Tsunade era respetada en Konoha, en el país del Fuego y gran parte de los alrededores pese a sus pequeños vicios como la bebida y el juego. Sus habilidades como médico no tenían punto de comparación, su fuerza era leyenda, y su carácter también era bastamente conocido. Todo en ella dejaba marca profunda en quien la conocía, ya fuera un hueso roto o la secuela de un trauma perpetuo tal como el que Izumo y Kotetsu tendrían a partir de ese día.
¿Por qué entre tantos jōnin tenían que poner de capitán precisamente a él?
Los dos chūnin iban detrás del último ninja de Konoha con el que Kotetsu quisiera hacer, de nuevo, equipo para una misión. Peor aún, una tan larga como la que estaba a dos montañas de distancia.
Solo le quedaba resignarse.
Miró el paisaje. En otras ocasiones diría que no cambiaba, pero no se podía aplicar el comentario en esos momentos porque a medida que avanzaban, el verde que rodeaba su aldea natal fue cediendo su intensidad, dando paso a tonos amarillentos que gradualmente se convertían en rojizos y café. De primavera a otoño solo habían pasado algunos días en su percepción.
Pronto el otoño terminó, la última montaña que los dividía de su destino se impuso frente a ellos y subiendo, en menos de dos horas, su misión se alzaba de manera casi gloriosa frente a ellos, cubierta por una fina capa blanca propia de la primera nevada del año.
Un cerco de agua escarchada bordeaba la propiedad para mantener controlada, de cierta forma, algunas de las principales plagas. Luego de eso, se levantaba un muro de piedra blanca y por encima de este, las copas de algunos árboles apenas ocultaban el resto de la construcción.
La entrada se hallaba al este. Un puente techado de madera cruzaba el agua para llegar a la simulada isla donde otro portón de grandes dimensiones daba la bienvenida con una poco alentadora escalera que seguía para llegar a la cumbre.
Ahí, apostados en el vano de la puerta, un hombre entrado en años y dos guardaespaldas les esperaban con pocos ánimos. Hubo cortos, pero cordiales saludos y procedieron a guiarlos, a lo que los ninjas denominaban "paso civil", que era de poco alcance entre pisada y pisada, además de incluir un "educativo" tour sobre la historia de la casona a la que llegaban.
Empezaron con el recital de ocupantes desde su construcción, hacía no menos de quinientos años, por el señor feudal de Matsumaya, la primera gran remodelación por parte del Daimyō Azuchi y los que vinieron después.
A los costados de las anchas escaleras, los guardianes de piedra se mostraban imponentes, a Izumo nunca le habían gustado y su nariz arrugada lo reveló. Un par de templos menores se distinguían entre los tramos de jardín que en realidad eran secciones completas de montaña.
Ya sentían el frescor en el viento a medida que se acercaban a la casa principal, y la casi reconstrucción del señor Echizen Ohno tras la última gran guerra ninja en la explicación del hombre, se veían aliviados de cortar sanamente la elocuente conversación de quien ahora se enteraban, era el intendente del señor feudal.
Una pequeña plaza con árboles de cerezo, un último tramo de seis escalones y finalmente el acceso a la residencia de cinco niveles.
—Yamashiro-san —llamó el encargado, refiriéndose al líder que se ajustó los lentes oscuros y giró el rostro para poner atención —. En su visita pasada le mostramos el funcionamiento de las calderas que es lo más importante de su trabajo, pero quiero mostrarles las habitaciones y algunos detalles ahora que están los tres presentes.
El líder asintió y los otros dos solo sintieron que se les comprimía el estómago ¿Aoba tenía en su conocimiento el mantenimiento de las calderas?
Aoba Yamashiro, tokubetsu jōnin de Konoha, ninja cuya especialidad resultaba un completo misterio porque dudaban mucho que el título fuera ganado por su extraño sentido común. El mismo shinobi contra quien el equipo siete debería canalizar su odio por ser el causante de la huida de Sasuke, porque si no hubiera entrado a la habitación de Kakashi preguntando respecto a la visita de Itachi estando presente el pequeño Uchiha, ni lo hubieran mirado fríamente, ni Kurenai le hubiera dicho idiota, ni los demás shinobi dudarían tanto para hacer equipo con él, ni Sasuke habría perdido el poco temple que le quedaba yendo a enfrentar a su hermano para ser vencido aparatosamente, desatando la frustración que lo llevó con Orochimaru.
Aoba Yamashiro era su líder.
Kotetsu contó ciento diez habitaciones. Diez de ellas en el quinto nivel al centro de la planta general. Veinticuatro en el cuarto nivel dispersas solo en el ala este y oeste, doce de cada lado. Treinta más en la tercera planta: diez en el ala oeste donde también estaba el dormitorio principal del Daimyō, diez en el centro y las otras diez en el ala este y en la segunda planta, otras cuarenta habitaciones.
Tres armarios de "blancos", donde también se almacenaban los equipos y materiales de limpieza, se contaban por cada nivel en el extremo este, excepto uno al oeste en la primera planta.
Había una sala de té por cada tres habitaciones, y estas se intercalaban discretamente al igual que los seis salones de juegos de toda la edificación.
Abajo solo se distinguía la recepción, detrás de ella la administración. El vestíbulo, el comedor, el salón de banquetes y el de baile, así como una gigantesca cocina que juraban, tenía la extensión de un campo de entrenamiento entre sus hornos, alacenas, refrigeradores, mesas de preparación y parrillas. Increíblemente todo rebosaba de comida en conserva, algunas cajas de frutas y vegetales que les durarían sin problemas por un par de meses gracias a su estado casi congelado.
—El señor en realidad considera que ha sido excesivo, pero su señora esposa solicitó llenar las bodegas, ya que cuando las nevadas arrecien difícilmente podrán salir o encontrar algo para comer fuera de aquí —les dijo mientras los montones de comida desfilaban ante sus ojos como posiblemente nunca habían visto.
¡Alabada fuera Madam Shijimi! ¡Si así de bondadosa y gentil era, gustoso buscaría a su gato salvaje todas las veces que quisiera!
—Solo falta comprar las cosas necesarias para el mantenimiento —dijo el hombre interrumpiendo las alabanzas mentales de Kotetsu para la esposa del feudal del País del Fuego.
—Trampas para ratas más que nada, hay que poner el recubrimiento de la techumbre antes de que arrecien las nevadas y quitarlo cuando termine el invierno, recortar la maleza de los jardines y recubrir de brea a los guardianes de piedra, hay demasiada humedad y podrían arruinarse.
Aoba recibió un pequeño maletín asintiendo levemente, cuando el hombre mayor se disponía a retirarse, el ninja entregó el paquete a los otros dos ninjas para poder guiarles hacia la salida. Los dos guardaespaldas estaban nerviosos y no había necesidad de ser un experto para notarlo.
—¿Hay algo que deba saber? —les preguntó el jōnin ,solo consiguiendo que aquellos giraran el rostro a otro lado.
—Yamashiro-san —dijo el intendente —. Esta casa tiene una vasta historia y desde tiempos de antaño ha servido de refugio para las más distinguidas personalidades de nuestro país, confío en que harán un buen trabajo y realmente quisiera creer que no sucederá lo de la última vez.
—Puede estar tranquilo.
—Discúlpenme un momento, por favor, este lugar tiene realmente mucha de mi fe —agregó para desviarse de la escalinata principal para dirigirse a un pequeño templo custodiado por dos colosos de piedra armados.
—Malditas piedras —se quejó finalmente uno de los guardias.
—Disculpe —intervino Kotetsu, que había salido de la casa junto con su compañero a despedir la comitiva de bienvenida —¿Aquí hay fantasmas? Es que a mi amigo le preocupa eso —preguntó con malicia mirando a Izumo, que solo sintió el rubor subir hasta sus orejas.
—No es cierto —se defendió.
Los guardias rieron forzadamente.
—No, yo no he visto —dijo uno.
—Pero como toda casona tiene sus historias —agregó el otro —, más aún porque todos los políticos del País del Fuego han pasado al menos una noche aquí, en algunos casos la última que tuvieron.
—Como la mujer del Daimyō Kuromaki —repuso el primero. Kotetsu inclinó la cabeza hacia el frente incitándolo a seguir, el guardia se encogió de hombros —. En esas fechas el país estaba en guerra, el hombre pasaba más tiempo reuniéndose con todo el comité político para arreglar la situación que con su esposa, así que su mujer aprovechaba para venir acá con un chico que nadie nunca supo de dónde lo sacó. A lo mejor era espía de país enemigo ¡A saber! Lo que nos queda claro es que era muy profesional porque la señora, lo único atractivo que tenía, eran las piedras que le colgaban en los collares, y para poder dejarla servida quien sabe en qué pensaba en las noches. La cosa es que terminó muerta en el onsen.
—Vaya escándalo…
—El Daimyō estaba furioso, casi mandó matar a todos los sirvientes, mi abuelo era guardia y asegura que de no ser por la destitución de cargos que se hizo a finales de la guerra ninja, lo habría hecho.
Los demás guardaron silencio.
—También está la masacre del Shichi-Go-San —dijo el otro guardia con morboso placer al contar la historia —. Ilustres personalidades trajeron a sus hijos para agradecer en el templo de Amanogawa, ya sabes, la ceremonia en la que dejas a los niños en un templo por tres días… Era quizás poco después de la segunda guerra ninja, Konoha ya se había dado cuenta de que se estaba filtrando información y pues resultó que eran los propios mandos del país, una red de corrupción y alta traición ajusticiada por su propia aldea ninja mientras los pequeños recibían bendiciones sin saber la suerte de sus padres.
—También… ¿También los niños? —preguntó Aoba, prestando atención a la conversación que se desarrollaba a sus espaldas.
—No seas sádico —acusó Kotetsu —. Te acaban de decir que ellos estaban en el templo del pueblo.
El jōnin no dijo nada.
—¿No habían solicitado guardia? Digo, si traicionas una aldea ninja realmente no esperas que te proteja.
El guardia asintió.
—Trajeron gente de Suna, el hijo de Chiyo la marionetista y otros cuantos, pero siendo sinceros nada se podía hacer contra el legendario Colmillo Blanco de Konoha… ¿Qué habrá sido de él? Tiene años que no escucho nada y no creo que haya nacido el ninja capaz de matarlo, mi padre lo idolatraba. Todas las noches me contaba alguna historia de sus hazañas.
Los shinobi torcieron la boca sin tener intenciones de decir "se suicidó" a un joven que evidentemente no tenía ninguna razón para ser informado, e Izumo astutamente desvió el tema.
—Yo tengo una duda, y es sobre el sistema contra incendios.
—¿Las malditas mangueras que se enrollan en los pasillos?
—Precisamente, tengo entendido que las temperaturas aquí descienden hasta puntos congelantes, sin embargo, toda la estructura es de madera, paneles de papel, tela y bambú que son altamente inflamables. Además, el sistema de calefacción es gasóleo, si hubiera una falla, la combustión sería inmediata y se expandiría rápidamente. El agua de los depósitos subterráneos dudo que suba con la fluidez necesaria para recorrer toda la tubería sin congelarse en el trayecto. ¿No fuera mejor tener extintores de polvo químico?
No hubo respuesta inmediata.
—Me parece que hay uno en el despacho —dijo el primer guardia.
—Pero si no es suficiente —agregó el segundo—. Tendrán que improvisar.
La tensión inicial se había aminorado considerablemente con el coro de risas del último comentario, el viejo mayordomo venía de regreso mirando de soslayo la construcción, y soltando un suspiro, tomó no muy conforme la escalinata camino abajo donde esperaba el último carruaje tirado por cuadrúpedos lanudos que rumiaban la hierba escarchada que se asomaba por la fina capa de nieve acuosa.
—Estará aquí para Julio —reconfortó Aoba, haciendo una leve reverencia a modo de despedida.
Pronto los tres hombres abordaron su carruaje alejándose entre la empinada y zigzagueante avenida de tierra húmeda.
Izumo miraba con angustia el coche y por detrás de su hombro el gran palacio le parecía más lúgubre pese a estar casi blanco. No, definitivamente no le gustaban las casas grandes y viejas.
—¿Sucede algo Kamizuki-san? —preguntó Aoba al notar el casi pánico en la cara pálida del ninja. Este solo agitó un poco la cabeza.
—Aquí Sakumo Hatake asesinó a un montón de gente —dijo, viéndose interrumpido por su colega que, riendo, le dio un golpe en la espalda.
—No te preocupes Izumo, eran civiles, y si vivos no fueron problema, no creo que muertos nos den dificultades.
—¡¿Qué hay de los ninjas de Suna?!
—¡Vamos! ¡Sé realista! ¡Los fantasmas no existen!
—Si te hace sentir mejor, puedes ir al pueblo a comprar lo que hace falta — agregó Aoba señalando el maletín que sostenía Kotetsu.
—Trampas para roedores, brea, insecticida y si quieres, lo que necesitaremos para cambiar las cubiertas terminado el invierno. O para comprar eso podemos esperar a mayo o junio.
Izumo se mostró un poco avergonzado, pero asintió y estiró la mano para recibir el maletín, lo abrió y por un segundo, tanto a él como a Kotetsu le brillaron de sobremanera los ojos.
—¡Tiene que ser broma!
El maletín enfilaba de manera perfecta, fajos de billetes recién salidos de la imprenta nacional, la denominación era alta y parecía que todos eran de la misma.
—Apenas y va a alcanzar —dijo Aoba —. Viejo tacaño, vamos a terminar poniendo de nuestra bolsa —comentó con las manos en los bolsillos debido al frío.
—Izumo-san, tendrás que comprar lo más económico que encuentres, si no es que tendremos poner trampas ninja.
—¡¿De qué hablas?! ¡Ni que fueran tan caras! —se quejó Kotetsu.
"No solo habrá trampas para ratas"
La vocecilla interna que de vez en cuando soplaba directamente al cerebro de Kotetsu le había llegado esta vez de una forma rara, no como si le hablaran desde dentro, sino desde fuera, levantó la vista creyendo que le llamaban, pero Izumo seguía petrificado, absorto en el dinero que nunca había visto junto en toda su vida y el otro que en realidad no sabía qué veía por las gafas oscuras, sin embargo, la boca cerrada dejaba en claro que él no había sido. Se quedó callado de momento, esa era una excelente idea, no solo iban a cuidar la casa y si estaban siendo vigilados podía tenerse una brillante excusa para andar de un lado a otro poniendo trampas ninja. Según él, sí era suficiente el dinero, Aoba era un imbécil, eso era todo, pero aprovecharían su imbecilidad para moverse astutamente, podrían estarlos escuchando en esos mismos momentos.
—Hagane-san —llamó Aoba señalando la casa.
—Nos rotaremos para preparar la cena, empiezas tú.
—¿Yo por qué?
—Porque Kamizuki-san va a salir y yo tengo que revisar algunas otras cosas.
Kotetsu giró sobre sus talones y fue directo a la casa.
—¿De verdad nunca habían visto tanto dinero junto? —preguntó indiscretamente Aoba a Izumo, este se encogió de hombros.
—La mitad de nuestro salario nos lo dan en vales de despensa.
Aoba se quedó unos momentos ahí, a mitad de escaleras con el ulular del viento pasando por su nuca en un incómodo silencio que se prolongaba.
—Estás de broma —dijo finalmente.
Y de nuevo el silencio.
—¿Es en serio?
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Izumo ya había salido corriendo, pero Aoba se quedó un rato más en su sitio, pensaba hacer la misión en solitario, pero Tsunade se había rehusado terminantemente y solo el cielo sabía lo que pudo haber pasado con su persona de haber insistido más de la cuenta.
Dirigió una rápida mirada a todo el sitio arqueando una ceja, el condenado lugar era una copia exacta de la mansión que visitaba en sueños, unos no muy agradables que había tenido a últimas fechas.
Se frotó las manos que amenazaban con entumirse y sopló sobre ellas.
"Ven aquí hijo de puta"
"Ven aquí que te encontraré"
Aoba se sobresaltó por un momento y movió la cabeza, alejando la insistente voz que le atormentaba desde que llegaron a la casa. Saltó hasta las techumbres, tenía que revisar que no hubiera plagas con bandas ninja resguardadas ahí.
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Sentado a la orilla del tejado del último nivel, Kotetsu leía por enésima vez las instrucciones del insecticida, pero simplemente no conseguía botarle el seguro "para niños". Había desechado la idea de sacar un cuchillo para hacer una nueva abertura, o en todo caso usar chakra para botar la tapa a riesgo de que todo le saltara en la cara. Igualmente podía usar alguna de las bombas de veneno que amablemente Tsunade regalaba en su despacho como la gente usualmente ofrece mentas o caramelos.
Para fortuna suya, las avispas a poco menos de tres metros seguían ignorantes de la masacre que él planeaba. Quizás solo estaban atontadas por el frío.
Habían pasado casi dos meses, las trampas para ratas bípedas y cuadrúpedas estaban dispuestas en puntos estratégicos. Las tejas ya estaban cubiertas con paja casi en su totalidad, y exterminados hasta el momento cuatro avisperos, y contando, en todo el terreno. Izumo aseguraba que eso era imposible ya que las avispas no deberían estar tan próximas, menos aún en semejante lugar con clima tan impetuoso, sin embargo, desafiando a la naturaleza, ahí estaban, revoloteando y burlándose de los insecticidas.
Ya lo decía Izumo, barato igual a defectuoso.
Se detuvo un momento buscando algo en su bolsa, finalmente sacó una píldora que se metió a la boca, mascándola con furia.
Kotetsu maldijo abiertamente, una avispa le había picado y de un manotazo la aplastó contra la techumbre.
¡Cómo odiaba a los bichos esos!
No polinizaban, no controlaban plagas, no hacían nada de provecho al ciclo de la vida ¡Solo eran un estorbo! Su vista se mantuvo sobre el cuerpecillo aplastado con furia y por unos momentos, aquel insecto molesto convertido en una mancha amorfa se le figuró a algo que había visto en Suna hacía años. Solo que la avispa era más grande, tenía largo cabello rubio atado en dos coletas rizadas, una falda amarilla y una blusa negra ceñida al cuerpo.
Quien fuera su compañera de equipo podía asemejarse a una avispa, era tremendamente insoportable y una vez que picaba podía hacerlo mil veces más, hasta cansarse, hasta que… hasta que fuera aplastada.
¿Cómo pudieron ser tan estúpidos Izumo y él? ¿Cómo no vieron a través de su jutsu?
Movió la cabeza, la culpa de todo era de ella, si tan solo no hubiera sido tan terca, porque ellos hicieron lo correcto, ella fue quien se distancio, quien quiso sentirse la gran kunoichi legendaria siendo que no era más que una avispa.
El sello cedió y pronto el avispero se llenó de insecticida dejando a su paso un montón de cuerpos amarillos con negro. Finalmente, el zumbido dejaba de amenazar con enloquecerlo.
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La brea era en sí una sustancia oscura, viscosa y complicada para trabajar cuando se encontraba en un estado más o menos puro. Sacarla del bote era complicado y tedioso, untarla en los guardianes de piedra lo era aún más, se quedaba pegada a la brocha y difícilmente se afianzaba a la piedra pese a que había tratado de quitar la mayor parte del polvo para dejar los poros limpios.
Pero Izumo encontraba más agradable estar afuera en el bosque-jardín que en los pasillos lúgubres de la casona.
Los días habían transcurrido sin mayores percances, la nieve no había sido tan abundante como horrorizado se había imaginado que podría llegar a dejar la casa sepultada, además de que seguía sin mucha consistencia, convirtiéndose en agua una buena parte.
Se peleaba con un hilo negro que estaba indeciso sobre si quedarse en la cubeta o pegarse al guardián, cuando de pronto escuchó un ruido áspero, propio de la piedra al ser movida. Sin mostrar preocupación al respecto, miró fugazmente tras su espalda sin percatarse de ningún movimiento más. Regresó a lo que hacía untando más de la espesa cosa en el casco del guardián que tenía al frente, cuidando de que los decorados en relieve quedaran perfectamente cubiertos para evitar que creciera el musgo por la humedad.
Nuevamente el ruido se hizo presente y con más descaro giró el rostro, regresándolo casi en fracciones de segundo.
—Bien, Izumo —se dijo, respirando profundamente —. Eres un ninja, un ninja, y eso es obra de otro ninja —continuó, dejando cuidadosamente la cubeta y la brocha en el suelo al tiempo en que la piedra se escuchaba otra vez.
—Un ninja muy malo, lo suficientemente malo como para hacer ruido al acercase.
Giró lanzando un shuriken, queriendo confirmar lo que en un principio consideró ilógico, pero a medida que los ruidos, siempre a su espalda, continuaban, no le quedó más opción que considerar como una posibilidad tangible. Un par más de giros y entonces se percató de que no eran alucinaciones suyas, al menos no por cuenta propia. Llevó las manos al frente formando un sello, concentró chakra, cerró los ojos.
—¡Kai! —gritó, tratando de liberar el genjutsu que supuso le habían desplegado sin que se diera cuenta.
Abrió los ojos sintiendo una gota de sudor resbalar por la sien. El shuriken que había lanzado para marcar la distancia estaba ya muy lejos de donde las piedras en esos momentos. Incluso notó con un poco de terror que las lanzas que debían estar perfectamente verticales y paralelas a sus rígidos cuerpos, se habían inclinado en un espeluznante ángulo de al menos cuarentaicinco grados con respecto a su posición original, y los rostros habían girado los ojos hacia su aterrada persona.
Ya había tratado de concentrarse en la cena de la noche, en la cara de Aoba luego de perder en el shōgi veintidós veces seguidas en una sola noche frente a Kotetsu, morderse el labio inferior hasta sangrarlo, interferir su propio flujo de chakra consiguiendo un leve desmayo, pero descubriendo al reaccionar que entre él y los guardianes de piedra había menos de dos metros.
Saltó con todas sus fuerzas sobre los custodios para llegar al camino de piedra y como si su vida dependiera de ello, cosa que consideraba altamente probable a esas alturas, corrió hasta la casa.
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Aoba había escuchado ruido en el onsen.
El pozo con agua caliente en el medio de las montañas estaba rodeado por una espesa vegetación, mayormente pinos, cipreses y abetos. No estaba totalmente al descubierto, en realidad todo era como un jardín interior que el cliente había dado la orden de "no acercarse más que para dar mantenimiento a la madera", dejando a su disposición de uso, únicamente un cuarto de baño sencillo en el área de servidumbre.
Aun usándolo, faltarían las atenciones de buena comida, masajes y el servicio impecable, pero el hecho de estar parte de la noche jugando shōgi en un tablero flotante ya estaba más que idílico en comparación a su vida usual.
Pero repetía, no debería estar ahí.
¿Y quién lo iba a notar? Solo estaban ellos tres, a esas alturas nevaba todos los días y luego de salir a congelarse un rato pegando la oreja en la frontera con el País de la Lluvia y regresar sin saber nada más que el número de bajas de cada bando, muy merecido tenían poder meter sus entumidos cuerpos en agua bien caliente.
La situación funcionaba de manera casi morbosa, romper una indicación directa por parte del cliente y reclamar el uso de una propiedad que no les pertenecía, quebraba el código de ética a seguir en misiones de ese tipo. Por eso le pareció que cualquier actividad dentro del onsen era indecorosa para cualquiera de los tres.
Aoba entró despacio, estaba seguro de que había escuchado algo. Con pasos sigilosos se movió, el agua caliente dispersaba su vapor impidiéndole la visibilidad en gran parte. De momento, un olor a jabón perfumado le llegó a la nariz, levantó más el rostro queriendo ver a través de sus gafas de sol y del vapor mismo, le pareció que había alguien dentro del agua.
—¿Izumo-san?
No hubo respuesta. El calor volvía sofocante la estadía con ropa de cuello alto, que era lo que usaba en ese momento.
—¿Kotetsu-san?
Se acercó despacio, estaba seguro de que alguien estaba ahí.
No era posible verle la expresión de la mirada por los lentes que ya estaban empañados además de ser originalmente oscuros, pero sus pupilas se contrajeron solo del terror, su respiración se detuvo en seco y la sangre se le fue del rostro.
Hacía mucho tiempo que la mujer estaba muerta, recordaba vagamente a aquella pieza de pollo abandonada por accidente en la nevera desconectada antes de salir de misión. El estómago se le revolvió y aun así se abstuvo de vomitar en ese momento solo porque no era la primera vez que veía un cadáver. Hinchada, morada, sus ojos vidriosos, enormes y en blanco con las venas marcadas se clavaban en los de Aoba. La cara sonreía; una mueca separaba los labios purpúreos rebelando los dientes amarillentos y desgatados propios de una vieja. En medio de los senos arrugados y flácidos se distinguía una cadena de oro de la que colgaba la insignia del Daimyō del País del Fuego. Las manos estaban recargadas en las piedras dando impulso al cuerpo para salir, mientras la cabeza tenía envuelto el pelo cano con una toalla, inclinándose hacia enfrente, aproximándose más a él.
El resto del cuerpo emergía del agua caliente con trémula naturalidad.
—Genjutsu —mustió empezando el ritual que no sabía, Izumo había empezado hacía unos minutos en el jardín. Y con los mismos resultados que el otro ninja, fue solo hasta que las manos hinchadas se posaron sobre su cuello y el fétido aliento de la muerta le llenó las fosas nasales, que se portó como ninja, hizo un jutsu de reemplazo con un banco a su derecha y corrió por el pasillo a donde fuera lejos de ese lugar.
Comentarios y aclaraciones:
Aquí las cosas raras empiezan más rápido.
¡Gracias por leer!
