vivido más que cualquiera de ustedes. No me embriago de miedo por unas cuantas rencillas entre campesinos, ni mucho menos me asusto por una visita de amantes. Usted aquí aterrado por una guerra que no existe, y ellos allá en lo suyo, ocupados y satisfechos.

El chico se cruzó de brazos con una sonrisa de suficiencia.

—Qué va a saber de guerra una puta de ninjas…

Sucedió en un parpadeo, pero Kushina, que estaba observando atenta la postura de Yoshino, pudo detectar cada detalle. La mujer tomó los palillos con el dorso de los dedos índice y corazón, tomó impulso hacia su pecho y los lanzó con soltura en dirección al joven que la había ofendido. Los palillos viajaron en línea recta y, con violencia, se estrellaron en el rostro del hombre que, sorprendido, se llevó las manos a las heridas que empezaban a sangrar.

Hubo un revoloteo de gente en el comedor. Algunas chicas dejaron sus platillos y se aproximaron a la enojada Yoshino, arrebatándole otro par de palillos que había agarrado de las manos de otra compañera. Otros corrieron hasta el hombre de la túnica para inspeccionar las heridas que seguían sangrando. Kushina se mantuvo en su silla, sin integrarse en ninguno de los dos bandos, no quería problemas. Pero escuchaba atenta el intercambio de insultos. En medio de la algarabía escuchó algunas frases al aire.

—No debiste hacer eso, Yoshino —la regañaba una muchacha de cabello castaño que provenía también de Konoha. Su rostro era una mueca de preocupación—. Por qué eres así de impulsiva.

El murmullo de Yoshino fue ininteligible.

—¿Cómo aprendiste a hacer eso? —comentó Mebuki, mirando en dirección al chico. En ese momento uno de sus compañeros le limpiaba el rostro, dejando a la vista una profunda herida en el parpado bajo de su ojo derecho y una más pequeña y superficial en el labio superior. Kushina, que sabía de heridas, se sorprendió de que una chica de la contextura de Yoshino hubiera tenido la fuerza y precisión suficiente para ocasionar ese daño con unos palillos romos de comer, sobre todo considerando la distancia que los separaba.

—¡Una chica tiene que saber cómo defenderse!

La respuesta altiva de Yoshino resonó alrededor del salón que se había quedado en silencio de improviso. Una figura femenina había ingresado en el comedor, seguida de tres guardias: era la señorita Mikoto. Kushina se sorprendió, no solo por la presencia en sí de ella en el salón, sino por su aspecto. Aquella mujer, generalmente ataviada con costosos y espectaculares trajes de finas telas, se encontraba vestida con una sencilla bata suave. Su oscuro cabello, en otras ocasiones recogido en elaborados tocados, caía en cascada por su espalda como un manto nocturno en una noche despejada. Un vestuario completamente informal y despreocupado, incluso hogareño e íntimo, definitivamente no apto para ese lugar.

Además de eso, Mikoto estaba enojada.

—¿Qué sucedió aquí? —dijo en el silencio, su voz suave pero afilada. Sus profundos ojos escudriñando a los presentes, deteniéndose unos segundos más en el hombre con la herida sangrante, en los palillos tirados alrededor de él y en Yoshino que bajaba la mirada con culpabilidad—, ¿por qué están solos?, ¿dónde está Suki?

Los presentes se miraron entre sí, sin tener claro qué responder. Suki era la persona designada por Mikoto para supervisar que las reglas se cumplieran, que en la despensa se encontraran los víveres necesarios, que las bodegas con los instrumentos se encontraran selladas, que en los pasillos no anduviera nadie a deshoras. Pero esa noche no se presentó en el comedor.

Al no obtener respuesta, Mikoto ordenó que regresaran a sus habitaciones. Todos, menos el chico herido, fueron escoltados por los guardias a través de los pasillos hasta sus respectivos edificios. La atmosfera se había tornado tan helada que sorprendía haber tenido un día cálido bañado por intensos rayos de sol. Las plantas que rodeaban el sendero que las dirigía a su destino, barrían las rocas del suelo con cada soplo inclemente que movía las oscuras nubes sobre sus cabezas.

Ese había sido un día largo. De alguna manera, ver a los guardias de Mikoto moverse con nerviosismo por la casa, como si esperaran una eventualidad desagradable, las había llenado de tensión a pesar de la alegría que las caracterizaba. Y el resultado de la tensión acumulada había sido lo sucedido en el comedor.

Transitaron los senderos que conducían hacia el edificio de los dormitorios asignados a las damas, mientras tanto, por el lado opuesto, separados por un jardín de brillantes flores rojas y amarillas, los hombres caminaban entre charlas a las habitaciones propias. Kushina los observó desde la distancia, detallando sus ropajes holgados e insulsos, hasta que se perdieron de vista en el recodo próximo.

Kushina ingresó a su habitación y se aproximó al cubículo del tocado. Su compañera Mebuki, con quién compartían espacio de descanso, la acompañó.

En silencio recogió su cabello, apartándolo de su rostro y, con cuidado y destreza, pasó un trapo húmedo, retirando residuos de maquillaje y la suciedad del día. Al terminar extendieron sus esteras, apagaron las lámparas de la entrada y se sumieron en la oscuridad. Kushina no cerró los ojos, se mantuvo boca arriba, pensativa. Al pasar los minutos, la voz susurrada de Mebuki se escuchó en el espacio cerrado.

—La van a expulsar —dijo, en un hilo de voz—. Faltan dos días para que elijan quienes de nosotros irá a Konoha para el festival.

A Kushina no le preocupaba si expulsaban o no a Yoshino. Es más, si la llegasen a expulsar sería beneficioso para ella, pues tendría más posibilidades de ser elegida.

—Si la expulsan igual ella estará en el festival en Konoha —respondió—. De cualquier manera, ella es de allá. No hará mayor diferencia.

—Pero no hará parte como tal de los eventos…

Kushina no respondió. Sus cavilaciones giraban en torno a la manera como Yoshino había reaccionado, a como había sujetado los palillos, a como los había lanzado. La destreza que se necesitaba para realizar esos movimientos se obtenía con entrenamiento constante, no podía ser causal.

Despertaron mucho antes de la salida del sol al día siguiente. Esa sería la última presentación que tendrían en Kachi, el cierre del feriado. Aunque no fue una noticia anunciada públicamente, la ausencia tanto de Yoshino como del hombre involucrado en el conflicto hacía evidente que habían sido apartados de la comitiva. A pesar de ello, nadie se atrevió a comentarlo en voz alta.

Kushina y compañía salieron al barrio de ocio muy temprano. Atravesaron en una caravana las concurridas calles rodeadas de puestos de comida, de exposición de telas, de cerámicas e incluso de animales exóticos. Kushina observó desde el camino un puesto con frascos de cristal llenos de hormigas y arañas. El puesto ya se encontraba colmado de personas, generalmente de hombres mayores.

Mebuki, ataviada con un exuberante kimono con flores rosas, se despidió de ella y se aproximó a una de las casas de té del pueblo. Más adelante otras de sus compañeras siguieron su curso hasta las exposiciones de poesía y el salón de teatro. A este último grupo pertenecía ella y otras dos muchachas esbeltas y más jóvenes con las que Kushina no había compartido mucho.

Kushina observó detalladamente a las jovencitas. Una vestía un elegante kimono con grandes lilas rodeando su figura esbelta. Era de rostro jovial y armónico, de largas y tupidas pestañas platinadas, al igual que su cabellera recogida en un moño apretado. La otra chica era más alta que Kushina, de cabello negro brillante, ataviada con un kimono azul oscuro con motivos de noche estrellada. Ambas eran hermosas y talentosas, y todas tres venían de diferentes lugares del país del Fuego.

Kushina se aproximó a ingresar en el teatro. Cambió su calzado de calle y se puso los dispuestos para ella en la entrada, cerró su sombrilla y la colgó en el lugar. A continuación, caminó a paso suave hacia el interior.

En esa zona del teatro reinaba el orden, pero también los sonidos. De alguno de los pasillos provenían las notas de un arpa y de un tambor que seguramente estaban afinando. Escuchó voces dando órdenes, voces respondiendo y hasta risas contenidas. Al llegar a la estancia señalada por Mikoto, casi choca con un adolescente que se encontraba de pie en el pasillo.

—Disculpe.

Cuando Kushina habló, el chico se giró y la miró. El rostro del adolescente la dejó sin palabras. Era joven, indudablemente, entre los 12 o 14 años, pero su mirada era fría, casi vacía… su rostro completo era una máscara intransigente. Era el chico que acompañaba el día anterior al hombre cuya llegada había causado tanto revuelo.

Por instinto levantó la mirada, buscando más allá en la estancia. En el lugar ya se encontraban sus dos compañeras, además cuatro artistas masculinos. Uno de ellos revisaba los instrumentos, los otros repasaban los libretos y partituras. Y en un rincón del salón, hablando entre sí con gran seriedad, se hallaba Mikoto, hermosa y elegante, con su cabello adornado con colgantes dorados y un imponente kimono rojo que realzaba la blancura de su piel. A su lado se encontraba aquél visitante del día anterior.

Visto desde una distancia más corta, Minato Namikaze era un hombre de aproximados 30 años, quizá un poco más joven, de rostro maduro y atractivo. Hablaba sin gesticular en exceso y asentía cuando Mikoto tomaba la palabra. Tenía una mirada despierta y penetrante, como si nada de lo que sucediera alrededor se le escapara. Kushina volvió a sentir la misma presión en su pecho de cuando lo vio por primera vez. No era una sensación placentera, era adrenalina mezclada con advertencia, era desconfianza y primitiva sensación de amenaza.

Kushina parpadeó y volvió su atención al adolescente. Este se había hecho a un lado, permitiéndole el paso, y la miraba con atención. Ella se inclinó ligeramente, agradeciéndole, y siguió su camino. Se aproximó hasta el lugar designado para ella, unos minutos después llegaron las asistentes para retocar el peinado y el maquillaje, después, entre todos, recordaron las señales de introducción de cada momento de la obra, el momento en el que había un cambio de vestuario, de luces o de música.

Minutos antes de dar apertura al teatro, Mikoto y compañía se despidieron. Kushina vio que Minato se dirigía hacia el adolescente y salían por la misma puerta por la que ella había ingresado. Mikoto, por otro lado, se acercó a ellas, dejando atrás el suave susurro de su ropa. Y así, diez minutos después, la función dio inicio.

En el escenario, bajo una melodía suave, representaron la esperanza que simbolizaba el país del Fuego para sus habitantes. Bajo el trinar de pajarillos y la apacible armonía de un arroyo fluyendo cuesta abajo, hombres y mujeres dejaron de manifiesto el arduo camino que como nación habían recorrido en la búsqueda de la Paz. El nacimiento de Konoha, la primera aldea oculta, el primer hogar de los hombres que caminaban bajo las sombras, era producto del deseo de Paz.

En el público, ataviado con las ropas comunes de los lugareños, observaba la función un hombre de rostro alargado y expresión tranquila. Su mandíbula de ángulos fuertes estaba relajada, como si disfrutara de hallarse en ese lugar. De su cinto, casi cubierta por la capa de viaje, colgaba una katana resplandeciente. Era un samurái, como muchos otros que circulaban en la aldea y en el país en general. Este hombre contemplaba la obra con tranquilidad, aunque por dentro se sentía profundamente fastidiado y disgustado.

Esperó pacientemente entre la multitud, escena tras escena, diálogo tras diálogo, hasta que el sol se puso en el horizonte y sobre ellos cayó la noche estrellada. Solo entonces, cuando el telón bajó y el lugar se llenó de aplausos, el samurái se movió de su sitio. Como muchos otros ahí presentes, caminó hasta la parte trasera del teatro, esperando a la salida de los artistas desde una distancia prudencial. Sin perder de vista su objetivo, se dirigió hasta un puesto de flores e intencionalmente escogió un delicado ramillete de rosas rojas. Tuvo que esperar casi dos horas completas bajo la luz de las lámparas de gas, rodeado de niños bulliciosos y espectadores de risas estruendosas hasta que el momento llegó.

Los artistas salieron de uno en uno, saludando con una respetuosa inclinación de cabeza y una sonrisa de labios apretados. El samurái contempló a cada uno en silencio, hasta dar con la persona de las características que necesitaba. Entonces caminó hacia adelante, serpenteando entre la marea de hombres, mujeres y niños, abriéndose espacio entre la multitud sin mucho tacto. Una vez en primera fila, extendió su mano con el ramillete ante la jovencita de brillante cabellera roja.

La chica se detuvo y le miró al rostro, en sus ojos hubo un destello de sorpresa que supo ocultar al instante. Entonces extendió sus delicadas manos de dedos largos y tomó el ramillete que él le ofrecía. El samurái la vio inclinar la cabeza y girarse para proseguir su camino, pero entonces él emitió un susurro:

—El lago se ve resplandeciente a la medianoche —Ella le miró de nuevo, esta vez con más atención—. La luna llena demora tres noches.

Una vez dicho esto, el samurái retrocedió y se alejó. La chica, por su lado, siguió saludando a los presentes, como si nada hubiera sucedido.

No podrían haber elegido peor momento para que ella rindiera su informe habitual. En los dos años que llevaba viviendo en el país del Fuego Mito enviaba a sus informantes a ella, todos sin seguir ningún patrón de tiempo ni lugar. Al principio de su aventura en el país no le suponía gran problema hacer el enlace con el contacto elegido, pero a esas alturas, a tan pocos kilómetros de Konoha y rodeado de personas tan peligrosas, sintió un resquicio de temor.

De cualquier manera, ese día no sería posible acudir al encuentro solicitado. El enlace le había comunicado que se debían encontrar en el lago, a medianoche, en tres noches posibles. Debía buscar el momento preciso para realizarlo, en el que no llame la atención.

Esa noche, después de bajar el telón en el teatro, el barrio de ocio se convirtió en un carnaval de colores y sonidos. Kushina desandó el camino en compañía de Mikoto y sus compañeras, en dirección a la casa de té más grande de la zona, lugar en el que esperaban Mebuki y las demás que se habían separado al iniciar la jornada. En ese transcurrir se sorprendió con la cantidad de personas que conformaban la marea de aldeanos que bebían y bailaban en la calle, extasiados y dichosos. A su alrededor corrían niños con máscaras blancas y negras que jugaban con espadas de cartón y de madera, quizá estos últimos los de mejores recursos.

Esta festividad, bajo la luz titilante de las lámparas de aceite que atravesaban las calles en zigzag, teñía al poblado de un color cobrizo y rojizo que embriagaban a las gentes de dicha y entusiasmo. En una esquina de la calle se desarrollaba un espectáculo de títeres que inconscientemente le hizo ralentizar sus pasos: se retrataba un paraje verde y un cielo despejado, bajo el cual se llevaba a cabo una discusión.

Era una función con tintes cómicos y satíricos, pero con un evidente trasfondo político. En una esquina, uno de los títeres de trapo era evidentemente un samurái, su uniforme retratado con retazos de tela color carne se balanceaban con la brisa mientras su rostro de cejas juntas demostraba ira y desprecio. En la otra esquina se situaba un títere con ropajes negros y el rostro cubierto, solo el blanco de sus ojos era visible a través del antifaz.

—¡No tienes derecho a estar en estas tierras! —decía el títere grandulón, abriendo mucho la boca. Su barriga prominente se balanceaba con cada palabra entusiasta, golpeando sucesivamente su barba. Los niños reían cuando esto ocurría—. ¡Vete y no vuelvas!

En ese momento el esbelto títere envuelto en sombras se reía y lo señalaba:

—Tendrás que sacarme a patadas. ¡Claro, si tu enorme panza de rico te deja!

Los dos títeres emprendían una persecución en la que el ágil títere negro se burlaba del grandulón que tropezaba con su panza y se levantaba para volver a caer un segundo después. Kushina dejó de ver cuando un tercer títere ingresó a escena, retratado con ropa fina y elegante. Cargaba un enorme bastón con el que golpeó al títere samurái mientras reía y gritaba ¡tú no das órdenes a nadie!

No tenía que pensar mucho para entender el significado de la obra. Al parecer la situación política del país del Fuego era bastante clara para sus ciudadanos civiles, o quizá las diferencias y tensiones entre las aldeas ocultas, los samuráis y el poder del señor feudal eran más notorias en Kachi debido a su cercanía y parentesco con Konoha.

Mikoto caminaba delante de todos, rodeada por sus fieles guardias. Caminaba serena y elegante, como una dama de alta cuna. Su tez pálida resaltaba bajo la luz de la luna y los fogonazos de las lámparas a gas. Su rostro lucía precioso, como si fuese una escultura de mármol; apacible, sublime, bella.

En la casa del té se reunieron las artistas y los patrocinadores del festival. Hubo música, poesía, baile y bebidas. Kushina fue asignada a tocar instrumentos en esa ocasión, de manera que se sentó junto a los instrumentos, tomó el arpa e hizo lo suyo. Desde su lugar escuchó las risas, las conversaciones jocosas y las expresiones de los presentes. No sucedió durante la ceremonia nada especial que llamara su atención. La señorita Mikoto conversó con cada uno de los patrocinadores, la mayoría hombres, aunque en el recinto se encontraba otra dama de rasgos suaves, pero serios cuyo nombre y procedencia no pudo conocer desde su puesto.

Cuando regresaron a sus aposentos, a todos los embargaba la satisfacción de un trabajo hecho en tiempo y forma: exitoso. Kushina y Mebuki ingresaron a sus habitaciones, entonces se dio cuenta de que algo no iba del todo bien.

Mientras Kushina retiraba el maquillaje de su rostro, lavaba su cabello y se cambiaba con su ropa de dormir, Mebuki se acostó en su futón con todo y maquillaje y se quedó dormida. A Kushina le pareció extraño, pero supuso que el cansancio la había vencido, así que apagó las mechas de aceite y se acostó.

No supo cuánto tiempo durmió, pero sintió que fue poco. Despertó cuando escuchó quejidos ahogados a su lado, provenientes de su compañera. Se levantó en la oscuridad y corrió hasta ella, encendiendo de nuevo la mecha. Mebuki estaba dormida, pero su expresión era de sufrimiento; su rostro se encontraba rociado de sudor, sus labios cuarteados y el movimiento frenético de sus ojos era visible sobre los parpados. Kushina posó una mano sobre la frente de la chica y sopesó su temperatura; tenía fiebre.

Sin perder tiempo, caminó hasta el lavabo y trajo una cacerola con agua al clima. Entonces buscó un trapo, lo remojó en la cacerola y limpió con este el rostro de la mujer, limpiando el maquillaje que aún teñía el rostro de la chica. Intentó despertarla, la llamó por su nombre, la sacudió suavemente por su hombro, pero la chica no reaccionaba. Se encontraba mortalmente pálida y su pulso acelerado era notable en la arteria de su cuello.

Sin atreverse a hacer nada más, se levantó con agilidad para buscar ayuda. Tomó el obi de su Yukata y lo anudó con premura y sin cuidado alrededor de su cintura, buscó a tientas una cinta para amarrar su cabello y agarró una pequeña manta para cubrir sus hombros. Entonces salió al exterior para buscar a Suki, su superiora, o a Mikoto si era necesario. Corrió por los pasillos de las habitaciones y tocó en la puerta de Suki, pero esta no salió ni respondió. Sin más opciones, corrió el panel de papel e ingresó en la habitación, siendo consciente de la llamada de atención a la que se exponía por esa acción. Pero Suki no se encontraba en el lugar.

Regresó a su propia habitación y observó una vez más a Mebuki. La chica seguía privada, sudaba y respiraba con dificultad. Decidió, sin más remedio, acudir a las habitaciones de la señora Mikoto. Caminó lo más veloz que sus zapatos le permitían. Afuera la brisa era helada y despiadada, pues se aproximaba una tormenta. Avistó el tejado de las estancias de la señora, pero antes de siquiera llegar a su rellano, un guardia salió a su encuentro, interceptándola a metros de su destino.

—¿Qué buscas a estas horas?

Kushina inclinó la cabeza en señal de respeto y habló con la mirada baja.

—Busco a la señora Uchiha, hay una…

—La señora Uchiha no se encuentra en las habitaciones.

—Pero…

—Abandona estas estancias.

La muchacha frunció el ceño, molesta.

—Hay una artista enferma…

—Abandona estas estancias, la señora no se encuentra.

Ante el tono quedo del guardia, Kushina no pudo sino apretar los dientes, asentir y girarse. Tragándose toda la ira y frustración que rugía en su estómago como un animal enjaulado, caminó hacia las edificaciones de los comedores y el jardín principal, buscando a cualquier persona que pudiera ayudar. No se le ocurría quién podía ayudarla en ese lugar, quizá una cocinera, una chica del servicio, el chico que encendía las antorchas en los pasillos. Cualquier persona que conociera el pueblo podía ayudar más que ella. Caminando a través del sendero de madera que conectaba a los dos edificios, captó de soslayo a una figura agazapada.

Inmediatamente se detuvo, conteniendo la respiración, y se escondió detrás del muro de arbustos que separaba el camino del jardín. Entonces, respirando muy suavemente, observó entre las hojas al personaje desconocido. Era una figura pequeña, quizá un niño, arrodillado sobre la hierba. Tenía los pies descalzos, pero el rostro y el cuerpo cubiertos con una capucha negra.

Kushina se movió un poco hacia la derecha, tratando de captar más detalles. Entonces notó que el chico estaba arrodillado frente a una pequeña figura tallada en madera que ella no alcanzaba a detallar. A ambos lados se hallaba una antorcha cenicienta que iluminaba precariamente el lugar, pero que no alcanzaba a revelar la identidad de la persona.

¿Quién podría hallarse a esas horas de la madrugada, postrado en el césped, envuelto en penumbras?

Estaba por dar un paso atrás para regresar por el camino sin ser detectada, cuando una voz habló detrás de ella.

—Usted no debería de estar aquí.

La joven se giró, sorprendida, y quedó congelada. No había sentido a nadie aproximarse, sus sentidos le habían fallado: no hubo un sonido, un aroma o un cambio en el aire que le alertara de la presencia de otra persona. Frente a ella, mirándola en silencio, se encontraba el señor Namikaze Minato.

Vestía el mismo haori negro que lucía durante el festival, al igual que el kimono, pero su expresión no era tan relajada como en las otras situaciones en las que se había topado con él. El hombre la evaluó detenidamente, escudriñando su rostro sin maquillaje, su cabello semirrecogido en su espalda, por último, su yukata flojo y puesto a las carreras que dejaba a la vista más piel de la que debería. Luego miró hacia los lados con atención, quizá valorando la posible presencia de alguien más por fuera de los dormitorios, sospechando de un encuentro no precisamente inocente bajo el anonimato de la noche.

—Lo lamento —dijo Kushina, repentinamente nerviosa. Sintió la necesidad de explicarse para evitar que se pensara sobre ella y su comportamiento cosas que no eran ciertas—. Hay una compañera con fiebres en las habitaciones. No ha sido posible encontrar ayuda para ella.

El hombre no respondió en el momento. Se limitó a mirar sobre ella, al lugar donde el sujeto continuaba arrodillado, aparentemente ajeno a la presencia de ellos dos detrás de los arbustos. Entonces asintió hacia el camino, instándola a caminar junto a él, devuelta a los dormitorios.

Kushina caminó en silencio, cubriéndose de nuevo con la suave tela de la manta para protegerse del frío. La brisa de la madrugada se había tornado helada desde que en el cielo espesas y grandes nubles oscuras habían cubierto las estrellas brillantes que durante el festival adornaron el firmamento.

—La señorita Uchiha está atendiendo otras responsabilidades —dijo su acompañante. Ella le miró. Era la primera vez que lo observaba a un metro de distancia, también la primera vez que lo escuchaba hablar. Era más alto de lo que había supuesto y su voz era tranquila al igual que sus gestos. No obstante, al igual que en las ocasiones anteriores, había algo en él que le provocaba inquietud, había algo en la manera como observaba los alrededores, en el ritmo de su caminar, en el susurro de sus pasos; como si cada movimiento suyo fuese premeditado.

—¿Quién puede atender a Mebuki?

El hombre arrugó el entrecejo un segundo, pensando.

—Llamaré a una médico de la zona, en lo que trato de informar a la señorita Mikoto —respondió, deteniéndose. Ya habían llegado al edificio de los dormitorios—. Debe ayudar a su compañera en todo lo posible mientras llega la ayuda.

Kushina asintió, pero no subió las escaleras hacia el edificio. En cambio, dirigió una pequeña pero intencionada mirada al camino que habían recorrido, al lugar en el que habían dejado al sujeto en el jardín. Minato, sin embargo, no miró en esa dirección, como ella hubiera querido; su mirada calma se detuvo en ella por tanto tiempo que se vio obligada a devolvérsela.

Conectaron con la mirada por unos breves segundos que bastaron para incrementar el frio que ella ya sentía. Sus ojos eran tan azules que se asemejaban a dos pozos de agua cristalina, pero no transmitían la calidez que se podría esperar. Eran templados, cargados de desafecto y carentes de emociones desbordantes. Taimados, controlados, calculadores.

—Lo que ha visto atrás… —dijo él, haciendo una pequeña pausa para escudriñar su rostro—, es un acto personal, privado e íntimo de una persona en duelo. No era una escena preparada para tener público, tampoco para que se comente en los pasillos.

Kushina asintió, mirando al piso. Entendía que le estaban pidiendo discreción. Entonces alzó la mirada, aún con la cabeza gacha, y le miró entre las pestañas. Un oportuno soplo de aire revolvió su cabello, llevando algunas hebras rebeldes a su rostro, mismas que ella con un gesto delicado y suave llevó detrás de su oreja, sin dejar de mirarlo. Con el gesto de su mano, la manta se deslizó previstamente de sus hombros, un movimiento que no pasó desapercibido por ninguno de los dos.

Vio que el hombre rompía el contacto visual para repasar los detalles de su rostro joven, de sus labios rosados, e incluso más abajo, ahí donde el yukata mal puesto exponía las formas suaves de su clavícula y el nacimiento sugestivo de sus cualidades femeninas, salpicadas por pequeñas pecas traslucidas. De alguna manera, el recorrido visual sobre su cuerpo dejaba tras de sí una larga estela de fuego casi palpable.

Quizá hubiese mirado más, pero en ese momento, como una hoja seca que se posa sobre un estanque, alterando el reflejo de la noche, Namikaze Minato miró sobre su hombro, a las penumbras que titilaban con la mecha de aceite. Su rostro se transformó en uno cauto mientras inspeccionaba, pero expresó agrado por sus ojos cuando una figura asomó por el pasillo.

La espalda de Kushina se tensó cuando la presencia fría de Mikoto se detuvo tras ella. Por un breve segundo sintió enojo al ser interrumpida por esa mujer, pero controló a tiempo la súbita explosión de emociones y respiró hondo.

—¿Qué haces fuera de los dormitorios, muchacha?

Kushina apretó los labios y se giró con lentitud. Agachó la mirada con respeto, en lo que intentaba salir del sopor en el que había entrado minutos antes. Abrió la boca sin saber exactamente qué iba a decir, pero la voz oportuna de Minato se adelantó.

—Buscaba ayuda para su compañera Mebuki que no se siente bien. La acompañaba de regreso, explicándole que su persona no se encontraba en las instalaciones en este momento.

Su estómago pegó un salto repentino. Mientras Mikoto y Minato intercambiaban una breve mirada, Kushina se sintió entre inquieta y tensa; no conocía realmente la naturaleza de la relación que llevaban esos dos, de manera que le resultaba complicado dimensionar si Mikoto podía enojarse por encontrarla junto a él a esas horas y en ese lugar.

—Bien —asintió Mikoto volviendo sus ojos oscuros a ella. Su voz desenfadada le hizo sospechar que esa situación ya se había presentado antes. Le hizo seña a uno de sus guardias que esperaba metros atrás—. Trae a una médico. Y tú, muchacha, ve a tu lugar de descanso, por favor. En unos minutos subiremos a tratar a tu compañera.

Se despidió de su superior y caminó hacia el edificio, sin levantar la mirada. Se concentró en sus pasos insonoros y contuvo su respiración hasta que la pasarela de madera dio paso a los pisos exteriores del edificio. Una vez ahí, se esforzó en que sus pasos hicieran ruido por el pasillo y luego se detuvo, respirando profundo.

Lejos de la mirada penetrante de ambos individuos, se dio el lujo de fruncir las cejas y maldecir por lo bajo. Al día siguiente, cuando terminaran las fiestas en Kachi, Mikoto haría públicos los nombres de quienes la acompañarían a Konoha, no quería perder posibilidades de ir.

Sin dejar de murmurar palabras ininteligibles, Kushina se descalzó y desanduvo el camino con cuidado. En el interior del edificio no había luz de ningún tipo, lo que hizo el trabajo más fácil; así podía fusionarse fácilmente con las sombras, al menos hasta llegar a su destino. Una vez se encontró en el recodo del pasillo, pudo distinguir el murmullo de una voz femenina que hablaba con rapidez.

Bien, ni ese hombre ni Mikoto se habían ido. Seguro conversaban mientras observaban la extensión de verde que rodeaba la casa.

Aplastada contra la pared, sin hacer ruido siquiera con su respiración, Kushina contempló las sombras que creaban las antorchas en el sendero. Pudo ver así que Minato y Mikoto, tal como la dirección del sonido indicaba, permanecían donde ella los había dejado. Con suma suavidad, la joven se movió otros centímetros y aguzó sus sentidos; quería saber qué conversaban.

Del exterior le llegó únicamente el sonido de la lluvia y el susurro de las plantas acariciadas por el viento. No obstante, cuando pasaron algunos minutos y todo se mantenía en la misma calma densa de siempre, la voz de Mikoto se hizo oír.

—¿Entonces qué has pensado?

—Buscaré al ermitaño en las montañas del norte, tal como se me ha pedido —respondió la voz de Minato, con el mismo tono calmo y bajo que había usado con Kushina—. Lo que haga después de eso depende de la información que consiga… Si es que el sabio decide aparecer ante mí, por supuesto.

Al observar las sombras, Kushina vio que Mikoto se había movido y miraba a su acompañante. Su cabello negro parecía moverse con la brisa como si fueran largos tentáculos que trataban de alcanzar algo. Aún sin poder verla de frente, podía imaginarla formando una sonrisa encantadora de labios apretados.

—El sabio dijo expresamente con quién quería hablar, no tendría sentido que faltara a su palabra cuando a él tampoco le conviene que Hiruzen muera.

El hombre rio por lo bajo.

—Ya, ese es el argumento del Hokage —dijo—. Pero bien sabes, Mikoto, que él quiere que regrese a como dé lugar. No me extrañaría que inventara…

—Es de su salud de la que estamos hablando, ¿cómo puedes pensar que él juega con su propia vida simplemente para obligarte a volver?

La figura en sombras de Minato se crispó y encaró a la mujer. Kushina sintió su disgusto aún a la distancia y no pudo evitar llenarse de zozobra.

—No tengo constancia de su mal estado más allá de tus palabras, las de mi maestro y las de Fugaku. Tres personas que, a pesar de detestarse mutuamente, guardan algo en común; el deseo irracional de que me reconcilie con Konoha y vuelva a poner mis pies allá. —El hombre se detuvo y cruzó las manos tras su espalda. Mikoto entrecerró los ojos, molesta—. Es normal que desconfíe de lo que me dicen.

—Eso es ridículo —atajó la mujer en un murmullo. Kushina apretó las cejas, tratando de captar las escurridizas palabras—. Y no me refiero únicamente a que pienses de esa manera, lo que de por sí no me esperaba de ti, sino también a tu reiterada negativa de volver a tu hogar. Han pasado años…

—Lo que no indica que lo olvide —Mikoto inspiró hondo e intentó responder, pero Minato retomó sus palabras casi de inmediato. No estaba enojado, pero sí impaciente—. Escucha, Mikoto, los aprecio, de lo contrario no estaría aquí. Pero rehíce mi vida en otro lugar.

—Minato…

Él la interrumpió, subiendo un tanto su voz.

—Debe bastarles con que no me haya desligado del todo de Konoha. De momento es lo único que estoy dispuesto a ofrecerles. —Dio un paso atrás—. Ahora lo único que necesito de ti, Mikoto, es que lleves a Kakashi con mi maestro, ya me comuniqué con él y está de acuerdo. El chico no la está pasando bien, requiere que dispongan sobre él atención y menesteres. Mientras tanto trataré de hacer lo que me están pidiendo… pero no pienso regresar a la aldea.

Dicho esto, dio media vuelta y empezó a alejarse, su sombra en el suelo tembló con la luz de las antorchas. Kushina vislumbró en la madera del piso que Mikoto también se movía y lo detenía a unos dos metros de distancia. Sin poder acercarse más y viéndose fastidiada por el sonido de la lluvia, no le quedó de otra que concentrarse en las palabras amortiguadas de ambos.

—¿Y si resultan ser ciertas las sospechas del Tercero?

O Minato no respondió durante casi un minuto, o sus palabras fueron llevadas por el viento y no llegaron a ella. En todo caso cuando volvió a escucharlo, sonaba condescendiente e imperturbable. La mujer de cabello carmesí sintió que aquella conversación era importante, aunque no la entendiera del todo.

—… El señor Danzo Shimura está disponible y gustoso de ser el hombre que ustedes buscan, por mí parte solo deseo que me dejen en paz.

Entonces sí, la figura masculina se despidió de la fémina y se alejó por el sendero. Ni él giró a agregar nada ni ella intentó alcanzarlo. Y Kushina, con el ceño fruncido tras escuchar ese nombre que se le hacía extrañamente familiar, retrocedió con lentitud al percatarse de que la mujer podía decidirse a entrar de nuevo en el edificio y evaluar la salud de Mebuki de una vez.

Al no escuchar ruidos ni indicios de movimientos, caminó con sigilo hasta su lugar de descanso. Su presencia no alteró el silencio ni tan siquiera cuando deslizó el panel de entrada de la espaciosa habitación que ocupaba y se apresuró a alcanzar el futón en el que yacía su compañera.

Mebuki continuaba acostada sobre su espalda, con las cobijas echas un ovillo sobre sus pies. Sudaba copiosamente bajo su ropa; su rostro se hallaba perlado de sudor frio sobre su cuerpo excesivamente caliente. Kushina tomó la toalla que había dejado sobre su frente, la remojó en el agua de la cacerola y con ella limpió el rostro de la mujer.

Diez minutos después ingresó a la habitación una médico, acompañada de Mikoto. Por consejo de la primera la sacaron de la habitación y le asignaron una habitación para ella sola, pues no conocían la naturaleza de la enfermedad de Mebuki ni su capacidad de contagio.

Acostada bajo las penumbras de sus nuevos y vacíos aposentos, cerró los ojos, planteándose varias preguntas. Se preguntó, mientras abrazaba al cansancio que sentía y trataba de dormir, porqué un sujeto con tanto poder como el Hokage, buscaba a un hombre como aquél para que solucionara sus problemas. Aún más, le entró inquietud sobre lo que pudo haberle pedido y el motivo por el que éste parecía haberse rehusado a aceptarlo.

¿Y qué ermitaño era ese que habitaba las montañas del norte?, ¿quién era Danzo, quién era Fugaku o ese maestro del que el señor Namikaze hacía mención?, ¿qué era lo que sospechaba el Hokage?

Entre tantas preguntas y el cansancio de todo el día encima, a pesar de querer darle más vueltas a esa conversación, Kushina se quedó dormida.