Crepúsculo no me pertenece.

Capítulo 5: Historias de Terror.

Soy una vampiresa ¿y tú...? (Bella x Alice x Leah)

(N/A IMPORTANTE: No llamaré a Jacob y a su gente —Hombres Lobo—, sino que les diré —Cambiaforma— o —Cambiaforma Lobo—)

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(Isabella)

De camino a casa, le conté a Papá, que fui atacada por algo. Pero no le dije qué. Le conté como Alice me había traído, como tuvo un mal presentimiento y volvió, justo cuando esa cosa, me había dejado en paz, llevándome con su padre, para ser curada.

Entramos en nuestro hogar y comí, tanto como me fue posible, Papá solo dijo, que esto era una buena idea. Preparamos carne encebollada y yo lo agradecí, me lo comí todo en pocos minutos, para luego asegurarle nuevamente, de que estaba bien. Le dije que tenía tarea por hacer y él asintió, mientras me sonreía, permitiéndome partir hacía habitación.

En realidad, cuando me senté en mi habitación e intenté concentrarme en la lectura del tercer acto de Macbeth.

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No esperaba el viernes con especial interés, sólo consistía en reasumir mi vida sin expectativas. Hubo unos pocos comentarios, por supuesto. Jessica parecía tener un interés especial por comentar el tema, pero, por fortuna, Mike había mantenido el pico cerrado y nadie parecía saber nada de la participación de Alice. No obstante, Jessica me formuló un montón de preguntas acerca de mi almuerzo y en clase de Trigonometría me dijo: — ¿Qué quería ayer Alice Cullen?

—Fue amable —respondí con sinceridad—. Me ofreció su amistad.

—Parecías emocionada —comentó a ver si me sonsacaba algo.

— ¿Sí? —mantuve el rostro inexpresivo.

—Ya sabes, nunca antes le había visto sentarse con nadie que no fuera su familia. Era extraño.

—Extraño en verdad —coincidí. Parecía asombrada. Se alisó sus rizos oscuros con impaciencia. Supuse que esperaba escuchar cualquier cosa que le pareciera una buena historia que contar.

Lo peor del viernes fue que, a pesar de saber que ella no iba a estar presente, aún albergaba esperanzas. Cuando entré en la cafetería en compañía de Jessica y Mike, no pude evitar mirar la mesa en la que Rosalie, Alice y Jasper se sentaban a hablar con las cabezas juntas. No pude contener un sonrojo, cuando en un momento, Alice se giró para mirarme y me guiñó el ojo.

En mi mesa de siempre no hacían más que hablar de los planes para el día siguiente. Mike volvía a estar animado, depositaba mucha fe en el hombre del tiempo, que vaticinaba sol para el sábado. Tenía que verlo para creerlo, pero hoy hacía más calor, casi doce grados. Puede que la excursión no fuera del todo espantosa.

Intercepté unas cuantas miradas poco amistosas por parte de Lauren durante el almuerzo, hecho que no comprendí hasta que salimos juntas del comedor. Estaba justo detrás de ella, a un solo pie de su pelo rubio, lacio y brillante, y no se dio cuenta, desde luego, cuando oí que le murmuraba a Mike: —No sé por qué Bella —sonrió con desprecio al pronunciar mi nombre— no se sienta con los Cullen de ahora en adelante. —Hasta ese momento no me había percatado de la voz tan nasal y estridente que tenía, y me sorprendió la malicia que destilaba. En realidad, no la conocía muy bien; sin duda, no lo suficiente para que me detestara..., o eso había pensado.

— "Es mi amiga, se sienta con nosotros" —le replicó en susurros Mike, con mucha lealtad, pero también de forma un poquito posesiva. — "Y si es amiga de los Cullen, pues es libre de sentarse con ellos, si eso quiere" —Me detuve para permitir que Jessica y Angela me adelantaran. No quería oír nada más.

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Durante la cena de aquella noche, Charlie parecía entusiasmado por mi viaje a La Push del día siguiente. Sospechaba que se sentía culpable por dejarme sola en casa los fines de semana, pero había pasado demasiados años forjando unos hábitos para romperlos ahora. Conocía los nombres de todos los chicos que iban, por supuesto, y los de sus padres y, probablemente, también los de sus tatarabuelos. Parecía aprobar la excursión. Me pregunté si aprobaría mi plan de ir en coche a Seattle con Alice Cullen.

Tampoco se lo iba a decir. —Papá —pregunté como por casualidad—, ¿conoces un lugar llamado Goat Rocks, o algo parecido? Creo que está al sur del monte Rainier.

—Sí... ¿Por qué?

Me encogí de hombros. —Mike comentó la posibilidad de acampar allí.

—No es buen lugar para acampar —parecía sorprendido—. Hay demasiados osos. La mayoría de la gente acude allí durante la temporada de caza.

—En ese caso, le avisaré a Mike mañana —murmuré, mientras fruncía el ceño —, tal vez haya entendido mal el nombre.

Pretendía dormir hasta tarde, pero un insólito brillo me despertó. Abrí los ojos y vi entrar a chorros por la ventana una límpida luz amarilla. No me lo podía creer. Me apresuré a ir a la ventana para comprobarlo, y efectivamente, allí estaba el sol. Ocupaba un lugar equivocado en el cielo, demasiado bajo, y no parecía tan cercano como de costumbre, pero era el sol, sin duda. Las nubes se congregaban en el horizonte, pero en el medio del cielo se veía una gran área azul. Me demoré en la ventana todo lo que pude, temerosa de que el azul del cielo volviera a desaparecer en cuanto me fuera.

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La tienda de artículos deportivos olímpicos de Newton se situaba al extremo norte del pueblo. La había visto con anterioridad, pero nunca me había detenido allí al no necesitar ningún artículo para estar al aire libre durante mucho tiempo.

En el aparcamiento reconocí el Suburban de Mike y el Sentra de Tyler. Vi al grupo alrededor de la parte delantera del Suburban mientras aparcaba junto a ambos vehículos. Eric estaba allí en compañía de otros dos chicos con los que compartía clases; estaba casi segura de que se llamaban Ben y Conner. Jess también estaba, flanqueada por Angela y Lauren. Las acompañaban otras tres chicas, incluyendo una a la que recordaba haberle caído encima durante la clase de gimnasia del viernes. Esta me dirigió una mirada asesina cuando bajé del coche, y le susurró algo a Lauren, que se sacudió la dorada melena y me miró con desdén.

De modo que aquél iba a ser uno de esos días.

Al menos Mike se alegraba de verme. — ¡Has venido! —gritó encantado—. ¿No te dije que hoy iba a ser un día soleado?

—Y yo te dije que iba a venir —le recordé.

—Sólo nos queda esperar a Lee y a Samantha, a menos que tú hayas invitado a alguien —agregó.

—No —mentí con desenvoltura mientras esperaba que no me descubriera y deseando al mismo tiempo que ocurriese un milagro y aparecieran Alice o Leah.

Mike pareció satisfecho. — ¿Montarás en mi coche? Es eso o la minifurgoneta de la madre de Lee.

—Claro.

Sonrió gozoso. ¡Qué fácil era hacer feliz a Mike! —Podrás sentarte junto a la ventanilla —me prometió. Oculté mi mortificación. No resultaba tan sencillo hacer felices a Mike y a Jessica al mismo tiempo. Ya la veía mirándonos ceñuda.

Había visto las playas que rodeaban La Push muchas veces durante mis vacaciones en Forks con Charlie, por lo que ya me había familiarizado con la playa en forma de media luna de más de kilómetro y medio de First Beach.

Seguía siendo impresionante. El agua de un color gris oscuro, incluso cuando la bañaba la luz del sol, aparecería coronada de espuma blanca mientras se mecía pesadamente hacia la rocosa orilla gris. Las paredes de los escarpados acantilados de las islas se alzaban sobre las aguas del malecón metálico. Estos alcanzaban alturas desiguales y estaban coronados por austeros abetos que se elevaban hacia el cielo. La playa sólo tenía una estrecha franja de auténtica arena al borde del agua, detrás de la cual se acumulaban miles y miles de rocas grandes y lisas que, a lo lejos, parecían de un gris uniforme, pero de cerca tenían todos los matices posibles de una piedra: terracota, verdemar, lavanda, celeste grisáceo, dorado mate. La marca que dejaba la marea en la playa estaba sembrada de árboles de color ahuesado —a causa de la salinidad marina— arrojados a la costa por las olas.

Elegimos un camino para bajar a la playa. Mike nos condujo hacia un círculo de lefios arrojados a la playa por la marea. Era obvio que los habían utilizado antes para acampadas como la nuestra. En el lugar ya se veía el redondel de una fogata cubierto con cenizas negras. Eric y el chico que, según creía, se llamaba Ben recogieron ramas rotas de los montones más secos que se apilaban al borde del bosque, y pronto tuvimos una fogata con forma de tipi encima de las viejas ascuas.

— ¿Has visto alguna vez una fogata de madera varada en la playa? —me preguntó Mike.

Me sentaba en un banco de color blanquecino. En el otro extremo se congregaban las demás chicas, que chismorreaban animadamente. Mike se arrodilló junto a la hoguera y encendió una rama pequeña con un mechero. —No —reconocí mientras él lanzaba con precaución la rama en llamas contra el tipi.

—Entonces, te va a gustar... Observa los colores. —Prendió otra ramita y la depositó junto a la primera. Las llamas comenzaron a lamer con rapidez la lefia seca.

— ¡Es azul! —exclamé sorprendida.

—Es a causa de la sal. Precioso, ¿verdad? —Encendió otra más y la colocó allí donde el fuego no había prendido y luego vino a sentarse a mi lado. Por fortuna, Jessica estaba junto a él, al otro lado. Se volvió hacia Mike y reclamó su atención. Contemplé las fascinantes llamas verdes y azules que chisporroteaban hacia el cielo.

Después de media hora de cháchara, algunos chicos quisieron dar una caminata hasta las marismas cercanas. Era un dilema.

Por una parte, me encantan las pozas que se forman durante la bajamar. Me han fascinado desde niña; era una de las pocas cosas que me hacían ilusión cuando debía venir a Forks, pero, por otra, también me caía dentro un montón de veces. No es un buen trago cuando se tiene siete años y estás con tu padre.

Lauren fue quien decidió por mí. No quería caminar, ya que calzaba unos zapatos nada adecuados para hacerlo. La mayoría de las otras chicas, incluidas Jessica y Angela, decidieron quedarse también en la playa. Esperé a que Tyler y Eric se hubieran comprometido a acompañarlas antes de levantarme con sigilo para unirme al grupo de caminantes. Mike me dedicó una enorme sonrisa cuando vio que también iba.

La caminata no fue demasiado larga, aunque me fastidiaba perder de vista el cielo al entrar en el bosque. La luz verde de éste difícilmente podía encajar con las risas juveniles, era demasiado oscuro y aterrador para estar en armonía con las pequeñas bromas que se gastaban a mí alrededor. Debía vigilar cada paso que daba con sumo cuidado para evitar las raíces del suelo y las ramas que había sobre mi cabeza, por lo que no tardé en rezagarme. Al final me adentré en los confines esmeraldas de la foresta y encontré de nuevo la rocosa orilla. Había bajado la marea y un río fluía a nuestro lado de camino hacia el mar. A lo largo de sus orillas sembradas de guijarros había pozas poco profundas que jamás se secaban del todo. Eran un hervidero de vida.

Tuve buen cuidado de no inclinarme demasiado sobre aquellas lagunas naturales.

Los otros fueron más intrépidos, brincaron sobre las rocas y se encaramaron a los bordes de forma precaria. Localicé una piedra de apariencia bastante estable en los aledaños de una de las lagunas más grandes y me senté con cautela, fascinada por el acuario natural que había a mis pies. Ramilletes de brillantes anémonas se ondulaban sin cesar al compás de la corriente invisible. Conchas en espiral rodaban sobre los repliegues en cuyo interior se ocultaban los cangrejos. Una estrella de mar inmóvil se aferraba a las rocas, mientras una rezagada anguila pequeña de estrías blancas zigzagueaba entre los relucientes juncos verdes a la espera de la pleamar. Me quedé completamente absorta, a excepción de una pequeña parte de mi mente, que se preguntaba qué estaría haciendo ahora Alice e intentaba imaginar lo que diría de estar aquí conmigo.

Finalmente, los muchachos sintieron apetito y me levanté con rigidez para seguirlos de vuelta a la playa. En esta ocasión intenté seguirles el ritmo a través del bosque, por lo que me caí unas cuantas veces, cómo no.

Me hice algunos rasguños poco profundos en las palmas de las manos, y las rodillas de mis vaqueros se riñeron de verdín, pero podía haber sido peor.

Cuando regresamos a First Beach, el grupo que habíamos dejado se había multiplicado. Al acercarnos pude ver el lacio y reluciente pelo negro y la piel cobriza de los recién llegados, unos adolescentes de la reserva que habían acudido para hacer un poco de vida social.

La comida ya había empezado a repartirse, y los chicos se apresuraron para pedir que la compartieran, mientras Eric nos presentaba al entrar en el círculo de la fogata. Angela y yo fuimos las últimas en llegar y me pidió ayuda, para llevar la comida de la heladera portátil. Entonces, me di cuenta de que el más joven de los recién llegados, sentado sobre las piedras cerca del fuego, alzó la vista para mirarme con interés cuando Eric pronunció nuestros nombres.

Me senté junto a Angela, y Mike nos trajo unos sándwiches y una selección de refrescos para que eligiéramos mientras el chico que tenía aspecto de ser el mayor de los visitantes pronunciaba los nombres de los otros siete jóvenes que lo acompañaban. Todo lo que pude comprender es que una de las chicas también se llamaba Jessica y que el muchacho cuya atención había despertado respondía al nombre de Jacob.

Resultaba relajante sentarse con Angela, era una de esas personas sosegadas que no sentían la necesidad de llenar todos los silencios con cotorreos. Me dejó cavilar tranquilamente sin molestarme mientras comíamos.

Pensaba de qué forma tan deshilvanada transcurría el tiempo en Forks; a veces pasaba como en una nebulosa, con unas imágenes únicas que sobresalían con mayor claridad que el resto, mientras que en otras ocasiones cada segundo era relevante y se grababa en mi mente. Sabía con exactitud qué causaba la diferencia y eso me perturbaba.

Las nubes comenzaron a avanzar durante el almuerzo. Se deslizaban por el cielo azul y ocultaban de forma fugaz y momentánea el sol, proyectando sombras alargadas sobre la playa y oscureciendo las olas. Los chicos comenzaron a alejarse en duetos y tríos cuando terminaron de comer. Algunos descendieron hasta el borde del mar para jugar a la cabrilla lanzando piedras sobre la superficie agitada del mismo. Otros se congregaron para efectuar una segunda expedición a las pozas. Mike, con Jessica convertida en su sombra, encabezó otra a la tienda de la aldea. Algunos de los nativos los acompañaron y otros se fueron a pasear. Para cuando se hubieron dispersado todos, me había quedado sentada sola sobre un leño, con Lauren y Tyler muy ocupados con un reproductor de CD que alguien había tenido la ocurrencia de traer, y tres adolescentes de la reserva situados alrededor del fuego, incluyendo al jovencito llamado Jacob y al más adulto, el que había actuado de portavoz.

Grité y salté de mi lugar, cuando alguien me rodeó con sus delgados, pero fuertes brazos de piel cobriza, me giré, con una máscara de terror, pero inmediatamente me relajé, al ver que solo era Leah. —Hola Bella, perdón por el susto. —me dijo Leah, antes de sonreírme, al oler mi aroma de Nefilim/Ángel Caído, yo todavía no estaba al 100% segura de lo que significaba el lado lobo. —Dime: ¿Te gustan las historias de miedo?

—Me encantan —repliqué con entusiasmo, esforzándome para engatusarla.

— ¿Conoces alguna de nuestras leyendas ancestrales? —comenzó—. Me refiero a nuestro origen, el de los Quileutes.

—En realidad, no —admití.

—Bueno, existen muchas leyendas. Se afirma que algunas se remontan al Diluvio. Supuestamente, los antiguos Quileutes amarraron sus canoas a lo alto de los árboles más grandes de las montañas para sobrevivir, igual que Noé y el arca —me sonrió para demostrarme el poco crédito que daba a esas historias—. Otra leyenda afirma que descendemos de los lobos, y que éstos siguen siendo nuestros hermanos. La ley de la tribu prohíbe matarlos. Y luego están las historias sobre los fríos.

— ¿Los fríos? —pregunté sin esconder mi curiosidad, mientras sentía al lobo dentro de mí, estar alegre por la presencia de Leah.

—Sí. Las historias de los fríos son tan antiguas como las de los lobos, y algunas son mucho más recientes. De acuerdo con la leyenda, mi propio tatarabuelo conoció a algunos de ellos. Pero fue el Tatarabuelo de mi amigo Jacob Black, quien selló el trato que los mantiene alejados de nuestras tierras. —Entornó los ojos. —Era el jefe de la tribu, como el padre de Jacob. Ya sabes: los fríos son los enemigos naturales de los lobos, bueno, no de los lobos en realidad, sino de los lobos que se convierten en hombres, como nuestros ancestros. Tú los llamarías licántropos.

— ¿Tienen enemigos los hombres lobo?

—Sólo uno. —La miré con avidez, confiando en hacer pasar mi impaciencia por admiración. Leah prosiguió: —Ya sabes, los fríos han sido tradicionalmente enemigos nuestros, entonces, un grupo completamente distinto, llegó a nuestro territorio en la época de mi tatarabuelo. No cazaban como lo hacían los demás y no debían de ser un peligro para la tribu, por lo que mi antepasado llegó a un acuerdo con ellos. No los delataríamos a los otros pálidos, ante los humanos, si prometían mantenerse lejos de nuestras tierras. —Me guiñó un ojo.

—Si no eran peligrosos, ¿por qué...? —intenté comprender al tiempo que me esforzaba por ocultarle lo seriamente que me estaba tomando esta historia de fantasmas.

—Siempre existe un riesgo para los humanos que están cerca de los fríos, incluso si son civilizados como ocurría con este clan —instiló un evidente tono de amenaza en su voz de forma deliberada—. Nunca se sabe cuándo van a tener demasiada sed como para soportarla.

— ¿A qué te refieres con eso de «civilizados»?

—Sostienen que no cazan hombres. Supuestamente son capaces de sustituir a los animales como presas en lugar de hombres, para así, no ser cazados por otros humanos y que acaben con el corazón lleno de estacas o decapitados y las bocas llenas de ajos.

Intenté conferir a mi voz un tono lo más casual posible. — ¿Y cómo encajan los Cullen en todo esto? ¿Su propio tatarabuelo era uno de los fríos?

—No —hizo una pausa dramática—. Son los mismos. Ahora son más, otro macho y una hembra nueva, pero el resto son los mismos. La tribu ya conocía a su líder, Carlisle, en tiempos de mi antepasado. Iba y venía por estas tierras incluso antes de que llegaran... los colonos ingleses a américa.

Reprimí una sonrisa. Entonces, sentí algo... inusual, pero supe exactamente, qué nombre darle. Supe lo que estaba sintiendo: El Nefilim en mí, ahora tenía la compañía de algo más, de una loba y esta loba en mi alma, se sentía bien, acompañada de Leah, porque ella era casi igual a mí. — ¿Y qué son? ¿Qué son los fríos?

Sonrió sombríamente. —Bebedores de sangre —replicó con voz estremecedora—. Los mortales llaman vampiros. Pero... vampiros que no beben sangre de vírgenes, ni nada de eso. Cazan animales, así que los Quileutes, quienes se comprometieron a defender a los humanos de todos los peligros existentes, no tienen necesidad de hacerles daño a estos vampiros o fríos.

—No te preocupes. No te voy a delatar —le prometí, mientras se reía y la empujaba con el hombro. Volvimos a comer.

—Supongo que acabo de violar el tratado —se rió.

—Me llevaré el secreto a la tumba —le prometí, y entonces me estremecí.

—En serio, no le digas nada a Charlie. Se puso hecho una furia con mi padre cuando descubrió, que algunos de nosotros no íbamos al hospital desde que el doctor Cullen comenzó a trabajar allí, porque supuestamente es un Frio y dio órdenes, de que nosotros mismos, usamos cientos de remedios naturales, para curarnos. Hay todo tipo de plantas curativas y que puedes comerte, si sabes exactamente, cuales son.

—No lo haré, por supuesto que no.

— ¿Qué? ¿Crees que somos un puñado de nativos supersticiosos? —preguntó con voz juguetona, pero con un deje de precaución.

No sabía, si podría contarle sobre lo que me atacó o sobre este otro "lado mío", tanto el ángel caído, como el lobo que ahora, parecía existir en mí. Mi lobo sentía una gran conexión con Leah, pero yo todavía, en aquel momento, no sabía lo que era o a qué se debía. Le sonreí con la mayor normalidad posible. —No. Pero si creo que eres muy buena contando historias de miedo. Aún tengo los pelos de punta. Sonrió y me hizo un movimiento con la cabeza, nos acercamos a otros Quileutes, quienes me sonreían, como si me conocieran desde siempre. Leah me dio un pincho y una salchicha, colocamos las salchichas y comenzamos a asarlas. Entonces el entrechocar de los guijarros nos alertó de que alguien se acercaba. Giramos las cabezas al mismo tiempo para ver a Mike y a Jessica caminando en nuestra dirección a unos cuarenta y cinco metros.

—Ah, estás ahí, Bella —gritó Mike aliviado mientras movía el brazo por encima de su cabeza.

—Te presento a Mike, es un buen amigo y me convenció de venir —dije yo, rápidamente.

Mike y Jessica pidieron permiso respetuosamente y los dejaron permanecer incluso en ese lado de la playa, entre tantos Quileutes, mientras hablaban con Leah a quien solo conocían, por ir en la misma secundaria con ellos, pero que desde que yo llegué, parecían haberse acercado un poco, pero no de forma romántica. Cuando la noche acabó, bastante entrada la noche, Mike me llevó a casa.