Capítulo 70

Una tarde lluviosa

Aquel 23 de Junio de 1789, tras haber dejado consternados a todos los miembros de la Guardia Real luego de su abrupta despedida, Victor Clement ingresó al cuartel militar del Palacio de Versalles en dirección a su despacho. Lucía tranquilo; a pesar de sus circunstancias sabía que habría sido incapaz de atentar contra la vida de la mujer que amaba y estaba dispuesto a aceptar las consecuencias de sus acciones sin arrepentimientos.

Mientras caminaba por los pasillos, pudo sentir algunas miradas observándolo. Para esas horas, ya todos sabían lo que había pasado, por eso, también en los pasillos y frente a su despacho, al menos cinco de los subordinados de General Boullie lo aguardaban, y cuando lo vieron llegar, lo interceptaron apuntándolo con sus armas.

- Lo estábamos esperando, Conde Victor Clemente Floriane de Gerodelle. - le dijo uno de ellos, mientras otros dos le quitaban su espada y el arma que llevaba en la cintura. - Queda arrestado por el delito de traición. Tenemos la orden de conducirlo a la prisión de La Bastilla donde permanecerá hasta que se le ordene su castigo.

Él los escuchó en silencio y no opuso resistencia alguna. Esperaba que eso sucediera.

Entonces, los militares lo condujeron hacia la parte del cuartel que era jurisdicción del General Boullie, y discretamente, lo subieron a un carruaje para trasladarlo al distrito de Saint Antoine, donde se encontraba la fortaleza que por ese entonces tenía sólo algunos prisioneros que vivían en condiciones privilegiadas, pero sin libertad. Y mientras el carruaje avanzaba hacia la salida, Victor Clement dirigió su mirada hacia el exterior, y observó la entrada principal, los jardines, las bellas piletas... Durante muchos años , el Palacio de Versalles había sido su hogar, pero ahora tenía el presentimiento de que nunca más regresaría.

De pronto, una inocente imagen vino a su mente: la del príncipe Luis Carlos, que por aquel entonces, tenía solo cuatro años.

- "¡Cuánto lo extrañaré!" - pensó, sorprendiéndose de cuanto había llegado a encariñarse con el futuro rey de Francia.

No obstante, no había nada que pudiera hacer. Su destino ya no le pertenecía; quizás nunca le había pertenecido.

...

Mientras tanto, no tan lejos de ahí, Oscar y André conversaban acerca de qué camino seguir para ayudar a los miembros de la Guardia Francesa que habían sido arrestados. La hija de Regnier se había sentado frente a la chimenea de uno de los salones de la mansión, mientras que el nieto de Marion se mantenía de pie junto a ella.

- Aquí tienen sus copas de vino. - interrumpió Beatriz, una de las sirvientas de la casa, y tras dejar la bandeja cerca de ellos, se retiró.

Entonces Oscar se puso de pie, tomó su copa y le alcanzó la suya al hombre que amaba, aunque se le veía inquieta y algo enojada.

- No puedo creerlo, André... No puedo creer que me estés planteando algo como eso... - le decía.

- Es la mejor opción que tenemos. - le respondió él, y tras ello, bebió un sorbo de la copa de vino que sostenía.

- ¿Quieres que le pida ayuda al hombre que te privó de la vista de uno de tus ojos? - le preguntó indignada. - Si hasta ahora no logro entender que hayas estado frecuentándolo... - agregó.

- Bernard no es una mala persona. - le respondió él, pero esa frase desató aún más la furia de Oscar.

- ¡Te atacó de la manera más cobarde! - exclamó ella empezando a enojarse.

- Oscar, una oficial jamás debe dejarse llevar por sus emociones. - le respondió él con voz serena, y ella lo miró en silencio.

Era cierto; la hija de Regnier no le perdonaba a quien en otras épocas fuera el famoso Caballero Negro que haya lastimado a André privándolo de la vista de uno de sus ojos. ¿Cómo podría perdonarle que hubiese lastimado al ser que más amaba en el mundo?Contrariamente, el nieto de Marion jamás le guardó rencor, de hecho, admiraba la entrega de Bernard hacia los más necesitados, por eso le pidió a Oscar no entregarlo a pesar de estar siendo buscado por la policía cuando lo capturaron y lo llevaron a la casa Jarjayes luego de que Oscar le disparara cuando Bernard intentaba huir.

- Piénsalo bien, Oscar. Si Bernard logra convencer a un buen número de ciudadanos con su discurso, quizás esos reclamos lleguen a oídos de los reyes y podamos ayudarlos. - le dijo.

- Pero confiar en él... - susurró Oscar, indecisa.

Había pasado ya algún tiempo desde la última vez que la hija de Regnier vio a Bernard, y muchas cosas habían pasado desde entonces. Por boca de André, Oscar se enteró que el discípulo de Robespierre se había casado con su querida Rosalie, que ambos vivían en París, y que André los visitaba con frecuencia en la época en la que ella revisaba con su padre los temas relacionados a la venta de las propiedades de los Jarjayes.

No obstante, cada vez que André intentaba comentarle algo más acerca de sus visitas a la casa Chatelet, ella se negaba a oírlo. Sólo podía escuchar unas cuantas cosas y de inmediato lo detenía. Le molestaba mucho tener que saber de Bernard después de lo que le había hecho a André, pero ahora parecía no tener otra opción.

Entonces Oscar volvió a sentarse frente a la chimenea, al lado del hombre que amaba. Quizás él tenía razón y no había más alternativa que pedirle ayuda al esposo de Rosalie; era imposible que ella misma pueda abogar por sus soldados después de haber desobedecido la orden del rey; las cosas tenían que resolverse de otra manera.

Y mientras pensaba en ello, escuchó el azote de una puerta y se sobresaltó, mientras que por su parte, André dirigió la mirada hacia el lugar desde donde había venido el sonido, pero no vio nada.

- ¿Qué fue eso? - preguntó Oscar.

- Debió ser el viento... - le respondió André, y ella recuperó la calma.

- Sí, seguramente fue el viento. - le dijo Oscar.

Para esas horas, la tormenta había cesado, no obstante, el tiempo no mejoraba; la tarde lucía oscura y sombría, y corrían fuertes brisas. Sin embargo, no era el viento el que había cerrado fuertemente la puerta principal; se trataba del Conde Agustín Regnier François de Jarjayes, el cual ya había llegado a la casa, aferrándose de la furia que sentía por lo que había hecho su hija para darse valor para hacer lo que tenía que hacer.

- Dile a Oscar que quiero verla en mi despacho. - le había dicho el conde a Marion mientras ingresaba apresuradamente a la mansión, y tras ello, tiró la puerta para luego subir las escaleras, dejando a la nana sobresaltada y confundida.

En su habitación, Georgette leía uno de sus libros. No esperaba que su esposo llegue temprano a casa. Sabía que Regnier había salido para reunirse con el General Boullie y que este le daría nuevas órdenes para su regimiento, por tanto, estaba segura de que regresaría a altas horas de la noche. No obstante, el fuerte ruido que escuchó la distrajo de su lectura, y aprovechó para levantarse de donde estaba sentada para encender otra vela, ya que la luz se hacía mas escasa a medida que atardecía.

Por su parte, y siguiendo las órdenes de su amo, la nana se acercó al salón donde Oscar y su nieto conversaban. Lucían preocupados, pero la abuela no se percató de ello, y tras acercarse a ambos, se dirigió a Oscar.

- Señorita, el amo quiere verla en su despacho. - le dijo Marion.

- ¿Mi padre? - replicó Oscar, sorprendida porque no sabía que él se encontraba en casa.

- Sí. - respondió ella.

- Gracias, nana. Iré de inmediato. - le dijo Oscar.

Y tras una pausa, se dirigió a su amigo de la infancia.

- Ahora regreso, André. - le dijo.

Entonces dejó su copa de vino en una pequeña mesa que se encontraba cerca de la puerta y caminó en dirección a las escaleras que daban a la segunda planta, donde se ubicaba el despacho del patriarca de los Jarjayes, y pensativo, André la observó hasta que abandonó el salón.

- "Seguramente el amo ya sabe lo que pasó..." - se dijo a sí mismo, aunque sin imaginar ni por un segundo lo que él pretendía.

Su abuela, por su parte, se sentó en el sillón donde Oscar había estado sentada para calentarse un poco con el fuego de la chimenea, e intrigada, se dirigió a su nieto.

- Oye André, ¿qué ha sucedido? El amo estaba furioso cuando mandó llamar a Lady Oscar. - le preguntó.

- No es nada... - le respondió él, sin inmutarse. - Nada por lo que tengas que preocuparte, abuela. - le dijo. Y tras ello, bebió un poco de vino y dirigió la mirada en dirección a la que Oscar se había marchado.

André conocía bien al General Jarjayes; era un hombre recto, tradicional, pero también bondadoso. Estaba convencido de que estaría muy enojado con Oscar por lo que había hecho, pero ella ya no era una niña y seguramente podría argumentarle a su padre las razones para haber hecho lo que hizo.

Además, no era la primera vez que su más cercana amiga reaccionaba en contra de una orden del rey; la realidad era que había salido bien librada de todas las veces que había mostrado signos de rebeldía. André aún recordaba aquella vez en la que Oscar, con tan solo catorce años, retó a duelo a Gerodelle en medio del bosque cuando Su Majestad, el rey Luis XV, los esperaba para que compitan por la posición de comandante de la Guardia Real, y también recordaba aquella vez en la que retó a duelo al Duque de Germain, el cual era un hombre poderoso que tenía linaje real. En ambas ocasiones, ella se libró del castigo, en el primer caso por la intercesión de Victor Clement y en el segundo con ayuda de la reina María Antonieta. No obstante, algo lo inquietaba. Sabía que el general Jarjayes podía llegar a ser muy violento, de hecho, desde niño había sido testigo de las fuertes bofetadas que le daba a la menor de sus hijas cuando ella lo desobedecía o le respondía de forma inapropiada.

Mientras tanto, tras subir las escaleras hacia la segunda planta, Oscar se acercó a la puerta del despacho de su padre. Estaba tranquila; el saber que había hecho lo correcto la mantenía serena. Sabía que para esos momentos era posible que su padre ya supiera lo que había pasado, pero no le importaba; tenía que hacerlo, tenía que defender a los representantes del pueblo: no había otra opción posible.

- Padre, voy a pasar. - le dijo Oscar desde el otro lado de la puerta.

Y en el interior de su despacho, Regnier empuñó su espada con la mano temblorosa, ya que sabía que el momento había llegado.

...

Mientras tanto, a varios kilómetros de ahí, Camille sostenía en brazos a su bebé de pocos meses de nacido mientras observaba por una de las ventanas de su habitación a su hijo Philippe jugando en uno de los jardines de la casa. Su esposo Marcel estaba con ella, aunque a diferencia suya, él estaba sentado en uno de los sillones que ahí se encontraban, leyendo un libro que lo tenía muy interesado desde hacía ya varios días.

De pronto, levantó la mirada hacia su esposa y pudo percatarse de que algo le ocurría. Camille lucía ausente, pensativa, como si algo le preocupara. Entonces, Marcel dejó sobre la mesa el libro que sostenía y se levantó. Tras ello, se acercó a ella y la abrazó con ternura.

- ¿Qué te sucede, Cami? Pareces preocupada... - le dijo Marcel.

Al sentirlo envolviéndola, ella sonrió y apoyó su cabeza en su hombro. Que feliz se sentía teniendo a su esposo a su lado.

La hija de Juliette había conocido a Marcel cuando ambos tenían diecisiete años, una mañana de verano en la que él visitaba esa parte de la ciudad durante sus vacaciones de la escuela de medicina de la Universidad de Aix-Marsella. Él era alto, delgado y muy atractivo. Tenía un aire intelectual que capturó la atención de Camille, y ambos se enamoraron de inmediato.

A pesar de las exigencias de sus estudios, él iba a verla cada Domingo a su casa, bajo la estricta vigilancia de Juliette, la cual, poco a poco, fue encariñándose con el noble corazón del muchacho que llegaba cada semana a cortejar a su hija. Unos meses después, Marcel pidió la mano de Camille en matrimonio, y ambos se casaron en una bella ceremonia, la cual fue todo un acontecimiento en esa parte de la región.

Durante sus primeros años juntos, Camille y Marcel fueron muy felices, más aún con la llegada de su primogénito, porque Philippe fue la alegría de toda la familia. Por aquellos tiempos, Marcel continuaba con sus estudios, pero al finalizarlos y empezar a ejercer como médico, las exigencias de su trabajo lo obligaron a viajar mucho, y eso empezó a desgastar la relación que tenía con Camille.

Marcel tenía una gran vocación y sentía una gran felicidad por cada paciente que sacaba adelante, sin embargo, cada vez que regresaba a su casa luego de ausentarse por un largo periodo, su joven esposa le reclamaba su ausencia. Aunque Camille entendía su profesión, se sentía cada vez más sola; su realidad no era compatible con la que había soñado cuando aceptó compartir la vida con él.

No obstante, la prima de André jamás contempló la posibilidad de separarse de él; estaba cansada de tener que soportar esa situación, pero amaba a su esposo e intentaba tolerar sus innumerables ausencias, aunque sin estar de acuerdo. Sin embargo, un día, Camille descubrió que estaba nuevamente embarazada. Marcel había viajado nuevamente al norte del país y no pudo darle la noticia de inmediato, pero sin querer esperar más para comunicarle la buena nueva, le escribió una hermosa carta y la envió hacia el lugar donde su esposo se encontraba.

Por aquel tiempo, su hermano Jules había viajado a Italia por los negocios de su familia, pero Juliette permanecía en la Villa Laurent. Entonces Camille, sabiéndose embarazada y siendo consciente de que lo mejor era estar acompañada, decidió regresar a la casa que había sido de sus abuelos para permanecer con su madre. Philippe, con tan solo tres años, aceptó muy contento el cambio temporal de casa. Le encantaba la bella villa donde vivía su abuela, principalmente porque le gustaba visitar la zona donde se encontraban los animales.

Sin embargo, algo terrible pasó, porque cuando apenas estaba por cumplir los dos meses de embarazo, Camille empezó a sentir un fuerte dolor en el abdomen, lo que alarmó de inmediato a su madre. Entonces Juliette envió a uno de sus sirvientes a buscar al médico de la familia y este llegó de inmediato, pero era tarde; Camille había perdido al bebé que esperaba sin razón aparente, y al enterarse, la noticia la sumió en una profunda tristeza.

Un par de días después, Marcel regresó al sur de Provenza. Estaba muy feliz pensando que sería nuevamente padre, pero al llegar a la Villa Laurent, Juliette le comunicó la desgarradora noticia, y se sintió devastado.

- ¿Dónde está mi esposa? - le preguntó Marcel a Juliette aquel día, intentando mantener la serenidad.

- En su habitación... - le respondió ella, refiriéndose a la alcoba que Camille ocupaba en la casa antes de casarse y mudarse al que sería su nuevo hogar con Marcel.

Entonces él se dirigió de inmediato a su encuentro; le dolía la noticia, pero le dolía aún más pensar en lo mucho que Camille podría estar sufriendo. Sin embargo, al ingresar a la habitación y observar la expresión de su esposa, notó de inmediato que algo había cambiado dentro de ella.

- Mi amada Camille, lo siento mucho. - le dijo intentando abrazarla, pero ella lo apartó de su lado.

- No estabas... - le dijo ella con la mirada perdida, expresión que sorprendió a Marcel, ya que pensaba que ella se lanzaría llorando a sus brazos por aquella terrible pérdida.

Y tras una pausa, Camille continuó.

- Marcel... ¿de qué me sirve tener un esposo si no puede estar a mi lado cuando más lo necesito? - le preguntó ella.

Él se paralizó. Jamás había visto esa expresión en el rostro de su esposa. Aquella mirada llena de indiferencia, esa expresión ausente de emociones; Marcel no podía comprenderla, incluso sentía que tenía frente a él a una desconocida. No obstante, él solo quería consolarla.

- Por favor, perdóname. Apenas recibí tu carta, dejé todo para poder estar contigo. No tenía idea de que algo así podría pasar. - le dijo intentando llegar a su corazón, pero ella se mantuvo en silencio.

Algo se había roto al interior de Camille, y no era capaz de sentir nada. No estaba triste, pero tampoco se sentía feliz; ni siquiera entendía bien sus propios sentimientos, no obstante, sí tenía algo muy claro, y eso era que no quería seguir al lado de Marcel. Y aquella tarde, le anunció a su aún esposo que deseaba separarse de él, y aunque Marcel intentó convencerla, ella estaba decidida.

Habían pasado muchos años desde aquel día; ahora el primogénito de ambos tenía diez años y su segundo hijo unos pocos meses de vida. Sin embargo, aunque en los tiempos de los Estados Generales y la Asamblea Nacional habían vuelto a ser un matrimonio feliz, la realidad era que habían estado separados durante casi cinco años, cinco años en los que ambos sufrieron por la decisión de Camille, principalmente Marcel, ya que él nunca quiso separarse de su esposa.

No obstante, todo aquello había quedado atrás y ahora estaban nuevamente juntos. Y ahí, mientras ella sostenía en brazos a su pequeño y con la cabeza apoyada tiernamente sobre el hombro de su esposo, le habló con total sinceridad.

- No entiendo qué me pasa. - le dijo. - Me siento intranquila, como si algo muy malo fuera a pasar. - agregó.

- ¿Algo malo? ¿A qué te refieres? - le preguntó Marcel.

- No lo sé... Es como si tuviera un mal presentimiento. - le respondió ella.

Entonces Marcel besó tiernamente su frente.

- Seguramente te sientes así por las noticias referentes a la situación de París. - le dijo él. - Pero no te preocupes, Cami. Seguramente todo se resolverá. - agregó para intentar infundirle calma a la mujer que amaba, aún sabiendo que la situación tendía a empeorar.

Entonces, Camille sonrió. Conocía bien a Marcel y sabía que únicamente le decía eso para tranquilizarla, no obstante, ese gesto la hizo sentir mejor. Y ahí, en la habitación de su casa y con su hijo en brazos, siguió observando a su pequeño Philippe a través de la ventana de su habitación, mientras se dejaba envolver por el inmenso amor del hombre que amaba.

...

Fin del capítulo