Crepúsculo no me pertenece.

Soy una vampiresa ¿y tú...? (Bella x Alice x Leah)

11: Salida del Domingo.

—Te lo dije, no te ves a ti misma con ninguna claridad. No te pareces a nadie que haya conocido. Me fascinas. Al tener las ventajas que tengo —murmuró mientras se tocaba la frente con discreción—, disfruto de una... superior comprensión de la naturaleza humana, llamémosle. Las personas son predecibles, pero tú nunca haces lo que espero. Siempre me pillas desprevenida. ―Desvié la mirada y mis ojos volvieron a vagar de vuelta a su familia, avergonzada y decepcionada. Sus palabras me hacían sentir como una cobaya. Quise reírme de mí misma por haber esperado otra cosa. —Esa parte resulta bastante fácil de explicar —continuó. Aunque todavía no era capaz de mirarle, sentí sus ojos fijos en mi rostro—, pero hay más, y no es tan sencillo expresarlo con palabras... —Seguía mirando fijamente a los Cullen mientras él hablaba. De repente, Rosalie, su rubia e impresionante hermana, se volvió para echarme un vistazo. No, no para echarme un vistazo. Para atraparme en una mirada feroz con sus ojos fríos y oscuros. Hasta que Edward se interrumpió a mitad de frase y emitió un bufido muy bajo. Fue casi un siseo. Rosalie giró la cabeza y me liberé. Volví a mirar a Edward, y supe que podía ver la confusión y el miedo que me había hecho abrir tanto los ojos. Su rostro se tensó mientras se explicaba: —Lo lamento. Ella sólo está preocupada. Ya ves... Después de haber pasado tanto tiempo en público contigo no es sólo peligroso para mí sí... —bajó la vista.

— ¿Si...?

—Si las cosas van mal. ―Dejó caer la cabeza entre las manos, como aquella noche en Port Angeles. Su angustia era evidente. Anhelaba confortarle, pero estaba muy perdida para saber cómo hacerlo.

Extendí la mano hacia ella involuntariamente, aunque rápidamente la dejé caer sobre la mesa, ante el temor de que mi caricia empeorase las cosas. Lentamente comprendía que sus palabras deberían asustarme. Esperé a que el miedo llegara, pero todo lo que sentía era dolor por su pesar. Y frustración... Frustración porque Rosalie hubiera interrumpido fuera lo que fuera lo que estuviese a punto de decir. No sabía cómo sacarlo a colación de nuevo. Seguía con la cabeza entre las manos. Intenté hablar con un tono de voz normal: — ¿Tienes que irte ahora?

—Sí —alzó el rostro, por un momento estuvo seria, pero luego cambió de estado de ánimo y sonrió—. Probablemente sea lo mejor. En Biología aún nos quedan por soportar quince minutos de esa espantosa película. No creo que lo aguante más. ―Me llevé un susto. De repente, Edward se encontraba en pie detrás del hombro de Alice. La pequeña vampiresa la saludó sin desviar la mirada de mí. —Edward.

―Hola hermana, ¿Y ella es...?

—Edward, te presento a Isabella... Isabella, éste es Edward —nos presentó haciendo un gesto informal con la mano y una seca sonrisa en el rostro.

—Es un placer conocerte al fin. Mi hermana suspira demasiado, por ti. ―Alice le dirigió una mirada sombría.

Subí mi mirada, para mirarlo directo a los ojos. —Un placer conocer al más guapo del colegio, según muchos ―entonces, la bajé hacía Alice ― ¿Estás preparada? —le preguntó.

—Casi —replicó Alice con voz distante—. Me reuniré contigo en el coche. ―Edward se alejó sin decir nada más. Su andar era tan flexible y sinuoso que sentí una aguda punzada de celos. ―Quiero... llevarte a un lugar muy bello, este mismo fin de semana, el domingo, podríamos decir... siempre... qué esté...

―Sí, suena bien, ¿El domingo entonces?

―Pasaré por ti ―prometió Alice, mientras cada una de nosotras, se iba por su lado.

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Me desperté a primera hora del domingo, después de haber dormido a pierna suelta y sin pesadillas gracias al innecesario uso de los fármacos. Tuve que tomar somníferos y usar muchísimos despertadores y técnicas para despertarme. Aun así, salté de la cama con el mismo frenesí de la noche anterior. Me vestí rápidamente, me ajusté el cuello alrededor de la garganta y seguí forcejeando con el suéter de color canela hasta colocarlo por encima de los vaqueros. Con disimulo, eché un rápido vistazo por la ventana para verificar que Charlie se había marchado ya. Una fina y algodonosa capa de nubes cubría el cielo, pero no parecía que fuera a durar mucho. Desayuné sin saborear lo que comía y me apresuré a fregar los platos en cuanto hube terminado. Volví a echar un vistazo por la ventana, pero no se había producido cambio alguno. Apenas había terminado de cepillarme los dientes y me disponía a bajar las escaleras cuando una sigilosa llamada de nudillos provocó un sordo golpeteo de mi corazón contra las costillas.

Fui corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con el pestillo, pero al fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba ella. Se desvaneció toda la agitación y recuperé la calma en cuanto vi su rostro.

Al principio no estaba sonriente, sino sombría, pero su expresión se alegró en cuanto se fijó en mí, y se rió entre dientes. —Buenos días.

— ¿Qué ocurre? —Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había olvidado de ponerme nada importante, como los zapatos o los pantalones.

—Vamos a juego. ―Se volvió a reír. Me di cuenta de que él llevaba un gran suéter ligero del mismo color que el mío, cuyo cuello a la caja dejaba al descubierto el de la camisa blanca que llevaba debajo, y unos vaqueros azules. Me uní a sus risas al tiempo que ocultaba una secreta punzada de arrepentimiento... ¿Por qué tenía ella que parecer un modelo de pasarela y yo no?

Cerré la puerta al salir mientras él se dirigía al monovolumen. Aguardó junto a la puerta del copiloto con una expresión resignada y perfectamente comprensible. —Hicimos un trato —le recordé con aire de suficiencia mientras me encaramaba al asiento del conductor y me estiraba para abrirle la puerta. — ¿A dónde? —le pregunté.

—Ponte el cinturón... Ya estoy nerviosa.

Le dirigí una mirada envenenada mientras le obedecía. — ¿A dónde? —repetí suspirando.

—Toma la 101 hacia el norte —ordenó. Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al mismo tiempo que sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo compensé conduciendo con más cuidado del habitual mientras cruzaba las calles del pueblo, aún dormido. — ¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?

—Un poco de respeto —le recriminé—, este trasto tiene los suficientes años para ser el abuelo de tu coche. ―A pesar de su comentario recriminatorio, pronto atisbamos los límites del pueblo. Una maleza espesa y una ringlera de troncos verdes reemplazaron las casas y el césped.

—Gira a la derecha para tomar la 101 —me indicó cuando estaba a punto de preguntárselo. Obedecía en silencio.

—Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto. ―Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a salirme de la carretera como para mirarla y asegurarme de que estaba en lo cierto.

— ¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto?

—Una senda.

— ¿Vamos de caminata? —pregunté preocupada. Gracias a Dios, me había puesto las zapatillas de tenis.

— ¿Supone algún problema? ―lo dijo mientras levantaba la ceja, como si esperara que fuera así.

—No. Solo agradezco haberme puesto zapato tenis.

—No te preocupes, sólo son unos ocho kilómetros y no iremos deprisa. ― ¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara cómo el pánico quebraba mi voz. Ocho kilómetros de raíces traicioneras y piedras sueltas que intentarían torcerme el tobillo o incapacitarme de alguna otra manera. Aquello iba a resultar humillante. Avanzamos en silencio durante un buen rato mientras yo sentía pavor ante la perspectiva de nuestra llegada. — ¿En qué piensas? —preguntó con impaciencia.

—Ahora mismo, sólo me preguntaba adónde nos dirigimos —hablar con sinceridad, era más fácil.

—Es un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen tiempo. ―Luego, ambos nos pusimos a mirar por las ventanillas a las nubes, que comenzaban a diluirse en el firmamento.

—Charlie dijo que hoy haría buen tiempo ―le dije, mientras sonreía y levantaba la cabeza, disfrutando del sol y agradeciendo que el coche fuera un descapotable.

— ¿Le dijiste lo que te proponías?

—No.

—Pero Jessica cree que vamos a Seattle juntas... —la idea parecía de su agrado— ¿No?

—No, le dije que habías suspendido el viaje... cosa que es cierta.

— ¿Nadie sabe que estás conmigo? —inquirió, ahora con enfado.

—Eso depende... ¿He de suponer que se lo has contado a Edward?

—Eso es de mucha ayuda, Bella —dijo bruscamente. Fingí no haberla oído, pero volvió a la carga y preguntó: — ¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?

—No. Ya no. ―no me enfadé con ella, tenía más paz conmigo misma, más... cariño hacía mi vida y hacía quien era yo ―Estaba... enfadada con mi madre y su nuevo noviecito, me molestaba volver a la pequeña y deprimente Forks, pero ahora... he encontrado motivos para vivir.

— ¿Y a ti te preocupan mis posibles problemas? —El tono de su voz era de enfado y amargo sarcasmo— ¿Y si no regresas? ―Nos mantuvimos en silencio el resto del trayecto en el coche. Noté que en su interior se alzaban oleadas de rabiosa desaprobación, pero no se me ocurría nada que decir. Entonces se terminó la carretera, que se redujo hasta convertirse en una senda de menos de medio metro de ancho jalonada de pequeños indicadores de madera. Aparqué sobre el estrecho arcén y salí sin atreverme a fijar mi vista en él puesto que se había enfadado conmigo, y tampoco tenía ninguna excusa para mirarle. Hacía calor, mucho más del que había hecho en Forks desde el día de mi llegada, y a causa de las nubes hacía casi bochorno. Me quité el suéter y lo anudé en torno a mi cintura, contenta de haberme puesto una camiseta liviana y sin mangas, sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a pie. Le oí dar un portazo y pude comprobar que también ella se había desprendido del suéter. Permanecía cerca del coche, de espaldas a mí, encarándose con el bosque primigenio. —Por aquí —indicó, girando la cabeza y con expresión aún molesta. Comenzó a adentrarse en el sombrío bosque.

— ¿Y la senda? ―El pánico se manifestó en mi voz mientras rodeaba el vehículo para darle alcance.

—Dije que al final de la carretera había un sendero, no que lo fuéramos a seguir.

— ¡¿No iremos por la senda?! —pregunté con desesperación.

—No voy a dejar que te pierdas. ―Se dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y contuve un gemido. Llevaba desabotonada la camiseta blanca sin mangas, por lo que la suave superficie de su piel se veía desde el cuello hasta los marmóreos contornos de su pecho, sin que su perfecta musculatura quedara oculta debajo de la ropa. La desesperación me hirió en lo más hondo al comprender que era demasiado perfecto. No había manera de que aquella criatura celestial estuviera hecha para mí. Desconcertada por mi expresión torturada, Alice me miró fijamente. — ¿Quieres volver a casa? —dijo con un hilo de voz. Un dolor de diferente naturaleza al mío impregnaba su voz. Me adelanté hasta llegar a su altura, ansiosa por no desperdiciar ni un segundo del tiempo que pudiera estar en su compañía. — ¿Qué va mal? —preguntó con amabilidad.

—No soy una buena senderista —le expliqué con desánimo—. Tendrás que tener paciencia conmigo.

—Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo. ―Me sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme el ánimo, súbita e inexplicablemente alicaído. Intenté devolverle la sonrisa, pero no fue convincente. Estudió mi rostro. —Te llevaré de vuelta a casa —prometió.

No supe determinar si la promesa se refería al final de la jornada o a una marcha inmediata. Sabía que él creía que era el miedo lo que me turbaba, y de nuevo agradecí ser yo la única persona a la que no le pudiera leer el pensamiento. —Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva antes del atardecer, será mejor que empieces a indicarme el camino —le repliqué con acritud.

Torció el gesto mientras se esforzaba por comprender mi tono y la expresión de mis facciones. Después de unos momentos, se rindió y encabezó la marcha hacia el bosque.

No resultó tan duro como me había temido. El camino era plano la mayor parte del tiempo y Alice estuvo a mi lado para sostenerme, al pasar por los húmedos helechos y los mosaicos de musgo. Cuando teníamos que sortear árboles caídos o pedruscos, me ayudaba, levantándome por el codo y soltándome en cuanto la senda se despejaba. El toque gélido de su piel sobre la mía hacía palpitar mi corazón invariablemente. Las dos veces en que esto sucedió miré de reojo su rostro, estaba segura de que, no sabía cómo, ella oía mis latidos.

Intenté mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto como me fue posible, pero a menudo no podía resistir la tentación de mirarle, y su hermosura me sumía en la tristeza.

La caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero él no mostró signo alguno de impaciencia. El bosque se extendía a nuestro alrededor en un interminable laberinto de viejos árboles, y la idea de que no encontráramos la salida comenzó a ponerme nerviosa. Edward se encontraba muy a gusto y cómodo en aquel dédalo de color verde, y nunca pareció dudar sobre qué dirección tomar.

Después de varias horas, la luz pasó de un tenebroso tono oliváceo a otro jade más brillante al filtrarse a través del dosel de ramas. El día se había vuelto soleado, tal y como él había predicho. Comencé a sentir un estremecimiento de entusiasmo por primera vez desde que entré en el bosque, sensación que rápidamente se convirtió en impaciencia. — ¿Aún no hemos llegado? —le pinché, fingiendo fruncir el ceño.

—Casi —sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo—. ¿Ves ese fulgor de ahí delante?

—Humm —miré atentamente a través del denso follaje del bosque—. ¿Debería verlo?

Esbozó una sonrisa burlona. —Puede que sea un poco pronto para tus ojos.

—Tendré que pedir hora para visitar al oculista —murmuré.

Su sonrisa de mofa se hizo más pronunciada.

Pero entonces, después de recorrer otros cien metros, pude ver sin ningún género de duda una luminosidad en los árboles que se hallaban delante de mí, un brillo que era amarillo en lugar de verde. Apreté el paso, mi avidez crecía conforme avanzaba. Alice me dejó que yo fuera delante y me siguió en silencio.

Alcancé el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última franja de helecho para entrar en el lugar más maravilloso que había visto en mi vida.

La pradera era un pequeño círculo perfecto lleno de flores silvestres: violetas, amarillas y de tenue blanco. Podía oír el burbujeo musical de un arroyo que fluía en algún lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto, colmando el redondel de una blanquecina calima luminosa. Pasmada, caminé sobre la mullida hierba en medio de las flores, balanceándose al cálido aire dorado. Me di media vuelta para compartir con él todo aquello, pero Alice no estaba detrás de mí, como creía. Repentinamente alarmada, giré a mí alrededor en su busca. Finalmente, lo localicé, inmóvil debajo de la densa sombra del dosel de ramas, en el mismo borde del claro, mientras me contemplaba con ojos cautelosos. Sólo entonces recordé lo que la belleza del prado me había hecho olvidar: el enigma de Alice y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.

Alice pareció inspirar hondo y entonces salió al brillante resplandor del mediodía. ―Mira... fijamente, por favor... ―si su objetivo, era que se me fritara el cerebro, como un computador estilo "Isabella_ , ha dejado de funcionar, favor reiniciar el sistema". Se quitó la camiseta y se quedó solo con sostén, mientras retrocedía y se colocaba bajo la luz del sol, me tomó un momento percatarme de como su piel brillaba, como si estuviera hecha de diamantes ―puede parecer algo pequeño, pero es por esto que nos mantenemos en ciudades nubladas. Brillamos, es una característica única de nosotros, los vampiros.

Le di una sonrisa y me acerqué a ella. Solo quería presumir y extendí mis alas escarlatas de Nefilim, mientras cerraba mis ojos, concentrándome en manifestar poderes que sabía que poseía, pero jamás había usado, rodeando mi cuerpo, con un aura de luz tenue. ― ¿Quieres volver a casa?

Ella cerró los ojos y me abrazó, solo para percatarse de que yo ya había replegado las alas. Solo ella, había cerrado los ojos. ― "Quiero presentarte a mi familia" ―me susurró al oído, mientras que yo la abrazaba más fuerte, entonces abrió sus ojos y se tensó, mientras comenzaba a mirar de un lado a otro.

― ¿Sentiste eso? ―Le pregunté, mientras intentaba obtener otros olores, aparte de los de la tierra, la madera, las hojas de los árboles y el suyo. Pero ya no sentí u olí nada.

― ¿Tú también? ―Me preguntó, pero ni ella, ni tampoco yo, necesitaba respuesta. ―En mi caso, fue una visión rápida.

―Fue como... sentir algo a mi alrededor. No sé explicarlo. ―Le describí, lo mejor que pude, lo que acababa de sentir en el aire.

―Tu creador. ―me dijo, mirándome con ojos abiertos y asustada, la agarré con fuerza, el miedo comenzaba a colocarse, como una máscara sobre su rostro, mientras la sentía temblar entre mis brazos y la veía oler. No respiraba para calmarse, sino que olía los alrededores y yo la imité. ―Lo que acabas de sentir, es al licántropo que te infectó. Y.… el vampiro que me creó, está aquí. James... Debemos irnos, Isabella.

No necesité que me lo dijera dos veces, ambas corrimos hasta su automóvil, el cual parecía muy lejano, mientras corríamos lejos de nuestros demoniacos progenitores.