—¿Qué tal el pequeño Snape? —preguntó Andrew desde su sillón junto a la chimenea en cuanto Jill entró a la sala de la pequeña cabaña en donde se ocultaban.
Jill le dedicó una mirada cargada de fastidio y se acercó al otro sillón. No le gustaba que él supiera tanto sobre ella. Ya se lo había hecho saber en unas cuantas ocasiones, en las que había terminado enfurruñada ante la negativa de Andrew a contarle sobre sus fuentes de información. Él sabía lo que sabía en parte por Dumbledore, en parte por Narcissa. Dumbledore era su otro jefe, por así decirlo. Narcissa… bueno, ni él sabía lo que era Narcissa. Ella amaba a Lucius hasta la médula, así que no podía ponerle un nombre a lo suyo con ella.
—¿Cuándo vas a decirme qué te traes entre manos? —preguntó Jill ignorando la anterior pregunta de Andrew.
Andrew la miró fijamente mientras ella se sentaba con dificultad en el sillón. Se veía un poco más saludable que el día en que la liberara del cautiverio de Narcissa. Sin embargo, todavía se movilizaba con algo de torpeza producto del desacondicionamiento físico. Él la habría liberado antes, de haber sabido dónde se encontraba, pero Narcissa no había querido decir nada hasta hacía relativamente poco. Después de mucho insistirle, ella al fin había soltado la lengua. Andrew estaba seguro de que algo había cambiado dentro de Narcissa respecto a su forma de ver a Jill; pero ella no lo admitiría de ninguna manera.
—Nada, Jill —respondió Andrew al fin —. De verdad quiero ayudarte.
Jill lo miró con la misma desconfianza de siempre.
—Mira, Jill: sé que no he sido un buen hermano. Tenía demasiado miedo de papá para arriesgarme a ser un buen hermano —admitió Andrew cerrando el diario y dejándolo sobre la mesita junto a su sillón —. He tratado de arreglar las cosas desde que él murió.
Jill acarició su vientre sin apartar sus grises ojos de los de Andrew. Era tan parecida a su madre, que casi le dolía mirarla.
—Andrew, tú idolatrabas a Atos —dijo Jill con un dejo de resentimiento en la voz. Así que, esta vez la discusión giraría en torno a su forma de comportarse en la infancia. ¿Ya no estaba interesada en saber quiénes le informaban cosas?
Andrew negó con la cabeza.
—Me mantuve a salvo. Es todo — dijo Andrew.
Sintió un poco de vergüenza de sus propias palabras. Pero era verdad. Él había procurado mantenerse a salvo de los ataques de ira de su padre. Que Jill fuese la que recibiera los malos tratos siempre había sido un alivio para él, hasta la noche en que vio a Lucius Malfoy entrar al cuarto de su pequeña hermana. Todavía le calaba en lo más profundo de su cerebro recordar los gritos de Jill.
—Entonces tu pellejo siempre ha sido más importante —dijo Jill con una sonrisa carente de humor —. ¿Qué ganas en esta ocasión?
—Trato de hacer las cosas bien. No creas que fuiste la única que sufrió —dijo comenzando a mosquearse.
—¡Discúlpame! —exclamó Jill llevándose las manos al pecho teatralmente —. Soy tan insensible. ¿Sufriste mucho cuando me ponías zancadillas? Debió ser tan duro para ti cada tirón de cabello, cada bofetón… y cuando Lucius venía a casa debió ser terrible para ti ¿no?
—¡Era un niño! —gruñó Andrew apretando los puños —. Creía que me congraciaba con papá haciéndote bromas. Pero después de que Lucius comenzó a venir a casa… comprendí que estaba equivocado.
Los ojos de Jill se llenaron de lágrimas.
—Parecías tolerarlo muy bien —dijo ella con la voz un poco ronca.
Le pareció estar viendo a la Jill de once años llena de moretones desayunando de pie junto a la encimera de la cocina. La niña pequeña que no se sentaba en el taburete porque estaba demasiado adolorida para sentarse.
—Pedirte perdón no servirá de nada, Jill. Pero no subestimes lo terrible que esa situación fue para mí.
Ella dejó escapar un bufido burlón.
—Lo que tú digas —dijo ella.
Andrew sintió la sangre agolpándose en sus mejillas. Sabía de antemano que iba a ser muy difícil que Jill confiara en él, que le creyera lo mucho que le pesaba no haber intervenido cuando Lucius se metía en su dormitorio, que comprendiera que su estado de ánimo tan voluble era producto de la rabia que lo consumía por dentro. Habían sido muchos años de lidiar con sus sentimientos encontrados respecto a su padre y Jill. Porque si ella no existiese todo habría sido más sencillo para él. Así que, fue muy difícil organizar sus pensamientos y emociones hasta el punto de decidirse a trabajar para Albus Dumbledore.
—¿Quieres que te diga por qué estoy haciendo esto? — preguntó Andrew sintiendo que lo invadía la ira —Porque el Señor oscuro iba a matarte apenas se diera cuenta de que Snape lo había engañado todo este tiempo.
—¿De qué estás hablando? —inquirió Jill con expresión confundida.
—¿Crees que Snape estaba contigo porque estaba enamorado de ti?
Ella palideció ante sus palabras.
—Snape te embarazó para entregar el niño al Señor Oscuro. Él sabía lo que estaba haciendo. Tu hijo no es un accidente —dijo Andrew.
Soltarle la sopa tan de golpe a su hermana no le hizo sentir mejor que antes. Ella ya no parecía molesta ni resentida con él, sino horrorizada ante la idea de haber sido utilizada por Snape.
—¿Esperas que me crea eso? —dijo Jill tratando de aparentar una entereza que era obvio que no poseía —¿Por qué querría Voldemort un niño de Severus y mío?
—La sangre de tu hijo es la forma en la que el Señor Oscuro espera tener un nuevo cuerpo. Un cuerpo que le permita enfrentarse a Harry Potter sin salir afectado por su conexión —dijo Andrew, repitiendo casi palabra por palabra lo que le había dicho Dumbledore semanas atrás —. Es magia muy oscura, Jill. Se requiere sangre pura, mancillada por un mestizo. Ese es el ingrediente principal. El tipo de sangre que le ofrecería alguien proveniente de muchas generaciones de incesto.
Ella pareció hundirse más en el sillón. Sus ojos estaban muy abiertos y brillantes, viéndose un poco exagerados en su demacrado rostro.
—Severus no… Él no me haría algo así —masculló Jill. Ella comenzó a girar su alianza de matrimonio en su dedo con la mano opuesta, como queriendo tranquilizarse de esa forma.
—Sí lo haría, Jill. Creeme que lo haría.
Jill tragó duro. Parecía estar en un serio debate interno.
—Este niño no cumple con esos requisitos —dijo al fin Jill —. Severus lo sabe.
Andrew se levantó de su asiento y se acercó a Jill, poniéndose en cuclillas para quedar a la altura de su rostro.
—Ese es el punto, Jill. Él y Dumbledore quieren acabar con el Señor Oscuro dándole a un niño que no cumpla con los requisitos —dijo con seriedad, sin apartar sus ojos de los de Jill. Quería que a ella no le quedaran dudas de lo que le estaba diciendo —. Si el ingrediente principal de su magia oscura no sirve, lo más probable es que él se destruya a sí mismo.
Las lágrimas resbalaron por las huesudas mejillas de Jill.
—¿Cómo sabes todo esto? —quiso saber ella.
—Dumbledore me lo confió cuando quise abandonar su barco al no ver ningún resultado en su Guerra contra el Señor Oscuro. Me contó gran parte de su plan. Estoy seguro de que algo se guarda, pero me dijo lo principal. Habló sobre Snape y el niño, y me contó acerca de tu verdadero origen.
—Pero todo este tiempo me has dicho que quieres acabar con Voldemort. ¿Por qué me estás ocultando entonces? —inquirió Jill.
—Porque no puedo permitir que te dañen más, Jill —dijo Andrew. Sintió cómo sus ojos se humedecían.
Ella abrió aún más los ojos, si era posible. Seguramente no habría esperado ver llorar al hermano que había sido un verdugo para ella.
—Andrew… —murmuró Jill.
—Puede que no me perdones nunca, Jill —dijo Andrew tomándole las manos. Estaban frías y parecían muy frágiles —. Pero te juro que voy a protegerte hasta mi último aliento. A ti y a tu hijo.
Así que eso era ella: alguien a quien todo el mundo podía utilizar a su antojo. Severus se había burlado de sus sentimientos. Había fingido amarla para que ella se enamorara y quedara embarazada. Jill no era importante para Severus y Dumbledore. Lo único que importaba era lo que pudiese albergar en su útero, la sangre del ser que ella gestase.
—¿Qué tanta sangre del niño necesita? —preguntó temerosa, porque algo dentro de ella ya sabía la respuesta.
—Toda —respondió Andrew.
Jill tragó saliva con dificultad. De repente sentía los ojos secos, como si se le hubiese olvidado cómo se lloraba. No sabía si se sentía devastada por todas las mentiras de Severus o por el terror que le producía imaginar a su hijo desangrándose sobre un caldero. La sola idea de que su hijo fuese cortado de lado a lado en cuanto llegase al mundo la horrorizaba. ¿No le pasaba lo mismo a Severus? ¿De verdad la oscuridad del hombre que ella amaba era tal?
—No voy a entregarlo —dijo Jill con firmeza —. Tiene que haber otra forma. ¡Harry es quién está destinado a derrotarlo!
—Y aunque no la hubiera, Jill. No dejaré que hagan algo que tú no quieres. Nunca más — dijo Andrew con solemnidad.
Y por primera vez desde que su hermano la liberase de su encierro, le creyó. Supo que el muchacho frente a ella, quien apenas le sacaba poco más de un año, era completamente sincero. Y quiso perdonarle cualquier comportamiento errado de antaño, porque ella también sabía lo que era haber mirado para otro lado por temor. ¿Acaso Harry no le había recriminado esa misma actitud por lo de la cámara de los secretos? Ella no era mejor que Andrew. Y al igual que ella, su hermano buscaba redimirse.
Andrew Peverell se encontraba desaparecido. La orden de Lord Voldemort era que el chico fuese buscado hasta debajo de las piedras y llevado ante él. Por alguna razón, el Señor Oscuro creía que el joven Peverell era el culpable de que Jill desapareciera. Severus sabía que Narcissa era la causante de que el Lord Oscuro pensase de esa forma. Ella había sembrado la idea de forma sutil, contándole a Bellatrix lo mucho que el muchacho preguntó por su hermana durante algún tiempo antes de que Jill se esfumara. Narcissa salió bien librada del asunto comportándose como la rubia hueca que todo el mundo creía que era. Nadie pensaría que ella hubiese sospechado del chico hasta que él también desapareció.
Pero Severus sabía que Narcissa de tonta no tenía un pelo. Era el tapete de su marido y siempre creyó que no cumplía más función que ser un adorno, pero en realidad se trataba de una mujer en extremo afectada por los actos de Lucius, capaz de planear muy bien sus jugadas, incluso bajo la nariz de Lord Voldemort.
Narcissa no era solo la madre desesperada que le obligara a pactar un juramento inquebrantable durante el verano anterior. Esa era solo una parte mínima de lo que ella era realmente. Casi no logró introducirse en su mente para ver lo que ella hiciera con Jill y con el mismo Andrew. Estuvo a punto de dejarla idiota con todo el poder que se vio obligado a implementar para romper la oclumancia de Narcissa.
Y dejarla idiota hubiese sido un precio muy pequeño que pagar después de ver sus recuerdos. Quiso matarla en ese mismo instante, cuando vio el despojo en que Jill se convirtiera en su cautiverio. Después de esa última escena donde la muchacha se reía como una desequilibrada mental, Severus logró mantenerse firme lo suficiente para poder ver cómo Narcissa daba indicaciones a Andrew Peverell sobre cómo encontrar a su hermana.
Se tuvo que obligar a liberar a Narcissa para no levantar sospechas, aunque la idea de que Jill estuviese muerta a manos de Andrew le gritaba que debería acabar con la mujer de una vez y por todas.
—No creo que Andrew lastime a Jill, Severus —dijo Dumbledore en cuanto le confió sus temores —. Andrew estaba muy interesado en mantenerla a salvo.
—¿Está seguro de eso? —preguntó Severus conteniendo a duras penas su ansiedad.
—Me hizo saber mediante una carta que no está dispuesto a seguir con nuestro plan. Tomó la protección de su hermana en sus propias manos —dijo Dumbledore suavemente.
—¿Carta? ¿Usted y él se mantenían en contacto? —preguntó Severus con incredulidad. ¿Hasta cuándo iba a ocultarle cosas ese anciano? ¿No era suficiente con estarle obligando a llevar a cabo misión estúpida tras misión estúpida? ¿No le bastaba con haber puesto sobre sus hombros la responsabilidad de librarlo del sufrimiento en cuanto Draco decidiera actuar?
—No eres mi única ayuda, Severus. Creí que Andrew comprendería la importancia de terminar con esta absurda guerra cuanto antes —dijo el anciano.
—Ese niño idiota jamás tuvo consideración con ella. ¿Por qué ahora está actuando como un salvador? —dijo Severus elevando la voz.
—La gente cambia, Severus. Eso lo sabes mejor que nadie.
Para finales de mayo, Jill había recuperado casi toda la vitalidad que perdiera en el encierro de Narcissa. Ya no lloraba cuando recordaba a Severus, sino que la invadía una furia asesina que la hacía mantenerse en silencio durante horas rumiando lo estúpida que había sido. Estaba segura de que, muy a su pesar, todavía lo amaba. Pero se recriminaba el haber lastimado a Katie por ir tras él, y se decía una y otra vez que cualquier cosa que le ocurriera a la chica era solo culpa suya. De haberse decidido por Katie, no estaría en una situación tan peliaguda. Confiaba en que ella se encontrara con vida, porque El Profeta no había mencionado nada respecto a que se hubiese muerto.
Cuando no estaba ensimismada pensando en lo estúpida que era, ella y Andrew llevaban una relación bastante buena. A pesar del encierro en la pequeña cabaña en donde se ocultaban se las arreglaban para entretenerse, y habían llegado a conocerse bastante bien. Incluso se preocupaba si Andrew tardaba en regresar de su búsqueda de provisiones, aunque no era muy presta a decírselo, queriendo que el muchacho no se ufanara de ello.
Esa mañana era una de aquellas en las que Andrew se tardaba más de la cuenta. Así que se encontraba un tanto preocupada de que le hubiese ocurrido algo a su hermano. Dentro de la cabaña estaban relativamente seguros, rodeados de todos los encantamientos que ambos conocían para su protección, pero afuera él estaba completamente a merced de quienes querían hacerles daño.
—¿Dónde estás, idiota? —murmuró Jill corriendo un poco la cortina de la salita de estar y mirando al vacío prado que se extendía más allá de la cabaña.
Se llevó la mano a la parte baja de la espalda, sobándose sobre la ropa. Tenía un dolor localizado en ese lugar desde hacía un par de horas, como un fuerte calambre que iba y venía constantemente. Estaba asustada, pues sabía que se encontraba en trabajo de parto mientras estaba en completa soledad. ¿Qué iba a hacer ella sola si el niño comenzaba a salir? No era que Andrew le proporcionara la seguridad que le proporcionaría un medimago, pero era mejor que nada.
Suspiró y decidió que regresaría a la cama a esperar a que Andrew volviera. No terminó de dar un par de pasos cuando la humedad comenzó a resbalar por la parte interna de sus piernas.
—¡Por Merlín! —exclamó en voz baja, mirando el charquito que se estaba formando en el suelo a sus pies. Según sus casi nulos conocimientos al respecto de un parto humano, su hijo nacería más temprano que tarde.
Se dijo que iría hasta la habitación y que desde la puerta limpiaría su desastre con un hechizo. Sin embargo, el dolor en su cadera se hizo mucho más pronunciado, recorriéndole las entrañas, haciendo que se olvidara por completo de sus deseos de limpiar. Emitió un gruñido y se puso en marcha, sujetándose el bajo vientre. ¿Iba a tener que parir allí sola? La respuesta parecía ser sí, ¿Y si algo salía mal? La respuesta era "ni idea".
Llegó hasta el dormitorio y se recostó en la cama, con el dolor taladrándole cada milímetro de la pelvis. Se subió el vestido hasta más arriba del abdomen y se quitó la ropa interior empapada. No estaba sangrando, al menos, pero el líquido continuaba saliendo de ella. Sentía que algo presionaba en cierta parte de su anatomía, comprimiéndole todos los alrededores.
—Andrew, date prisa… —susurró. Tenía la frente empapada en sudor y comenzaba a sentir deseos de pujar.
Se acomodó mejor en la cama, separando las piernas, dejandose guiar por su instinto. Pujó con todas sus fuerzas, sintiendo que lo que presionaba antes descendía más dentro de ella. No sabía en dónde le dolía más a medida que los huesos de su pelvis se separaban. Gritar no le ayudaba, porque sentía que se quedaba sin aire y que el niño dejaba de descender, así que se concentró en respirar y pujar hasta que sintió que la vida se le iba en ello.
La tercera vez que pujó, sintió cómo una parte de su hijo salía de ella. Así que puso las manos debajo, palpando la cabeza del pequeño y continuó pujando. Cuando creía que no iba a lograrlo, el resto del cuerpo de la criatura asomó, resbaloso como el jabón. Apenas pudo sujetar el pequeño cuerpo y subirlo con manos temblorosas hasta su pecho. La criatura dejó escapar un fuerte chillido, seguido de un llanto que a Jill se le antojó maravilloso.
—Eso es. Eso es —lloró ella sobando la espalda del hijo cuyo sexo no había visto todavía.
Se atrevió al fin a comprobar qué había traído al mundo, dándose cuenta de que el ser que lloraba en sus brazos y que todavía permanecía unido a ella por el cordón umbilical era una niña.
—¿Jill?
La voz de su hermano llegó desde la sala. Sonaba preocupado, pues Jill normalmente se la pasaba en el salón leyendo algún libro de los que él solía traerle.
—Estoy aquí —se las arregló para gritar Jill en medio de su agotamiento.
Andrew entró a la carrera en el dormitorio, frenando en seco en el marco de la puerta, llevándose la mano al pecho. No parecía dar crédito a sus ojos, los cuales estaban completamente abiertos por el asombro.
—Está aquí —dijo al fin con un hilo de voz.
El muchacho pareció no dar importancia a que su hermana se encontraba desnuda y bastante poco presentable debido a una mezcla de diferentes suciedades de la cintura para abajo. Entró y se sentó a su lado, pasándole un brazo por los hombros y juntando su cabeza con la de ella. Con su mano libre acarició la mejilla del bebé, mirándola como si fuese lo más increíble que hubiese visto nunca. La pequeña dejó de llorar y lo miró con unos ojos tan negros como los de su padre.
—Es una niña —dijo Andrew con voz gangosa.
—Alice —dijo Jill con seguridad. No le cabía duda de que ese era el nombre que debía llevar su recién nacida.
—Alice —repitió Andrew antes de echarse a llorar en el hombro de su hermana menor.
