–Draco ¡Draco! –el rubio se despertó sobresaltado, sin saber dónde estaba ni qué hora era. Narcissa le estaba zarandeando–. ¿Se puede saber qué haces durmiendo? ¡Son más de las doce!

Draco miró a su alrededor.

Su habitación, estaba en su habitación.

–Creí haberte dicho que hoy iba al Callejón Diagón –dijo Narcissa–. ¿No te acuerdas? Dijiste que querías venir conmigo –Draco se frotó la cara, sin poder reprimir un bostezo–. Pero hijo ¿Y esas ojeras? ¿Qué has estado haciendo por la noche?

Y entonces Draco se acordó. El cementerio. Astoria. Se habían quedado hablando toda la noche, tumbados sobre la cama de ella. Cuando estaba amaneciendo habían abierto las cortinas, para que pasara la luz del sol, y Astoria había sonreído.

–Nada, madre, me quedé leyendo hasta tarde –mintió. Pero Narcissa no sospechó de él, sino que le miró con indulgencia y le revolvió el pelo.

–Puedo ir yo sola, si quieres.

–No, madre, quiero ir. Sólo dame un minuto.

Terminó de despertarse con una ducha fría, y se vistió a toda prisa. Narcissa le esperaba tranquilamente sentada, sin dejar de lado esa elegancia que la caracterizaba.

Se trasladaron hasta el Caldero Chorreante mediante los polvos Flu, y en seguida estuvieron paseando por el Callejón Diagón. En realidad, habían ido a recoger unas túnicas que habían encargado para la noche siguiente. Los Parkinson celebraban por todo lo alto el cumpleaños de su hija, y ellos no podían faltar.

Por supuesto, Pansy sería la pareja obligada de Draco, cosa que al rubio le sentaba muy mal. Le parecía de mal gusto que los Parkinson diesen por hecho que seguía vigente el noviazgo entre Pansy y Draco, y además, después de lo que había ocurrido el día anterior, el rubio tenía menos ganas que nunca de verla.

En la tienda aguardó sobre el escabel mientras la modista daba los últimos retoques a la túnica. Estaba muy cansado, pues apenas había dormido, y al mirarse en el espejo se sorprendió al ver sus profundas ojeras. Aun así sonrió. Había merecido la pena.

Recordó cómo se había sentido mientras hablaba con Astoria. El estómago le cosquilleaba de forma curiosa, pero agradable, y a pesar del sueño que sentía, él sólo quería seguir allí, con ella, tumbado a su lado y susurrando a la luz de las velas.

Y habían hablado mucho: de sus vidas, de sus amigos, de sus sueños. Descubrieron que tenían muchas cosas en común, y que pensaban de forma parecida. Astoria tenía un gran sentido del humor, y le había hecho reír como nunca.

Y Draco no se había olvidado de las inmensas ganas que había tenido de besarla.

–Ya estás, guapo ¿Qué te parece? –le preguntó la modista, sacándole de su ensimismamiento.

Draco se fijó en su atuendo, y tuvo que reconocer que era perfecto. La túnica tenía un color azul muy oscuro, y estaba adornada con bordados de pequeñas serpientes plateadas.

Le habría gustado que le viese Astoria.

...

Esa noche Draco se presentó más temprano que nunca en la casa del conde. Astoria le estaba esperando, peinándose su largo pelo castaño. Sonrió nada más verle, y ese gesto hizo que le temblaran las rodillas.

Draco nunca dejaba de sorprenderse por la sinceridad con la que Astoria se alegraba de verle. Estaba acostumbrado a que la gente fingiera que les agradaba su compañía, y aquella hermosa sonrisa en el inocente rostro de Astoria bastaba para que se olvidase del cansancio que sentía.

–Te he traído un regalo –dijo él, mostrando la mochila que cargaba–. Bueno, en realidad son varios regalos.

Ella abrió mucho los ojos, sorprendida.

–¿Por qué? No tenías que traerme nada.

–Eso da igual. Toma, míralo –Draco sonreía eufórico. Tenía ganas de ver la cara que ella pondría al ver lo que había dentro.

Astoria se levantó, cogió la mochila y la apoyó sobre la cama. Esa noche su camisón era de color beige, y a la luz de las velas daba la impresión de ir desnuda. Sin ser consciente de la mirada ardiente que caía sobre ella, Astoria abrió la mochila.

–¡No puede ser! –exclamó–. ¡Libros! –se sentó para poder colocarlos sobre la colcha–. Pero... yo... Draco, esto es... –estaba realmente sorprendida.

–Hace tiempo que no los leo, y pensé que a ti te hacían más falta que a mí. Como no sabía qué te gusta leer, he traído un poco de todo.

–Muchísimas gracias, no sabes cuanto te lo agradezco, de verdad –le brillaban los ojos, y al mirarle hizo un mohín–. Jamás podré devolverte algo así.

–Eso nunca se sabe, quizá algún día te pida algo a cambio –bromeó él. En el fondo deseaba pedirle un beso, pero se acobardó–. Espero que te gusten.

–Te aseguro que los leeré todos –prometió ella. Leía los títulos, muy contenta–. Hey, este lo estaba buscando –observó, señalando uno–. Ahora sí que te debo un favor.

Draco sonrió, pero entonces se puso serio, y también se sentó.

–Astoria, escucha... mañana no podré venir –ella le miró con curiosidad–. Tengo que ir a la celebración del cumpleaños de Pansy.

–Vaya... no pasa nada, Draco –sonrió ella, aunque se la veía triste.

–No siento el menor deseo de ir, pero es casi una tradición que asistamos –se excusó.

–Draco, no tienes que darme explicaciones –le interrumpió ella, dulcemente–. Después de todo lo que has hecho por mí... nadie lo había hecho antes. Jamás podré agradecerte todas las horas que has estado soportándome.

–No ha sido a disgusto.

–No sabes lo que significa para mí –prosiguió diciendo ella, con timidez, sin saber cómo continuar–. Cuando vienes, yo... no sé, me siento bien –vaciló–. Cuando tengo que beberme esa poción, sé que estarás a mi lado cuando despierte, y eso hace que sea menos malo... –miró hacia otro lado, y abrió la boca, como si quisiese añadir algo más, algo que le costaba muchísimo expresar.

Draco se sintió conmovido ¿Qué estaba pasando? ¿Le estaría ella expresando sus sentimientos? ¿De verdad sentía algo por él? Astoria carraspeó y le miró de nuevo a los ojos, ignorando lo que acababa de decir.

–No me importa que vayas a esa fiesta, de verdad. Es casi como una obligación ¿no? –sonrió–. Además, estaré entretenida, me has traído material de sobra para ello.

–Pansy va a ser mi pareja –confesó–. ¿No te molesta?

Ella pasó los dedos por los bordados de las sábanas.

–No lo sé, creo que no –contestó lentamente, bajando la mirada–. Además, tú no la quieres.

–¿Eso es importante?

–Si estuvieses enamorado de ella, me sentiría culpable por apartarte de su lado –confesó–. Puede que incluso... bueno, me pondría celosa –sonrió avergonzada.

Draco la miró fijamente, y ella trató de sostenerle la mirada, pero al final se sonrojó y giró la cabeza.

Draco estaba muy contento. Si Astoria confesaba que podría sentir celos de Pansy era porque sentía algo por él.

Su corazón latió más deprisa al pensar eso. ¿Qué había de malo en sentir algo por la persona con la que se iba a casar?

Observó cómo Astoria escondía sus nuevos libros bajo la seguridad de su cama, y se preguntó nervioso qué sentía exactamente por ella.

–Mira lo que he encontrado –Astoria mostró un mazo de cartas.

–¿También juegas a las cartas?

–A veces, cuando Kali tiene ganas –respondió Astoria, sentándose con las piernas cruzadas sobre la cama, de cara a él–. Una vez jugamos al snap explosivo y casi le prendimos fuego a la colcha.

–No estarán marcadas, ¿verdad? –preguntó él, cogiendo las cartas e inspeccionándolas.

–¿Me estás llamando tramposa? –Astoria fingió indignarse.

–Sólo me estoy asegurando de que no lo seas –él también se cruzó de piernas.

–¿No será que tienes miedo? –se burló ella, apartándose el pelo sobre un hombro, para que no le estorbase.

–¿Miedo yo? No conozco esa palabra. Además –comenzó a repartir las cartas–, Blackjack es mi segundo nombre.

Y así, entre fanfarronadas y provocaciones, los dos se enfrentaron.

Como no tenían dinero para apostar, comenzaron a jugar con cosas imaginarias, y tras un par de horas, Draco había ganado un unicornio rosa, tres manzanas de oro y la colección de jarrones chinos de la tía-abuela de Astoria, mientras que ella tenía en su poder cinco montañas, un violín de cristal y una mesa bailarina.

–Creo que subo mi apuesta –dijo Draco, dándose aires–. A las agujas de diamante le sumo los pavos reales de mi padre.

–¿Pavos reales?

–Son de pura raza –aseguró él–. Y albinos.

–Vas de farol –se burló Astoria.

–¡Como te atreves!

–Vas de farol, y por eso apuesto... una de las montañas que te he ganado antes ¿El Kilimanjaro te parece bien?

–Eso no supera mi apuesta –protestó él.

–¿El Kilimanjaro te parece poco? –se rio ella. La situación era tan absurda que no podía mantenerse seria. Su risa contagió a Draco–. De acuerdo, de acuerdo –Astoria se secó los ojos, llorando entre carcajadas–. ¿Qué apuesta le parecería bien al señor Blackjack?

–Un beso –se le escapó a él. Astoria le miró, aún con la sonrisa en los labios–. Si gano yo, me darás un beso –repitió.

Al ver que iba en serio, Astoria dejó de reír, y se sentó lo más derecha posible. Sus ojos le observaron pensativos durante unos segundos mientras se mordía el labio.

–De acuerdo –aceptó al final, con una pequeña sonrisa.

Jugaron sus cartas en silencio, y tras unos minutos, Draco ganó. Durante unos segundos se quedaron mirando a las cartas sin decir nada.

–Has ganado –observó ella.

–Ya lo sé –Draco la miró, para ver si ella se había arrepentido de su apuesta, pero Astoria parecía muy serena. De hecho, se inclinó hacia delante, apoyándose en la colcha con las manos, y le miró fijamente con sus ojos transparentes, como si le retara a continuar.

Draco se sentía muy nervioso, pero también se inclinó hacia ella, y muy despacio, se acercó a sus labios y la besó.

Tenía los labios muy suaves, y los saboreó lentamente, sin presionar. Oía con claridad los latidos de su propio corazón en sus oídos, y por un momento le pareció que el pecho le iba a estallar.

Se apartó ligeramente de Astoria. Ella tenía las pupilas tan dilatadas que parecía que sus iris eran pequeñas franjas azuladas. Se pasó la lengua por los labios, y un poco titubeante, se acercó a él y le devolvió el beso.

A partir de ahí, todo fue bien. Las cartas quedaron olvidadas, y todo dejó de importar excepto ellos.

Draco cogió su cara entre sus manos, y notó cómo ella le abrazaba. De alguna forma acabaron tumbados sobre la cama, acariciándose lentamente, sin dejar de besarse.

Draco se incorporó un poco, apoyándose sobre un codo, y apartó el pelo de Astoria de su cara perfecta. Se la quedó mirando, y trató de encontrar su voz y explicar todo aquello que sentía.

–Astoria, yo... –balbuceó. Ella le cogió por la muñeca, expectante. Pero entonces frunció el ceño, y palpó por encima de la manga de la camisa.

–¿Qué es esto? –preguntó.

–¿El qué? –Draco bajó la vista y vio cómo ella sacaba un par de cartas de debajo de la manga–. No tengo ni idea.

–¿Has hecho trampa? –preguntó ella, entrecerrando los ojos–. ¿Has hecho trampa para engañarme?

–¡Claro que no!

–¡Eres un tramposo! –Astoria alargó el brazo, cogió un cojín y golpeó a Draco con él en la cabeza–. ¡Eres un maldito tramposo!

–¡Eh! –Draco de puso de rodillas, defendiéndose con los brazos, pero ella seguía atacándole. Finalmente, él también tuvo que agarrar un cojín y devolverle los golpes.

Se pelearon durante un buen rato, riéndose y tratando de mantener el equilibrio sobre la cama, hasta que la tela de uno de los cojines se rasgó, y ambos terminaron cubiertos de plumas.

Aprovechando el repentino caos, Draco empujó a la chica y se tumbó encima de ella, inmovilizándole las muñecas.

–No te creas que esto va a terminar así –jadeó, con los ojos brillantes.

–¿Ah, no? –preguntó ella, tratando de aguantar la risa. Draco acercó su cara a la de ella. –Prepárate para mi arma mortal –anunció, rozando su nariz con la de Astoria–. ¡Las cosquillas!

Astoria gritó y se revolvió, tratando de escapar, pero él no se lo permitió. Aunque se puso boca abajo, medio ahogada por las plumas y las carcajadas, él siguió haciéndole reír.

Pero entonces, demostrando tener más fuerza de la que parecía, Astoria contraatacó, sorprendiendo a Draco y devolviéndole la curiosa tortura.

Él cogió un puñado de plumas y se lo tiró a la cara, y ella respondió de la misma forma. Sus esfuerzos resultaron inútiles, porque las plumas revoloteaban y daban vueltas en el aire, sin llegar a causar verdaderas molestias, y finalmente ellos se dejaron caer agotados sobre la cama, jadeando, riendo y llorando.

Se miraron a los ojos y volvieron a reír. Había sido divertido.

No tardaron en volver a besarse.

...

Por medio de la magia, Draco logró arreglar el estropicio que habían organizado, pero eso no hizo que se olvidaran de lo ocurrido. Se sentían cómplices de un pequeño secreto, y eso les unía aún más.

Las cartas quedaron olvidadas en un rincón, y ellos permanecieron abrazados, hablando en voz baja y a besándose de vez en cuando.

Cuando llegó la hora de la salida del sol, abrieron las cortinas y contemplaron el espectáculo desde la cama. No querían que aquella noche terminase nunca, pero estaba llegando a su fin.

–Pareces muy cansado ¿estás seguro de que no quieres volver a tu casa? –seguían tumbados, uno al lado del otro, y Draco comenzaba a dar cabezadas–. Te vas a quedar dormido –sonrió Astoria, acariciándole el pelo.

–No importa, mis padres no se darán cuenta –protestó él, sin abrir los ojos–. Además, esta noche no podré verte.

–No podrás quedarte aquí durante el día –le advirtió ella. Entonces hizo un gesto de dolor y se abrazó a sí misma–, mi padre podría... auch, podría verte.

Draco abrió los ojos.

–¿Qué te pasa? –le preguntó, al ver que ella se encogía, abrazándose a sí misma.

–Me duele... –gimió. Draco se incorporó de golpe, y buscó el reloj de la mesilla.

–Astoria ¡son las diez y media! –exclamó alarmado. Ella le miró, con los ojos vidriosos, y entonces se agitó violentamente de un lado a otro–. ¡Astoria! ¿Qué ocurre? ¿Qué hago?

–La... la poción –logró articular ella–. Dame... la poción.

¡La droga! ¡Qué idiota era!

Astoria cerró los ojos, en una mueca de dolor, y se retorció. Cerró los puños con fuerza, clavándose las uñas en las palmas de las manos, y apretó los dientes, para no gritar.

Draco saltó de la cama, enredándose con las mantas, y cogió la licorera.

–¿Qué medida? ¿Cuánto necesitas?

–El vas-vaso... peq-pequeño –Astoria se dio la vuelta y hundió la cara entre las sábanas.

Su grito desgarrador se oyó amortiguado. Draco llenó el vaso con el líquido verde, y corrió junto a ella. Las venas del cuello de Astoria se habían hinchado, y su piel comenzaba a tener un tinte azulado.

La joven no dejaba de gritar de dolor. Parecía que la estaban torturando con la maldición Cruciatus. Las manos de Draco temblaban cuando se sentó junto a ella.

–Aquí está. Toma, bébetelo –su voz le sonó muy extraña.

Astoria giró la cara, mordiéndose los labios para no gritar. Sus mejillas estaban mojadas por las lágrimas y el sudor.

Intentó alargar una mano hacia el vaso que él le ofrecía, pero otro golpe de dolor le hizo encogerse y chillar.

Draco se sentó en la cama e incorporó a Astoria, apoyando su espalda contra su pecho. A tientas, le palpó la mandíbula, y notó que estaba tensa, aunque le castañeaban los dientes. Temblando, acercó el vaso a sus labios.

–Tranquila, tranquila, ya está –murmuró. Ella se atragantó con la poción y tosió, pero Draco le obligó a mirar hacia arriba y le vació el pequeño vaso en la boca.

Luego la abrazó, para que no se hiciera daño al agitarse. El delgado cuerpo de Astoria temblaba y se convulsionaba, y la joven hizo un ruido angustioso, como si se ahogase.

–Aguanta, por favor, aguanta –le susurró al oído. Notaba cómo tiritaba y temblaba, pero entonces, todo el cuerpo de Astoria se puso tenso, como la cuerda de un violín, y la chica dejó de respirar.

En los angustiosos segundos que tarda un corazón en latir, Draco pensó que algo horrible había pasado, pero ella lanzó un hondo suspiro y poco a poco se relajó, sin moverse más.

Su cabeza cayó hacia delante, pero Draco la apoyó con delicadeza sobre su hombro. Temblando, buscó el pulso en el cuello de la chica, y lo encontró, muy débil y lento. Entonces se dio cuenta de que estaba llorando. Aquella escena había sido sin duda alguna la más aterradora que había experimentado jamás, y aún no se había recuperado de la impresión de creerla muerta.

Siguió abrazándola, meciéndola hacia delante y hacia atrás, llorando sin tapujos con la cara escondida en el cabello de Astoria. Había pasado tanto miedo que tardó mucho en tranquilizarse. El sol de la mañana no le trajo ningún consuelo.

Kali le encontró en la misma postura cuando entró poco después. La elfina no se mostró sorprendida por lo que vio, y Draco tuvo la impresión de que sabía todo lo que había ocurrido durante la noche. En ese momento, los ojos de la elfina estaban tristes, y le miraban con compasión.

–Kali tiene que decirle al señor Malfoy que este debe irse –dijo en voz baja–. El señor conde ha expresado su deseo de ver a su hija a lo largo de la mañana.

Draco no quería irse. No quería alejarse de Astoria. Pero tampoco podía enfrentarse al conde.

Dejó a Astoria suavemente sobre la cama, y la arropó con cuidado. La joven dormía tranquilamente, sin ser consciente de lo que ocurría.

–¿Cuidarás de ella? –le preguntó a la elfina.

–Kali protegerá a la señorita Astoria con su vida, señor Malfoy.

Nunca le había resultado tan duro alejarse de allí. Draco se quedó mirando hacia la cama desde la puerta oculta por el tapiz.

Tenía un mal presentimiento.