No había nadie en el pueblo que no conociera al Viejo Billy (si es que ese era su nombre), por lo tanto era bien sabido que no era un mal hombre. Tenía muchos problemas, sobre todo en la cabeza, pero no era un mal hombre en absoluto. Era peludo como un oso y siempre llevaba puesta una gruesa chaqueta ajada, aunque hiciera un calor del carajo (según explicó una vez, así se aseguraba de tener siempre una si la necesitaba). Al bueno del Viejo Billy se le podía encontrar entre la Plaza Stalling y el Callejón de Brown; era muy raro que merodeara en alguna otra parte. Vivía de la caridad de los vecinos, y en ocasiones rechazaba cualquier tipo de ayuda aduciendo razones absurdas y no había manera de que cambiara de parecer. A veces le daban prontos y se ponía a chillar sandeces o a cantar, pero nadie tenía miedo de él, ni siquiera los niños. Billy era un buen tipo que pagaba los favores que se le hacían ofreciéndose a ser los oídos del benefactor sobre todo lo que se cociera por ahí, su guardián, en fin, los servicios más raros que se le ocurrieran. Algunos decían que era un veterano que había visto barbaridades en Afganistán; otros le creían descendiente del mismísimo Eric P. Warner, fundador del pueblo en 1875, caído en desgracia; unos cuantos, que trabajaba en la fábrica textil que clausuraron en los noventa por los vapores tóxicos que inhalaban los empleados. En todo caso, desde donde alcanzaba la memoria, él siempre había estado ahí. En algún punto remoto de su historia personal, había caminado, y caminado y caminado hasta terminar en Warner Falls y se había instalado allí por no tener otro sitio adonde ir, un poco como todos los demás.
No era la clase de hombre del que los vecinos tuvieran que preocuparse; era evidente que no pretendía hacerle daño a la señora Bookstaver. Era sólo que no sabía cómo comportarse a veces.
La señora Bookstaver trabajaba en la cafetería local y se acercó aquella mañana para darle un café y un donut a Billy para que no pasara el día con el estómago vacío. Era una cristiana convencida y creía que uno tenía el deber de cuidar del prójimo como si fuera un pariente. Claro que también tenía estrictas convicciones acerca del contacto físico y la decencia. Según su denuncia, encontró al Viejo Billy aliviándose contra la pared. Aquello era motivo de multa, pero ni el sheriff tenía corazón para desplumar a un indigente ni ella quería denunciarlo. La cosa es que, después de que lo llamara, Billy no se subió los pantalones. Su cerebro seguramente fuera incapaz de hacer dos cosas al mismo tiempo. Estaba demasiado enfocado en el desayuno recibido que no se dio cuenta de que estaba desnudo de cintura para abajo. La señora Bookstaver intentó hacerle ver la situación, pero Billy estaba cegado por el donut y la taza de café y, sonriendo, murmurando sinsentidos, se acercó a darle un abrazo. La señora Bookstaver consideraba a los sintecho sus prójimos, pero no les permitía ciertas libertades, y ciertamente no le resultaba nada atractiva la idea de que un hombre que olía como mil demonios y estaba medio desnudo la abrazara. Se puso a chillarle. El pobre del Viejo Billy no comprendió su reacción, era incapaz de ver qué estaba haciendo de malo, y siguió acercándose. En resumen, cuando Luc apareció, ella le estaba abofeteando y él estaba aturdido al ver que su abrazo amistoso no era bien recibido. Llevárselo fue en cierto modo una obra de misericordia.
Todo el mundo tenía asumido que no pasaría mucho tiempo entre rejas. La señora Bookstaver tan sólo necesitaba un momento para sosegarse, verlo todo desde la perspectiva de aquel pobre diablo, y retirar las acusaciones de exhibicionismo.
EL Hombre de las Estrellas tampoco estaría allí mucho rato.
El Viejo Billy se quedó mirando con gran curiosidad al hombre que trajeron de madrugada al calabozo. Aunque el Hombre de las Estrellas se hubiera tranquilizado y callado, los murmullos y las puertas metálicas al abrirse y cerrarse lo despertaron. Se levantó del banco sobre el que había estado durmiendo y se acercó cuanto pudo, agarrándose a los barrotes, para mirar al recién llegado. Estaban allí por motivos similares, pero no podían ser más distintos; la limpieza de éste contrastaba enormemente con su suciedad y mal olor.
Probablemente ese fuera uno de los motivos por los que Billy se interesó mucho por él, y el Hombre de las Estrellas volviera los ojos hacia él.
— Diablo de Tasmania...—dijo.
Los agentes que custodiarían a los prisioneros durante la noche jurarían que eso fue todo lo que dijo. Simplemente se sentó, cerró los ojos y no hizo más que estarse ahí quieto y esperando...quién sabía qué. Pero esas palabras parecieron causar una honda impresión en el Viejo Billy. Lo vieron mirar con el ceño fruncido al hombre, trató de mirarlo desde su celda, contorsionándose en posturas imposibles, antes de rendirse y, con expresión atónita, sentarse en el suelo y meditar él también en silencio durante el resto de la noche.
— Benny...
Ben parpadeó. Le llevó un momento ver que había estado frente a la fotocopiadora un buen rato después de que ésta hubiera escupido sus copias. Y otro más hasta recordar que sólo había una persona en el mundo que le llamaba Benny.
Volvió la cabeza hacia su izquierda y se encontró a Larry junto a él, sonriéndole.
Esa sonrisita arrugada suya que no presagiaba nada bueno.
— Me alegra ver que no estás muerto—rió Larry. Antes de que Ben pudiera decir nada, añadió—: ¿Está listo el informe?
— No, aún no.
— Pues lo necesito ya.
— Me pondré con ello en cuanto termine con esto.
— Tenías tres días para hacerlo, ¿qué has estado haciendo? ¿Mirar a la pared? ¡Ya sé! ¡La falda de la Allington!—y rió otra vez. "¡Ojojojojojo!".
— Lo siento—la falta de auténtico arrepentimiento en la voz de Ben, lo mecánico de su respuesta, podría haber molestado a cualquiera, pero Larry era demasiado tonto como para percibir tales sutilezas.
— Más vale que te pongas con ello, me estoy jugando el cuello. Oh, por cierto, es el cumpleaños de Brian y ha traído tarta, por si quieres un cacho—fue todo lo que dijo Larry antes de marcharse.
Ben resopló y examinó lo que había impreso. Estupendo, todo estaba mal y tendría que repetirlo.
«¡Si tanta prisa tienes, haberlo hecho tú!», quería contestar, pero cuando miró, Larry ya se había esfumado. Allí estaba ahora, charlando con Brian, quien no parecía necesitar con tanta urgencia ese informe, oh, tan importantísimo. Parloteaba con un buen número de lameculos que le reía los chistes y actuaba como si les estuviera descubriendo América con sus comentarios. Tampoco tenía nada que reprocharle a Larry. Después de todo, él había dicho que sí. Tenía que asumir las consecuencias de su elección.
— No te ofendas, Ben, pero tienes mala cara—le dijo Oswald desde su mesa. Ben se percató de que llevaba gafas nuevas, aunque seguía pareciendo un viajero del tiempo venido de la década de los cuarenta.
Era uno de sus intentos por empezar una conversación con él, el tímido de la oficina. Quizás no el mejor, pero siempre hacía lo que podía, usaba todo lo que tenía a su alcance para ver si conseguía arrancarle una palabra, o, aún mejor, dos.
Otro intento fallido. Como siempre, Ben apenas lo miró antes de volver a su mesa sin haber despegado los labios.
Oswald no se lo tomó a mal. Lo volvería a intentar la próxima vez. Aquello solo le confirmaba que el fin de semana no le había tratado bien.
Ben se detuvo antes de encender la pantalla de su ordenador para mirarse en su reflejo oscuro. Era cierto que no lucía como una rosa que se dijera.
No había dormido bien aquella noche. El incidente en casa del vecino lo despertó y no fue capaz de volver a conciliar el sueño hasta muy tarde.
Sospechaba que no era preocupación por el bienestar de Sheldon o su propia seguridad, sino el haber visto a Kath correr para ver si se encontraba bien.
Intentó no pensar en ello. No se había acordado de que se había servido una taza de café y se encontró con que se le había enfriado cuando dio un sorbo. Desde luego, aquella no estaba siendo una buena mañana, y mientras pensara en Sheldon no iba a mejorar. Lo mejor que podía hacer por sí mismo era olvidarlo, pero le era imposible ignorar lo que había visto.
Sheldon era lo que muchos considerarían un perdedor. Nunca había indagado en su vida, pero tenía orejas y la gente murmuraba...Al parecer le costaba mantener trabajos y novias, sus padres le habían dado la patada en cuanto cumplió la mayoría de edad, y ahora, además de eso, se había convertido en blanco de los maníacos. Aun así, Kath siempre charlaba con él, se preocupaba por él, su madre compartía los postres que hacía con él...Ben, por su parte, que se había criado en Warner Falls, que había compartido clase con Kath en Secundaria, sólo había conseguido que le dijera hola de vez en cuando...
Sheldon era un cerdo con suerte...Kath era la chica que todo hombre heterosexual hubiera deseado tener, aunque fuera como amiga...
Sorbiendo su café frío, Ben suspiró calladamente, para no atraer de nuevo la atención de Oswald ni aguarle la fiesta a Brian.
Todo lo excitante le pasaba a otros. Él era el que se ocupaba de sus responsabilidades mientras tanto.
Entre todo ese azul, un punto blanco. Luc no pudo sino volver los ojos para contemplarlo. Una señorita menuda de cabello largo y negro y ojos vivarachos merodeaba buscando a alguien. Cuando encontró a ese alguien, una sonrisa apareció en su cara y agitó el brazo. Por un segundo, Luc pensó que estaba saludándolo a él. Luego se dio cuenta de que era a Wyatt Gansburg, el cadete.
— Ey, nena, ¿qué haces aquí?—sonrió él, besándola en los labios.
— Te has dejado el almuerzo en casa—respondió ella, entregándole una fiambrera.
— Oh, caramba, se me había olvidado. Tío, tengo la mejor novia del mundo. Gracias.
— Se te olvidan las cosas todo el rato. Más que tu novia parezco tu madre—rió ella.
— Mi mamita...—sonrió Wyatt con picardía, y la besó de nuevo.
Qué ñoños, como todas las parejas jóvenes...Al verlos, Luc sonrió.
— Si molestamos, os podemos dejar solos, tortolitos—intervino Warren, dando un paso al frente con los brazos cruzados y una sonrisa ladeada.
— Perdón, Sheriff—Wyatt se sonrojó y volvió corriendo a sus quehaceres, que ese día eran todo papeleo.
— Y usted, señorita, le voy a prohibir la entrada. Me distrae al cuerpo—Warren se dirigió luego a la chica.
En lugar de avergonzarse, ella soltó una risita.
— Oh, Warren, ¿es que he hecho algo ilegal?
— Estar deslumbrante, sólo eso—soltando una risita dulce, Warren descruzó los brazos para estrecharla entre ellos—. Eh, franchute, ven aquí un momento. ¿Recuerdas a mi amigo Paul, el concejal? Esta es la hija menor, Julie.
Luc inclinó la cabeza hacia ella caballerosamente, y ella murmuró un saludo.
— ¿Verdad que es guapa? Ha salido a su madre, Molly. Lo intenté, pero ella terminó eligiendo a Paul. ¡Y pensar que ahora podría estar presumiendo de esta belleza!
— Ojo, Warren. Hay que tener cuidado con las guapas. Pueden hacer contigo lo que quieran. Mírate: te tiene babeando como si fueras su padre—sonrió Luc, con una ceja alzada.
— Je, me has pillado. La conozco desde que nació, su padre es como un hermano para mí, claro que adoro a este rayo de sol como si fuera mi sobrinita—Warren pellizó la mejilla de Julie con cariño, haciendo que riera.
— ¡Cielos, será mejor que me vaya, antes de que me matéis con tanto halago! Tan sólo quería asegurarme de que Wyatt no pasara hambre hoy.
— Tiene suerte de contar contigo. Entre nosotros: tu chico tiene la capacidad de atención de un colibrí a tope de...
En ese momento, un rugido ensordecedor hizo que toda la comisaría callara. El agente Preston, a cargo de los detenidos, salió corriendo.
— ¡Sheriff, tiene que ver esto! ¡Al Viejo Billy le pasa algo!
Warren y Luc salieron corriendo a ver qué ocurría. Julie no pudo resistir la curiosidad y los siguió.
Billy estaba agarrando los barrotes y zarandeándolos con todas sus fuerzas mientras soltaba los rugidos más sonoros que podía. Sonaba tan inhumano que parecía imposible que eso saliera de la garganta de un hombre. El Hombre de las Estrellas estaba en la celda adyacente, pero ni abrió los ojos ni abandonó su postura meditativa en su rincón para ver qué follón estaba teniendo lugar a su lado. Julie, por otra parte, se asustó tanto que inconscientemente se escondió detrás de Warren.
— Ha ocurrido de repente. No sé qué le ha dado—dijo Preston al sheriff—. Estaba ahí sentado, en la misma postura en que se había quedado desde que el otro tipo le dirigió la palabra anoche, y entonces empezó a gritar y a agitarse, y cuando me acerqué para preguntarle qué pasaba me arañó.
— Éste es uno gordo—murmuró Warren, con las manos en las caderas. Después, se volvió hacia Preston y lo miró con preocupación–. ¿Seguro que no quieres ir al hospital?
El uniforme del agente estaba hecho unos zorros: había perdido dos botones y las uñazas de Billy habían arañado a través de la tela. La herida aún sangraba.
— Estoy bien. No es nada—se giró hacia la celda y miró al hombre sin pizca de rencor en sus ojos, sino inmensa piedad.
— Pauvre Billy...—susurró Luc, sacudiendo la cabeza.
— Llama a un médico. Ya sabes de qué clase. Quizás nos pueda decir si tenemos que preocuparnos. Nunca le había visto tan violento—Preston asintió y salió, y Warren miró a Julia—. Será mejor que te vayas, nene. Hoy tenemos...unos huéspedes interesantes.
Julie asintió en silencio y, musitando una despedida, se largó con viento fresco. Pasó por el lado de Luc y ambos intercambiaron una mirada fugaz.
— Os lo dije, ¿no es cierto? Ya os dije que uno de estos días iba a pasar algo como esto, pero no, nadie me escucha. Dejad a este tipo en la calle, con su colección de a saber qué enfermedades mentales. Recemos por que no tenga el SIDA o alguna otra porquería—Warren se quejó en voz alta.
— No es culpa suya–juzgó Luc.
— No, por supuesto que no–Warren asintió con la cabeza.
Por un segundo sus ojos se encontraron con los de Billy. Un hilo de baba resbaló por el mentón del preso hasta caer al suelo, y gruñó. Un diablo, pensó Warren. Era como si el diablo le hubiera poseído.
Y había estado tan tranquilo hasta que llegó el Hombre de las Estrellas...
Miró al Hombre de las Estrellas, quien seguía en su sitio, nada más que esperando, escuchando, sin hacer nada. Él abrió los ojos y le devolvió la mirada. Warren frunció las cejas.
— ¿Qué le has dicho?
El marciano respondió con toda la tranquilidad:
— Nada más que la verdad.
Warren siguió frunciendo el ceño un poco más antes de salir de la sala. Luc lo acompañó.
— Le pediré al doctor que le eche un vistazo a ése también. No me gusta un pelo—suspiró ruidosamente por la nariz y cambió luego su tono de voz—. ¿Un café, Luc?
— ¡Claro! Está siendo una mañana de perros, y eso que acaba de empezar. Además, me prometiste que me dirías qué pasó con Taylor Jones—respondió Luc.
— Al final nada, en verdad— Warren se encogió de hombros— . El tío es un imbécil, eso es todo. Actúa como si tuviera algo contra él, y yo sólo estoy haciendo mi trabajo. Juro que como toque mi coche, como dijo que haría, verá. ¡Oh, ya verá! —Warren se sorbió la nariz y volvió la cabeza hacia Wyatt—. Wyatt, vigila a los prisioneros mientras estoy fuera. Y cuando te digo que los vigiles, te digo que no les quites los ojos de encima.
El cadete supueso que este era el castigo por haber traído a su novia a una zona restringida o algo así. Respiró profundamente y entró en el calabozo, infundiéndose ánimos con el pensamiento de que unos barrotes se interponían entre los lunáticos y él.
El negro ya daba miedo con su mutismo a lo Hannibal Lecter, pero Billy le rugió y él se preguntó si los barrotes eran realmente seguros.
— ¿Qué ocurre, amigo?
Joey giró lentamente la cabeza hacia José.
— ¿Hm?
— No has escuchado una sola palabra que he dicho, ¿a que no?— sonrió José.
— Yo…Oh, lo siento, he…
— Lo sabía. Vamos, dime en qué estás pensando.
Joey dudó.
— …No, es una tontería...
— No importa. Dispara.
Joey respiró hondo.
— El caso es que creo que me estoy volviendo loco. Esta noche, ¿sabes qué ha pasado? Estaba yo, y un gato, y…y un búho con gafas, y dos perritos, y estábamos cantando. Algo sobre un sombrero, y recuerdo…Oh, he olvidado mencionar que era un cerdo. Y me pregunto al despertar: ¿qué significa todo esto? Tiene que significar algo. Así que le echo un vistazo a uno de esos libros sobre interpretación de los sueños y veo que soñar con animales es buena señal, en plan, protección, buenos amigos, pero no creo que…Porque estaban cantando, y estaban vestidos. Eso tiene que significar algo especial. Aunque también podría significar que me veo gordo como un cerdo y mi subconsciente me está diciendo que debería perder peso o todo lo contrario, que debería aceptarme sin reservas...
— Tonterías. Los sueños no significan nada. Sólo son…¡sueños! Es la basura del cerebro, lo leí una vez en una revista. No tienen sentido— fue el diagnóstico de José.
— ¿De verdad? Vosotros los mexicanos sabéis mucho sobre esoterismo, ¿tal vez le podrías preguntar a alguien…?
José sonrió y sacudió la cabeza.
— No sé… Sé que es tonto, pero he estado pensando en ello toda la mañana—suspiró Joey..
— Ya te lo he dicho y te lo vuelvo a repetir: estás estresado, nomás.
— ¿Estresado? Estresado…Sí…Sí, podría ser. Las reuniones, la burocracia…Quizás mi cerebro intenta decirme que tengo que ir más despacio y ha creado estas fantasías para distraerse…
— El cerebro es una máquina impresionante— asintió José.
— Supongo que me hacen falta unas pequeñas vacaciones…
— ¡Claro que sí! Nunca he visto a un político trabajar tanto como tú. Te mereces un descanso.
— Pero justo ahora…
— Sí, ahora. Ni lo pienses. Vete de aquí unas semanas, visita sitios nuevos, olvídate del trabajo. Sólo por una semana o dos. ¿Sí? Antes de que caigas enfermo.
— Oh, José, ¿qué haría yo sin ti? Tú deberías mandar en este lugar—sonrió Joey..
– Soy muy feliz donde estoy, pero gracias—José sonrió mostrando los dientes, con unos incisivos grandes..
Joey le dio un abrazo afectuoso y estaba a punto de sorber su café cuando se detuvo cuando sus labios estaban casi tocando la taza.
— ¡Oh! ¡He estado hablando todo el rato y no te he preguntado por tu hermana! ¿Está bien?
— Ah, sí, ya salió del hospital, me llamó ayer. Gracias por preguntar.
— Así que ¿todo va bien?
— Sí, sí. Bueno, descubrí que todo el mundo es amigo de mi hermana, pero...Eso es todo, nada más. No te preocupes. ¿Qué te dije?
— Ya. Es que tengo esta sensación, ¿sabes? Como si...—al ver la cara de desaprobación de José, sacudió la cabeza—. Pero agarro esa preocupación, hago una bola con ella y la tiro a la basura...
José asintió, satisfecho.
Era uno de esos sueños que parecían más reales que la realidad misma. No es que fuera la primera vez que Martin hubiera tenido uno de ese tipo, pero este en concreto era peculiar. Tras levantarse, se sirvió una taza de café y se quedó quieto y en silencio durante un largo rato, pensando en ello exclusivamente.
Había olvidado la mayor parte de él al despertar, pero podía recordar que había un desierto. Un desierto rojo, sofocante. Y lo que sintió. Esa era la parte más realista del sueño. Después de despertar podía sentir aún la frustración, la cólera...el hambre...¿Era eso? Oh, había sentido tantas cosas a la vez que era difícil describirlo con precisión.
Miró a su alrededor. Aquella cocina se sentía tan extraña. Era una sensación incómoda, la de creerse perdido e inquieto, y de nuevo resultaba inútil tratar de describir exactamente de qué se trataba.
Cuando Treg chasqueó los dedos frente a él, Martin prácticamente saltó en su asiento, haciendo que su amigo riera.
— Buenos días, bello durmiente— sonrió Treg. Con unas magdalenas en mano, se sentó. Era muy temprano y ya estaba sonriendo, Martin lo admiraba sinceramente.
— No estaba dormido–Martin se masajeó la sien— . Sólo pensaba.
— Ah, claro. Es lo que hacéis los cerebritos— rió Treg y se comió una magdalena casi de un solo bocado, y, claro, comenzó a toser.
— Lo que tú digas— suspiró Martin.
— Estoy bien, gracias, no te preocupes por mí—se quejó Treg una vez pudo volver a respirar. Pronto recuperó su sonrisa burlona—. ¿Pensabas en alguna chica? ¿La chorba de la Ruleta de la Fortuna? ¿En alguien de por aquí?
— No pensaba en ninguna fémina, Treg—dijo Martin muy pacientemente.
— ¡No me digas que te van los tíos! Sí, bueno, tampoco me sorprendería. En fin, tío o tía, ve a por él. Te estás haciendo viejo, cada vez tendrías menos oportunidades, y puede que te sirva de motivación para que te duches. Tan sólo demuéstrame que eres un ser humano al que le excita algo que no sea la chatarra y los coches.
Martin puso los ojos en blanco y sonrió, sin molestarse en contestar.
— Yo salí una vez con una chica que tenía un padre muy estricto. El pavo me odiaba, decía cosas feas sobre mí, como que me teñía el pelo como un marica, que era un vago...¿Dónde está el café?
Martin señaló su taza.
— Entonces, haré más. Sí, en fin, y pensé que la mejor venganza era convertirme en su yerno y liarme en su parte del sofá con su hija. Fueron todo risas hasta que nos pilló y casi me mata con su coche. Lástima que a esas alturas estuvieras en, no sé, Alabama, o en algún lugar de la Ruta 66. Te habría encantado ver mi cara.
Treg siguió hablando pero Martin ya no escuchaba. Cuando Treg comenzaba su diarrea verbal no tenía fin y aquello podía llegar a ser realmente irritante. Quizás por ese motivo no tenía amigos en Warner Falls y tenía que recurrir a él para que alguien le escuchara, como si él no tuviera nada mejor que hacer que escuchar sus tonterías. Aparte de eso, por primera vez, Martin estaba interesado en la apariencia de Treg.
Treg era muy delgado. Su piel era blanca como la leche; Martin sabía que se tenía que untar mucha crema solar en verano. Su pelo había sido negro una vez, pero se lo llevaba tiñendo desde los dieciséis de los colores más extravagantes que podía encontrar; tras probar el verde y el púrpura, se lo había dejado azul, combinando con sus ojos; ahora era lo suficientemente largo como para recogérselo en una coleta. Tenía un cuello largo y olía raro.
...¿En serio?
Martin nunca había tomado en consideración el olor de su compañero hasta ese momento. Treg acababa de levantarse de la cama, no había hecho esfuerzo alguno aún, así que no olía precisamente a sudor. Pero aun así podía olerlo intensamente. Era un olor curioso, que no se parecía a nada que hubiera percibido antes. Se sintió extrañamente atraído.
De lo que no se percató fue de que su boca, que había estado seca unos instantes atrás, había empezado a salivar excesivamente.
— Ey, Tierra llamando a Martin.
— ¿Hm?
— Digo que si quieres algo del súper.
— No.
— Vale. Te pregunto porque me pasaré después del curro. Para que luego no digas que estoy de gorra.
Martin le echó un vistazo a su reloj y apuró su café. Miró a Treg por el rabillo del ojo y, de nuevo, se encontró con que no tenía palabras para expresar lo que sentía.
