Capítulo 10

La ley de los gatos callejeros

Cuando llegaron a la casa del árbol, Nami apenas podía ver algo con los párpados hinchados por el llanto y entre la baja visión y que los oídos le seguían pitando, se sintió encerrada en sí misma.

En vez de subir por la estrecha escalerilla, Luffy la dirigió al gran portón de madera desde el que había salido la música el último día de tormenta.

Un rayo iluminó el cielo mientras el chico llamaba a la puerta.

La mano de Luffy, sujeta con firmeza en torno a su propia mano, apretó el agarre mientras a ella la sorprendía otro sollozo.

La puerta se abrió cuando las primeras gotas de lluvía impactaron contra el suelo.

Una enorme señora, de altura montañosa y pelo tan naranja como el de Nami les echó una mirada de arriba abajo con cara de malas pulgas.

—¿Qué narices es todo esto? ¿Quién es la niña? ¿Dónde está Ace?

Luffy acercó a Nami a su lado. A pesar de la usual actitud infantil, su cara no mostraba ni un indicio de la dulce sonrisa que solía asomar en el rostro del muchacho.

—Dadán, hay que llamar al abuelo. Han detenido a Ace.

La gran señora perdió el poco color que tenía en la cara

—¿Qué lo han qué? ¡¿Por qué?!

Luffy negó. El cielo volvió a tronar y el chico tiró de Nami para que se acercara al interior.

—No sé, algo sobre un rey muerto o algo así. Tenemos que pasar, Dadán, Nami está cansada y yo me muero de hambre.

No esperó una respuesta, Luffy rodeó a la mujer que les había abierto la puerta y guió a su amiga entre un montón de hombres grandes y fornidos hasta una silla donde pudiese sentarse tranquila.

Ella se estremeció, incapaz de decir una sola palabra, pero con el miedo en forma de manta sobre los hombros. Los desconocidos le daban escalofríos y la silla en la que la sentó Luffy era tan alta que le colgaban las piernas. Nami se sintió diminuta y el pensamiento le provocó náuseas.

—No te preocupes Nami, son bandidos de la montaña, pero nunca te harían daño. Dadán es muy bruta pero es buena, como tú. Y yo no te voy a dejar, estoy aquí.

Ella asintió, mientras las lágrimas le enfriaban las mejillas y la garganta. Habría intentado responder, pero tenía la lengua congelada y las palabras paralizadas en la cabeza.

Algo dentro de ella estaba mal, pero ni siquiera podía situar que parte del cuerpo le dolía.

La enorme mujer de pelo naranja llegó hasta ellos con pies de plomo y una expresión que amenazaba con golpes en la espalda. Nami se encogió con la mirada en el suelo, las manos le temblaban.

—¿Quieres comer, Nami?

Ella negó con fuerza mientras le apretaba aún más la mano. Luffy, incapaz de entender algo más allá que las clases de escarabajos, se acercó a Nami con la incomprensión marcada en sus pasos. Tenía los ojos llenos de indecisión, pero se encontraba tan cerca que a ella le importó poco que no supiese qué hacer. El simple hecho de que no le hubiese soltado la mano le calentaba el corazón. Aturdida por unos sentimientos tan intensos y aterradores que le resultaba imposible nombrar, rodeó al chico en un abrazo tembloroso y escondió la cara y las lágrimas en el cuello de su amigo.

Luffy respondió al abrazo sin pensar, porque a pesar de ser un ladrillo emocional, le encantaba hablar a base de roces y toques. Era un orador experto en la lengua de las manos.

—¿Luffy, qué significa esto?

Nami escuchó la conversación como si se tratase de otra persona, igual que si fuese testigo de la escena a través de una pecera.

—No sé, cuando detuvieron a Ace nos tiraron al suelo y ella no respondió bien. Lleva llorando desde entonces, no me ha respondido a nada de lo que le he preguntado. Es como si estuviese encerrada en otro lugar.

La frase no tenía porque haber herido de más, pero la mente de Nami cortaba y la idea de un encierro repiqueteó en su cabeza como el sonido de los grilletes.

El recuerdo de una nariz serrada y los planes de escape que había hecho para aquella misma noche se balancearon tras las voces de fondo y el corazón se le aceleró. Aquella misma noche se tenía que haber marchado, pero la despedida le dolía en los huesos, en el alma, en los pedazos descosidos a los que llamaba corazón.

El simple pensamiento la hizo temblar.

—Esa niña tiembla más que un pichón recién parido —comentó uno de los hombretones.

—Le han pegado una paliza del carajo, es normal que esté temblando.

—Si ella está así imaginate Ace, que le gusta repicar más que a un cachorrillo.

—Le habrán dejado los marines hecho un cuadro.

—Pues seguro.

—Yo me apostaría una bota de gigante a que…

La conversación, tan descarriada como los pensamientos de Luffy, fue sacando poco a poco a Nami del horrible trance en el que había entrado. Mientras se relajaba, sintió que su amigo le acariciaba la espalda en círculos rítmicos, a la dulce velocidad de una canción de cuna.

—Nami —susurró a media voz Luffy, en busca del secreto de los susurros.

Ella asintió, aun escondida en el recodo de ese abrazo que le ofrecía protección.

—¿Quieres ir a casa? Dadán te puede dar algo de comida mientras esperas allí a que solucionemos la llamada con el abuelo. Y luego, si quieres, te aviso cuando vayamos a la ciudad a pelear con los guardias. Seguro que tú pegas puñetazos fuertes, sino puedes dibujar mapas mientras nos pegamos y esas cosas que te gustan.

La ventaja que había estado esperando se deslizó por su espalda con dedos cálidos y pegajosos. En la casa del árbol, sola, con Luffy ocupado con la idea de salvar a su hermano sería el momento ideal para recoger todas las cosas y salir corriendo. Sin mirar atrás, con el mar de frente y la tormenta en la nuca.

La idea le daba volteretas entre narices serradas, esposas y habitaciones con rejas en las ventanas. Y la única afirmación coherente que nació entre estrépito y luces fue que no podía seguir con el plan de huida. No, nunca podría abandonar a Luffy y Ace así, porque si algo salía mal no podría perdonarlo en la vida. Y su cupo de culpabilidad había llegado al límite, era incapaz de mirar a su madre a los ojos cuando se aparecía en sus sueños, no podría vivir con el rechazo de las únicas personas que había podido considerar amigas.

La imagen de su pueblo le gritaba al oído y le daba tirones en el cuello, así que intentó silenciarlo apretando el puño sobre el chaleco de su amigo.

—No, no. No me voy. No me puedo ir. Vamos a sacar a Ace de la cárcel juntos. ¿Vale? —La firmeza con la que lo dijo sorprendió a la enorme mujer que los observaba, que dió un paso atrás, con la mirada de Nami fija en su rostro.

Luffy se separó de ella y la sonrisa la deslumbró.

—Eres la mejor de las mejores amigas, Nami. Te prometo que te dejaré el segundo más fuerte a tí.

Ella se echó a reír, aunque retrocedió al ver la seguridad en la mirada del chico. Se limpió la cara antes de darle una palmada a Luffy en el hombro con la reprobación habitual por fin instalada dentro.

—No vamos a sacar a tu hermano a puñetazos, idiota. Lo vamos a sacar de allí a mi manera.

El chico fue a replicar algo, pero Dadán lo acalló de una colleja.

—Deja hablar a la chica, bruto. Tiene mejor cabeza que tú.

Nami cuadró los hombros orgullosa y esbozó una sonrisa, aun con la nariz roja y los ojos hinchados, pero con la confianza que le caracterizaba.

—Vamos a sacarlo sin que lo sepa, como los ladrones.

Un hombre estrelló y de mirada ojeriza se revolvió bajo el peso de la idea.

—Al viejo perro no le va a gustar cuando llegue.

Luffy, que no había dejado de observar a Nami con la confusión y un sin fin de réplicas a punto de estallar, se echó a reír, complacido. Como si escuchar aquellas palabras fuesen un reto imposible de rechazar.

—Entonces, ¡vamos a la cárcel!

Ella le bajó el ala del sombrero para que le tapase aquella mente llena de polvo.

—Primero tenemos que robar el mapa y necesitamos un plan.

Dadán resopló con la mano en la barriga.

—Pues si necesitas que algo salga de la mente de ese garrulo vamos a necesitar comida. Porque va para largo.

Nami observó a la bandida de comentarios jocosos y le emocionó ver la insinuación de los ojos de su madre.

—Muchas gracias, señora.

Ella abanicó sus palabras con la mano.

—Si me sacas al muchacho antes de que llegue el viejo, les diré que añadan algo de carne a tu arroz, flacucha.

El olor de la comida le aguó la boca a la chica, Luffy se levantó el sombrero y refunfuñó algo sobre la carne y las injusticias.

Sentados entre ideas, cháchara y arroz con carne, con Luffy a su lado lleno de migas de pan hasta en el sombrero, Nami sintió que los dedos de los pies se le calentaban, a pesar de la ansiedad de los últimos días, a pesar del miedo que le daba el simple recuerdo de una camisa florida y de un pueblo de casas boca abajo, a pesar de todo.

Tras una vida refugiada en la huida, le sorprendió la calidez de quien elegía quedarse.


Bueno, no me matéis, pero entre el trabajo y el TFM estaba desquiciada y encima estaba yendo y viniendo con el capítulo porque no terminaba de salir como quería.
¡Pero está aquí! jejeje
¿Qué opinas sobre cómo va la historia?
¡nos vemos!