La dorada luz del amanecer se colaba a raudales por los ventanales de la habitación, iluminando suavemente todo lo que tocaba. Sin embargo, Draco no sentía la calidez del sol, ni encontraba alivio en ella.

Estaba sentado en su cama, mirando hacia la ventana. No había dormido en toda la noche, pensando en Astoria. Se preguntaba si podría volver a contemplar otro amanecer junto a ella.

Suspiró lentamente, y se puso en pie. Comenzó a vestirse, más que nada para mantener la mente ocupada. Minutos después, Narcissa entró en la habitación y le ayudó en silencio. No les hizo falta hablar para entenderse, aunque cada cual estaba preocupado por motivos diferentes.

Narcissa abrazó a su hijo por la espalda, y le dio un beso en la nuca.

–Todo va a salir bien –susurró.

Draco sabía que ella sólo quería lo mejor para él, y se dejó abrazar sin decir nada. Sin embargo, mirando su reflejo en el cristal del espejo, deseó de todo corazón que ella tuviese razón.

Slughorn se unió con ellos temprano, antes de que salieran de la mansión. Le hizo un discreto guiño a Draco, para que el chico supiese que el antídoto estaba listo, pero eso apenas calmó al joven.

Los cuatro hicieron una aparición conjunta en los límites de los terrenos del castillo Greengrass, y se subieron en la carroza que el conde había mandado para ellos.

El carruaje avanzaba lentamente, y Draco se retorcía las manos de impaciencia ¡No iban a llegar nunca! Habría sido más fácil llegar volando en escoba y subir por las escaleras secretas. Pero tuvieron que dirigirse a la entrada principal, donde el conde les recibió en persona, engalanado en su mejor túnica.

Parecía tan satisfecho de sí mismo, a pesar de su doloroso cojeo, que Draco se preguntó si no habría conseguido que Astoria se recuperase milagrosamente. Sería una sorpresa para los señores Malfoy encontrar a su nuera en perfecto estado de salud, levantada y sonriente.

Pero cuando el conde les permitió traspasar las puertas de la habitación de Astoria, Draco comprobó que la situación no había mejorado en absoluto: Astoria seguía desvanecida, y su palidez resaltaba más aún bajo la luz emitida por las numerosas velas colocadas a su alrededor. Alguien había adornado la estancia con flores blancas, pero daba la impresión de que iban a celebrar un funeral en lugar de una boda.

Para colmo, el camisón que habían elegido para Astoria, y la forma de peinar su pelo hacían que la joven pareciese un cadáver. Los testigos se distribuyeron alrededor de la cama, y un mago vestido de negro ofició la ceremonia.

A Draco le llamó la atención que prescindiera de las típicas fórmulas que se decían en esas situaciones, como "en este feliz evento" o "esta feliz pareja", y que sin embargo, hablase de la trascendencia del alma sobre la muerte.

Draco se preguntó si Astoria se estaba enterando de lo que ocurría. Una vez le pareció ver el brillo azulado de sus iris bajo sus pestañas, pero la joven no realizó ningún movimiento que revelase si estaba despierta. Intentando estar más cerca de ella, cogió su mano, y se sorprendió al ver lo fría que estaba. Disimuladamente, buscó el pulso, pero no lo encontró.

Alarmado, miró a su profesor de pociones, con el corazón en la garganta, pero este se limitó a cogerse también de la muñeca. Draco comprendió que había tocado donde no era, y modificó sutilmente la posición de sus dedos. Bajo ellos notó, muy lento y muy débil, el palpitar de la joven.

Eso tampoco era buena señal, y miró de nuevo al profesor. Slughorn, sin embargo, escrutaba con atención a la chica, y la gravedad inusual que mostraba su cara revelaba que él también se estaba preguntando cuánto tiempo duraría Astoria con vida. Draco vio que se inclinaba hacia Lucius, y le susurraba algo al oído. El señor Malfoy también miró a Astoria con preocupación, y asintió débilmente.

El conde debió darse cuenta de que algo no iba bien, porque le hizo una discreta seña al hombre de negro para que fuese directamente al grano. Le indicaron a Draco que le pusiese a Astoria el anillo que habían mandado hacer para ella, y el conde le dio otro a él, en nombre de su hija. La lectura de los votos se hizo de la misma forma, al igual que la firma de los documentos de matrimonio.

La ceremonia se dio por concluida sin que nadie se acordase de pedirle a Draco que besara a la novia. Todos estaban demasiado ocupados firmando documentos y aclarando asuntos legales. Aprovechando esos momentos de distracción, Slughorn se acercó a Draco.

–Apenas nos queda tiempo, muchacho –susurró, preocupado–. Su estado es mucho peor del que yo imaginaba.

–¿Qué hacemos? El conde ha retirado la licorera con el veneno.

–No hay que perder el tiempo. Debes pedirle al conde el derecho de maridaje.

–¿El qué?

–El derecho de maridaje. Te permitirá estar junto a tu esposa tres días y tres noches, sin que nadie os interrumpa.

–Oiga ¿qué insinúa?

–¡Oh, no, muchacho, no! ¡No trataba de decir eso! –se excusó Slughorn–. Pero debes comprender que el antídoto no funcionará en diez minutos. El tratamiento será largo y costoso, y cuanto más tiempo podamos mantenerla alejada del conde, más posibilidades tendrá de vivir.

–Ah, sí, claro... pero él ¿aceptará?

–Es un derecho que no te puede negar –Slughorn se encogió de hombros–. Y si lo hacemos bien, es posible que consigamos una cuarta noche. Doce horas más de tiempo para ella.

Draco comprendió el razonamiento de su profesor. Sólo podrían ayudar a Astoria si nadie más se entrometía.

Para la mayúscula sorpresa de Draco, el conde no puso ningún problema a la hora de aceptar el derecho de maridaje. Ni siquiera le pidió explicaciones ni le hizo ninguna clase de comentario. Draco llegó a la conclusión de que un hombre capaz de envenenar a su hija por dinero era perfectamente capaz de dejarla sola tres días y tres noches con un perfecto desconocido. Sin embargo, esto les facilitaba las cosas al Slughorn y a él.

Lo que no habían previsto era que también podrían contar con toda la tarde de ese día para ayudar a la joven. En cuanto los Malfoy se fueron, un poco sorprendidos por la decisión de su hijo, el conde se despidió de él y se marchó. A partir de ese momento, todo lo que le ocurriese a Astoria era responsabilidad de Draco.

El rubio se encerró en la habitación de la condesa, y esperó. Un cuarto de hora después, Kali y Slughorn entraban por la puerta secreta, cargados con varios maletines.

Lo primero que hizo Slughorn fue apagar las velas y abrir la ventana de par en par, para que entrase el aire y la luz. Sin embargo, puso un hechizo de camuflaje, para que desde fuera pareciese que las cortinas seguían cerradas. Luego les explicó lo que iban a hacer.

–Esta es la primera dosis del antídoto –anunció, mostrando una botellita llena de un claro líquido azul–. Se encargará de expulsar todo rastro del veneno que ella tenga en su cuerpo. Creo que será mejor desnudarla.

–¿Desnudarla? ¿Para qué? –preguntó Draco, poniéndose a la defensiva del honor de Astoria.

–Querido muchacho, el antídoto eliminará el veneno... por cualquier vía... quiero decir... por cualquier orificio –Slughorn se removió incómodo–. Lo que estoy tratando de decir es que esta joven llorará, sudará, orinará y... evacuará, y será mucho más fácil limpiarla si está desnuda –miró la expresión de Draco–. Puedes esperar fuera a que todo termine –sugirió.

–No. Me quedo –dijo él, con seguridad.

Nadie le preguntó a Kali qué era lo que quería hacer, pero la elfina dejó bien claro cuáles eran sus intenciones. Anticipándose a lo que iba a pasar, se encargó de quitar de la cama todo aquello que fuese prescindible, y luego, con cuidado, desnudó a la joven.

Draco procuró mirar hacia otro lado, notando cómo su cara enrojecía, pero Slughorn se limitó a sacar de uno de los maletines varias jeringuillas. Con mano experta las llenó con el antídoto.

–He buscado en varios libros, y todos coinciden en que el antídoto será más eficaz si pasa directamente a la sangre –explicó–. También aconsejan varios remedios que, aunque son soluciones que usan los muggles, podrían ayudar a esta joven.

Con cuidado, procedió a inyectar el antídoto en los brazos, piernas, cuello y abdomen de Astoria, procurando distribuirlo lo máximo posible por su cuerpo.

–Ahora depende de ella –suspiró–. Su fortaleza determinará si sobrevive o no.

–¿Sufrirá? –preguntó Draco.

–Muchacho, si sabes algún otro método para arrancar el veneno del cuerpo de una persona sin que esta sufra, estaré encantado de oírlo.

...

Durante las dos primeras horas no pasó nada. Kali tapó a Astoria con una sábana, y se sentaron a esperar. A media tarde, Slughorn volvió a inyectar el antídoto.

–Es posible que comience a funcionar cuando su cuerpo necesite otra dosis de veneno –comentó Slughorn.

–¿No lo sabe? –preguntó Draco, un poco enfadado.

–Esto nunca se ha hecho antes. No estoy seguro de cómo va a funcionar.

Draco quiso gritarle, pero decidió morderse la lengua. Él tampoco tenía una idea mejor, y de momento, Astoria no empeoraba. Fue después del atardecer cuando comenzó a agitarse y a sudar, aun sin abrir los ojos. Luego dejó de moverse, su respiración se volvió lenta y pesada, y su piel adquirió un color amarillento. Kali le limpiaba el sudor.

–La señorita Astoria está ardiendo –indicó.

–Es una buena señal, significa que el antídoto está haciendo efecto –explicó Slughorn, más animado.

Entonces, la cara de Astoria se congestionó, y antes de que Draco pudiese reaccionar, Slughorn y Kali se abalanzaron sobre ella y la giraron. Oyó cómo vomitaba ruidosamente, y se le revolvió el estómago. Agradeció que la ventana estuviese abierta.

Eso sólo fue el principio. La noche fue larga, posiblemente la más larga que Draco recordase haber vivido nunca. El cuerpo de Astoria reaccionó tal y como Slughorn había predicho, expulsando el veneno por todos los poros. Ella a veces gritaba de forma angustiosa, y se incorporaba, mirando confundida a su alrededor, sin saber lo que hacía, pero ellos lograban tumbarla de nuevo.

El profesor había llevado unas bolsas transparentes llenas de un líquido parecido al agua. Dijo que debían unirlas a las venas de Astoria para evitar que muriese deshidratada. Se turnaban para limpiar a la joven, y con un par de hechizos consiguieron eliminar cualquier olor de la habitación y hacer que el proceso fuese más llevadero.

Sin embargo, Astoria sufría cada vez que su cuerpo se convulsionaba, y Draco se preguntaba si sobreviviría a esa noche. Le costaba reconocer en ella a la chica a la que visitaba cada noche, pero no por ello dejó de tratarla con la mayor ternura posible. Pero Astoria demostró ser más fuerte de lo que parecía, y ni siquiera el profundo dolor que sentía pudo con ella.

Cuando la noche llegó a su fin, los estertores y los gritos de Astoria cesaron, así como los vómitos y las diarreas. Su piel era ahora de color gris.

–Voy a preparar varios antídotos, cada cual más débil que el anterior –Slughorn había recogido muestras de los fluidos de la joven, para poder estudiarlos–. Os enviaré el primero por lechuza. Cuidad de ella –indicó innecesariamente–, seguramente hoy sudará y delirará un poco. No le deis nada de comer ni de beber, pero cambiadle las bolsas cuando lo necesite. Quedan suficientes hasta esta noche.

Cuando Slughorn se escabulló por la puerta escondida, Kali lavó de nuevo a Astoria y la cubrió con una sábana.

–El señor Malfoy debe descansar. Kali cuidará de la señorita Astoria.

Draco no quería dormir, pero aprovechando que de momento Astoria estaba muy tranquila, se sentó en un sillón. Sin darse cuenta, se quedó dormido.

Se despertó seis horas después, cuando oyó a Astoria gemir en sueños. La chica agitaba los brazos de un lado a otro, e intentaba levantarse.

–La señorita Astoria tiene que calmarse –decía Kali, tratando de acostarla–. La señorita Astoria no sabe lo que hace, la señorita Astoria debe permanecer en la cama.

Draco corrió a su lado, y cogió a Astoria por las muñecas.

–Tranquila, tranquila –Astoria tenía los ojos abiertos, pero no era consciente de lo que hacía. Al no poder mover los brazos, agitó la cabeza de un lado a otro. Murmuraba cosas sin sentido, y sudaba profusamente–. Tiene fiebre –dijo Draco.

Pero no fue fácil refrescarla, porque Astoria no dejaba de moverse y patalear. Muchas veces intentaba incorporarse, y ellos se lo impedían. Lo más complicado era evitar que se arrancase las bolsas de suero, y por un momento, Draco estuvo tentado a lanzarle un hechizo de inmovilidad. No lo hizo, por miedo a hacerle más daño si le impedía moverse.

Por la tarde, llegó el nuevo antídoto preparado por Slughorn, y se lo administraron de la misma forma que el primero. Por primera vez, Astoria se calmó, pero la fiebre aumentó de forma alarmante, y ellos no descansaron ni un minuto, tratando de refrescarla. Por fin, cuando el sol se fue, Slughorn regresó y se hizo cargo de la situación.

Había traído nuevos antídotos, y sin perder el tiempo, se los inyectó a la joven. Astoria volvió a experimentar el mismo dolor de la noche anterior, aunque esta vez su cuerpo no eliminó tantos restos del veneno. Sin embargo, se agitaba, se retorcía y gritaba.

–Su cuerpo está reclamando el veneno –explicó Slughorn. Se le veía agotado, pero se negaba a rendirse–. Por eso sufre dolor.

–¿Cuándo dejará de sentirlo? –preguntó Draco, muy preocupado.

–Los antídotos la limpian por dentro, y el suero le da un nuevo alimento. Es cuestión de tiempo que se acostumbre a su nueva situación –explicó Slughorn–. Pero debemos limpiarla por dentro las veces que sean necesarias.

Así que esa segunda noche, repitieron todo el proceso, y al amanecer, le dieron el otro antídoto, el que solamente le hacía sudar. Era como una especie de tregua, porque horas más tarde, cuando Slughorn se despertó de su turno de descanso, volvieron a inyectarle la otra fórmula. Y así una y otra vez. Un período de dolor, y un período de descanso. Cada vez los ciclos eran más cortos, a veces de apenas minutos, hasta que el cuerpo de Astoria no pudo expulsar más.

Al comenzar la tercera noche de aquel suplicio, Slughorn le dio a Astoria una poción totalmente diferente de las anteriores. Esta era dorada, y olía realmente bien.

–Es el último paso –comentó el profesor, cuyas profundas ojeras se notaban a la perfección en su cara–. El veneno ha sido expulsado de su cuerpo, y ahora todo depende de ella.

Draco miró a Astoria. Su aspecto era desastroso. En aquellos dos días y medio había perdido mucho peso, y su piel estaba descolorida y sin vida. En varias zonas de su cuerpo los continuos pinchazos habían dejado marcas que pasaban del color rojo al morado. Pero aun así la quería. La quería más que nunca. No le importase el aspecto que tuviera, sólo quería que se recuperase.

Pero ella estaba muy débil, tras luchar contra su propio cuerpo, y tanto su pulso como su respiración eran lentos y superficiales.

–Debemos ahorrarle cualquier esfuerzo innecesario –advirtió Slughorn–. Está agotada, y sólo debe descansar. Abrigadla bien, si se enfría morirá.

–¿Hay algo más que podamos hacer? –preguntó Draco.

–Sólo esperar.

Y esperaron. Envolvieron a Astoria en gruesas mantas, como si fuese una larva de mariposa, y cerraron las cortinas, para que no le molestase la luz del sol. La tercera noche la pasaron luchando contra el cansancio, dando cabezadas incluso cuando estaban de pie, y paseando por la habitación, sin hacer ruido.

Cada dos por tres alguno comprobaba el débil pulso de Astoria, pero eso tampoco era de ninguna ayuda. Draco la tocó un par de veces, y se asustó al ver que estaba fría, y muy pálida. Por un fugaz momento pensó que la estaba viendo envuelta por su mortaja, pero se negó a repetirse ese pensamiento nunca más.

Durante el tercer día tampoco pasó nada memorable, y Astoria seguía igual. Draco la miraba impotente ¿Y si ella moría después de todo? ¿Y si su debilidad era tal que no lograba recuperarse? ¿Y si no tenía fuerzas para seguir? La espera se estaba volviendo angustiosa, y la falta de sueño sólo contribuía a crear malas ideas en su mente.

Muy cansado, Draco se sentó en la cama, junto a Astoria, apoyando la espalda contra el cabecero. No fue consciente de cuándo sus ojos se cerraron, ni de cómo Kali le ayudó a tumbarse para descansar mejor. No se enteró de cuándo el tercer día llegó a su fin, ni de cómo la cuarta noche que habían robado para Astoria comenzaba.