66. Quien la sigue...

ADVERTENCIA: Como ya llevo anunciando desde hace varios capítulos, la trama de esta historia se está oscureciendo mucho. No se están abarcando temas fáciles, por lo que toda discreción a la hora de leer es recomendable.

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No pudo evitarlo: Afrodita estiró el brazo y rozó las líneas que formaban un rostro infantil con una peculiar mirada de color violeta, la cual se apreciaba extraviada o ajena al resto de mural. El cabello de ese chiquillo era negro como la noche y contrastaba dramáticamente con la palidez de unas mejillas que parecían cáscaras vacías. Ese niño aparecía en el costado derecho inferior del fresco, apartado de todos los demás, quienes parecían ignorarlo en su alegría de coro juguetón y colorido. Al costado opuesto se apreciaba la silueta de otro niño, con luminoso cabello rubio, de espaldas a la vista del visitante, alzado de puntillas sobre sus pies y sosteniendo por encima de su cabeza un pincel, como si acabara de perfilar las alas de los querubines que se tomaban de las manos y velaban por esa congregación de infantes que jugaban felices bajo sus pies. En la parte más superior se podían intuir las formas de unas nubes grisáceas atravesadas por potentes rayos de sol, responsables de dotar de luz y color a todos los dulces rostros que, a duras penas, seguían resistiendo el paso del tiempo.

─Tú debes ser Thane...─susurró al tiempo que se hacía con el móvil y sacaba una foto a la figura que se antojaba pintada en blanco y negro, asegurándose primero de quitar el flash ─ Y todos los demás nenes imagino que debían ser internos también...─retroceder tres pasos le dio margen para poder ir tomando instantáneas detalladas de cada parte del fresco─. Y apostaría lo que quieras a que tú eres Hyppolitos...Curioso que aquí no te muestres con la altanería que hoy te conoce el mundo. Aquí pareces esconderte...

Cierto era que la humedad y la ausencia de restauración habían contribuido al deterioro del mural, pero aun así eran más la partes que se presentaban sanas que las dañadas o, simplemente, desprendidas. Al menos esto le pareció al periodista, que se otorgó el lujo de apreciarlo bien de cerca aprovechando que el viejo párroco estaba atrapado en una siesta de intensidad siete en la escala del sueño senil.

Un fuerte ronquido atragantó al hombre, que de inmediato alzó la cabeza como si fuese la de una tortuga saliendo del cascarón y carraspeó para intentar disimular la evidencia.

─¿Le importaría mostrarme la edificación del internado? ─inquirió Afrodita desde el centro del altar.

El anciano bostezó de buena gana e hizo el ademán de levantarse del banco un par de veces.

─Es usted un crío muy insistente...─ dijo, al conseguir levantarse con el tercer empuje.

─Eso dicen, sí...

Afrodita bajó de la zona del altar pegando un brinco y anduvo de espaldas hasta obtener un buen campo de visión para una toma del fresco completo. Desde esa distancia sí que era imposible apreciar realmente la belleza que poseía en la distancia corta, pero no le importaba. Si eso lo había hecho un niño de diez u once años, sin ninguna duda se podía considerar una advertencia al mismísimo Michelangelo.

─Ya le he dicho que no le puedo ayudar en nada...

─Bueno, no se preocupe. Yo pregunto y usted responda lo que sepa. Mientras me deje ver...─ Afrodita fue a por las pertenencias que había dejado en el banco y con tres zancadas se puso al mismo paso que el cura, quien parecía actuar como si estuviese solo.

El hombre se dirigió hacia una puerta lateral, arrastrando pies y sotana, balanceando los brazos de manera que parecía darse impulso con ellos, y el sueco le siguió. Recorrieron un pasillo y llegaron a una puerta que al abrirse mostró los humildes aposentos del viejo. De un pequeño armarito colgado de la pared el cura extrajo un manojo de llaves, todas ellas de hierro y de un tamaño considerable. El aro del cual pendían era lo suficientemente amplio para poder agarrarlo con la mano entera, y el cura reanudó su camino sin articular ninguna palabra más. El tintineo de las llaves acompañaba los pasos, los cuales se prolongaron por ese oscuro pasillo que parecía no tener fin, hasta que alcanzaron el primer paso a una dimensión totalmente desconocida.

─Sólo paseé por aquí en una ocasión...─comentó el párroco mientras buscaba la llave adecuada─, cuando se alojaron aquí un grupo de albañiles que arreglaron la fachada de la iglesia, porque no sé si se habrá fijado, pero está totalmente restaurada...

─Ah, sí, sí...preciosa quedó...─ dijo Afrodita, quien tenía la mirada fija en las manos huesudas y temblorosas que aún no daban con la afortunada.

─Lástima que...─al fin la llave elegida se insertó en la cerradura e hizo el amago de dar una vuelta, pero se detuvo─ el techo de la nave central... Tiene goteras.

─Aha... ─respondió Afrodita, cada vez más impaciente.

─Las donaciones de los feligreses no alcanzaron a cubrir el arreglo del techo ─el viejo observó a Afrodita de reojo, con el temblor de su mano sujetando la cabeza de la llave pero sin girarla.

─Vaya por Dios, qué rácanos son los fieles hoy en día...

─Pero usted no lo va a ser, ¿cierto? Va muy bien vestido, huele a caro y esta llave... verá hijo, esta llave vale el arreglo de las goteras...

─¡¿Será aprovechado?!

─Caridad por caridad, hijo... Soy viejo, pero no tonto...

─¡No tengo un puto céntimo encima! ¡Mire! ─Afrodita sacó su billetera y le abrió las tripas, dejando a la vista que estaba vacía de dinero─. ¡Debido a mi reportaje de investigación me he gastado un riñón y medio ya! ¡Usted es un hombre de Dios! ¡Se supone que ejerce eso de la ayuda al prójimo y demás!

─Por supuesto...─ la mano abandonó la sujeción de la llave, aunque la dejó insertada en el cerrojo─. Usted es mi prójimo, y yo soy el suyo. Usted me solventa las goteras y yo le abro las puertas del internado. Puede hacerme una transferencia económica por internet. En la página web de la parroquia hay un apartado de donaciones... Si lo mira ahora mismo e ingresa, no sé, unos trescientos euros para empezar, yo le ayudo a usted.

Afrodita gruñó y maldijo. Para sus adentros y para sus afueras. Se acordó de las madres de todos los santos, pero cogió el ordenador portátil, buscó la web, entró en su cuenta bancaria y pagó. Al cabo de unos segundos, una señal sonó en las interioridades de la sotana y el viejo insertó la mano en un bolsillo que ni se apreciaba y sacó su teléfono móvil.

─Gracias, hijo... Dios compensará su generosidad...

─Ya puede compensarme, ya... ─se quejó el periodista al cargarse de nuevo sobre el hombro la bolsa del portátil.

El nuevo pasillo que los acogió olía a húmedo. A rancio. A aire estancado. La oscuridad reinaba por doquier y cuando el viejo consiguió dar con el diferencial del cuadro eléctrico, la luz que apareció era amarillenta y pobre. Todas las contraventanas del lado izquierdo estaban cerradas; al lado derecho se sucedía una hilera de puertas que el periodista asumió pertenecientes a los dormitorios de los internos. El paso del tiempo se hacía todavía más patente bajo sus pasos, puesto que las capas y capas de polvo solidificado frenaban el avance sobre unas baldosas de terracota, decoradas con cenefas de un presunto color verdoso. El joven no tenía ni idea de cuál era la intención del viejo cura, de modo que los seguía tratando de no perder ningún detalle del entorno y de las características que conformaban ese edifico olvidado. Cuando llegaron al final del pasillo, un pequeño atisbo de luz natural llamó la atención de Afrodita, que se detuvo ante la puerta abierta por la que los últimos coletazos del sol poniente se filtraban con descaro.

─Veo que aquí hay los baños...─ observó, asomándose lo suficiente para ver serie de lavamanos al frente, coronados por las altas ventanas con barrotes que dejaban pasar la luz; al lado derecho atisbó cuatro puertas que asumió como el lugar de los inodoros y al izquierdo un murete que no llegaba al techo, el cual seguramente debía servir un poco de parapeto para las duchas.

─En cada piso hay una zona comunitaria de wc y duchas.

─¿Y esta puerta? ─preguntó cuando accedió al hueco de escalera─. ¿Dónde lleva? ─Su mano rozó el grueso pasador con candado que la aseguraba y su avispada mirada radiografió que allí no había ni siquiera manija.

─No lo sé, hijo...─ el anciano se detuvo bajo el umbral de otra puerta doble que abría el paso a un espacioso claustro, conquistado por la vegetación salvaje y la falta de cuidado─. Le aseguro que de ese candado monstruoso no tengo ninguna llave. No le negaré que cuando llegué la curiosidad me tentó, pero no encontré por ningún lugar la llave que le corresponde. Imagino que se perdió con el desalojo de muebles... ─Afrodita empujó la puerta, pero apenas se movió. Era mucho más pesada que las demás, más gruesa. Más opaca─. Deduzco que lleva al sótano, pero si el claustro está así...─prosiguió, avanzando hacia allí─ imagínese cómo debe estar eso, lleno de ratas como mínimo. Hasta caimanes debe haber...

─Claro...─le secundó el periodista, que siguió sus pasos sin poder evitar girarse otra vez, atraído por la presencia de esa puerta sin permiso ─Y ahora, ¿dónde me lleva?

─A la antigua biblioteca. Tal vez allí encuentre información sobre la pintura del altar. Si da con ella, me la comparte. Estoy curioso por saber la razón de tanta visita interesada.

─Usted no ve la tele, ¿no?

─¿La tele? ¡Guárdeme Dios de ello! La última tele que vi era en blanco y negro y tenía un trasero que no cabía en ningún salón. Ahora son planas dicen...

─Pero bien que tiene móvil con internet. Puede estar al día de la actualidad si quiere...

─La única actualidad que me interesa es la liga de fútbol. De lo demás que se encargue Dios de ello...

─Madre mía con el jodido viejo...─murmuró Afrodita, que se resopló un mechón que le cosquilleaba en la nariz y rodó los ojos hacia un cielo abierto que ya se estaba entregando al tempranero anochecer de enero.

─Aquí está la antigua biblioteca, aunque de libros bien poca cosa queda. Usted mismo ─ dijo al palpar la pared en busca del interruptor.

─¿Podría quedarme a dormir aquí? ─inquirió Afrodita de repente.

─¡¿Aquí?!

─¡No hombre, no! En algún cuarto de los antiguos residentes. Se está haciendo tarde, he venido desde Atenas conduciendo del tirón y hace apenas 14 o 15 horas que andaba por Oslo... Si conduzco ahora puedo dormirme y tener un accidente...

─Pues váyase a la ciudad. Hay hoteles y posadas que están muy bien.

─Se lo pido como prójimo ─cuchicheó con sus morritos de pena─ y se lo compenso con información. Sé el motivo por el que su iglesia está siendo tan concurrida y puedo ponerle al día con todo lujo de detalles a cambio de una cama. Hasta le cocino la cena si me deja.

─¡Ay, jóvenes, jóvenes! ─resopló el viejo, retomando el camino de regreso hacia su zona doméstica─. Es usted un caradura. Un desvergonzado ─los pasos cortos y rápidos con los que avanzaba lo dotaban de un aire cómico que intensificó aún más cuando cruzó sus manos tras la espalda.- Me gusta el vino tinto. Y ceno a las siete. No le queda mucho tiempo de margen, hijo...

Afrodita se rio con ganas. Recogió el guante lanzado por ese cura zorro y miró el reloj del móvil: las 17: 32. Todavía tenía un paréntesis de tiempo para curiosear por ese trastero apestoso de humedad y de inventarse alguna cena. Hacer un repaso de los restaurantes de Davleia con envío a domicilio se le presentó como la opción más suculenta, sin olvidar encomendar una botella de vino tinto. Calidad media. Si elegía la barata, ese anciano pasota de la vida con iphone en el bolsillo sería capaz de dejarlo dormir ahí, sí, pero en los bancos de la iglesia y con el frío congelándole los cataplines.

Prisión de Korydallos, madrugada del domingo

«Tu hermano es obra del diablo...sólo tu luz puede combatir su oscuridad, eres el enviado...

Él reniega de nuestra fe...blasfema contra Jesucristo...la salvia del infierno corre por sus venas...su mente está poseída...

Ven Hyppolitos...nosotros cuidaremos de ti...nosotros te amamos y alabamos tu luz, tu talento, tu don...Con tu entrega nos salvas...No tengas miedo...Ven, acércate...»

Oscuridad...

Sólo la lumbre de varias velas, esparcidas por el suelo. En los candelabros...

Aroma a incienso.

Frío en los pies. Las piernas desnudas.

Dolor en el cuero cabelludo...Los tirones esta vez han sido fuertes. Bruscos... Una mano infantil, manchada de pintura de colores, se palpa el cráneo. Teme encontrar lagunas de cabello...pero lo hace para salvarle, no debe tener miedo...el cabello vuelve a crecer, pero el frío en los pies le duele...

Corre escaleras arriba. Huye de esa humedad que le cala los huesos, que le resbala por los muslos desnudos...

Y se da de bruces con la puerta. Siempre esa puerta cerrada con candado...

Una mano grande y gorda le roza el cuello, se cierra a su alrededor...

«Ven mi niña, aún no hemos terminado...»

Los pies pierden apoyo, se comen los peldaños sin saber cómo...las rodillas caen al suelo, se raspan contra él...y una náusea comienza a nacerle en lo más profundo del estómago cuando ve la sotana alzarse.

No vomitará.

La última vez que arrojó, el ritual de purificación duró todavía más...

Se tapa la boca y la nariz con ambas manos y se traga el vómito que ya sube.

Se lo traga y sella sus preciosos ojos dorados.

No quiere ver, pero lo siente cerca...el calor que emana, el hedor a orín que exhala...

El vómito sale a presión entre las fisuras de sus pequeños dedos apretados. Mancha el suelo, el vestido blanco, las margaritas bordadas y los pies adultos calzados en zapatos negros...

Hyppolitos no fue consciente de cómo pudo alzarse del camastro y llegar al mugriento váter. Una fuerza invisible anestesió el dolor que seguía enquistado en su cuerpo y le hundió la cabeza en el inodoro hasta acabar desechando sólo bilis. El sudor había humedecido por completo su cabello y empapado la camiseta que cubría su cuerpo. Desde la litera de arriba, su compañero sin lengua le observaba con compasión; no era la primera noche que Hyppolitos sufría pesadillas, pero sí lo era la primera en que lo había escuchado llorar en sueños. Con cierta cautela descendió de la cama y se acercó al artista, que respiraba pesadamente aún entre náusea y náusea. El interno quiso tocarle un hombro para señalarle que estaba con él, pero la reacción instintiva de Hypnos lo alejó de golpe.

─No me toques...─rogó, con la voz rota─ No me toques, por favor...